Orbis Tertius, vol. XXVII, nº 36, e245, noviembre 2022 - abril 2023. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

"Cañera, tupamara, clandestina y pobre": los testimonios de la uruguaya Nélida Fontora

Paula Ferreira

Universidad Nacional de Cuyo, Argentina
Cita recomendada: Ferreira, P. (2022). "Cañera, tupamara, clandestina y pobre": los testimonios de la uruguaya Nélida Fontora. Orbis Tertius, 27 (36), e245. https://doi.org/10.24215/18517811e245

Resumen: El presente artículo se propone analizar los testimonios de la uruguaya Nélida “Chela” Fontora. Trabajadora de la caña, dirigente sindical y militante del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T), sus relatos como víctima de la dictadura y presa política transmiten una experiencia marcada por su origen subalterno. La autora transitó inicialmente la prisión como un espacio donde sus necesidades básicas —techo, comida, colchón— estuvieron cubiertas, en contraste con la vida en libertad. También durante su largo cautiverio fue alfabetizada por sus compañeras, lo que le permitió publicar posteriormente dos obras: Más allá de la ignorancia (1989) y La llama no se apaga (2018). La situación de los/as cañeros/as en el interior del país, la discriminación del aparato represivo, las dificultades para recibir visitas en la cárcel por la falta de recursos de su familia y la compleja reinserción social luego de la liberación son algunas de las situaciones que refiere y que hacen de sus testimonios una oportunidad para indagar sobre el impacto de la represión estatal en mujeres de clases subalternas, a la vez que analizar las características que adopta la representación de estas vivencias particulares en los textos.

Palabras clave: Literatura testimonial, Dictadura uruguaya, Prisión política, Clases subalternas.

“Cañera, tupamara, clandestina y pobre”: The Testimonies of the Uruguayan Activist Nélida

Abstract: This paper analyzes testimonies given by Nélida “Chela” Fontora, Uruguayan sugar cane worker, union leader and activist in the Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T). Her stories as dictatorship victim and political prisoner reveal an experience shaped by her subaltern upbringing. Initially, the author found in prison a space where all basic needs, such as shelter and food, were satisfied, in sharp contrast with her previous life as a free person. It was also during captivity that she achieved literacy with the help of her inmates which, later on, allowed to publish two works: Más allá de la ignorancia (1989) and La llama no se apaga (2018). The situation endured by sugar cane workers in the countryside, the discrimination exerted by the repressive apparatus, the difficulties surrounding prison visits due to the family’s lack of resources, and the complex social reentry conditions after release are some of the themes referred to in her testimonies. These offer the opportunity to delve into the impact of state repression on women in the subalternate classes and to investigate how such particular experiences are represented in the texts.

Keywords: Testimonial literature, Uruguayan dictatorship, Political prison, Subaltern classes.

Introducción

El testimonio como forma particular del lenguaje ligada a los procesos de producción social de la verdad, la memoria y la justicia (García, 2012) ha sido central para conocer los periodos de violencia estatal del siglo XX. En Latinoamérica el género testimonial se institucionalizó en las décadas del 60 y 70 de acuerdo con los lineamientos culturales e ideológicos de Casa de las Américas y su premio (García, 2012), pero desde el último tercio del siglo veinte se convirtió en el vehículo de las denuncias por las violaciones a los derechos humanos durante las dictaduras del Cono Sur. Además de ser una herramienta para la reconstrucción de la identidad de sus protagonistas (Pollak y Heinich, 2006), la producción y recepción masiva de testimonios genera, según Strejilevich (2018), el “efecto coral” necesario para que las sociedades se acerquen a la experiencia subjetiva de la violencia y, por tanto, puedan recuperarse.

De allí la importancia que tuvo, a fines de los años noventa, el momento en que las militantes y ex presas políticas del Cono Sur comenzaron a narrar de forma numerosa sus experiencias como víctimas de los aparatos represivos reflexionando, a su vez, sobre las formas específicas de la violencia en virtud del género. Hasta entonces, el rasgo común del corpus testimonial en la región había sido la hegemonía de testimonios masculinos que construyeron arquetipos de memorias de la militancia y la represión (Forné, 2011). La perspectiva de género en los testimonios de las sobrevivientes ha permitido indagar en aspectos novedosos del pasado reciente porque las mujeres transitaron otras vivencias en relación con su condición sexo-genérica (Jelin, 2017), pusieron en valor realidades hasta entonces consideradas intrascendentes y problematizaron versiones estatuidas (Oberti, 2010). Sin embargo, no se ha profundizado acerca del impacto de la represión estatal en mujeres de clases subalternas y sus experiencias, entendiendo como condición de subalternidad, desde una noción gramsciana, no solo las diversas formas que adopta la mercantilización de la fuerza de trabajo en el capitalismo (van der Linden, 2008), sino también su localización rural o urbana, sus posibilidades de acceso al poder político y a la construcción de la cultura (Ciriza et al., 2019).

El problema del carácter subalterno estuvo presente desde los gérmenes del género en la región y constituyó parte importante de los debates en torno a su delimitación y definición. Para Beverley y Achugar (2002) el testimonio latinoamericano nació ligado a las luchas de los sectores subalternos y a la narración de una contra-historia. Una de sus principales características era la mediación de un/a intelectual solidario/a que recuperaba la voz de un/a otro/a marginado/a, generalmente iletrado/a. Esta propuesta fue cuestionada por diferencias con la noción de “dar voz a los/as sin voz”, en cuanto se ubicaba demasiado cerca de la apropiación indebida de las elites (Nofal, 2011) o suponía una interpretación incorrecta del problema, que no sería la falta de voz sino una dificultad en la escucha (Jelin, 2017).

El desarrollo de dictaduras en los países del Cono Sur durante las últimas décadas del siglo veinte marcó otro momento en la historia del testimonio latinoamericano. El boom testimonial que siguió a la recuperación democrática mantuvo ciertas características de las obras canonizadas por Casa de las Américas, pero también exhibió rasgos propios modelados por las transformaciones del contexto. Nofal distingue estas dos vertientes del corpus testimonial:

El testimonio canónico se caracteriza por un sistema desigual de negociación de la palabra escrita ya que el informante es, en general, iletrado; necesita de la escritura de un intelectual, compilador de sus recuerdos, para acceder al espacio de la memoria. El testimonio letrado es el relato de una experiencia personal de cautiverio (Nofal, 2011, p. 69)1

Un análisis preliminar del corpus testimonial de mujeres sobrevivientes de las dictaduras en la región demuestra que, pese a la centralidad que tuvo la represión dirigida contra las clases subalternas en dichos países, son escasos los testimonios de estas víctimas, fundamentalmente los relatos directos, sin mediación —lo que Nofal llama “testimonio letrado”—. Pollak (1989) se refiere a este fenómeno como el “silencio de los dominados” cuando repara en las condiciones y la autorización social necesarias para que los/as sobrevivientes hagan uso de la palabra. Las obras de Fontora, que pudo sortear limitaciones tan significativas como el analfabetismo y la baja escolarización y ofreció dos testimonios escritos sobre sus vivencias, son una excepción tanto en Uruguay como en los países vecinos, donde los testimonios del terrorismo de Estado fueron publicados mayormente por víctimas letradas y de zonas urbanas. Por tanto, partiendo de un análisis discursivo de los textos testimoniales propuestos, buscamos identificar los aspectos centrales de la representación de esa experiencia subalterna de militancia y prisión y determinar su aporte en la producción de la memoria sobre el pasado reciente y los periodos de violencia estatal.

