Orbis Tertius, vol. XXVIII, nº 38, e279, noviembre 2023-abril 2024. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

De la especificidad a la postautonomía: debate sobre la vigencia de una tradición

Pablo Bardauil
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita recomendada: Bardauil, P. (2023). De la especificidad a la postautonomía: debate sobre la vigencia de una tradición. Orbis Tertius, 28(38), e279. https://doi.org/10.24215/18517811e279

Resumen: Con el concepto de postautonomía elaborado en la última etapa de su producción, Josefina Ludmer propone dejar atrás un conjunto de principios centrales en la teoría literaria del siglo XX cuya validez pone en duda para pensar la literatura del presente –autonomía, especificidad, autorreferencia, ambigüedad del sentido, valor literario. Sus provocativas postulaciones, que involucran el abandono de muchos de los presupuestos en los que se habían constituido sus propios libros iniciales, dieron lugar a un fuerte debate que provocó, llamativamente, el efecto contrario: hacer retornar al centro de la discusión la pregunta por la validez de aquellos conceptos que se pretende jubilar por envejecidos. En una época en la que los estudios culturales parecen haber colonizado las reflexiones sobre la literatura, ¿qué vigencia pueden tener aquellas nociones que fueron claves para la teoría literaria del siglo pasado en la actualidad?

Palabras clave: Especificidad, Postautonomía, Formalismo, Estudios culturales, Valor literario.

From specificity to post-autonomy: debate on the validity of a tradition

Abstract: With the concept of post-autonomy elaborated in the last stage of her production, Josefina Ludmer proposes to leave behind a set of principles (autonomy, specificity, self-reference, ambiguity of meaning, literary value), central to 20th century literary theory, whose validity she questions in order to think about present literature. Her provocative postulations, which involve abandoning many of the assumptions on which her own initial books had been established, gave rise to a strong debate that strikingly provoked the opposite effect: refocusing discussion on the validity of those already aged concepts. At a time when cultural studies seem to have colonized reflections on literature, what validity can those notions that were key to last century literary theory have today?

Keywords: Specificity, Post-autonomy, Formalism, Cultural studies, Literary value.

1. Fronteras de una producción crítica

Los dos primeros libros de Josefina Ludmer, Cien años de soledad. Una interpretación (1972) y Onetti. Los procesos de construcción del relato (1977) se sostienen, más allá de algunas diferencias que dejaremos de lado, sobre una serie de principios comunes. Ambos recortan un objeto con fronteras más o menos definidas: una novela, en el primer caso; la producción de un autor, en el segundo. Ambos llevan adelante una lectura inmanente de ese objeto, es decir, se concentran en el texto en contra de aquella crítica biográfica y sociológica que lo abordaba desde el exterior. Ambos segmentan el relato para analizarlo apelando a métodos que toman prestados de la lingüística: estructural, en el primer caso; generativa, en el segundo. Ambos se concentran en algunas de las partes segmentadas para escudriñarlas con detalle microscópico e identificar la íntima conexión que dichos textos establecen entre los procedimientos de la construcción de la trama y los procedimientos de estilo.1 Ambos se detienen con especial interés en aquellos momentos privilegiados en que el relato se vuelve sobre sí mismo, ya sea en escenas de mise en abime o “historias en la historia” capaces de condensar en pequeño aspectos generales del relato,2 ya sea “dramatizando” sus propias condiciones de producción y engendramiento.3

En ambos libros el análisis textual no tiene, sin embargo, un fin en sí mismo. En el marco de la fuerte politización que experimentan el arte y la crítica en la Argentina a fines de los sesenta/ comienzos de los setenta, constituye más bien un pre-requisito imprescindible para la disección y deconstrucción ideológica de los objetos abordados. La hipótesis que sostiene dicha lectura es que la ideología en los textos no puede identificarse con las posiciones políticas de los autores o los contenidos manifiestos de las obras, error en el que suelen incurrir los abordajes biográficos y sociológicos más elementales, sino que esta se configura de un modo más sutil en la complejidad de su construcción. Puede incluso ocurrir que una y otra se contradigan, como en el caso de Onetti cuya literatura Ludmer juzga como “radicalmente materialista” en contra de quienes la acusan de “idealista” escudándose en el presunto escepticismo político del autor.4

Ambos libros, por fin, sostienen que el análisis no se agota en los textos particulares sino que puede dar lugar a reflexiones teóricas más generales, según puede verse en las numerosas notas al pie y en los inicios o conclusiones de muchos de los capítulos. Mejor aún, afirman que ese es el modo en que los países dependientes pueden ejercer la teoría literaria: de lo particular a lo general y no a la inversa, como pretenden aquellos “modelos narratológicos” que desde mediados de los sesenta los estructuralistas insisten en exportar, en especial desde Francia. Esta resistencia a la aplicación de modelos no impide que ambos libros encuentren en las ficciones latinoamericanas que analizan la constatación de un conjunto de principios sostenidos por una importante tradición de la teoría literaria: aquella que inaugura el formalismo ruso a comienzos del siglo XX y recogen, entre otros, el propio estructuralismo y el postestructuralismo francés.

A partir de El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988) algunos de esos principios empiezan a resquebrajarse. El objeto de análisis se amplía ahora a un género, la gauchesca, que pone en el centro de la reflexión una cuestión que probablemente constituya el verdadero leit motiv de la producción de Ludmer: la noción de frontera, de límite. Si dicha noción se daba por sentada cuando el objeto era una novela (los límites eran los del libro material) o la producción de un autor (si bien ya empezaba a franquearse en los diálogos que se establecían con otras producciones como las de Cortázar, Arlt o Faulkner), el género gauchesco reclama precisar cuáles son sus límites, demarcar los textos que quedan a uno y otro lado. Para ello es preciso definir el género en primer lugar a partir de sus rasgos internos deslindando aquellos textos que hablan del gaucho con la voz del gaucho (como los Cielitos, de Hidalgo) de aquellos que también hablan del gaucho pero con su propia voz letrada (como el Facundo, de Sarmiento, o los cuentos de Borges). E incluso llevar adelante un análisis minucioso de sus reglas constitutivas, lo cual lleva a Ludmer a jugar con la posibilidad de haber hallado “LA FÓRMULA” (p. 32) del género y también de la literatura, lo cual parecería evocar antiguas pretensiones de formalización a las que cierta tradición formalista-estructuralista no fue ajena.5

