Orbis Tertius, vol. XXVIII, nº 37, e264, mayo - octubre 2023. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Paul Groussac y Rubén Darío, o el orden de la moderna literatura americana

Alejandro Romagnoli

Universidad de Buenos Aires / CONICET / Universidad Nacional Arturo Jauretche, Argentina
Cita recomendada: Romagnoli, A. (2023). Paul Groussac y Rubén Darío, o el orden de la moderna literatura americana. Orbis Tertius, 28(37), e264. https://doi.org/10.24215/18517811e264

Resumen: El Modernismo supuso una inflexión no solo en la historia de la poesía o de la crónica, sino también en la de la crítica literaria, esto es, implicó una revisión de los modos de leer, de los protocolos de lectura. Aquí se aborda un caso concreto, la polémica que llevaron adelante Paul Groussac y Rubén Darío entre 1896 y 1897 en las páginas de La Biblioteca y La Nación. Se analiza cómo el diferendo se constituyó en un episodio clave de la historia literaria y se estudian las posiciones argumentativas y las operaciones críticas que cada uno adoptó para sí y concedió o atribuyó al otro. Esos lugares de enunciación, que se definen o recortan recíprocamente, vehiculizan visiones contrapuestas en torno a la literatura americana en la que los acuerdos y los desacuerdos no están necesariamente donde se los esperaría. En esos puntos en los que, por caso, los eventuales acuerdos esconden posiciones irreconciliables, se advierte lo más interesante de la polémica y donde pueden observarse con mayor claridad los cambios que en la historia de la crítica literaria implicó la irrupción del Modernismo.

Palabras clave: Paul Groussac, Rubén Darío, Historia de la crítica literaria, Modernismo, Literatura americana moderna.

Paul Groussac and Rubén Darío, or the order of modern literature from the Americas

Abstract: Modernism meant a turning point not only in the history of poetry or chronicles, but also in the history of literary criticism: that is, it implied a revision of the ways of reading, of the reading protocols. This article deals with a specific case: the polemic between Paul Groussac and Rubén Darío in La Biblioteca and La Nación (1896-1897). We analyze how the dispute became a key episode in literary history, and study the argumentative positions and critical operations that each adopted for himself and granted or attributed to the other. These places of enunciation, which define and delimit each other, hold opposing visions of literature of the Americas in which agreements and disagreements do not always happen where expected. In those points where, for example, the eventual agreements hide irreconcilable positions, the most interesting part of the polemic can be seen. There, the changes that the irruption of Modernism implied for the history of literary criticism can be observed with greater clarity.

Keywords: Paul Groussac, Rubén Darío, History of literary criticism, Modernism, Modern Literature from the Americas.

El Modernismo implicó, en la historia de la crítica literaria argentina, un punto de inflexión, no tanto, o no solo, por los autores y las obras que la crítica –ya contemporáneamente– discutió y enjuició, sino también, y sobre todo, porque aportó nuevos protocolos de lectura, nuevos objetivos con los que se llevó a cabo la discusión y el juicio crítico. La amplitud de esta hipótesis no podrá ser exhaustivamente puesta a prueba en los estrechos límites de un artículo, pero sí podremos detenernos en un episodio clave, que la escenifica en algunas de sus líneas fundamentales. Nos referimos a la polémica, que entablaron a fines del siglo XIX, entre 1896 y 1897, Rubén Darío y Paul Groussac. Proponemos volver a leer este intercambio entre el poeta modernista y quien fuera tenido por muchos como el crítico literario del período, con el fin de analizar los supuestos que operan, las estrategias que se despliegan y los posiciones que se adoptan, y revisar de ese modo las coincidencias o, por el contrario, los desfasajes que se producen entre lo que se dice que se discute y lo que, en ocasiones, en realidad se está discutiendo. Podemos decir que lo que tracciona el debate, lo que lo produce y lo hace posible, son visiones contrapuestas de la literatura –y de la crítica–. Se trata de un debate sobre el valor de la poesía de Darío y del Modernismo, sobre la relación entre la literatura americana y la europea, sobre las posibilidades de la originalidad y de la copia, sostenido sobre una base en la que los acuerdos y los desacuerdos no siempre se encuentran donde se los esperaría.

Las circunstancias y el corpus

El Modernismo fue un movimiento literario, artístico y cultural que surgió en un momento de modernización de las sociedades hispanoamericanas (urbanización, incorporación a la economía mundial, etc.), proceso en el que se asistió a la consolidación de la burguesía y a “la decadencia de los patriciados civiles y letrados" (Real de Azúa, 1986, p. xviii). Los modernistas encarnaron una nueva clase de escritores, en el marco de la constitución de un incipiente mercado de la oferta y demanda literaria; no se identificaron ni con el sector social de la oligarquía –con el que establecían “una comunicación profesional pero no estética” (Rama, 1985, p. 116)–, ni con la clase media de la que formaban parte –dada su “actitud rebelde, marcadamente individualista y antipopulista” (Rama, 1985, p. 116)–. El empleo en el periodismo, la vida bohemia, también la obtención de cargos públicos, marcaron sus formas de sociabilidad.

Fue propio de esa época, como señaló Ángel Rama, la especialización artística al tiempo que se prolongó la participación de los escritores en el foro público (Rama, 1998, p. 86). Julio Ramos ha insistido en la importancia de esa “dialéctica entre la tendencia a la autonomización y los imperativos ético-políticos que siguen operando en la literatura” y ha advertido que el propio Rama tendió a enfatizar a veces con exclusividad el segundo término de la oposición. El punto nodal de la argumentación de Ramos reside en que aquello que se verificó en las últimas décadas del siglo XIX no fue solamente un cambio en las condiciones socioeconómicas, sino “una reestructuración del tejido de la comunicación social, que sacudió los sistemas de autorización presupuestos por la producción literaria anterior a fin de siglo” (Ramos, 1989, p. 65; cursivas añadidas). De allí que, en el período, intervenciones políticas como la de José Martí –que el propio Ramos analiza– supongan un lugar de enunciación que tendía a ser específicamente literario.1