Fontora y sus testimonios. Semblanza y contextos de producción y circulación

Nélida “Chela” Fontora nació en Rivera, Uruguay, en 1947, pero desde chica se crio en el departamento de Salto, donde su padre trabajó cortando caña de azúcar. Al igual que ella, casi toda su familia fue analfabeta: el trabajo infantil dejaba poco tiempo y energía para asistir a la escuela. A los catorce se sumó a la militancia sindical, momento en que conoció a Raúl Sendic, que luego se convertiría en importante dirigente tupamaro. La autora se casó tempranamente con un cortador de caña y se mudó a Bella Unión, Artigas, donde Sendic y otros/as compañeros/as impulsaron en 1961 la creación de la emblemática Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas2 (UTAA). Chela participó de la primera marcha cañera hacia Montevideo en 1962 —episodio que relata en sus textos y que marcó un antes y un después en la política uruguaya de esas décadas— y llegó a desempeñar un rol de dirección en el sindicato, hecho poco común para una mujer, especialmente tan joven.

En un contexto marcado por la efervescencia política y la progresiva violencia estatal, Fontora se incorporó al Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros y a finales de los sesenta se trasladó con su compañero y su hija a Montevideo. En 1970 se produjo su primera detención e ingresó a la cárcel de Cabildo, aunque su permanencia en esta unidad regida por una orden religiosa —todavía en democracia— fue breve: en 1971 protagonizó junto a otras 38 detenidas la mayor fuga de un penal de mujeres de la historia, en lo que se conoció internamente como “Operación Estrella”. Fue nuevamente apresada en 1972 y alojada en diversos cuarteles y prisiones hasta su efectiva liberación, en 1985.

No volvió a integrar una organización político-partidaria, pero se dedicó desde su liberación a difundir su experiencia de vida y de militancia para confrontar la historia oficial del gobierno de facto. En el año 2000 participó de la fundación de Crysol, la cooperativa de expresos y expresas políticas, grupo del que participa activamente hasta el presente. Chela sigue viviendo en Montevideo y es referente del movimiento de derechos humanos de Uruguay. Durante los largos años de cautiverio, según relata, aprendió a leer y a escribir con ayuda de sus compañeras de prisión, lo que le permitió plasmar todo este recorrido vital en dos obras testimoniales publicadas en democracia con casi treinta años de diferencia.

Las olas testimoniales uruguayas

De acuerdo con la periodización propuesta por Alfredo Alzugarat (2007), el impulso inicial de la narrativa testimonial en Uruguay —primera ola— se produjo en los sesenta a raíz de las luchas políticas y sociales de esos años. La obra que inauguró el premio de Casa de las Américas en la categoría testimonio fue, precisamente, La guerrilla tupamara (1970), de María Esther Gilio, texto que compilaba entrevistas sobre el MLN-T publicadas originalmente como notas periodísticas en Marcha. La explosión, no obstante, se dio en la posdictadura —segunda ola— como respuesta a la impunidad estatal. Marisa Ruiz (2015) postula que esta producción testimonial desbordante fue la respuesta ciudadana frente a la complicidad de la Ley de Caducidad3: los/as sobrevivientes se expresaron mediante literatura testimonial porque no hubo Comisión de Verdad que investigara los crímenes cometidos. Dado que el objetivo principal fue la denuncia de las políticas de olvido, se apagaron al formato convencional del relato de hechos (Forné, 2011). Por otro lado, ciertas obras de este periodo (1985-1989) se erigieron como modelos y construyeron un arquetipo de relato carcelario: textos escritos fundamentalmente por dirigentes del MLN-T que abonaban la figura del militante heroico y expresaban una masculinidad hegemónica (Forné, 2011) con el foco puesto en la resistencia a la tortura (Sempol, 2010). Uno de ellos fue Las manos en el fuego (1985), de David Cámpora y Ernesto González Bermejo, construido sobre la base de entrevistas y colaboración escrita del testimoniante. Es interesante la reflexión de Alzugarat sobre la figura del protagonista, que abona la idea de memorias hegemónicas no solo desde el género, sino también desde la condición cultural y socioeconómica de sus autores/as:

La construcción del personaje, del testimoniante que urde su propio retrato («tengo un buen lío con mi imagen»), presentará a David Cámpora como un arquetipo del proceso social que padeció el país y que llevó a muchos de su generación a elegir la vía armada: proveniente de una clase media alta que experimenta el cimbronazo de la crisis, con un título profesional, adquirirá rápidamente la ideología revolucionaria que cambiará por completo su vida. (Alzugarat, 2007, p. 196).

Los testimonios sobre cárceles de mujeres publicados en los primeros años de la posdictadura son escasos: Bitácoras del final. Crónica de los últimos días de las cárceles políticas (1987), diario colectivo en hoja de cigarrillo; Mi habitación, mi celda (1990), de Lucy Garrido y Lilian Celiberti, y Más allá de la ignorancia (1989), que aquí nos ocupa. Este último, además de excepcional en tanto testimonio de una mujer entre memorias masculinas, tiene la particularidad de ser la experiencia de una dirigente sindical, rural y analfabeta que deviene en militante de una organización político-militar urbana, como ya hemos hecho referencia.

Marisa Ruiz (2015) explica que Más allá de la ignorancia, publicado por la Cooperativa El Fogón, tuvo escasa tirada y se distribuyó gratuitamente en sindicatos y centros de enseñanza. La fecha de publicación también es clave: 1989, año de la derrota del referéndum para derogar la Ley de Caducidad y de la muerte de Raúl Sendic, dirigente que impulsó la conformación de los sindicatos rurales. Estos eventos coyunturales están muy presentes en el texto.

Alzugarat explica que luego de un breve intermedio (1989-1997) en que disminuyó significativamente la publicación de obras por cierta satisfacción de la curiosidad inmediata y falta de perspectiva de justicia —ya mencionamos el referéndum perdido—, circunstancias que tuvieron efecto paralizador para el género testimonial, hacia fines de los noventa se produjeron transformaciones en el contexto jurídico-político internacional (Jelin, 2017) que habilitaron nuevamente la recepción de testimonios y permitieron el surgimiento de otras voces, temas y modalidades narrativas. El segundo testimonio de Fontora, publicado en 2018, se ubica ya en la tercera ola testimonial uruguaya (1997-presente), momento de puesta en valor de las memorias de las militantes y expresas políticas a nivel nacional y regional.