Sin embargo, el género ya no puede ser definido exclusivamente a partir de sus rasgos internos como todavía parecían permitir, al menos en el imaginario estructuralista de fines de los sesenta, el policial o el fantástico. La gauchesca, que nace con las guerras de independencia respondiendo a necesidades políticas concretas (civilizar al gaucho para convertirlo en mano de obra para los hacendados o reclutarlo para el ejército) que se extenderán por lo menos hasta los ochenta cuando la literatura se autonomiza del poder estatal, requiere ir del otro lado de la frontera de la inmanencia textual para indagar en los factores externos que los dos primeros libros habían descartado. Así, las referencias al contexto o a la “coyuntura” –como prefiere llamarla Ludmer–, a la biografía y a las posiciones políticas de los escritores, antes totalmente rechazadas, empiezan a explicar ahora aspectos que afectan a la constitución de los textos mismos.6 ¿Son estas referencias contextuales exigencias emanadas de un género surgido antes de la autonomización de la literatura del estado? No totalmente. Porque Ludmer también apela a esos elementos cuando aborda, ya en pleno siglo XX, un cuento como “El fiord” (1969), de Osvaldo Lamborghini. Escrito en un momento en que la literatura quiere volver a vincularse con la política pero ya no en representación de los intereses del poder sino en contra de él, “El fiord” también requiere ser leído en el marco de la coyuntura bajo la que fue concebido (la dictadura de Onganía y preanunciando la “guerra” que precedería a la llegada de Perón). En esa indagación, además, el libro de Ludmer cruza otra frontera más al incluir, por primera vez, en una comentada “nota personal”, referencias a sus propias experiencias de escritura con Lamborghini en notable contraste con el estilo “remoto e impersonal” (1985 [1972], p. 9) que ostentaban sus libros iniciales.

En El cuerpo del delito. Un manual (1999) el objeto vuelve a ampliarse: ahora a un corpus que tiene al delito como “tema” e “instrumento crítico” y que no se circunscribe a la literatura (si bien sigue siendo el objeto preponderante) sino que se extiende a la cultura en general. El virus de los estudios culturales nacidos en Birmingham y esparcidos generosamente a partir de los ochenta en las Universidades de Latinoamérica y EEUU (a donde Ludmer se ha trasladado y tiene una cátedra) ha impactado en su producción y en algunos de sus presupuestos teóricos entre los cuales la cuestión de los límites vuelve a ser central. Lo que se produce, en rigor, es una suerte de inversión. Si hasta entonces el objeto había ejercido un cierto “control” sobre la crítica demarcando las fronteras en que esta podía moverse, ahora es el crítico quien diseña el territorio en que se va a desplazar. ¿Y cuál es ese territorio? El de los llamados “cuentos de delito” cuya característica fundamental es precisamente que traspasan las fronteras de los objetos, que van más allá de los autores y los libros “entendidos como entidades autónomas” (p. 16) y se cuentan en el “entre”: entre ficción y realidad, entre texto y contexto, entre la literatura y la cultura.7

Ludmer, así, arma “series” o “cadenas” a partir de distintas categorías de delito (de científicos, de artistas, de héroes populares, de locos, de mujeres, de judíos) engarzando textualidades de procedencia diversa (novelas, obras de teatro, textos periodísticos, historietas, películas) en el interior de las cuales los “cuentos de delito” no coinciden con ninguna frontera objetual: “[...] puede ser un momento, una escena de un relato o novela, una cita, un diálogo, o también una larga historia que abarca muchas novelas” (1999, p. 16). Estas cadenas, a su vez, pueden conectarse casi con cualquier cosa que resulte “útil” a la lectura. Pueden ser otros textos y entonces se arman cadenas puramente literarias o genéricas. Pueden ser “datos” de la “realidad” como ocurre con las correlaciones “casi directas” que Ludmer establece, por ejemplo, entre la aparición de mujeres que matan en la literatura y las sucesivas conquistas que estas fueron obteniendo en el mundo de la ciencia y del trabajo.8 La libertad del crítico para desplazarse de un ámbito a otro queda subrayada con un énfasis en el “yo” que no omite exhibir la discrecionalidad de algunas de sus decisiones e incluso sus gustos personales (y volveremos sobre esto), en absoluto contraste con la despersonalización dominante hasta entonces.9

Cuando el objeto de análisis traspasa las fronteras, las antiguas preguntas por la especificidad, las “leyes” de la literatura o las “reglas constitutivas” del género, que suponían límites precisos, caen por improcedentes. No hay una “ley” que organice los cuentos de delito; a lo sumo ciertas regularidades que pueden describirse momentánea o estratégicamente hasta que el ingreso de un nuevo cuento en la serie las modifique. Ludmer, así, abandona sus “métodos” de análisis inmanente (“hoy [...] ya no practico ese arte del análisis textual” (p. 20) –escribe en el prólogo de 2009 a la segunda edición del Onetti) para reemplazarlos por una mirada que pone el énfasis en las conexiones.

El distanciamiento del análisis textual repercute a su vez en el análisis “ideológico” que antes priorizaba la forma y la construcción de los textos y ahora surge del relevamiento de un amplio repertorio de materiales en donde nada se deshecha de antemano: la bio-grafía de los escritores (entendida en sentido etimológico como “escritura de la vida”, esto es, como otro “cuento” más), sus posiciones políticas manifiestas, los datos de la coyuntura histórico-política, etc. El recurso a este variado banco de datos se pone especialmente de manifiesto en el análisis de los “más leídos” o “clásicos” de la literatura argentina en donde lo que importa es menos la construcción de una lectura novedosa o “fundacional” (a la que todavía parecía aspirar el “tratado” sobre la gauchesca) que un reordenamiento de lecturas ya realizadas, apuntando a recuperar aquel sustrato ideológico en el que fermentan los textos y que la lectura canonizada de la escuela tiende a disimular. En este sentido, la denominación del libro como “manual”, que puede parecer irónica por la abrumadora cantidad de información que maneja, pone de manifiesto la voluntad “escolar” que atraviesa el libro y las pretensiones de intervención institucional que posee.

En su siguiente y último libro publicado en vida, Aquí América Latina (2010), el objeto de análisis sigue siendo la cultura, a la que ahora llama “imaginación pública” y a la que define como “todo lo que circula” (2020 [2010], p. 31), como “un trabajo social, anónimo y colectivo de construcción de realidad” (p. 31), en cuyo interior la literatura constituye uno de sus “hilos”, si bien otra vez privilegiado. Ludmer abandona la historia literaria nacional para hacer foco en un conjunto de escrituras argentinas y latinoamericanas del presente a las que lee según una provocativa hipótesis: con la globalización, la transnacionalización del mercado editorial y la conversión del libro en “una mercancía como cualquier otra o una parte de la industria de la lengua” (p. 108), la literatura está experimentando una serie de transformaciones fundamentales que afectan tanto su distribución y circulación como su producción y su consumo. Dichos cambios estarían precipitando la crisis o incluso el fin del régimen de la autonomía literaria tal como fuera teorizado por Kant y el romanticismo alemán a fines del siglo XVIII/ comienzos del siglo XIX, según el cual la literatura ostentaba el “poder de definirse y ser regida por sus propias leyes, con instituciones propias” (p. 173).