De la caracterización que hace del movimiento Rama en Las máscaras democráticas del modernismo, quisiéramos detenernos aún en un aspecto más, referente a la importación literaria que llevaron adelante, especialmente de la literatura francesa (Rama, 1985, p. 46). Nos interesa en particular una hipótesis de Rama que tendrá resonancia a lo largo de este artículo, y que tendremos oportunidad de retomar. Para Rama –que sigue en esto a Federico de Onís (1955, p. 183)– la imitación de la literatura francesa tuvo como resultado paradojal la posibilidad de liberarse de la influencia francesa de siglos anteriores; y aún más, ese “crisol modernizador”, junto con la recuperación de la tradición lírica de la lengua española, fue el que les habría permitido “expresar la americanidad” (Rama, 1985, pp. 71-72).2

El corpus al que, por nuestra parte, nos ceñiremos es el de la llamada polémica entre Rubén Darío y Paul Groussac. Nos interesa analizarla como un episodio clave en los debates que se registraron en la historia de la crítica literaria en Argentina en los últimos años del siglo XIX. A diferencia de otros críticos asociados a la llamada generación del 80, Groussac conservó una buena imagen para los jóvenes escritores modernistas.3 El propio Darío lo llamaba “maestro” en la polémica, y no es en ningún caso una mención irónica.4 Groussac mismo en La Biblioteca publicó a Darío, reconociéndole su talento, circunstancia que recuerda en su reseña de Los raros, con la que se inicia el intercambio.5

Son tres los textos que lo integran: la reseña de Los raros, aparecida en el “Boletín bibliográfico” de La Biblioteca en noviembre de 1896; la respuesta de Darío, “Los colores del estandarte”, publicada el 27 de noviembre de 1896 en La Nación, y la reseña de Prosas profanas, escrita por Groussac para el “Boletín bibliográfico” de La Biblioteca de enero de 1897. Los tres artículos fueron recopilados por primera vez por Nosotros, en el número dedicado a Darío en ocasión de su fallecimiento. Se los precedió de la respuesta que dio Groussac a la revista al habérsele solicitado una colaboración:

En las circunstancias presentes, me sería imposible escribir una página de arte puro. Por lo demás, en los años a que usted se refiere, expresé, sobre Darío y su talento juvenil, en mi Biblioteca (números de noviembre 96 y enero 97), lo que sinceramente sentía, y, por falta de lecturas posteriores, no sabría modificar. Puede usted reproducir de dichos artículos –sin gran valor– lo que convenga a sus propósitos, si es que algo le conviene.

Darío contestó a mi primer artículo, en La Nación del 27 de noviembre de 1896. Creo que nunca reprodujo dicho artículo en sus volúmenes de crítica, por haberle yo pedido que no lo precediera con el mío –por su escasa importancia.

Aprovecho esta ocasión para saludar a usted con mi consideración distinguida. –P. Groussac (1916, p. 150).

Si habría sido por Groussac que Darío no publicó conjuntamente estos textos, fue no obstante por el mismo Groussac que la revista Nosotros los recopiló y los recortó como un episodio significativo de la historia de la crítica y del Modernismo.

Además de esos tres textos centrales, existen otras intervenciones que los acompañan y que deberían tenerse en cuenta para poder evaluar las diferentes posiciones. En La Biblioteca, también en enero de 1897, apareció “Génesis del héroe”, un capítulo de un libro que Groussac preparaba por entonces y que nunca terminó, El problema del genio en la ciencia y en la historia, al que en la polémica se refieren tanto Darío como Groussac.6 Cabe mencionar también la primera parte del boletín bibliográfico, que antecede a la reseña de Prosas profanas; en esas páginas Groussac se refiere a Recuerdos de la tierra, de Martiniano Leguizamón, con términos que complementan su juicio sobre Darío. Si Leguizamón acertaba en el asunto, pero fallaba en la ejecución, Darío malograba su talento “en gran parte por lo inconsistente de su materia” (1897b, p. 156).7

Las posiciones y las estrategias

Ya en el comienzo de la reseña de Los raros se encierran algunas de las operaciones fundamentales con las que Groussac busca posicionarse como crítico frente a Rubén Darío: “El autor de esta hagiografía literaria es un joven poeta centroamericano que llegó a Buenos Aires, hace tres años, Riche de ses seuls yeux tranquilles, como canta el Gaspard de Verlaine, trayéndonos, via Panamá, la buena nueva del ‘decadentismo’ francés” (1896, p. 474; cursivas del original). Groussac se muestra como un crítico adusto, severo, conservador, y, en tal sentido, tiene una postura adversa sobre el arte nuevo, incluido Paul Verlaine. Pero, al mismo tiempo, quiere mostrarse como alguien que no se cierra a lo que traen los tiempos nuevos. No odiar la novedad, eso es lo que le pide a la “suprema Justicia”, para cuando llegue “alguna vez la inevitable decadencia” (p. 476) (la de la vejez, claro, y no la de la juventud encabezada por Darío, a la que se tildaba de decadente).8 Comenzando con una cita de Verlaine, Groussac legitima su voz en el conocimiento de aquello que reprueba. Se trata de una intervención afortunada, que se revelará como verdaderamente conocedora de lo que afirma: el propio Rubén Darío adoptará para sí, ya no en el marco de la polémica, sino en textos posteriores, esa identificación con la figura de Gaspard Hauser.9

Por otro lado, es en torno a la lectura de un libro de Verlaine, Sagesse, que Groussac trama una historia acerca de la perdición de Darío:

Mordió en esa fruta prohibida que, por cierto, tiene en su parte buena el sabor delicioso y único de esos pocos granos de uva que se conservan sanos, en medio de un racimo podrido. El filtro operó plenamente, en quien no tenía la inmunidad relativa de la raza ni la vacuna de la crítica; y sucedió que, perdiendo a su influjo el claro discernimiento artístico, el “sugestionado” llegase a absorber con igual fruición las mejores y las peores elaboraciones del barrio Latino (1896, p. 475).