En La llama no se apaga el relato también se remonta a la infancia y a la situación familiar para desarrollar la conformación de los sindicatos rurales. El título se refiere al universo cañero, en este caso, a la insalubre técnica de cosecha que requiere quemar la planta para su recolección. Esa llama “no se apaga con el fin de la cosecha” y, en sentido metafórico, “sigue encendida en la conciencia y en la acción de quienes participan en su cultivo” (Fontora, 2018, p. 5). A diferencia de su primer libro, aquí Fontora se explaya con mayor detalle sobre su traslado a Montevideo como integrante del MLN-T, el contexto de sus detenciones y aspectos de la violencia que sufrió como víctima del aparato represivo. Lo novedoso de la obra es la relectura de su experiencia desde un cuestionamiento explícito al patriarcado, aunque no nos detendremos en la evolución de la perspectiva de género en sus testimonios por cuanto requiere un análisis detallado que excede las posibilidades de este artículo. Únicamente diremos que pone el foco en tres aspectos: la doble jornada laboral de las trabajadoras cañeras, la represión diferenciada hacia las “subversivas” y la invisibilización de esos relatos en la sociedad posdictatorial. Al igual que en 1989, sus vivencias como mujer durante la dictadura están enfocadas simultáneamente desde su identidad subalterna.

La publicación de La llama no se apaga surgió como iniciativa de un equipo de la Fundación Mario Benedetti. Durante el segundo Encuentro Latinoamericano por la Memoria, Verdad y Justicia, celebrado en Montevideo en 2011, Fontora brindó parte de su testimonio. Dado que ella decidió no hacer presentación judicial por su caso, la fundación consideró importante que existiera un registro de ese relato. Para el grupo editor el texto tenía precisamente ese objetivo, “marcar lo no resuelto” (Comunicación personal, septiembre de 2020)4. La impunidad se denuncia de forma explícita a lo largo del libro. En esta ocasión, la editorial a cargo fue Primero de Mayo, del Plenario Intersindical de Trabajadores-Convención Nacional de Trabajadores (PIT-CNT) de Uruguay, institución que había difundido otras obras testimoniales sobre el terrorismo de Estado. No obstante, hubo que hacer un aporte económico que cubrió la autora. Se imprimieron quinientos ejemplares que fueron vendidos en las presentaciones y “mano a mano” (N. Fontora, comunicación personal, octubre de 2020). Tanto este libro como el anterior pueden descargarse gratuitamente a través del portal Mate Amargo5.

El proceso de escritura en ambas oportunidades incluyó momentos de grabación y desgrabación del relato de la dirigente cañera. Por tanto, definir los textos de Fontora según las categorías propuestas por Nofal (2011) requiere algunas aclaraciones. La autora contó con ayuda de terceros/as para su escritura, rasgo que los acerca al testimonio canónico. Sin embargo, estas personas facilitaron la desgrabación o corrección del texto pero no intervinieron sustancialmente en el cuerpo de dicho texto. Por ejemplo, los/as editores/as de La llama no se apaga explican que la obra comenzó como un reportaje realizado con grabador, pero Chela se entusiasmó y progresivamente llegó a las reuniones de trabajo con material escrito en un cuaderno cuyo contenido leía; hacia el final entregó directamente las anotaciones (Comunicación personal, septiembre de 2020). Tampoco figuran sus nombres: salvo un prólogo en el libro de 2018, los paratextos llevan firmas genéricas como “un lector”, “los editores”. Es Fontora quien protagoniza, narra y rubrica los hechos que se presentan. Con ese espíritu, las ediciones manifestaron su voluntad de mantener la mayor fidelidad posible a la forma de expresarse de la autora. La oralidad, la sencillez y también cierta imprecisión e incorrección gramatical —además de errores ortotipográficos en el libro de 1989— son rasgos característicos. Las citas textuales de este trabajo no se corrigen para respetar los originales y reflejar esta condición intrínseca y significativa de las obras que, como veremos a continuación, es constitutiva de su denuncia.

El universo cañero y la explotación rural en los testimonios de Fontora

“No me siento escritora, escribí mi testimonio como denuncia social” (N. Fontora, comunicación personal, octubre de 2020). La función principal y explícita de las obras de Fontora es la denuncia. El pedido de justicia por los delitos cometidos en el marco de la escalada represiva —antes y durante la dictadura— es común a sus dos libros porque la falta de respuesta estatal para investigar y juzgar los crímenes perpetrados en Uruguay no se modificó sustancialmente a lo largo de las décadas. No obstante, Fontora se posiciona frente a situaciones de injusticia y desigualdad relativas al trabajo rural, a la pobreza y al hambre. También al desamparo que vivió luego de la liberación.

Esta dimensión que da cuenta de su origen subalterno se observa en ambos textos desde su estructura y organización, ya que abordan un periodo mucho más extenso que los años de encierro. Fontora refiere anécdotas sobre su infancia carenciada en Salto y los problemas económicos de la reinserción, pero también se dedica a describir las condiciones de la zafra. El primer testimonio, donde este aspecto tiene más peso, se divide justamente en tres partes: “Historia de los cañeros”, “Sendic” y “Cárcel de Uruguay”. Los ejes centrales de las primeras dos son exponer la realidad de los/as cañeros/as y denunciar la miseria y la explotación laboral, mientras que la última es el relato propiamente carcelario de Fontora y su posterior liberación. Se trata, por tanto, de testimonios con múltiples modalidades y registros. Expondremos a continuación algunas de estas características particulares.

Más allá de la ignorancia comienza con una explicación de la jornada laboral del cultivo de caña desde el amanecer. Fontora recurre a la tercera persona gramatical de forma genérica —el trabajador, “el peludo”6, el cañero— junto al presente habitual, que simboliza la repetición del trabajo rutinario a la vez que adquiere matices de denuncia: la explotación, la pobreza y la injusticia no han cesado para estos/as trabajadores/as al momento de producir el testimonio (1989). Construcciones como las siguientes lo demuestran: “Generaciones enteras van moliendo sus años en estas extensiones” (p. 15); “se llega a las plantaciones y hay que marcar tablones” (p. 16). La función informativa también queda en evidencia desde la primera página con la inclusión de un glosario de términos propios de la zafra: peón (palo para levantar la caña), trapiche (máquina para moler), aripuca (rancho), etc. A su vez, demuestra la aspiración de que la obra trascienda el reducido ámbito rural del cual procede.

Hacia el final de esta parte se relata con detalle la primera marcha cañera hacia Montevideo, en 1962. Aquí la narración adopta un tono más tradicionalmente testimonial en primera persona del plural para presentar las experiencias del colectivo de cañeros/as en la gran ciudad, principalmente los contrastes, la indiferencia y la represión que sufrieron. El episodio es un antecedente temprano del autoritarismo que desembocaría en el golpe de Estado:

Con qué nos respondieron? Con balas, sables, gases. Nos dieron palos a diestra y siniestra. Balearon, hirieron a compañeros, dejando algunos lisiados para siempre. Esto todo se da con un poder judicial en pleno ejercicio de sus poderes. Todo esto porque pedíamos el derecho a la vida (1989, p. 29).