En las escrituras del presente Ludmer detecta dos grandes vertientes. Por un lado, aquellas que persisten o incluso enfatizan su autonomía construyendo ficciones en las que priman las referencias y autorreferencias a la literatura, los personajes escritores y lectores o las parodias de los géneros en que se inscriben (en el heterogéneo grupo de novelas Ludmer incluye El mandato, de José Pablo Feinmann; Lesca, el fascista irreductible, de Jorge Asís; Los cautivos. El exilio de Echeverría, de Martín Kohan; El teatro de la memoria, de Pablo de Santis; Un secreto para Julia, de Patricia Sagastizábal; Letargo, de Perla Suez). Por el otro, aquellas que sí acusarían recibo de los cambios que se están produciendo y los pondrían en escena de diversas maneras. O bien en relatos utópicos que hablan del fin de la literatura tal como la hemos entendido hasta ahora, es decir, del fin de su autonomía (El juego de los mundos, de César Aira; El árbol de Saussure, de Héctor Libertella; Boca de lobo, de Sergio Chejfec). O bien en ficciones antinacionales que se sitúan después de las ilusiones que las literaturas nacionales se habían hecho sobre su presunta capacidad subversiva y liberadora (y aquí se centra en textos de la literatura latinoamericana: La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejos, El asco, de Horacio Castellanos, Contra el Brasil, de Diogo Mainardi). O bien, finalmente, en las que denomina, con gran repercusión, “literaturas postautónomas”: “escrituras actuales de la realidad cotidiana” (p. 171) que se sitúan más allá de la diferencia entre ficción y realidad al punto que a veces no es posible distinguir una de la otra; escrituras que están a la vez adentro y afuera de la literatura y operan sobre ella “una drástica operación de vaciamiento” (p. 172) dejándola sin especificidad, “sin densidad, sin paradoja, sin indecidibilidad” (p. 172), es decir, sin aquellos atributos que hasta ahora han permitido reconocerla y definirla como tal. Estas escrituras, entre las cuales incluye a La villa, de César Aira, Monserrat, de Daniel Link, Ocio de Fabián Casas o Desubicados de María Sonia Cristoff, no pueden ser leídas con las herramientas pergeñadas por la crítica cuando el régimen de la autonomía estaba vigente. Es preciso inventar nuevos instrumentos críticos, “[o]tras palabras y categorías” (p. 160) que den cuenta de la nueva situación.

Los puntos de contacto entre la caracterización propuesta por Ludmer para las escrituras postautónomas y las transformaciones que se han ido operando en sus propios modos de leer parecen indudables. Si su libro sobre el delito había apostado a una mirada que trascendiera los límites entre ficción y realidad, entre “la literatura y la vida”, estas nuevas escrituras, que se constituyen precisamente en la difuminación de esas fronteras, resultan una suerte de proyección en la cual aquel modo de leer viene a convalidarse. Y en efecto, el concepto de postautonomía, que pone en cuestionamiento el pensamiento de la literatura como esfera separada de las restantes esferas, debe enmarcarse en el interior de otro concepto clave que atraviesa el libro: el de des-diferenciación (y sus nociones correlativas “realidadficción”, “íntimopúblico”, “adentroafuera”) con el que Ludmer parece haber dado, por fin, con aquella categoría o “instrumento crítico” que le permite poner en tela de juicio el concepto de frontera que su producción ha venido acechando desde hace años y, junto con ello, un conjunto de nociones tales como autonomía, especificidad, autorreferencialidad, indecidibilidad del sentido que habían constituido los fundamentos de sus libros iniciales y de buena parte de la tradición de la teoría literaria del siglo XX.

En este punto conviene volver la mirada hacia atrás para dimensionar las notables transformaciones que se han producido. ¿Cómo explicar estos cambios que, por ser progresivos, no dejan de ser radicales? “Efecto de claustrofobia”, propone Martín Kohan, ante una crítica inmanente que empieza a suscitar una sensación de estrechez.10 Y en rigor, toda la reflexión de Ludmer podría pensarse como la tenaz voluntad de superar otra frontera: aquella que durante décadas había sostenido, infranqueable, la división entre crítica inmanentista y crítica sociológica y que había encontrado en ella una de sus militantes más aguerridas: “[...] vengo de un mundo perdido donde las pasiones eran fuertes, había guerras y bandos y una práctica muy militante de la escritura crítica [...]” (2020, p. 309)- recuerda Ludmer en “La crítica como autobiografía” (2009) al evocar las épocas en las que “seguía con fervor a los formalistas rusos y todas esas tendencias que terminaron en el estructuralismo” (p. 308) y cuestionaba a los críticos “del bando sociológico e historicista que escribían Historia con mayúscula y literatura con minúscula” (p. 309).11

Al mismo tiempo, resulta imposible deslindar esas transformaciones de la creciente hegemonía de los estudios culturales que en el fin de siglo parecen haber colonizado la crítica literaria y cuyos fundamentos están en las antípodas de aquella tradición. En efecto, si formalistas y estructuralistas habían supeditado la existencia de una “ciencia literaria” a la posibilidad de circunscribir y definir su objeto de estudio como algo separado de los demás discursos, el punto de partida de los cultural studies es exactamente el opuesto: la imposibilidad de diferenciar a la literatura de los discursos y prácticas sociales que constituyen la cultura en su conjunto. Raymond Williams: “no podemos separar la literatura y el arte de otras formas de la práctica social, al extremo de volverlas tema de leyes especiales y diferenciadas” (citado por Stuart Hall, 2010, p. 34). Ludmer pareciera encontrar en los conceptos de desdiferenciación y postautonomía, sobre los que insistirá hasta el final, un instrumento teórico-crítico que le permite sumarse a la difuminación de los límites impulsada por los estudios culturales y a la vez tomar distancia de aquella tradición en la que se formó y ahora advierte insuficiente y envejecida.