Desde ya, es el propio Groussac el que se muestra poseedor de esa vacuna, no solo en este pasaje, sino también un poco más adelante, cuando cite dos versos de un soneto de Sagesse para resaltar, inmune a los malos versos, “la incomparable belleza” de otros. Salvando las distancias, el problema, con Darío, es similar al que Groussac había diagnosticado en una de sus “Vistas parisienses” incluidas en la segunda serie de El viaje intelectual –aquella dedicada al relato del día en que se dictó sentencia a prisión a la anarquista Louise Michel–, en que el crítico sentenciaba: “los hijos del pueblo [...] han aprendido a leer bien y han leído mal” (2005b [1920], p. 117). Lo que hay en común, más allá del énfasis de clase en uno y otro caso, es, podría decirse, a partir de Jacques Rancière, el poder de la Literatura, que se expande desordenando las jerarquías de las Bellas Letras. La escritura, como sostiene Rancière remontándose al mito platónico del Fedro, circula democráticamente desarreglando lo que Groussac se arroga la capacidad de conservar (2009, p. 109).10 Se trata entonces, para el crítico, tanto en uno como en otro caso, de ubicarse en una posición privilegiada y de pretender controlar los efectos de lectura, de asegurarse que sean unos, y no otros, los sentidos que los lectores construyan a partir del recorrido por los textos. O, en otros términos, que solo haya ciertos recorridos posibles.11

Además de apelar a su posición de crítico conocedor de aquello que condena, Groussac busca extraer legitimidad apelando a su propia experiencia como escritor, como poeta que ha intentado “adaptar al francés algunos ritmos castellanos” (1896, p. 479). Y, desde luego, toda esta construcción de la enunciación se basa en algo que ya ha sido señalado ampliamente en la bibliografía sobre Groussac, el modo en que aprovecha su origen francés para autolegitimarse. En este caso se trata de un uso indirecto de ese origen, porque en rigor señala una falta. Se refiere a que la supuesta “confusión y contradicción de los nuevos ritmos decadentes” obedecería a la mala formación de los propios franceses, es decir –aunque luego haya podido superar ese déficit– de él mismo (“Nos criamos allá midiendo [...]”) (1896, p. 478).

Por otro lado, una operación general articula todo el análisis de Groussac y muestra a cada paso una disociación: entre la teoría y la práctica, entre lo perseguido y lo logrado. Groussac habla, por un lado, de las “teorías soberbias” y, por el otro, de las “tentativas impotentes” (del “simbolismo y sus adyacencias”) (1896, p. 477). Un poco más abajo, introduce, nuevamente, la misma idea, aunque ahora utiliza, para el primer término de la disyuntiva, el que antes había utilizado para el segundo. Así, a propósito del “ritmo poético”, señala que ha habido una “tentativa laudable y necesaria” que “ha fracasado generalmente en la realización” (1896, p. 478). Tal será, consecuentemente, la conclusión de este primer artículo de Groussac: “Con estos ejemplos, [...] quise mostrar al señor Darío que la tentativa decadente o simbólica, si bien plausible en su principio, se ha malogrado en la aplicación, ya se trate de la rítmica, ya del estilo mismo [...]” (1896, p. 480). Se pone en evidencia, en ese cierre, que, en esta primera reseña, más que hablar de Los raros, Groussac se dedica más bien a criticar el decadentismo francés, puesto que, en su concepción, el Modernismo no sería sino su reflejo. Establecida la supuesta mediocridad del modelo francés, quedaría probado el carácter desatinado de su importación a tierra americana.

La estrategia de la segunda reseña de Groussac es complementaria. No porque, como advierte al comienzo, habiendo dicho antes lo malo de Darío, quiera ahora decir lo bueno, sino sobre todo porque, en esta ocasión, condena la teoría, pero aplaude el resultado. No del decadentismo francés, sino, en particular, ahora sí, de Rubén Darío. Tras sostener que “la tentativa del señor Darío [...] no difiere esencialmente” de la de otros americanos que, por su condición de tales, no podrían aspirar a la originalidad, reconoce que “eso mismo no es del todo exacto” y que la “fina labor” de su poesía cumpliría “un esfuerzo que no será de pura pérdida, como no lo es el de los decadentes franceses” (1897b, p. 158). La conclusión de la reseña vuelve a poner esta cuestión en primer plano y es por eso que sostiene que Darío “tiene personalmente razón contra sus detractores faltos de iniciación, o de buena fe; pero sus críticos imparciales tienen razón contra su teoría” (1897b, p. 160).

Esa teoría es la que está expuesta en “Los colores del estandarte” (La Nación, 27 de noviembre de 1896), aunque Groussac no mencione el artículo de Darío y, como ejemplo de exposición de sus ideas, solo nombre las “Palabras liminares” de Prosas profanas. El artículo de Darío es un texto crítico, sobre sí mismo, sobre su propia obra. Oscila entre el juicio que se pretende objetivo y la promoción de su propio proyecto estético.12

Ha sido señalado, por otra parte, el diferente tono que utilizan en la polémica. Pagés Larraya, por caso, haciendo suya la estrategia dariana de invertir lo dicho por Groussac, se refirió a la “elegancia ‘gala’ que el propio Darío luce al recibir sin acritud el juicio de su censor” (en Darío, 1963, p. 3). Parte de esa elegancia está dada, precisamente, por el modo en que Darío retoma y subvierte –de forma minuciosa– distintas frases o juicios de Groussac. La principal evaluación negativa que arroja Groussac y que Darío retoma y cambia de signo es la referida al problema de la originalidad y de la imitación. “Qui pourrais-je imiter par être original?”:13 la frase de Coppée es propuesta por Groussac como divisa ingenua de Darío; y Darío responde con astucia: “Pues a todos. A cada cual le aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte; los elementos que constituirían después un medio de manifestación individual. Y el caso es que resulté original” (27 de noviembre de 1896, p. 3).

De una forma similar, Darío contesta a la ficción que había tramado Groussac a propósito de su corrupción por la lectura de Verlaine. No solo al señalar que Azul –libro “revolucionario”– fue publicado cuando los decadentes franceses apenas empezaban y se desconocía la existencia de Sagesse. También responde Darío retomando la letra, la retórica. En un pasaje posterior, aparecen las uvas del Barrio Latino mentadas por Groussac, y Darío se jactará de haber aprendido a leer bien... y de haber leído bien: es decir, de contar con la vacuna de la crítica: “Y del racimo de uvas del barrio Latino comía la fruta fresca, probaba la pasada, y como en el verso cabalístico de Mallarmé, soplaba el pello de la uva vacía y a través de él veía el sol” (27 de noviembre de 1896, p. 3).