En la ciudad descubrieron "otro mundo” (1989, p. 31). Fontora relata que eran embestidos/as por los/as transeúntes y que entraban “pegaditos” a la legislatura para no perderse (p. 32). Recuerda, a su vez, episodios grotescos sobre esas diferencias: los/as niños/as del grupo, “pichoncitos de gorrión, grises y sucios”, usaron el palacio legislativo como baño. También refiere que el personal de la cocina les ofreció comida, pero “los estómagos –herméticos a las cosas ricas y buenas— dieron su respuesta inmediatamente con vómitos y diarreas” (p. 32). Como se comprueba en estos fragmentos, la autora ofrece el punto de vista de la población rural que se percibía prácticamente extranjera en la capital. Esta óptica produce momentos cómicos en el relato debido a las situaciones de confusión y desconcierto, por ejemplo, el asombro ante la cadena del baño o la anécdota de un compañero que ofreció un bono de contribución a un maniquí.

Otro capítulo sobre la realidad del trabajo rural es “Sendic”, sección muy política y con gran carga afectiva. A partir de elementos biográficos de Raúl Sendic7 la autora traza la historia de las organizaciones sindicales que ella integró. Fontora relata que la llegada del dirigente a Bella Unión alarmó a los patrones, acostumbrados a mantener la vida de los/as empleados/as bajo su órbita —no pagaban en dinero sino en vales que debían cambiarse en sus propios restaurantes—. Así lo recuerda en su segundo texto: “En Uruguay, en las zafras, antes de ir Raúl Sendic, no se conocían ningunas leyes de nada, entonces vos llegabas y el dueño de la escuela, de la carnicería, del cine, del bar, de todo era el mismo patrón” (Fontora, 2018, p. 40). El desconcierto de los propietarios fue mayor porque Sendic no era "un peludo", sino un hombre "de estudios salido de la Universidad, casi abogado" (1989, p. 43). Las empresas le prohibieron la entrada a los cañaverales, fábricas y todo lugar donde hubiera concentración de trabajadores/as. Fontora se refiere a él en términos mesiánicos, su palabra fue reveladora y generó toma de conciencia porque la ignorancia sobre los propios derechos era casi total para los/as cañeros/as antes de la llegada de este letrado que se confundió entre ellos/as:

Ya era tarde. Ya habíamos escuchado (…) que nosotros teníamos derecho a tomar leche todos los días, a comer fruta, a dormir como seres humanos y no como animales, aunque a veces el patrón cuida más un animal que al propio peón (1989, p. 44).

Por esa gran estima que le tenían "los peludos", su despedida convocó a multitudes. El dirigente falleció el 28 de abril en Francia y sus restos llegaron a Uruguay en mayo de 1989: "Todos quisieron estar cerca de tu cuerpo", dice Fontora, "no importó diferencias de edad, ni la lluvia, ni el frío. Estuvo el de 70 años y la chiquita de tres meses" (1989, p. 47). En su primer testimonio la autora le agradece por haber reconocido a las mujeres capaces "como cualquier compañero que sale de allí, de llevar la lucha porque es la lucha de todos" (1989, pp. 44-55).

Ubicada desde su extracción rural, en ambos textos Fontora denuncia que las cañeras trabajaron doble jornada: a la par de los hombres en la zafra y luego en los hogares, con tareas domésticas y de cuidado. En paralelo, y con mucho sacrificio, participaron de las acciones sindicales, lo que sumaba otra responsabilidad cotidiana. En el marco de la presentación de su último libro, agregó que además de ser “las más explotadas”, fueron “estafadas” en sus derechos (El Muerto, 2018). Su aporte —generalmente una prolongación de los trabajos domésticos— resultó fundamental, pero quedó relegado dentro de la historia de las organizaciones, en cuyas fotos las mujeres están ausentes. “Mi objetivo es que sepa ese testimonio, y que sepan que yo soy la voz de la mujer rural y de aquella mujer que ya no está y que luchó por un mundo mejor”, sostuvo en una entrevista (Gobierno de Canelones, 2018). La autora se posiciona como vocera de dos colectivos que, a su entender, no tienen la visibilidad que les corresponde: el de las cañeras y el de las militantes sindicales y políticas.

En “Reportajes”, también dentro de su primer libro, Fontora transcribe cinco entrevistas que ella misma realizó a cañeros de Salto en enero de 1989. Aquí construye un diagnóstico sobre la realidad de estos/as trabajadores/as y hace propuestas políticas para dicho sector: cooperativismo, propiedad de la tierra y de los medios de producción, organización sindical. Insertar reportajes emparenta al texto con el canon testimonial latinoamericano de los setenta y, dentro del corpus uruguayo, con dos obras de la primera ola testimonial (Alzugarat, 2007): La rebelión de los cañeros (1969), de Mauricio Rosencof, y La guerrilla tupamara (1970), que ya mencionamos. La primera, escrita por el periodista y luego dirigente tupamaro, surgió a pedido del propio Sendic, quien aportó los documentos para que Ronsencof retratara al nuevo sujeto político que irrumpía en la capital: los/s peludos/as. El testimonio de Fontora, por el contrario, es el de una protagonista. Las entrevistas cumplen la función de dotar de mayor autoridad a la denuncia que sostiene como dirigente sindical y trabajadora cañera de los años sesenta, sumando el respaldo de los actuales sujetos cuya situación quiere visibilizar. Puntualmente, la situación de El Espinillar, empresa estatal que corría riesgo de cerrar o de ser privatizada al momento de la escritura.

En las intervenciones de Fontora hay una voluntad constante por inscribirse dentro del conjunto de los/as cañeros/as para generar confianza y apertura con sus entrevistados: "Hermano, he estado charlando ya con muchos compañeros, y esto no es un reportaje, esto es una charla entre gente que nacimos de abajo y que sabemos lo que es el hambre" (p. 73). Por otro lado, a la autora le interesa mostrar los contrastes y las continuidades de tres etapas históricas:

— Qué diferencia hay, antes de la dictadura y después de ella?

— Bueno, yo digo que la diferencia no es mucha, a mi modesto entender. Digo lo único que tenemos es un poco el lugar al pataleo, pero no pasa de eso, no? (p. 82).

Las conclusiones que se desprenden de la lectura de las entrevistas indican que el gobierno dictatorial desmanteló la estructura sindical que venía consolidándose desde la década del sesenta. No obstante, las continuidades también son manifiestas, en sintonía con la denuncia de la explotación presente que atraviesa todo el texto.

Lo desarrollado en este apartado permite entender la perspectiva desde la cual Fontora interpreta los sucesos que sufrió como víctima del terrorismo de Estado. En la introducción de Más allá de la ignorancia se enuncia una tesis que lo explica con claridad: "(...) la tortura aplicada por la dictadura no es más que la prolongación recrudecida del padecer cotidiano del asalariado rural" (1989, p. 8). En ese sentido, la violencia atravesó las distintas etapas de vida de la militante cañera y tupamara desde la primera infancia. La represión estatal fue un episodio más dentro de esa historia personal y colectiva.

Los testimonios de Fontora como afirmación de la identidad subalterna

Como dijimos previamente, las imprecisiones e incorrecciones gramaticales son frecuentes en los textos, fundamentalmente el primero, donde hubo un trabajo más limitado de edición. Fontora no oculta este rasgo de sus testimonios, sino que lo desarrolla y lo convierte en una reivindicación: “En mi vida hubo una pelea constante por mis orígenes, por mi pueblo, por mi gente, por el orgullo de ser quien soy, y por ser hija de quien fui” (Fontora, 2018, pp. 68-69). En primer lugar, explica las razones socioeconómicas de su analfabetismo y el de sus pares:

El cañero tiene un vocabulario muy corto, no pasa de treinta y cinco o cuarenta palabras. A él no le llegó la Enseñanza Laica y Gratuita, y cuando le llega hay que optar. Se trabaja para sobrevivir o se va a la escuela. Entre los dos, siempre elige lo primero (1989, p. 20).