2. Debate sobre la vigencia de una tradición

El acalorado debate al que dieron lugar las postulaciones de Ludmer sobre la postautonomía, ampliamente reproducidas en diversos blogs y revistas digitales,12 sugiere que tal envejecimiento no debería darse tan rápidamente por descontado. En las páginas que siguen nos proponemos abordar aquello que, creemos, subyace en última instancia a dicha discusión: el debate sobre la vigencia de una tradición. ¿En qué medida los conceptos acuñados por la teoría del siglo XX siguen siendo útiles para pensar la literatura y el arte del presente? ¿Hasta qué punto es posible seguir apelando a las herramientas del pasado para abordar un arte en el que se han producido –o se están produciendo– transformaciones fundamentales? En los párrafos que siguen dejaremos de lado a quienes comparten –o amplifican– las hipótesis y presupuestos teóricos de Ludmer, entre los que cabe mencionar a Reynaldo Laddaga (2006), Tamara Kamenszain (2007) y Florencia Garramuño (2015), para centrarnos en quienes los ponen en cuestionamiento. La mayoría de esas objeciones se hacen precisamente en nombre de la utilidad y supervivencia de aquella tradición a la que Ludmer busca jubilar por envejecida.

En “Sobre la postautonomía” (2013) Kohan dispara contra los planteos de Ludmer en términos que evocan los cuestionamientos de Adorno a algunos textos de Walter Benjamin justamente a propósito de la cuestión de la autonomía. En su clásico trabajo sobre la escuela de Frankfurt, Susan Buck-Morss (1981) sostiene que si bien ambos críticos coincidían, en contra del marxismo mecanicista, en la relativa autonomía de los fenómenos superestructurales respecto de la infraestructura, Adorno cuestionó algunos trabajos de Benjamin, en particular “La obra de arte en la época de su reproducción técnica” y “Sobre algunos temas en Baudelaire”, por su tendencia a establecer vínculos demasiado directos entre uno y otro ámbito. En el caso de “La obra de arte”, Adorno coincidía con la importancia que Benjamin adjudicaba a las nuevas tecnologías en el desarrollo artístico. Pero cuestionaba su excesiva confianza en las capacidades liberadoras del arte reproductivo y, en especial, el soterrado menosprecio que parecía manifestar por el arte autónomo al cual, con el concepto de aura, volvía sospechoso de cumplir funciones encantatorias y contrarrevolucionarias. La música de Schönberg –se quejaba Adorno en una carta a Benjamin– no es aurática y las cosas se vuelven aún más complicadas “si en su lugar se pone a Mickey Mouse” (1995, p. 143).

Las afinidades entre algunos planteos de Ludmer y los de Benjamin resultan notorias. En “Lo que viene después” (2012) Ludmer no solo concede a las nuevas tecnologías el papel más importante en la postautonomía sino que ve en ellas, al igual que Benjamin, un motor fundamental en la transformación de la cultura misma: “El cambio central, que parece producir los otros, es el cambio en la tecnología de la escritura (el pasaje de la escritura en máquina de escribir a la escritura en computadora). Las tabletas y libros electrónicos implican otros modos de distribución y circulación de la literatura. Y otra tecnología y soportes de la escritura cambian no solo la producción del libro y la lectura sino la cultura misma” (p. 3). Simultáneamente, Ludmer tampoco oculta su entusiasmo, como Benjamin, por las nuevas escrituras a las que, si bien no llega a conferirles poderes emancipatorios, les concede la capacidad de “ver” la nueva situación.

Kohan, cuya propia novela había sido arrojada en Aquí América latina al dudoso cuarto de las escrituras autonómicas, comienza su artículo no solo poniendo en duda que la literatura se encuentre en un nuevo estadio sino objetando que las “nuevas” escrituras posean una suerte de clarividencia en relación con el resto. La capacidad de atravesar fronteras, sostiene Kohan, es una característica que la literatura ejerce desde siempre. Lo que es preciso distinguir es entre aquellas escrituras que lo hacen para ampliar y renovar lo literario (por ejemplo, las novelas de Manuel Puig) y aquellas que pasan livianamente de un lado a otro para hacer “pseudo-literatura”, como ocurre con algunos best sellers que Ludmer sugiere que podrían ser incluidos entre las escrituras postautónomas: “mientras aquellos libros rompen con los parámetros de lo que se entiende por literatura, para transformarla y ampliarla y renovar lo que es literario, estos otros, escrituras de descarte, se valen de la labilidad de esos parámetros para hacerse pasar por literatura y legitimar su más de lo mismo” (2013, p. 316).

Por otra parte, si es cierto que la literatura ha entrado en un nuevo estadio en virtud de su extrema dependencia de un mercado globalizado y la fusión de las grandes editoriales, ¿cuál sería la ventaja de celebrar la renuncia a su autonomía para sintonizar con la nueva situación? ¿No implica ello complicidad con un estado de cosas del cual no parece que haya nada que festejar? Al igual que Adorno, Kohan encuentra en la literatura que se vuelve sobre su lógica específica, una resistencia a este nuevo statu quo globalizado que las nuevas escrituras, mucho menos los best sellers, están lejos de ofrecer.

En “¿A dónde va la literatura?” (2017) Alberto Giordano se suma a las críticas de Kohan evocando a Maurice Blanchot quien, siguiendo a los románticos alemanes (esto es, a quienes inauguran junto con Kant la reflexión sobre la autonomía), postulaba que la literatura es un proceso de interrogación y cuestionamiento constante de sí misma cuya esencia está destinada a permanecer siempre inaccesible (cf. “La desaparición de la literatura”, 1992 [1959]). En arreglo a esta vuelta sobre sí, el devenir literario obedecería mucho más a una lógica interna y a la reformulación de elementos del pasado que a la intervención de circunstancias externas capaces de dar lugar a la aparición de elementos absolutamente novedosos. “De un acto de invención a otro lo que se pone en juego no es tanto una novedad, como una diferencia” (p. 136)– escribe Giordano recordando a Barthes quien, a pesar de su militancia en favor de la modernidad literaria, también había constatado en la literatura contemporánea “la reaparición inevitable de los valores clásicos” (p. 136). Con su énfasis en los efectos de la globalización en el devenir literario, Ludmer parecería olvidar que muchas de las características que atribuye a las escrituras postautónomas tales como su extensión a territorios no literarios y su cuestionamiento de la especificidad constituyen movimientos que en la literatura son habituales.13

Por último, los cuestionamientos de Kohan y Giordano confluyen en un punto clave: la suspensión que Ludmer promueve, a propósito de estas nuevas escrituras, de la valoración literaria. En efecto, los dos primeros artículos dedicados a la postautonomía comienzan con la misma advertencia: estas escrituras “no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son buenas o malas, o si son o no son literatura”. A lo cual la primera versión agrega: “es imposible darles un ‘valor literario’: ya no habría para esas escrituras buena o mala literatura”. Y la segunda: “Estas escrituras plantean el problema del valor literario. A mí me gustan y no me importa si son buenas o malas en tanto literatura” (2007, p. 5).