Más allá del modo en que retoma frases precisas y las reutiliza en el armado de su propio texto, es claro que ese contrapunto está también, a veces, solamente en las ideas.14 La mayor ironía en este punto consiste en la inversión o recolocación que opera sobre la propia persona de Groussac. Lo hace, en primer lugar, señalando que el “sonado galicismo mental”, del que hablaba Juan Valera y que Darío acepta como la causa de su éxito, habría tenido a Groussac, más que a Verlaine, como a su responsable. Fue leyendo las críticas teatrales de La Nación escritas por Groussac que Darío dice haber aprendido a pensar en francés. La provocación de Darío es aún mayor cuando simula una “confesión” y, en lugar de exponerse, exhibe en su lugar a Groussac como un raro más:

Y he aquí que voy a hacer una confesión: el autor del Problema del genio, ha estado a punto de aparecer entre los raros de mi último libro, y hubiera tenido que respirar un incienso que si se prodiga a histéricas como Rachilde y ratés como Bloy, no va, por cierto, del incensario de Calino (27 de noviembre de 1896, p. 3; cursivas del original).15

Existe también –como lo hará prospectivamente con la identificación con Gaspar Hauser– otro juicio de Groussac que Darío retoma y no cuestiona, y que dará ocasión a otra opinión que Groussac recuperará a su vez. Se trata de la idea de que Darío sería alguien que “vive de poesía” (1896, p. 474), dedicado por completo al arte. “En verdad, vivo de poesía”, acepta Darío y, en la caracterización que hace de sí mismo, escribe entre otras cosas que, a pesar de haber leído a muchos filósofos, no sabe una palabra de filosofía (27 de noviembre de 1896, p. 3). Nos detenemos en este fragmento porque explicaría un inciso que Groussac introduce a poco de comenzar su segunda reseña: “En otros años, antes de ser filósofo, solía darme melancolía la idea de echar raíz en regiones donde amanece cuatro horas más tarde que en París” (1897b, p. 156). El sintagma que destacamos en bastardilla (la porción central de la frase apunta al próximo apartado: el problema de la originalidad en América) busca instaurar un lugar de enunciación que no es frecuente encontrar asumido por Groussac y que parece responder al antecedente de lo escrito por Darío en “Los colores del estandarte”. De ese modo, Groussac reafirma su sitio de magisterio.

En esto –en las posiciones que cada uno reclama para sí y que está dispuesto a concederle al otro– hay acuerdo: se trataría de la polémica entre un artista y un filósofo; y eso a pesar de que Groussac no deja de apelar a su condición de poeta para reforzar su legitimidad de crítico y Darío no deja de construir un texto crítico para defender su poesía.

El problema de la originalidad

Más allá de los acuerdos o desacuerdos que surgen nítidos, hay otros cuya apariencia es doble. Sobre el valor de ciertos autores, sobre ciertas ideas acerca de la imitación, en ocasiones puede haber coincidencias, pero estos puntos en común están enmarcados por visiones discordantes acerca de la literatura moderna y de la literatura americana.

Para Groussac, la literatura americana, surgida de la colonización, no podía aspirar a ser original. Al menos, no en ese momento. La tentativa de originalidad de Darío, sostiene Groussac, “no difiere esencialmente, no digamos de la de Echeverría o Gutiérrez, románticos de segunda o tercer mano, sino de la de todos los yankees, desde Cooper, reflejo de Walter Scott, hasta Emerson, luna de Carlyle” (1897b, p. 158). Se trataría de una suerte de condena (provisional, pero de término nunca especificado) a la imitación de toda América, tanto del Norte como del Sur. No cabría la posibilidad de la originalidad, sino solo un intento ingenuo como el de Darío, que solo podría aspirar a lo nuevo a través de la copia de un modelo europeo.16

Esta postura es la que Groussac plantea en estas reseñas y las que, por ese motivo, consideramos centralmente aquí. Pero no debe perderse de vista que no son esas las únicas ideas de Groussac sobre el problema de la originalidad en tierras alejadas de Europa. Su relación con la literatura americana en general y la argentina en particular estuvo signada por un vínculo insistentemente conflictivo. La actitud predominante del crítico francés es la que se evidencia en la polémica con Darío, y que Manuel Gálvez sintetizó de este modo: “El maestro, por una parte, nos negaba originalidad, juzgándonos en perpetua ‘actitud discipular’, la cual le merecía desdén; y por otra, nos negaba el derecho a buscar nuestra originalidad” (2002 [1944], p. 146).17 Sin embargo, de manera más lateral o esporádica, se encuentran afirmaciones opuestas (opuestas en su contenido, aunque similares en la forma de su razonamiento, esto es, en la concepción literaria propia del historicismo romántico que las sustentan). Es posible encontrar algunos pasajes en que se muestra sin ambages a favor de la construcción de un arte nacional. Los ejemplos van desde un pasaje del prólogo de uno de sus libros más importantes, Del Plata al Niágara, en que se preguntaba –como argentino– “¿Hasta cuándo seremos ciudadanos de Mimópolis y los parásitos de la labor europea?” (Groussac, 2006 [1897], p. 57),18 hasta un pasaje de una crónica operística de Le Courrier Français, dedicada a una “ópera nacional” de Arturo Berutti cuya originalidad reprueba, pero cuya “tentativa” busca “incentivar” (“tentative”, “encourager”; 24 de julio de 1895, p. 1).19

Volviendo ahora a los textos de la polémica y ateniéndonos a las razones que Groussac da en ella para negarle a la literatura americana originalidad, hay un fragmento que se destaca sobre el resto. Se vincula con el texto “Génesis del héroe”:

Es, pues, necesario partir del postulado que, así en el norte como en el sud, durante un período todavía indefinido, cuanto se intente en el dominio del arte es y será imitación. Por lo demás, hay muy poca originalidad en el mundo: el genio es una cristalización del espíritu tan misteriosa y rara como la del carbono puro; y pensad que en seis mil años no se ha extraído de todo el planeta un metro cúbico de diamante! Puede agregarse, con la historia a la vista, que el diamante del espíritu, a diferencia del otro, no se ha encontrado hasta la fecha en los terrenos de aluvión. –Y, acaso, en otro lugar, tenga dada de ese fenómeno una explicación tan clara que, según la impertinente exageración de Leverrier, hasta un botánico la entendería! Pero sería algo largo de transcribir y me limito a resumirla en breve silogismo. Siendo así que el genio es la fuerza en la originalidad, toda hibridación es negativa del genio, puesto que importa una mezcla, o sea un desalojo parcial de las energías atávicas por la intrusión de elementos extraños –es decir, un debilitamiento; ahora bien, la presente civilización americana, por inoculación e injerto de la europea, es una verdadera hibridación; luego, etc. Et voilà pourquoi votre fille est muette! (1897b, pp. 157-158 ; cursivas del original).