Con esta anécdota sobre una de las tantas experiencias de alfabetización realizadas en su pueblo señala, asimismo, a los responsables de esa exclusión del sistema educativo:

Aquellos maestros montevideanos, que un día habían decidido dejar la ciudad para irse al interior, se veían obligados a volver. Desde un principio cayeron mal a los patrones. Cómo se atrevían a hacer que la gente aprendiera a leer y a escribir, a ver sus propios problemas en aquel establecimiento, si hasta era prohibido que se fuera tratado como seres humanos? (Fontora, 1989, p. 174).

El título que escogió para su primer testimonio se refiere a esta voluntad de los dueños de la tierra: “Pero además está el empeño del patrón para que se viva más allá de la ignorancia, no vaya a ser que sabiendo leer, se le dé por pedir lo que él derrocha cada día (Fontora, 1989, p. 20)”. La expresión en sí demuestra cierta confusión en el uso del lenguaje ya que la intención que se desprende del cotexto —y de la obra en su totalidad— es denunciar a las patronales, responsables de que los/as trabajadores/as vivan en la ignorancia y no a pesar de ella, como indicaría la frase empleada.

Para la autora, esa sencillez de palabra y de pensamiento de los/as cañeros/as es una virtud: “Su boca, en su mayoría sin dientes (...) dice tan pocas cosas, tan pocas palabras, pero con tanta profundidad” (1989, p. 19); "El cañero no tiene tiempo para reflexiones intelectuales porque debe garantizarse la subsistencia: 'se ama lo concreto'” (1989, p. 23); “(...) mi gente humilde, de pocas palabras, pero con esa verdad sin vueltas” (2018, p. 81). Lo simple es también un principio estético. Fontora relata que sentía orgullo por su "mansión" de Bella Unión. La vivienda de barro, construida en un terreno tomado con ayuda de compañeros/as, era irregular aunque habían tratado de dejarla pareja: "(...) la bella parecita de chirca (...) volvía siempre orgullosa, con el pecho hinchado. Qué lindo y particular que era: ondulado natural" (1989, pp. 164-165). Se refiere luego al piso de parquet de Punta de Rieles, la lujosa prisión, y resalta esas diferencias: “(...) nos obligaban a encerar y lustrar y yo, que venía del hormigón, andaba como chancho en mosaico, me resbalaba a cada rato” (2018, p. 126).

En la misma dirección, la autora defiende la formación empírica frente a la teórica, como reivindicación individual y colectiva y como respuesta a cierta militancia que se legitima desde las lecturas: “El trabajador, sabio natural, sabio de experiencia acumulada” (1989, p. 16); “No sabe Matemáticas, pero que nadie dude de la rapidez mental que se tiene para saber cuánto gano, y cuánto le robaron en el día (1989, p. 20). Los cañeros entrevistados de El Espinillar comparten esa visión e, incluso, conciben a la educación formal como potencial causa de desviación ideológica. Dice uno de ellos:

(...) la situación económica no permitió a mis padres mantenerme en la escuela. Pero le digo más, yo no estoy arrepentido de esto, porque aprendí más en la lucha que en la misma escuela. Porque quizás, en una de esas, en la escuela sería muy adelantado, podría terminar un estudio, proseguir con otro estudio... pero yo que se... sería un burgués más, no? (1989, p. 56).

Fontora explica que sus compañeras de prisión fueron grandes maestras porque con su ayuda aprendió a leer y a escribir, pero descubrió que las militantes políticas instruidas también desconocían algo: la realidad del interior del Uruguay que ella había experimentado. Poder enseñarles fue una revelación y, a la vez, la posibilidad de autoafirmarse:

Siempre escuché todo, siempre pregunté todo lo que estaba a mi corto alcance; pero llegó un día que yo misma me pregunté: yo, que les puedo dar. Sabrán estas compañeras que existen formas de explotación cruel, sanguinaria, brutal, que se hace aquí mismo, en nuestro país, con el apoyo de quienes nos tienen presas; los mismos que quieren que vivamos más allá de la ignorancia. Así fui charlando con un grupito de compañeras y me di cuenta, sí me di cuenta, que ignoraban todo y que en muchos casos —y me parecía rarísimo— sabían de otros países más que de nosotros mismos. Fue lindo transmitir lo poco que sabía, me hacía sentir llena, grande, útil (1989, p. 160).

La humildad es una de las cualidades de la autora. En sus testimonios no hay exhibición de soberbia ni deseo de gloria individual: “El ser dirigente es un momento, el ser militante puede y debe ser toda la vida (...) Nunca importó, ni me importa, ser dirigente” (Fontora, 2018, p. 67). Esta es una actitud compartida por otras militantes mujeres en cuyas memorias, de acuerdo a Forné (2011), opera una “descentralización del yo” que podría enunciarse como “fui una más del montón” (p. 78). Las siguientes palabras de Fontora lo ejemplifican: “Yo no soy nada frente a lo que sí lo fue y lo es UTAA” (1989, p. 193). Por el contrario, como dijimos, las memorias masculinas se estructuran desde un “yo heroico”.

Otro rasgo de los/as trabajadores/as cañeros/as muy presente en las obras analizadas es la “intuición” de lo justo. La autora recuerda a sus “compañeros silenciosos, sin la cultura tradicional, pero con la gran cultura de clase” (1989, p. 36). La familia de Fontora tenía esa intuición, tal como le relata a Sendic en uno de los frecuentes apóstrofes de los textos:

(...) recuerdo cuando te fuistes haber preguntado, quien eras y mis padres contestarme: 'Malo no es, quiere cosas mejores para los pobres'. Que razón que tenían los viejos. Sin ninguna valoración política, sin ningún desarrollo intelectual, pero sabían olfatear lo justo (1989, pp. 45-46).

Precisamente, resalta que en ese hogar humilde adquirió los valores que rigieron su vida: “Fueron los mejores padres para educarnos en valores y en solidaridad” (2018, pp. 25-26); “Mis viejos nos daban ‘lecciones de vida’, de honradez y solidaridad, que en mi caso quedaron grabadas para siempre. Si había comida se guardaba ‘una servida para el andante’, así llamaban a cualquier persona, conocida o no, que andaba con hambre” (2018, pp. 34). Es decir, no alcanzó toda su conciencia en la lucha política, sino que los valores de justicia y solidaridad del entorno familiar y rural la condujeron a la militancia sindical y luego tupamara. Veremos a continuación otras manifestaciones de esta identidad subalterna presentes en los relatos de diversas situaciones que padeció como víctima de la dictadura uruguaya.