La cuestión de la valoración en el arte constituye indudablemente uno de los problemas centrales de la teoría literaria del siglo XX. La tradición formalista-estructuralista sostuvo con ella una relación desconfiada y distante. Frente el subjetivismo y el impresionismo de la crítica tradicional, el formalismo-estructuralismo buscó anteponer el rigor y la objetividad de la “ciencia literaria”, pretensión que los formalistas rusos heredan del positivismo del siglo XIX y los estructuralistas franceses del formalismo y la lingüística de Ferdinand de Saussure. En Crítica y verdad (1972 [1966]) Barthes apunta claramente contra quién se enarbolan estos principios de impersonalidad y objetividad: aquella crítica “judicial” que, en nombre de cánones pretendidamente universales de belleza, se arroga el derecho de sancionar qué es buena y mala literatura y cuyo criterio prevaleciente no es otro que el del “gusto”, sistema de prohibiciones que proviene “de la moral y de la estética y en el cual la crítica clásica inviste todos los valores que no puede transportar a la ciencia [...]” (p. 23).

Esta concepción impersonal de la crítica es suscripta por los dos primeros libros de Ludmer a rajatablas. Contra el crítico que se cree capaz “de leer la verdad” (1985, p. 9) y el crítico “juez” llamado “a decidir el valor de la literatura, a premiar y a repudiar” (p. 11), Ludmer –recuerda en el prólogo a la reedición de Cien años de soledad- sostiene que su lectura apuesta a la “objetividad, un estilo remoto e impersonal” y a “la desaparición del crítico bajo un texto que parece leerse a sí mismo” (p. 9). Dicha aspiración queda refrendada con dos decisiones gramaticales: la borradura del “yo” del crítico que es sustituido por distintas formas de impersonalización y la desaparición de cualquier adjetivo calificativo que involucre una evaluación sobre el material analizado.14 Si bien estas formas de mitigación no implican que la valoración sea desterrada por completo, esta queda dada por supuesta en la propia elección del objeto de análisis y la rigurosidad de la lectura que se le destina. Ludmer en el prólogo a la reedición del libro sobre Onetti en 2009: “Escribir sobre Onetti en los años setenta era coincidir con su estética moderna, urbana, cosmopolita, experimental, autorreferente: pura literatura y pura ficción” (p. 10).

A partir de los setenta las pretensiones científicas de la crítica entran en crisis junto con el paradigma estructuralista que las sostenía. Con la creciente hegemonía de los estudios culturales, la valoración implícita de la “ciencia literaria” deviene relativismo valorativo. Beatriz Sarlo, una de las principales introductoras de los estudios culturales en Argentina, se refiere a las razones de esa propensión relativista de la crítica en “Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa” (1997). Para la mirada fuertemente antropológica de los cultural studies, a la que se suma un creciente multiculturalismo, todos los objetos se vuelven igualmente estimables en el interior de una cultura, pertenezcan a la cultura “alta”, “popular” o “industrial”. Pero esta resistencia de la crítica a adjudicar valor, según Sarlo, no resulta inocua. No solo ha dejado esta cuestión crucial en manos de los sectores conservadores sino que constituye una de las razones de la pérdida de aquella significación social que la crítica supo tener a principios del siglo XX cuando intervenía en el canon discutiendo cuáles eran los textos que podían llamarse “clásicos” de la literatura argentina e incidía en proyectos de reforma educativa.

En opinión de Sarlo, la crítica debe reconquistar su derecho a la valoración sin que ello implique hacerla descansar en principios universales y eternos. ¿Y cuáles serían entonces esos valores? Para responder a ese problema Sarlo se remonta a quien, en la estela abierta por la tradición formalista, reflexiona por primera vez sobre esta cuestión: Jan Mukařovský. En efecto, Mukařovský se preguntaba a propósito de los clásicos cómo es posible que determinados textos manifestaran un valor estético duradero capaz de sobrevivir al momento en que fueron producidos. La razón había que buscarla en aquello que no cambia, esto es, en la base material del objeto más allá de que dicho valor se resignificara con el tiempo.15 Siguiendo a Mukařovský, y aunque no lo cite, para Sarlo el valor estético de la obra debe buscarse efectivamente en aquello que le es “propio”, esto es, su densidad formal y semántica: “estudiamos literatura porque ella nos afecta de un modo especial, por su densidad formal y semántica (p. 38)”. Un valor que no es inmutable sino que se modifica a través del tiempo: “Los textos tradicionales (o clásicos) poseen un significado sostenido, que varía según los horizontes de lectura [...]” (p. 37).

El artículo de Sarlo no hace referencia a las postulaciones de Ludmer sobre la postautonomía, a las que antecede en diez años. Pero sus argumentos resuenan en las críticas de Kohan y Giordano. Sarlo concluye su artículo con una arenga significativa: “Si no percibimos una diferencia entre la música pop y el jazz o el rock, nos equivocaremos. Si no percibimos una diferencia entre un crudo film político y el cine de Hugo Santiago o Raúl Ruiz, nos equivocaremos. Si no percibimos una diferencia entre un clip brasileño para MTV y Caetano Veloso, nos equivocaremos. Si no percibimos una diferencia entre Silvina Ocampo y Laura Esquivel, nos equivocaremos” (p. 38). Kohan recita el mismo credo cuando, ante la indiferencia valorativa de Ludmer, reclama distinguir entre las novelas de Puig y los devaneos pseudoliterarios de un Jorge Bucay o un Gabriel Rolón: “La presunta inocuidad de las valoraciones literarias, es decir que no valga la pena ni pensar en si los libros son buenos o malos, ni valga la pena tampoco plantear discusiones al respecto, ¿qué otra cosa puede implicar sino el mantenimiento de la circulación restringida, minoritaria, injustamente postergada, de esa clase de escritores que, por complejidad y elaboración, por densidad de escritura y exigencia de lectura, me dispongo personalmente a mencionar como buenos?” (2013, p. 316-317). “Densidad formal y semántica”, “densidad de escritura y exigencia de lectura”: he aquí un lugar seguro en el que la crítica puede afirmarse para ejercer su derecho a una valoración a la que nunca debió haber capitulado.

Porque cuando la crítica renuncia a los criterios estéticos para juzgar el arte, añade Giordano, lo que surge en su lugar son aquellos otros valores (éticos, morales, ideológicos) que, tal como sostenía Mukařovský, la obra también porta. Así, por ejemplo, la defensa que hace Garramuño de los experimentos narrativos de un escritor porque su propósito es “representar el punto de vista de la clase media baja” (2017, p. 142); o la que lleva adelante Ladagga de una performance en la que interactúan un escritor, un dj y un artista plástico porque incrementa “formas de solidaridad” (p. 144). Pero de esa manera no hace sino reiterar el gesto de la crítica más conservadora que también apela a esos valores, sea cuales fueren los criterios que utilice, para bendecir o sancionar el arte.