Por lo demás, habría en la polémica, según algunos críticos han mencionado, una serie de contradicciones por parte de Groussac. Porque, si afirma que el decadentismo francés no es original, no deja de señalar que “tiende a enriquecer la poesía francesa con el elemento tradicional que le faltaba: el sentido del vago misterio y del indeciso matiz” (1896, p. 478). Lo mismo para el caso modernista: como vimos, al tiempo que afirma que la poesía de Darío no es original, sostiene que el esfuerzo de sus Prosas profanas no será “de pura pérdida, como no lo es el de los decadentes franceses” (1897b, p. 158).

Frente a estas afirmaciones contrapuestas, pueden buscarse razones que vayan más allá del señalamiento de una contradicción. No cabría tampoco dejar de lado la diferencia que podría existir entre, por un lado, los protocolos de lectura, y, por el otro, el valor que, pese a ellos, Groussac pudo encontrar en los versos de Darío. Sin embargo, es otra la clave que puede darnos elementos para sostener que aquella contradicción no sería en rigor tal. Creemos que, por detrás de estas distinciones que pueden leerse en las reseñas de Groussac (entre la originalidad –asociada al genio– y la mera novedad), está una diferencia más elemental que podría plantearse siguiendo los términos que le dio Bartolomé Mitre, quien probablemente haya sido en la época quien más claramente formuló la distinción: por un lado, la literatura entendida como “modelo” (esto es, entendida románticamente, como portadora de una identidad nacional) y, por el otro, la literatura entendida como (mero) hecho.20 Si quisiéramos, en este marco, sintetizar las ideas planteadas por Groussac, bajo el supuesto de que no habría contradicción sino unos distintos postulados de base, diríamos: para Groussac, la obra de Rubén Darío tiene elementos novedosos, pero esos elementos son de la misma naturaleza de los ya existentes; no son, pues, originales, porque para ser tales deberían introducir una diferencia sustancial, modélica, que sea del orden de cosas que define una identidad (nacional).

Sin buscar defender la lectura de Groussac de la acusación de inconsistencia, también podría pensarse que esta diferencia entre la literatura como modelo y la literatura como hecho está detrás de otra tensión que existe en las reseñas con respecto a los modos de imitar. Dice Groussac: “La ‘manera’ del señor Darío es en el fondo la de los clásicos, y él imita a los franceses como imitaron a los griegos Catulo y Chénier” (1897b, p. 159). No nos interesa oponer esta forma de imitación a la que hace a continuación el propio Groussac (la del plagio), sino a la que aparece dos párrafos más arriba, cuando establece que la tentativa de Darío no diferiría en esencia de la de los americanos Echeverría o Gutiérrez, Cooper o Emerson, condenados a reflejar –sin originalidad, sin genio– la literatura europea.

Por su parte, Darío, en relación con estas cuestiones, tiene una posición más homogénea. Como ya vimos, toma la interrogación de Groussac, a partir de Coppée, e invierte lúcidamente el sentido. Para hacerlo, sigue lo que ya había expresado Juan Valera en sus Cartas americanas, en 1888, a raíz de la lectura de Azul. Afirma Darío, en “Los colores del estandarte”:

Mi éxito –sería ridículo no confesarlo– se ha debido a la novedad: la novedad, ¿cuál ha sido? El sonado galicismo mental [del que hablaba Juan Valera].

[...]

Qui pourrais-je imiter pour être original?

me decía yo. Pues a todos. A cada cual le aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte; los elementos que constituirían después un medio de manifestación individual. Y el caso es que resulté original. “Usted lo ha revuelto todo en el alambique de su cerebro, dice el siempre citado Valera, y ha sacado de ellos una rara quintaesencia” (27 de noviembre de 1896, p. 3).

Resulta interesante que Darío se apoye en la opinión que Valera diera 1888, y el propio Valera, en 1896 –poco después del texto de Darío– escriba una carta y una reseña sobre Los raros con valoraciones distintas (al punto que, para La Nación, la carta estaría “en profunda contradicción” con sus opiniones anteriores).21 En realidad, ya en 1888 Valera instaba a que Darío, amén de la “ilustración francesa” –que aplaudía–, sumase “la inglesa, la alemana, la italiana, y ¿por qué no la española también?” (Valera, 1915 [1888], p. 294). En 1896, sin embargo, es menos condescendiente: “Soy yo grande admirador de la literatura francesa, pero disto infinito de la idolatría galómana”.22

Estos textos de Valera no eran conocidos para cuando Darío escribió “Los colores del estandarte”, por lo que no modifican en rigor la valoración que podemos hacer de las estrategias desplegadas por el autor de Los raros. Más interesante aún es observar, entonces, que, si las opiniones de Valera citadas por Darío le servían para fundamentar su visión sobre la originalidad de la literatura americana, existen otros juicios de Valera, también vertidos en las cartas de 1888, que podemos vincular con aquellos con los que Darío está discutiendo, es decir, con los que asume Groussac. Afirmaba Valera, en un pasaje de su primera carta:

Veo, pues, que no hay autor en castellano más francés que usted. Y lo digo para afirmar un hecho, sin elogio y sin censura. En todo caso, más bien lo digo como elogio. Yo no quiero que los autores no tengan carácter nacional; pero yo no puedo exigir de usted que sea nicaragüense, porque ni hay ni puede haber aún historia literaria, escuela y tradiciones literarias en Nicaragua. Ni puedo exigir de usted que sea literariamente español, pues ya no lo es políticamente, y está, además, separado de la madre patria por el Atlántico, y más lejos, en la república donde ha nacido, de la influencia española, que en otras repúblicas hispanoamericanas. Estando así disculpado el galicismo de la mente, es fuerza dar a usted alabanzas a manos llenas por lo perfecto y profundo de este galicismo; porque el lenguaje persiste español, legítimo y de buena ley, y porque si no tiene un carácter nacional, posee carácter individual (Valera, 1915 [1888], pp. 272-273).23