Del campo a la ciudad: de la UTAA al MLN-T

El uso sistemático de la violencia por parte del Estado uruguayo se remonta a los años sesenta. En un primer momento, todavía bajo el gobierno democrático de Jorge Pacheco Areco (1967-1972), el crecimiento de los sindicatos y las organizaciones políticas fue acompañado por una fuerte respuesta represiva que continuaría su ascenso ininterrumpido hasta el golpe de Estado en 19738. Fontora relata el temprano clima persecutorio de Bella Unión durante las medidas de fuerza del sindicato y la violencia que recibieron las comitivas cañeras en las marchas a la capital, como ya explicamos. Denuncia que la población rural fue doblemente violentada: además de pobreza, sufrieron represión. Por ejemplo, traza un paralelismo entre resistir esa violencia y sobrevivir a una infancia carenciada:

No todos tienen la suerte de salir vivos y con la cabeza pensante... Cómo me salvé!! Las balas pasaban rozando mi cabeza, y eso fue un pasaje nada más. Después vinieron meses, años... y resistí. También resistimos cuando éramos chicos (1989, p. 145).

Estos fragmentos confirman la tesis —a la que ya hicimos referencia— según la cual el terrorismo de Estado fue la prolongación de la explotación de los/as trabajadores/as rurales. La reflexión sobre uno de los momentos más álgidos de la represión estatal9 amplía esa visión:

Como si fuera poco la vida que se lleva desde que se nace, como si no tuviéramos derecho a lo que nos pertenece, como si nunca nos hubieran castigado, en el año 1972 torturan, matan, hacen desaparecer, no solo a los compañeros, sino lo que con tanto sacrificio se levantó para uso del pueblo: la policlínica, el sindicato, etc. (1989, p. 35).

Luego de pasar brevemente por el Partido Socialista, con profunda indignación y decepción de la política tradicional, la autora decidió ingresar al MLN-T10 y accedió a trasladarse a Montevideo. El contraste entre el universo rural y la capital fue complejo para ella, con el agravante de la clandestinidad y el tabicamiento entre los/as integrantes del movimiento:

Lo primero fue adaptarme, estaba en una organización clandestina, compartimentada. No solo tenía que adaptarme a la lucha, sino a mis propios compañeros. Ya no me decían más Chela, pasé a ser un nombre desconocido, que muchas veces ni yo misma recordaba. Me hicieron saber que a partir de ahora, de todo lo que hacía o decía, dependía mi vida y la de mis compañeras y compañeros (...) No es una vida fácil, en absoluto, mucho menos para nosotros que somos del interior, te sentís como transportado de la vida que estás llevando a un mundo desconocido, a gente desconocida, inclusive hasta la forma de hablar diferente a lo que nosotros hablábamos. Nos costó horrores (...) (Fontora, 2018, pp. 68-69).

A comienzos de 1970, y “a pesar del Poder Judicial en sus plenos derechos” (1989, p. 135), Fontora fue detenida y torturada por aplicación de las Medidas Prontas de Seguridad. Luego de los interrogatorios en la Jefatura Policial, fue conducida a la Cárcel de Cabildo. De este complejo penitenciario, como explicamos, logró fugarse un año más tarde. Se refugió brevemente en el interior —allí conoció a su actual pareja, también preso político— hasta su segunda y definitiva captura en 1972. Esta vez la violencia del aparato represivo fue mucho mayor y, en el caso de Fontora, demostró subestimación y desprecio por su origen subalterno. Las situaciones que refiere la autora exponen la incredulidad de las Fuerzas Armadas ante la posibilidad de que una trabajadora cañera como ella integrara el MLN-T y se negara a delatar:

(...) a mí me mostraron todo con el desprecio que los milicos me mostraban las cosas, porque ellos siempre decían «Sos una rata, estas para lavar las medias a los jefes, y vos me vas a decir que no vas a hablar...» (2018, p. 96).

Allí el tiempo que estoy de plantón, encapuchada y esposada, era como un trofeo para ellos. A cada rato venía alguien a verme. Cañera, tupamara, clandestina y pobre (2018, p. 97).

Un episodio similar se repitió en el penal de Punta de Rieles con una guardiacárcel que fue particularmente cruel con ella. La autora le adjudica esa diferencia de comportamiento a la discriminación por su origen:

En mi caso, yo era de las más carenciadas, entonces yo pienso si ella se imaginaría que me hacía sentir menos, que nos desvalorizaba a mí y a mi hija. Porque a las otras compañeras que tenían otra posición económica y social, no las trataba así (2018, p. 133).

Para Fontora, por el contrario, esa identidad es motivo de orgullo, como insiste a lo largo de sus textos. Es interesante que aun en la situación de completa vulnerabilidad en la que se hallaba —detenida y torturada en un cuartel— tratara de encontrar un punto de acercamiento con algunos soldados rasos: “Hablando con ellos yo les decía ‘Yo salí del mismo lugar donde saliste vos, yo no tengo estudios, salí del mismo lugar que vos’” (2018, p.100). En su obra elige recuperar esos “gestos” de humanidad de quienes compartían su misma condición subalterna aunque fueran los responsables de los padecimientos del momento: “Me acuerdo que un milico vino y me dijo ‘Esperá un poquito’ y me metió un pedazo de chocolate por abajo (...). Eso pasó, yo lo viví con los milicos rasos (...)” (2018, p. 101).

Su cautiverio, a excepción del breve intervalo en la clandestinidad (1971-1972), se extendió hasta 1985. La estrategia represiva del terrorismo de Estado en Uruguay se caracterizó por la prisión masiva y prolongada de sus oponentes —fueron menos frecuentes los casos de desaparición forzada de otros regímenes—, hecho que ubicó internacionalmente al país en un lugar destacado “por tener el más elevado porcentaje de prisioneros políticos per cápita del mundo” (Alonso, 2016, p. 54). Los mecanismos de destrucción que se desplegaron sobre las personas detenidas fueron “sofisticados” y diversos e incluyeron el momento de la visita. La autora refiere que al llegar a la sala, aunque sus familiares estuvieran ya detrás del vidrio, muchas veces las soldadas les negaban la instancia de contacto de forma abrupta. En el caso de Fontora, la pobreza de su familia imposibilitó un vínculo fluido durante el encierro, otro ejemplo de cómo la condición subalterna agudizó el efecto de la represión. Su padre murió durante esos años, a su madre la vio únicamente antes de ser liberada y su hija, que tenía cinco años cuando la autora fue capturada, no siempre contó con alguien que pudiera llevarla a las vistas. Con los años, la joven se mudó al interior y no tuvo recursos para costear los viajes hasta la capital. Dice Fontora: “(...) no tenía visita por las condiciones de mi familia que no podía pagarse el pasaje. Así que sobreviví con mis compañeras” (2018, p. 154). Las reflexiones que ofrece sobre su experiencia de reclusión, como veremos, son centrales para acercarnos a la vivencia de la prisión política desde los sectores subalternos.

La cárcel y las diferencias

La prolongada etapa carcelaria de Fontora incluyó tres penitenciarías, Cabildo, Paso de los Toros y Punta de Rieles11, además de cuarteles y jefaturas. Los fragmentos sobre su ingreso a Cabildo son interesantes ya que marca el contraste que produjo el encierro entre compañeras de orígenes sociales distintos. La autora da a entender que sufrió doble opresión, política y de clase —a lo que habría que agregar una tercera, de género—, como expresa en su segundo testimonio:

El grupo de compañeras en Cabildo eran excelentes, todo bien, pero que no eran de mi medio. Todas presas políticas pero ninguna salida del medio de donde salí yo, eran profesionales, estudiantes, entonces el medio no era el mío; yo me encontraba enfrentando dos cosas a la vez (2018, p. 78).