3. Crítica neo-judicial vs. cinismo crítico.

Sandra Contreras (2010ayb) propone leer los dos primeros artículos de Ludmer sobre la postautonomía en diálogo con dos textos casi contemporáneos escritos por Sarlo sobre la literatura argentina del presente en los que ejerce aquel derecho a la valoración que reclama para la crítica. En “Pornografía o fashion” (2005) y “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia” (2006), Sarlo detecta en una serie de novelas contemporáneas dos elementos comunes: todas se refieren al presente cotidiano (y no al pasado, objeto privilegiado por las novelas de la post dictadura); todas tienen sobre ese presente una mirada “documental” o “etnográfica”. No es una contingencia que entre las novelas abordadas por Sarlo se encuentren algunas de las que Ludmer incluirá luego entre las escrituras postautónomas como Cosa de negros, de Washington Cucurto o La Villa, de César Aira.

Estas representaciones del presente merecen, para Sarlo, diferentes valoraciones. El criterio que usa para ello es, tal como se deja ver en un epígrafe de uno de los artículos, adorniano: esto es, sustentado en una afirmación de la autonomía literaria. De un lado estarían las novelas que sostienen una distancia crítica con el presente, como las de Rodolfo Fogwill o César Aira. Del otro, aquellas que se limitan a “documentarlo” con poca o nula distancia, como las de Washington Cucurto o Alejandro López (hay escrituras “intermedias” como las de Romina Paula y Daniel Link). Aunque Sarlo sitúa históricamente esas escrituras, no por eso deja de juzgarlas y con la mayor severidad. En particular, la novela de López, Keres coger, cuya etnografía tiene “la monotonía de los discursos captados por un grabador (y peor si los inventó)” (2005, pp. 15-16) y que “podría ser un best-seller, aunque no se venda demasiado” (p. 15). Al concluir el primero de los artículos, Sarlo recuerda los criterios en los que funda sus apreciaciones: la creencia de que es en la forma –y no en los contenidos– donde se define el valor literario: “[...] podrá decirse que desde una perspectiva formalista se critica la novedad que está sostenida en los contenidos representados. A ese argumento yo respondería: ciertamente” (p. 17).

Los textos de Ludmer sobre la postautonomía –pero también toda la última etapa “culturalista” de su producción– podrían pensarse como una respuesta a esta concepción que llamaremos “neo-judicial” de la crítica que, según vimos, no solo Sarlo defiende. Frente a aquella crítica que sostiene la necesidad de juzgar a la literatura en arreglo a criterios propiamente estéticos, que dichos criterios permiten distinguir entre escrituras “buenas” y “malas”, que no disimula su voluntad de intervención en la circulación de los textos y en la construcción de un canon literario, Ludmer responde con un “cinismo crítico”.

¿En qué consistiría ese cinismo? En Crítica de la razón cínica (2003 [1983]) Peter Sloterdijk propone que una de las características fundamentales del cinismo contemporáneo es la risa, la burla y la ironía frente a la seriedad y gravedad de la tradición iluminista dominante en la cultura occidental durante los últimos doscientos cincuenta años. Si para la razón iluminista crítica “significa pronunciar juicios y fundarlos, juzgar y condenar” (p. 22), el cinismo crítico se distancia de esa concepción colocándola “bajo la protección de la ironía” (p. 22).16

En esta perspectiva el cinismo crítico de Ludmer se expresaría en un gesto de doble cara. Por un lado, una toma de distancia respecto de aquella crítica que juzga y condena (antes en arreglo a valores universales y eternos, ahora por su densidad formal y semántica) afirmando que no busca juzgar ni valorar. Entonces se ponen en un pie de igualdad a los clásicos con los olvidados, los vanguardistas con los best sellers, la cultura alta con la popular y se dice que todo vale lo mismo. Así, a propósito de las cadenas genealógicas en El cuerpo del delito en las que conviven los “muy leídos” con los “pocos leídos”, Ludmer sostiene que su propósito no es rescatar textos injustamente relegados de la cultura y menos aún ofrecer un contracanon literario (“Nada más lejos de un Manual que la idea de una historia alternativa’ o ‘maldita’ de la literatura”, p. 312) sino restituir los blancos que la historia de la cultura tiende a olvidar (“La característica de las series genealógicas del Manual es que siempre incluyen ‘eslabones perdidos’ entre dos ‘muy leídos’ o ‘clásicos’. [...] Porque el ‘no leído’ o ‘perdido’, increíblemente, une los extremos, establece una continuidad”, p. 313). Esta ausencia o suspensión de valoración, sin embargo, no puede ser sino fingida o cínica porque se sabe que ésta está inscripta en los propios textos y autores que se elige leer, en los olvidados que se decide recuperar. Porque si se dejara intactos los textos y el canon que estos conforman, ¿cuál sería el sentido de la construcción de las cadenas mismas? ¿Y acaso la designación del libro como “manual” no expresa una voluntad de intervención institucional, aunque más no sea para reideologizar la lectura desideologizada de la escuela? El argumento de Ludmer es cínico porque, tomando distancia, o aún mejor, ironizando sobre la voluntad de poder que subyace en todo crítico “juez”, deniega la valoración que sus propias operaciones críticas también suponen.

En el encuentro organizado por Dalmaroni (2000) Ludmer establece una suerte de analogía entre su posición como crítica en El cuerpo del delito y la figura, indudablemente irónica, del semi-bobo: “Es un yo ingenuo [...] que tiene como palabras que se le pegaron, pero que en realidad mucho no entiende. [...] Es lo opuesto del yo académico. [...] Es alguien que va a una biblioteca y busca todo, no opina, todo le parece bien, cualquier bibliografía, no selecciona, lee todo lo que le cae” (p. 7). Y luego: “me divertía pensar en una especie de ingenua que se mete en un mundo de libros y tecnologías y no entiende nada, que todo lo toma por el lado de los cuentos, medio como una estudiante de colegio secundario” (p. 7). ¿Dónde ubicar, si no es en este marco, algunas referencias a críticos que están en sus antípodas ideológicas, particularmente en las extensas notas que a veces doblan el cuerpo de los capítulos? Así, por ejemplo, el caso de Antonio Pagés Larraya, profesor en la Universidad de Buenos Aires durante la dictadura de Onganía, de quien Ludmer recupera un estudio preliminar de los Cuentos fantásticos, de Eduardo Holmberg. En la época del fin de las “guerras” y los “bandos”, en una suerte de “más allá del bien y del mal” característico de la tradición cínica, Ludmer se apropia de aquellos elementos que le resultan útiles y deja de lado cualquier evaluación de quien en otra época no hubiera merecido más que el desprecio o el olvido.