Si Valera aplaudía el galicismo mental, lo hacía porque no podía exigírsele a Darío un carácter nacional, es decir, por aquello que Groussac sostenía: que en América era imposible esperar una literatura propia. Darío nada dice de esta cuestión, y, al apelar a Valera para justificar su posición, en realidad retoma parcialmente la argumentación del español. Solo recupera aquello que le interesa. Con una retórica similar incluso, dirá por ejemplo que “El Azul... es un libro parnasiano y, por tanto, francés” (27 de noviembre de 1896, p. 3), pero, al hacerlo, cambia el sentido. En Valera, el “galicismo de la mente”, si era elogiado, lo era después de haber sido “disculpado” por la imposibilidad de una obra con carácter nacional (lo que Groussac llamaba la necesidad de la imitación de la América colonizada). En otros términos, Darío hace una lectura interesada de la carta crítica de Valera. Sin explicitar la operación, toma solo algunos elementos (que estaban articulados con una visión romántica de la literatura –como la de Groussac–) y, al reconfigurarlos, les da una potencia y un sentido que no tenían originariamente.24

Valera le reconocía un carácter individual, pero lamentaba la ausencia de un carácter nacional. Darío invierte o desplaza la cuestión, porque aparenta desentenderse por completo del problema de la condición nacional y solo se muestra interesado en el carácter individual. Son varios los escritores que Darío entiende como propios, pero lo hace de un modo particular. En el cierre del artículo, apela a “nuestro Whitman” (cursivas del original), a “‘nuestro’ Martí”. Hay allí una reflexión por una literatura propia, que tendría en la “vasta cosmópolis, crisol de almas y razas” (Darío, 27 de noviembre de 1896, p. 3) –en lugar de un obstáculo para el genio, como sostenía Groussac– un elemento propicio para el surgimiento del poeta anunciado por Lautréamont desde el epígrafe del artículo.25 Sin embargo, todas esas figuras serían “nuestras” solo en la medida que serían ellas mismas. Antes, Darío había escrito que “los cánones del arte moderno no nos señalan más derroteros que el amor absoluto a la belleza –clara, simbólica o arcana– y el desenvolvimiento y manifestación de la personalidad. Sé tú mismo: esa es la regla” (27 de noviembre de 1896, p. 3).26 La noción de carácter nacional –la noción de originalidad asociada a esa concepción de literatura– no tenía nada que hacer. Se trataba ahora solo de ser moderno.27

Poniendo esa regla como la regla, Darío desordena las jerarquías que buscaba imponer Groussac. En ese juego, Darío es sumamente hábil y subvierte con sutiliza y rotundidad las posiciones que buscaba imponer el crítico. Esto se ve también, y especialmente, con la valoración de Walt Whitman. Para Groussac, en clave romántica, Whitman era “la expresión viva y potente de un mundo virgen” y por eso era expresión de un “arte nuevo americano” (1896, p. 480). Para Darío, Whitman había roto con todo y, guiado por su “instinto”, se había remontado al “versículo hebreo”. Whitman era propio y era original tanto para uno como para otro, solo que por motivos diferentes. Como lectores, Darío y Groussac podían encontrar valor en el poeta de Leaves of Grass, pero explicárselo a sí mismos –y a los lectores de La Biblioteca y de La Nación– de modos muy distintos.

Allí radica, puede concluirse, la dimensión crítica más relevante de esta polémica. No en el modo en que uno ensalza aquello que el otro reprueba, sino en la manera en que cada uno reorganiza autores, textos, estéticas, que interpelaban a ambos. Son operaciones que responden a visiones encontradas. Y es en esos puntos en que coinciden solo en apariencia, en que se cruzan solo para separarse, donde puede percibirse con mayor claridad las especificidades de esas contrapuestas concepciones en torno a la literatura. Se evidencian así, una vez más, los cambios fundamentales que introdujo el Modernismo en la historia de la literatura latinoamericana, no solo en los terrenos de la poesía o de la crónica, sino también en el de la crítica literaria.