En un comienzo, no obstante, su impresión fue positiva. Las presas políticas la recibieron cantando el “Cielito” —himno del MLN-T— y las condiciones eran “dignas” dada su historia personal: “No podía creer. Iba a tener colchón para dormir. Comida todos los días” (Fontora, 1989, p. 136). Este motivo de la alegría en reclusión vuelve a aparecer en un segmento que lleva un título elocuente: “La diferencia”. Sus compañeras le reprochaban esta visión:

— ‘Hoy soy feliz de estar presa’. La voz de quien en la cárcel iba a ser mi maestra más querida —por su humildad de sabiduría— me gritó: —‘No sabés lo que decís m'hija... Nadie puede ser feliz presa’. — ‘Si, Esther, se bien lo que digo —le respondí —. Hoy soy feliz, mañana no lo sé’. Llovía torrencialmente y yo tenía techo, algo de comer y un pedazo de colchoneta tirado en el piso para dormir (1989, pp. 156-157).

Fontora consideraba que la prisión y la vida en clandestinidad eran similares, siempre “en manos del enemigo”. Las condiciones de la cárcel, en comparación, eran materialmente mejores. El peso del encierro hizo que progresivamente cambiara su posición:

Cuántas veces maldije cuando llovía y tenía que salir con el agua por arriba de la rodilla para conseguir algo de comer y dar a mi hija? Cuántas veces maldije el no solo no tener el colchón sino como si fuera poco, que el rancho se lloviera y como una maldición las gotas cayeran sobre nuestros cuerpos? (...) Más tarde —con la enseñanza que deja la prisión— supe distinguir la diferencia. Pero no separarlas, porque van juntas. Aprendí a disfrutar de una mirada tierna hacia esa lluvia que viene a engrandecer nuestra tierra. A quererla y a valorarla (1989, p. 157).

Para aprovechar la reclusión, se propuso aprender todo lo que pudiera por el bien de su hija. Las anécdotas sobre sus descubrimientos son hiperbólicas. Por ejemplo, asegura que conoció el globo terráqueo: “Me enteré que la Tierra era redonda” (1989, p. 137). Pese a esta ignorancia que podríamos llamar “enciclopédica”, como vimos, descubrió que sus compañeras también desconocían algo que ella podía transmitirles: la realidad del interior del país.

Otro elemento distintivo del testimonio de Fontora es el lugar que otorga a la denuncia sobre la cárcel de Paso de los Toros, en el departamento de Tacuarembó. Este complejo, inaugurado en 1972 con militantes detenidas en el interior del país (Alonso, 2016) como ella, fue el de “mayor represión y aislamiento (…) donde [los represores] hicieron lo que quisieron (...)” (Fontora, 2018, p. 120). La autora reclama que “ni siquiera los compañeros sabían que existía” (2018, p. 115). Sobre las razones por las cuales esta unidad penitenciaria ha permanecido en la sombra, Jimena Alonso (2016) plantea una hipótesis interesante en sintonía con la perspectiva de Fontora y sus textos:

Son llamativos los escasos trabajos sobre la prisión política durante la última dictadura que incluyen a Paso de los Toros como un centro relevante de reclusión de detenidos. Nos permitiría pensar, aunque sea superficialmente, que a la discriminación por género se le suma una clara discriminación geográfica. La mirada capitalina de estos temas, sigue siendo hasta hoy una constante (p. 60).

Precisamente, en La llama no se apaga Fontora suma a su denuncia la dimensión de género, como indicamos: “Nunca tuvimos prensa, menos las mujeres” (2018, p. 159). La dirigente cañera señala que el vacío particular respecto a Paso de Los Toros también se dio por razones de centralismo político-geográfico:

En la mesa redonda donde participé, quedé sorprendida del desconocimiento. Allí las cárceles del interior no existían, y tampoco para la historia reciente. Quienes estuvimos presas en Paso de los Toros fuimos a plantearle el tema a Álvaro Rico12 (...). Tuvieron que aparecer los cuerpos mutilados para que supieran que estábamos planteando la pura verdad, la verdad oculta (2018, pp. 159-160).

Los fragmentos analizados ponen de manifiesto que la experiencia de la reclusión para Fontora —trece años en total— tuvo particularidades en razón de su origen rural y humilde. Como se dijo al justificar el objeto de este artículo, es una perspectiva muy inusual e interesante a la hora de relatar la prisión política.

Reconstruirse en la ciudad

Luego de la liberación, rehacer la vida en la capital fue complejo para Fontora: “(...) me llevó diez años adaptarme porque no conocía a la gente ni a nada de lo que me rodeaba, no conocía a mi gente, a mi familia, tenía un abismo” (2018, p. 153). Afortunadamente, explica, hubo compañeros/as que les “tendieron la mano”. La autora refiere que se quedó inicialmente en casa de su hermano y luego se mudó junto a un matrimonio joven que la conocía del ámbito sindical. Destaca una vez más la generosidad de los/as humildes:

Elbio, criado en una familia numerosa, sin padre desde muy chico, con un pasado no muy distinto a los de nuestro medio (...) Desde chico peleándole a la vida, abriendo cañaverales a puños, a dientes y a patadas; no le alcanza para lograr tener lo que hoy nos ofrecía: su apartamento (1989, p. 196).

Entre las urgencias principales de este momento, la vivienda propia ocupa un rol central en su relato como espacio donde poder restablecer sus vínculos. A diferencia de otros/as militantes, Fontora no se integró inmediatamente a una organización política porque “había que encontrar laburo” (2018, p. 153). Como se ha visto, la autora traza paralelismos entre la violencia que sufrió en distintos momentos de su vida. En este caso, plantea similitudes entre la reclusión por razones políticas y la explotación laboral: “Mi compañero empezó a trabajar el día siguiente de salir (...) Yo empecé a hacer manualidades para una boutique. Pasaba sola y encerrada, sentía que mi vida de presa, en ese sentido, no había cambiado mucho (...)” (2018, pp. 155-156). También lo señala respecto del hogar: “Antes allá en el pueblito de Bella Unión peleábamos por el rancho y lo conseguimos. Hoy acá se abría otra vez la instancia del rancho propio” (2018, p. 202). La situación de las víctimas del terrorismo de Estado en la transición democrática de Uruguay se presenta con sus contradicciones. En paralelo a la Ley de Amnistía, que dispuso la liberación de presos/as políticos/as, en marzo de 1985 se creó una comisión para la repatriación de exiliados/as. Fontora relata que se presentaron ante el organismo para obtener financiamiento estatal, pero les negaron el aporte porque no cumplían esa condición. Finalmente, con la solidaridad de compañeros/as y mucho trabajo, pudieron comprar "aquellas paredes en ruinas" (2018, p. 204). A la vivienda le faltaban pisos —durmieron un tiempo en colchonetas—, caños y artefactos: "Estaba todo por hacer” (2018, p. 204). Este panorama de los obstáculos en la posdictadura confirma que la violencia dictatorial y la reclusión prolongada fueron para la dirigente cañera una etapa más en la lucha por la supervivencia.