En Aquí América latina Ludmer vuelve a hacer gala de su voluntad de abstención valorativa en el modo en que se hace convivir el best seller de García Hamilton sobre San Martín con la literatura experimental y casi secreta de Héctor Libertella, las escrituras postautónomas con aquellas que se empeñan en su autonomía, las ficciones nocturnas con los programas de televisión de los miércoles a la noche. Con sus lecturas del presente Ludmer construye un “sistema literario” que “no implica jerarquías ni valores. No tiene centro ni periferia ni arriba ni abajo [...]” (p. 110). Sin embargo, la valoración parece de nuevo indudable en los propios textos incluidos cuyos criterios de selección se explicitan a medias: algunos por la visibilidad de sus autores, otros por su repercusión en el mercado, otros porque son firmados por autores prestigiosos, otros porque fueron escritos por amigos.

Pero si el gesto crítico de Ludmer resulta cínico es principalmente porque lo que surge tras la renuencia a establecer jerarquías y valores es el más crudo y desnudo gusto personal del crítico que sus libros iniciales habían impugnado. Todo América Latina, y especialmente el diario sabático en donde impera la primera persona, está atravesado por constantes juicios del gusto: “Le digo [a Martín Kohan] que su novela me encantó, que me divertí con sus bárbaros y que su manejo del tiempo es excelente” (p. 73); “Letargo, de Perla Suez, me encanta porque está el pasado familiar de Entre Ríos en las colonias judías [...] Y me encanta porque es un Bildungsroman femenino” (p. 86); “Leo las cien páginas de El árbol de Saussure. Una utopía [de Libertella] y quedo fascinada pero no entiendo nada” (p. 115).

En un ademán que evoca las antiguas burlas de Diógenes a las teorías “serias” de Platón, la exacerbación de los juicios del gusto desnuda lo que hay de arbitrario y subjetivo en los juicios “objetivamente fundados” de la crítica “académica”. El crítico cínico es aquel que responde al cinismo de la época con un cinismo aún mayor; la “semiboba” que frente a aquella crítica que se viste con ropajes “respetables” se confiesa adicta a las series de tv y se atreve a decir que los experimentos de vanguardia la fascinan pero no los entiende. Esta apelación exacerbada al gusto personal quizás pueda pensarse, también, como un modo de escepticismo: como resignada aceptación del disminuido poder de la crítica en una época en que el valor literario parece decidido de antemano por el poder arrasador de un sistema de producción y distribución globalizado.

Las postulaciones de Ludmer sobre la postautonomía y el debate al que dieron lugar pueden pensarse o bien, en términos restringidos, como una discusión sobre la existencia de un cambio en el estatuto de la literatura y el arte; o bien, en términos amplios, como una discusión sobre la vigencia de una tradición teórico-crítica y aquellos conceptos que le están asociados: especificidad, autonomía, indecidibilidad del sentido, valor literario. Este debate está lejos de haber sido saldado. El mérito de las postulaciones de Ludmer es haber sacudido el avispero de una crítica que parece haber dejado atrás la época de las pasiones fuertes, las guerras y los bandos para acomodarse ella también a la pax, los acuerdos y, por qué no, el cinismo de este mundo globalizado.