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Notas

1 Nos limitamos a señalar aquí una de las ideas centrales Ramos, sin precisar sus matices o inflexiones. En su clásico ensayo, el crítico analiza las formas que asumieron los “desencuentros” de la modernidad en América Latina.
2 Derivaciones de esa hipótesis de Rama pueden seguirse en los trabajos de Mariano Siskind –a los que habremos de volver– acerca de la posibilidad de construir una identidad cultural y estética moderna en América Latina. Nos referimos al artículo que dedicó especialmente a la polémica entre Darío y Groussac (2006) y al estudio que de ese mismo debate realizó en el marco más amplio de su libro Deseos cosmopolitas: modernidad global y literatura mundial en América Latina (2016).
3 No sucedió así con otros críticos, como Calixto Oyuela. En su reseña de España, Luis Berisso intercaló censuras y elogios: “Encastillado en su retórica rancia, hace fuego desde todas las troneras contra los iconoclastas modernos que derrumban viejos ídolos, revolucionando la métrica, reemplazando en la literatura la pesada arquitectura gótica, por la esbelta y hermosa del Renacimiento; resucitando formas de expresión desaparecidas y creando nuevas formas. Este apasionamiento es inexplicable en un escritor de los méritos del doctor Oyuela, y totalmente infructuoso; pues por más que bregue, no logrará desviar las corrientes literarias de la época” (1899, p. 67). Por su parte, Manuel Gálvez, que se erige en la voz de una generación posterior, manifiesta una muy buena valoración de Groussac y una muy marcada crítica a Oyuela (Gálvez, 2002 [1944], pp. 125, 82, por ejemplo).
4 En “La vida de Rubén Darío escrita por él mismo para Caras y Caretas”, escribió: “Yo tenía, desde hacía mucho tiempo, como una viva aspiración el ser corresponsal de La Nación de Buenos Aires. He de manifestar que es en ese periódico donde comprendí a mi manera el manejo del estilo y que en ese momento fueron mis maestros de prosa dos hombres muy diferentes: Paul Groussac y Santiago Estrada, además de José Martí. Seguramente en uno y otro existía espíritu de Francia. Pero de un modo decidido, Groussac fue para mí el verdadero conductor intelectual” (12 de octubre de 1912).
5 Para una lectura de Los raros, véase Beatriz Colombi, quien asimismo analiza su recepción crítica, incluida la de Groussac (Colombi, 2004, pp. 79-80). Por otra parte, cabe destacar la revisión que Colombi hace de aquella afirmación de Rama según la cual el libro de Darío se habría caracterizado por un “exitismo periodístico algo ramplón” (Rama, 1985, p. 93); Colombi subraya su carácter de “programa” estético, de “firme apetencia modernizadora, nada errática y, por cierto, difícilmente complaciente” (2004, p. 73).
6 De El problema del genio, publicó otro capítulo en la primera serie de El viaje intelectual (2005a [1904]), “Estigmas físicos del genio”, escrito, según aclara, en 1890. (Se publicó por primera vez en Anales de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, tomo 1, 1902, enero-marzo, pp. 16-41). El prólogo de la obra se había publicado el 28 de septiembre y el 1 de octubre de 1890 en La Nación, con el título “El problema del genio en la ciencia y en la historia (Prefacio de la obra del mismo título, por Pablo Groussac, próxima a ver la luz pública)”. Según se aclara allí, Groussac preveía publicar una edición francesa de menores dimensiones; la española se anunciaba en dos tomos. En el fondo Paul Groussac del Archivo General de la Nación se conservan borradores (legajo 3, nº 13).
7 También cabría considerar los textos de Darío incluidos en distintos números de La Biblioteca: “El coloquio de los centauros” (año 1, tomo 1, julio, 1896), “Folklore de la América Central (Representaciones y bailes populares de Nicaragua) (año 1, tomo 1, agosto, 1896), “Poemas de América” (año 2, tomo 3, marzo, 1897) y “El hombre de oro” (año 2, tomo 4, mayo, 1897; junio, 1897; año 2, tomo 5, septiembre, 1897; incompleto).
8 El párrafo completo: “Pido a la suprema Justicia –que espero sea la suprema Lógica– que, al llegar alguna vez la inevitable decadencia, me ahorre el dolor de verla producirse, en lo físico por la sordera, en lo intelectual, por el odio a la novedad –lo que se llama misoneísmo en la nueva jerga antropológica. No quiera Dios que, por ininteligencia y flaqueza mental, quede extraño a cualquiera manifestación del espíritu, ya sea en arte, ciencia, filosofía o simplemente moda fugaz!” (1896, p. 476; cursivas del original). No es este el único pasaje en que Groussac busca mostrarse como alguien no cerrado a la novedad; cierra la reseña sobre Prosas profanas con la idea de “tolerancia” que otorgaría el “espíritu crítico” (1897b, p. 160).
9 Jorge Eduardo Arellano (2012) señala dos pasajes en que Darío expresa esa identificación: en la “Epístola a la señora de Leopoldo Lugones” (1906) y en El oro de Mallorca (1913-1914).
10 Para Rancière (2009), la Literatura invierte los cuatro principios de las Bellas Letras. Al primado de la ficción opone el primado del lenguaje; la poeticidad ya no es la actividad que produce los poemas, sino la cualidad de los objetos poéticos: su capacidad de desdoblarse, de ser tomado como una metáfora o metonimia de aquello que lo ha producido. Al segundo principio, el de genericidad, la Literatura opone el principio antigenérico de la igualdad de todos los temas representados. Al tercer principio, el de decoro, enfrenta la indiferencia del estilo con respecto al tema representado: ya no hay una correlación entre los temas y el modo de tratarlos. Por último, contrapone el modelo de la escritura a la escena oratoria (2009, pp. 29-42).
11 Colombi enfatiza el modo en que Darío, para la mirada de Groussac, “desordena el campo, invierte las jerarquías” (Colombi, 2004, p. 79; cursivas del original). Recordemos que el modernismo, como lo explica Rama, surgió en un contexto de democratización y modernización de la sociedad y de la literatura; el crítico se refiere, en este sentido, a “un proceso de dinámica producción literaria acumulativa e integrativa” (1985, p. 62), a la existencia de un “eclecticismo abigarrado, que fue la norma de la segunda mitad del siglo XIX” (p. 85).
12 Esta oscilación es propia de Darío, como ya lo detectaba Lugones en su reseña de Los raros (26 de octubre de 1896, en El Tiempo). Es un lugar de enunciación que también adoptaría el propio Lugones en su trabajo como crítico, al perseguir la justicia jactándose de su parcialidad (véanse su reseña sobre “Negro y oro”, de Francisco de Olaguibel, publicada el 20 de julio de 1897 en El Tiempo). Se trata, entonces, puede sostenerse, de una forma que, en la historia de la crítica literaria argentina, introduce el Modernismo.
13 “¿A quién podría imitar para ser original?” (nuestra traducción).
14 “La música es solo de la idea, muchas veces”, escribía el poeta en las “Palabras liminares” de Prosas profanas y otros poemas (Darío, 1896b, p. XIV).
15 Histéricas y ratés aparecen en cursiva porque son términos utilizados por Groussac en su reseña, que Darío recupera irónicamente. Había escrito Groussac: “[...] en esta reunión intérlope de Los raros, altas individualidades como Leconte de Lisle, Ibsen, Poe y el mismo Verlaine, respiran el mismo incienso y se codean con los Bloy, d’Esparbès, la histérica Rachilde y otros ratés aún más innominados” (1896, p. 475; cursivas del original).
16 Esta idea acerca de la dependencia de América Latina en relación con Europa en términos de original y copia ha tenido extensa difusión en la crítica latinoamericana. Al respecto, véase el trabajo de Facundo Ruiz (2015), quien reflexiona lúcidamente sobre esta dimensión a partir de un análisis de las estrategias con que Darío responde a la reseña de Groussac.