Conclusiones

Los aspectos mencionados demuestran el aporte original y necesario de las obras de Nélida Fontora para la narrativa y la memoria social sobre el terrorismo de Estado de Uruguay y la región. Analizamos la reivindicación manifiesta de la identidad cañera y subalterna en los textos y la singularidad de estos testimonios publicados por una mujer y militante analfabeta de origen rural en dos momentos distintos de la historia del testimonio uruguayo. Además de visibilizar las condiciones de trabajo pasadas y presentes en el interior del país, sus relatos permiten acercarse a las vivencias de la violencia estatal y sus consecuencias desde la perspectiva de las víctimas de clases subalternas como ella: el trato diferencial del aparato represivo, la percepción particular de la reclusión o las dificultades de la reinserción social una vez liberada. Por otro lado, ofrecen reflexiones interesantes sobre el tránsito de la militancia sindical y rural al MLN-T, organización político-militar clandestina y compartimentada cuyo ámbito de actividad fue mayormente urbano. Todo esto, a su vez, desde su experiencia como mujer y madre.

Más allá de la ignorancia es para la crítica (Sempol, 2010; Forné, 2011; Alzugarat, 2007; Ruiz, 2015) un texto excepcional dentro de la segunda ola testimonial uruguaya y un antecedente del boom de las narrativas carcelarias de mujeres de fines del siglo XX. No solo constituye uno de los pocos relatos publicados por militantes y prisioneras políticas en los primeros años de la posdictadura, sino que además expresa la voz de un grupo social —los/as cañeros/as— que difícilmente posee las condiciones culturales, materiales y sociales indispensables para el proceso de escritura y publicación de un libro. Como vimos, la población rural sufrió históricamente violencia económica y laboral antes de las políticas represivas de la etapa dictatorial, pero no ocupó un lugar central en la construcción de la memoria sobre este periodo. Los textos de Fontora disputan ese lugar. Su testimonio reciente, La llama no se apaga, retoma en lo central el contenido del primero pero ofrece, a su vez, nuevas perspectivas para reflexionar sobre los hechos. A ello se suman las innegables transformaciones del contexto, que habilitan y legitiman voces, contenidos y temas (Jelin, 2017). Las memorias de Fontora son una posibilidad para abrir nuevos horizontes sobre el pasado reciente y su representación.

Fuentes primarias

Fontora, N. (1989). Más allá de la ignorancia. Montevideo: El Fogón.

Fontora, N. (2018). La llama no se apaga. Montevideo: Editorial Primero de Mayo.

Referencias

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Alzugarat, A. (2007). Trincheras de papel: dictadura y literatura carcelaria en Uruguay. Montevideo: Trilce.

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Notas

1 Otra de las diferencias sustanciales entre ellos es el paso de la euforia revolucionaria a la derrota. Por eso Operación Masacre (1957), donde la atención se traslada al delito y la clandestinidad del Estado, debe considerarse para Nofal (2011) obra fundante del género referido a los quiebres institucionales.
2 La UTAA nuclea a los/as cortadores/as de caña de Bella Unión. Para Silvia Merenson (2010) se trata de “una de las experiencias más importantes en materia de sindicalismo rural de la historia uruguaya” (p. 116). La autora estudia el proceso de radicalización de esta organización en los 60 y la evolución de su programa: del cumplimiento de la legislación social y laboral —vigente pero no respetada en las zonas rurales— a la redistribución de tierras. Fontora refleja esta profundización de sus consignas.
3 La Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, sancionada por presión castrense a fines de 1986, clausuraba la posibilidad de investigar y juzgar los delitos cometidos en el marco del terrorismo de Estado. Hubo dos intentos fallidos de derogación por referéndum, en 1989 y en 2010.
4 En la edición de La llama no se apaga intervinieron Florencia Casarotti, Ariel Silva Colomer, Manuela Abrahan, Alfredo Spadoni, Mariana Mata, Mariana Risso y Martín Peralta. De la comunicación personal (septiembre de 2020) participaron los/as primeros/as cuatro.
5 Mate Amargo fue una publicación surgida en los setenta y ligada al MLN-T. Actualmente es un portal de noticias digital “alternativo”. Los libros se descaran en https://www.mateamargo.org.uy/2019/07/25/dos-libros-de-chelafontora-por-mariana-mota/
6 Fontora (1989) indica que el término “peludo” para referirse a los/as cañeros proviene del armadillo o “tatú” peludo. Al igual que este animal de la zona, “los cortadores caminan encorvados sobre la tierra, ennegrecidos por la melaza adherida a la piel después de cortar la caña de azúcar previamente quemada” (Merenson, 2010, p. 116).
7 Raúl Sendic (1925-1989) nació en Flores —el interior de Uruguay— pero se trasladó a Montevideo para estudiar Derecho y llegó a titularse de procurador. A finales de los 50 se instaló en el departamento de Paysandú y organizó herramientas gremiales con los/as trabajadores/as arroceros de la zona. Luego se dirigió a Bella Unión, Artigas, donde vivía Fontora. Allí ayudó a fundar la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas. Más tarde organizó el MLN-T. Capturado definitivamente en 1972, integró el grupo de rehenes sometido a un régimen de aislamiento extremo entre 1973 y 1985.
8 En 1968 Pacheco Areco se sirvió de duros métodos de control previstos por la constitución uruguaya (art. 168) para casos de excepción —ataque externo o conmoción interna—: las Medidas Prontas de Seguridad y la suspensión de garantías individuales. Estas herramientas legales se aplicaron inicialmente el 13 de junio de ese año y se tornaron sistemáticas. Por esta razón, si bien el golpe de Estado se consumó en 1973 con el cierre del Parlamento, el clima dictatorial se perfilaba con anterioridad. Para una historia de la dictadura uruguaya, ver Caetano y Rilla (1998).
9 Ya con Juan María Bordaberry (1972-1976) en el poder, a principios de 1972 las Fuerzas Armadas tuvieron formalmente bajo su órbita la lucha "antisubversiva". A fines de ese año las organizaciones políticas y político-militares fueron desarticuladas casi por completo.
10 Al igual que otras organizaciones de la región, el MLN-T nació como una agrupación clandestina y compartimentada frente al autoritarismo estatal creciente y defendió la necesidad de la lucha armada ante la imposibilidad de acceder al poder por vía pacífica. En el seno de la izquierda uruguaya, quiso diferenciarse del reformismo y del teoricismo excesivo de la llamada “izquierda tradicional”. “La acción nos une, las palabras nos separan” fue su lema, adjudicado a Raúl Sendic (Actas, 2007).
11 Para una descripción detallada de los principales lugares de reclusión de la dictadura uruguaya, ver Alonso (2016).
12 Historiador uruguayo que integró el Comité Central del Partido Comunista de ese país y, luego del exilio, se dedicó a investigar la etapa dictatorial.

Recepción: 31 Marzo 2022

Aprobación: 04 Octubre 2022

Publicación: 01 Noviembre 2022

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