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Notas

1 Ludmer, a propósito de Cien años: “Al entrar en el texto como tal (como tejido, red) se torna evidente la coherencia de Cien años: el mismo tipo de oposiciones de procedimientos, de escisiones y de dualismos rigen por un lado la estructura de las relaciones entre las figuras masculinas y por el otro el diagrama total del relato, su transcurrir, el modo de narrar los acontecimientos, de agruparlos y aun de enumerarlos” (1985 [1972], p. 71). “Los juegos estilísticos pueden homologarse pues a los juegos narrativos y a los juegos de la estructura: Cien años es absolutamente coherente en sus múltiples niveles” (1985 [1972], p. 83). Y en el libro sobre Onetti: “[...] hay un sistema de determinación mutua entre recursos de construcción argumental y recursos estilísticos [...]” (2009 [1977], p. 27). “Los procesos metonímicos son legibles no solamente en la narración [...] sino en la escritura misma, en el ‘estilo’, que trabaja las figuras de la contigüidad en el interior de la frase (histerologías, sinécdoques, metonimias de diverso tipo) y en las relaciones transfrásticas (las conectivas, auxiliares, relaciones de presuposición)” (2009 [1977], p. 79).
2 “En el caso de Cien años la habitación de Melquíades, fuera del tiempo, y la locura de José Arcadio Buendía, que se coloca fuera del tiempo, son ‘historias en la historia’ en el sentido en que reproducen en pequeño la finalidad, una de las finalidades del relato mismo, de anular el tiempo mediante la creación de la máquina de la memoria” (Ludmer, 1985 [1972], p. 149). “La “Carta a Stein”, el único capítulo [...] que se dice totalmente escrito, lo único que efectivamente escribe Brausen en La vida breve, constituye la autorrepresentación del relato en su conjunto: una duplicación vertical –historia en la historia- que puede leerse como su núcleo concentrado, matriz productiva, punto de partida y a la vez como su efecto final, consecuencia, lectura” (Ludmer, 2009 [1977], p. 155).
3 “Todo gran relato analiza, dramatizándolas, las condiciones de su propia aparición” (Ludmer, 1985 [1972], p. 26). “Se escribe a partir del corte y de lo que falta; se escribe porque hay algo que falta. El incipit de La vida breve manifiesta que no hay relato sin amputación y sin algún objeto desaparecido [...]; que es necesario encontrar otro ‘objeto’ (signo) que sustituya (signifique) al perdido [...]” (Ludmer, 2009 [1977], p. 39-40).
4 “Es asombroso: Rubén Cotelo habla, a propósito de Para una tumba sin nombre, del idealismo de Onetti: ‘Todo su desesperado subjetivismo, su filosofía idealista que se confunde con el solipsismo’ [...] Fernando Ainsa, por su parte [...] reitera la fórmula: ‘Ya se ha visto cómo la falta de una postura precisa, en el orden filosófico, lo conduce a ser un autor débil ideológicamente, lo que no le impide ser un autor típicamente idealista’ (2009, [1977], p. 183). Contra estos argumentos, sostiene Ludmer: “Nunca como en Para una tumba el materialismo de Onetti es tan radical” (p. 183). Y luego: “[...] no hay análisis ideológico posible de la escritura sin una lectura que trascienda lo manifiesto y trabaje, simultáneamente, en todos los niveles (estructurales)” (p. 183).
5 “Me costó mucho llegar a la fórmula del género [...] Y cuando la encontré me pareció que había encontrado LA FÓRMULA del género gauchesco y al mismo tiempo la fórmula de la literatura” (1988, p. 31-32). Y más adelante: “La construcción de una ecuación lengua-ley: esa podría ser la definición más general, universal, de la literatura” (1988, p. 227).
6 “Las coyunturas políticas forman parte del género porque él mismo se define como político y coyuntural” (1988, p. 153). Y luego: “Las coyunturas deciden los términos del debate sobre los usos de los cuerpos de los gauchos y sobre su integración a la civilización, y definen el lugar cada vez cambiante de los escritores. Solo las diferencias coyunturales pueden dar cuenta de las diferencias entre La ida y La vuelta, entre las dos versiones de Los tres gauchos orientales de Lussich, entre Paulino Lucero y Santos Vega de Ascasubi, y hasta el silencio definitivo de Luis Pérez” (p. 154).
7 “Son un tipo de cuentos que no solamente están en la literatura argentina, en sus ficciones, sino también en la cultura argentina. Se sitúan más allá de la diferencia entre ficción y realidad; se sitúan entre texto y contexto, entre literatura y cultura. O, si se quiere, entre ‘la literatura’ y ‘la vida’” (1999, p. 15).
8 “Clara, la primera asesina del género policial en Argentina [...] mata hombres de ciencia [...] en el momento mismo en que aparecen las primeras mujeres en la Facultad de Medicina de Buenos Aires [...] Quiero remarcar esta correlación directa entre la literatura y la ‘realidad’” (1999, p. 359). Y luego: “La cadena de ficciones (de las mujeres que matan) parece entrar en correlación casi directa [...] con coyunturas de ruptura de poder doméstico, con ciertas irrupciones femeninas en la cultura argentina: las primeras universitarias, las primeras obreras actrices, guerrilleras y otras pioneras” (p. 368).
9 ompárese el enunciado que abre el libro sobre la gauchesca (“Es este primer momento solo interesan dos categorías [...]” (1988, p. 11) con el que arranca el libro sobre el delito (“Mi tema es el delito [...]”) (1999, p. 11). Y luego: “Si yo tuviera que elegir entre las cuatro operaciones de trasmutación me quedo con esta última [La ciudad de los locos, de Soiza Reily] y me la llevo al futuro. Me quedo con la parte no leída desechada” (pp. 157-158). “El primer Moreira es uno de mis héroes preferidos del cuerpo del delito” (p. 227). “Me gusta este ‘cuento argentino’ [el de la Moreira prostituta] [...]” (p. 254).
10 Sostiene Kohan en su reseña sobre Lo que vendrá: “Esa celosa defensa de una especificidad inmanente [...] parece haber empezado a producir un efecto de claustrofobia. Ese mismo factor de preservación de lo propiamente literario respecto del acecho de disciplinas foráneas (en particular, el sociologismo) empieza a suscitar una cierta sensación de apretura, de estrechez, de angostamiento. El concepto de postautonomía, propuesto en 2013 con gran repercusión, viene a encarar este conflicto” (2021).
11 Para un estudio de la crítica argentina y su división entre sociológica e inmanente ver Nicolás Rosa (1993) y Susana Cella (1999).
12 Las dos primeros textos sobre la postautonomía, “Literaturas postautónomas” (2006) y “Literaturas postautónomas 2.0” (2007) circularon en la web. El primero puede leerse en el blog de Daniel Link http://linkillo.blogspot.com/2006/12/dicen-que_18.html El segundo aparece, con variaciones, al menos en cuatro revistas digitales: Ciberletras, Revista de crítica literaria y de cultura (2007) https://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v17/ludmer.htm; Revista Andina de Letras (2007) https://repositorio.uasb.edu.ec/bitstream/10644/1287/1/RK-22-CR-Ludmer.pdf; Revista Z Ensaios (2007-2008) http://revistazcultural.pacc.ufrj.br/literaturas-postautonomas-2-0-de-josefina-ludmer/; y Propuesta educativa nº 32 (2009). Es esta segunda versión la que se incorpora en Aquí América latina. Posteriormente Ludmer retoma –y reformula- alguna de sus propuestas en una entrada de su propio blog, “Notas para Literaturas posautónomas III” (2010), en “Lo que viene después” (2012) https://docplayer.es/75458859-Josefina-ludmer-lo-que-viene-despues.html y en “Literaturas postautónomas: otro estado de la escritura” recogido en Lo que vendrá (2020). Entre las repercusiones que produjeron sus postulaciones cabe mencionar el seminario dictado por Alberto Giordano en la Universidad de Rosario que dio lugar a la publicación de Los límites de la literatura (2010) el Congreso “Avatares de la autonomía literaria” organizado por el Department of Spanish & Portuguese de la NYU (2012) y el dossier publicado por la revista Landa (2013) en cual aparece el artículo de Martín Kohan al que enseguida haremos referencia.
13 La concepción blanchotiana del devenir literario no está lejos de las posiciones sostenidas por las formalistas rusos que en su concepción de la evolución también supeditaban la incidencia de los factores externos a la lógica interna del sistema literario y también ponían el énfasis en el papel de la reorganización de los elementos ya existentes. En su lucha contra los padres, sostiene Tinianov en “Sobre el intervalo”, las nuevas generaciones suelen buscar sus modelos en las más antiguas: “nosotros recordamos antes a nuestros abuelos que a nuestros padres, que a su vez lucharon con aquellos” (2020 [1924], p. 141).
14 En Cien años de soledad los adjetivos calificativos se circunscriben a momentos puntuales y son habituales las apelaciones al “rigor” (científico) de la crítica. Así por ejemplo, cuando, a propósito de una lectura de la novela, sostiene: “Segre sugiere pues un esbozo de sistema que no satura su objeto (y que por lo tanto no es válido) y no formaliza ni describe en detalle ese sistema” [...] “La única posibilidad de rigor reside en la doble formalización” (56, nota al pie). En el Onetti los valoraciones son todavía más raras: por ejemplo, cuando a propósito de su lectura de “El otro cielo”, desliza: “uno de los mejores textos de Cortázar” (2009 [1977], p. 148).

Recepción: 27 Marzo 2023

Aprobación: 13 Junio 2023

Publicación: 01 Noviembre 2023

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