17 Sobre esta mirada preponderante de Groussac sobre la cultura americana, puede consultarse el artículo de Bonfiglio (2011).
18 De todos modos, las ideas desplegadas por Groussac en su polémica con Darío acerca de la originalidad y la imitación recorren también, ampliamente, su libro de viaje por América. Le sirven para intentar explicar la arquitectura, los habitantes (el indio aparece como “la prueba malograda de un buen original”, por ejemplo), la universidad y la literatura norteamericanas, etc. (Groussac, 2006 [1897], pp. 90, 187, 465, 470-473).
19 Agrega luego, en el mismo artículo : « Les peuples neufs, à civilisation encore reflétée, ont fait effort pour grouper leurs légitimes aspirations à la personnalité, à l’être, autour d’une production artistique jaillie du terreau national. Il va sans dire que les vieilles nations fécondes n’y songent guère ; il y aurait trop d’appelés ; et, cette fois, ce serait l’arbre que cacherait la forêt. Mais c’est la Russie, le Brésil, les Etats-Unis, d’autres encore, qui ont longtemps et passionnément cherché l’œuvre théâtrale qui serait le noyau, le point de ralliement et, comme nous dirions par ici, le señuelo des œuvres artistiques futures" (cursivas del original ; el artículo está firmado con el seudónimo Candide). Traducción: “Los pueblos nuevos, cuya civilización aún está forjándose, han hecho un esfuerzo por agrupar sus legítimas aspiraciones a la personalidad, al ser, en torno a una producción artística que se origine en el territorio nacional. Desde luego, a las viejas naciones fecundas ya no se les ocurre, habría demasiados reclutas; y, en esta ocasión, el árbol escondería el bosque. Pero Rusia, Brasil, los Estados Unidos, muchos otros, durante largo tiempo y apasionadamente buscaron la obra teatral que pudiera ser el núcleo, el punto de unión, y, como se dice en estos lados, el señuelo de las obras artísticas futuras” (traducción de Antonia García Castro; en Groussac, 2008, p. 174).
20 Recordemos que Mitre –en un artículo de 1897 publicado en La Biblioteca– negaba la existencia de la letras americanas en estos términos: [...] podría escribirse con alguna más unidad una historia especial de la literatura hispanoamericana, desde sus orígenes hasta nuestros días, que tendría su utilidad y su razón de ser; pero a condición de considerar los productos literarios no como modelos, sino como hechos, caracterizando bajo esta faz la época colonial, la de la lucha por su emancipación y la vida independiente y democrática de sus repúblicas, como expresión de la sociabilidad en los tres grandes períodos sucesivos. Si no un curso de literatura, sería un curso de historia literaria (1897, pp. 67-68; cursivas añadidas). (El artículo de Mitre se trata de una reelaboración de una carta de 1887 dirigida a Miguel M. Ruiz, reproducida en Mitre, 1912, pp. 169-178. Para un análisis de la carta y su contraposición con la concepción de literatura sostenida por Joaquín V. González en “Un año de historia literaria”, de 1888, véase Chein, 2007, pp. 44-50).
21 Se trata de una breve carta firmada en Madrid el 9 de diciembre de 1896 y publicada por La Nación el 22 de febrero de 1897; fue reproducida en el número extraordinario dedicado a Rubén Darío de la revista Zama (2016, pp. 289-290). Una extensa reseña sobre Los raros escrita por Valera aparecería en El Correo Español el 20 de diciembre de 1897.
22 Cita extraída de la carta publicada en La Nación el 22 de febrero de 1897. Solo nos detenemos en las opiniones de Valera que se vinculan con nuestro examen de la polémica entre Darío y Groussac.
23 En una carta del 18 de septiembre de 1892, dirigida a Marcelino Menéndez Pelayo, Valera vierte juicios sobre Darío que difieren de los publicados. Puede leerse en esta carta un reconocimiento de una cierta representatividad americana y de un influjo no solo francés o español. Valera: “Veo en él [Rubén Darío] lo primero que América da a nuestras letras, donde además de lo que nosotros dimos, hay no poco de allá. No es como Bello, Heredia, Olmedo, etc., en quienes todo es nuestro y aun lo imitado de Francia ha pasado por aquí, sino que tiene bastante del indio sin buscarlo, sin afectarlo, y además no le diré imitado, sino asimilado e incorporado de todo lo reciente de Francia y de otras naciones” (Valera y Menéndez Pelayo, 1946, p. 446). (Por lo demás, como lo señala Rama, en este pasaje de la carta los juicios están construidos a partir de ciertos lugares comunes, como la nota racista en la referencia al “indio” [Rama, 1985, p. 183]).
24 De acuerdo con Mariano Siskind, ese sentido puede resumirse así: “Para Darío, ser moderno es ser francés. Darío vacía a Francia de su contenido particular francés y la convierte en el significante de lo universalmente moderno: Francia como el nombre y el aspecto exterior de una modernidad que Darío desea para América Latina. [...] Si Francia es desde un principio moderna, en sí y para sí, en los libros que Darío escribe en la década de 1893 (‘pensando en francés y escribiendo en castellano’), América Latina es moderna a través de Francia. Francia como mediación, como instancia que permite una traducción latinoamericana de formas, imágenes y deseos modernos. La literatura de Darío es latinoamericanamente francesa” (Siskind, 2016, pp. 279-280; cursivas del original).
25 La cita de Lautréamont que funciona como epígrafe de “Los colores del estandarte” es la siguiente: “La fin du dix-neuvième siècle verra son poète (cependant, au début, il ne doit pas commencer par un chef d’oeuvre, mais suivre la loi de la nature) ; il est né sur les rives américaines, à l’embouchure de la Plata, là où deux peuples, jadis rivaux, s’efforcent actuellement de se surpasser par le progrès matériel et moral. Buenos-Ayres, la reine du Sud, et Montevideo, la coquette, se tendent une main amie, à travers les eaux argentines du grand estuaire. LAUTRÉAMONT (Les Chants de Maldoror)” (27 de noviembre de 1896, p. 3). Traducción de Aldo Pellegrini: “El final del siglo XIX tendrá su poeta (sin embargo, al principio no debe iniciarse con una obra maestra, sino obedecer a la ley natural); nació en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, otrora rivales, se esfuerzan actualmente por superarse mediante el progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas plateadas del gran estuario” (Lautréamont, 2007, p. 101).
26 Esta regla aparece enunciada en el prólogo de José Martí al Poema del Niágara, de Juan Antonio Pérez Bonalde, prólogo que constituye una suerte de “Manifiesto de la modernidad en Hispanoamérica”, en palabras de Rama (1985, p. 25). En su comentario, el crítico uruguayo sostuvo: “[...] ya [...] no había sitio para las convenciones heredadas, ni para las construcciones al ímpetu de libertad que anidaba en el pecho de los hombres, quienes debían recuperar su individualidad, ser ellos mismos y no ‘lo que le añaden con sus lecciones, legados y ordenanzas los que antes de él han venido’, siendo esta la clave de la originalidad artística y simultáneamente de la libertad política” (Rama, 1985, p. 26).
27 Atiéndase, sin embargo, a la paradoja que señala Rama: “[...] cuando los románticos abogaron por un arte americano, proporcionaron cerrados discursos a la europea; cuando los modernistas asumieron con desparpajo democrático las máscaras europeas, dejaron que fluyera libremente una dicción americana, traduciendo en sus obras refinadas un imaginario americano” (Rama, 1985, p. 169). De allí que Darío enfatice en cursiva la referencia a “nuestro Whitman” y coloque entre comillas la mención de “‘nuestro’ Martí”.

Recepción: 11 Marzo 2022

Aprobación: 17 Abril 2023

Publicación: 01 Mayo 2023

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