Orbis Tertius, vol. XXVII, nº 36, e243, noviembre 2022 - abril 2023. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Desvíos y autorrepresentación desde una retórica afectiva en Su Vida de Madre Josefa del Castillo

Andrea Nicole Gayet

Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Argentina
Cita recomendada: Gayet, A. N. (2022). Desvíos y autorrepresentación desde una retórica afectiva en Su Vida de Madre Josefa del Castillo. Orbis Tertius, 27 (36), e243. https://doi.org/10.24215/18517811e243

Resumen: La Madre Josefa de Castillo escribió Su vida (1713-1724) bajo mandato de su confesor a causa de sus visiones espirituales. Esta obra surge desde lo que antaño fue considerado como los márgenes del archivo literario latinoamericano, las vidas de monjas, para dar cuenta de una voz y espiritualidad femeninas. Postulamos que la autora colombiana recurre a una retórica de la afectividad, específicamente del padecimiento, a partir de la cual construye una imagen propia y una autoridad enunciativa. Si bien el dolor se manifiesta como el lugar de encuentro entre el poder y el cuerpo femenino —reflejando cómo ella asume la posición destinada a la mujer dentro del discurso místico desde la aniquilación y negación de sí— Francisca Josefa logra delinear un espacio liminar. Aquí la representación de un yo-sufriente le permite oscilar entre asirse a las tecnologías y discursos que determinaban el cuerpo femenino en la época, y alejarse de la mera pasividad encontrando, a su vez, cierto agenciamiento en la construcción de una identidad como mística que respalda su discurso.

Palabras clave: Afectos, Vida de monja, Autofiguración, Misticismo, Autoridad.

Su Vida by Madre Josefa del Castillo: Slippages and self-figuration from a rhetoric of affections

Abstract: Madre Josefa del Castillo wrote Su vida (1713-1724) at the behest of her confessor due to her spiritual visions. This account emerges from what was formerly considered the margins of the Latin American Archive, nuns’ Lives, and shows how the Colombian author encodes her writing in an affective rhetoric, focusing on suffering, in order to gain authority and represent herself. Although pain appears as the meeting point where power and the female body encounter —depicting how she embodies the position addressed to women within the mystical discourse with self-annihilation and self-negation being the only alternatives— Francisca Josefa manages to find a space of enunciation in the interstices. The configuration of an “aching” self allows her to shift from the technologies and discourses that constituted the female body at that time, to the legitimization of her voice and her self-image as a mystical nun.

Keywords: Affects, Nuns’ Lives, Self-Figuration, Mysticism, Authority.

Las vidas de monjas constituyen una zona del archivo latinoamericano que ha sido largamente olvidada y silenciada, dado que estas textualidades no eran consideradas como obras ni estas mujeres como autoras, sino como sujetos cuya escritura era producto de un acto meramente mecánico y no inventivo o creativo (Quispe, 2001). Sin embargo, desde mediados del siglo XX los trabajos de Josefina Muriel (1946), Asunción Lavrin (1983), Stacey Arenal y Electa Schlau (1989), Jean Franco (1989) y Margo Glantz (1993), entre otras, releyeron y trajeron a la luz un corpus plagado de voces femeninas; religiosas y beatas, que entre los intersticios del discurso confesional y contrarreformista lograron expresar en la América colonial una subjetividad propia con sus deseos, preocupaciones y dudas; junto con una experimentación singular de la piedad femenina.

Mónica Szurmuk y Alejandro Virué (2020), en su texto “La literatura de mujeres como archivo hospitalario: una propuesta”, plantean abordar desde teorías actuales, como el feminismo, zonas del archivo que han sido producidas por mujeres para dar cuenta de aquello que apenas aparece sugerido o de manera cifrada, cuestionando sus silencios y silenciamientos, avistándolo desde los límites, ausencias y distorsiones de los archivos oficiales. Acordamos con ambos autores que “el feminismo ha ahondado en las historias de las mujeres del pasado buscando reconstruir lo que falta en los archivos patriarcales” (p.68), por lo que realizaremos una lectura de Su vida, texto escrito por la Madre Francisca Josefa del Castillo (1671-1742), desde la teoría de los afectos y el feminismo.1

Partimos de una concepción de los afectos que se aleja de la mera interioridad, para considerarlos como construcciones sociales que exceden lo lingüístico y se enlazan profundamente con la lógica corporal (Macón, 2014), y que además se asumen desde un cuerpo social (Arfuch, 2016). Paralelamente, anclamos esta voz femenina dentro de la sociedad colonial con sus jerarquías y estratificaciones, evidenciando cómo la autorrepresentación que realiza esta autora se enmarca dentro de un “sistema sexo-género [...] [en] tanto una construcción sociocultural como un aparato semiótico, un sistema de representación que asigna significado (identidad, valor, prestigio, ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad” (De Lauretis, 1989, p.11). En este sistema, según Teresa De Lauretis, el género es resultado de efectos producidos en los comportamientos, en las relaciones sociales, y en los cuerpos, a partir de discursos institucionalizados, epistemologías y aparatos tecno-sociales y biomédicos. Debemos recordar, tal como apunta Susan Socolow (2016), que en la sociedad colonial es la institución eclesiástica la que se encarga de definir y hacer cumplir los roles de género; además de que toda la vida social se encuentra impregnada por el espíritu de la práctica religiosa (Lavrin, 2016).

Madre Francisca Josefa de la Concepción Castillo fue una monja colombiana que vivió en la ciudad de Tunja y perteneció a una importante familia criolla. A pesar de haber querido entrar como carmelita, Francisca realizó sus votos en el Monasterio de Santa Clara la Real de Tunja, allí tuvo varios puestos hasta llegar a ser abadesa. Su vida es un diálogo incansable consigo misma y una interrogación constante en torno a la salvación de su alma, los caminos que sigue (si son correctos o no), los modelos hagiográficos a los que busca llegar y la distancia que de ellos la separa, sus encuentros y alejamientos de Dios, sus visiones sobrenaturales, tentaciones, dolores y enfermedades. Sin lugar a dudas, se trata también de un sujeto en conflicto propio de la contrarreforma (Quispe, 2001) que aquí se representa desde distintas aristas siempre al borde de su disolución, y cuya retrospección y escritura se encuentran atravesadas por el sufrimiento.

Frente a esta retórica hiperbólica del padecimiento y del dolor nos interesa preguntarnos siguiendo a la teórica Sara Ahmed, ¿Qué provocan los afectos en esta textualidad? ¿Cómo intervienen y en relación con qué? ¿Qué sentidos construyen aquí el dolor, el amor y el miedo? Para esto consideraremos a los afectos y emociones (sin realizar una distinción entre estos) como elementos que hacen y moldean los cuerpos como formas de acción, los orientan hacia los demás, pero al mismo tiempo mantienen al sujeto en su sitio y le dan un lugar para habitar (Ahmed, 2014).

A modo de respuesta a nuestros interrogantes postularemos que la autora colombiana recurre a una retórica de la afectividad, específicamente del padecimiento, para construir una imagen de sí y una autoridad enunciativa a pesar de que esto implique apelar a órdenes asociados a lo femenino, la debilidad y la perdición. Si el letrado colonial americano se esfuerza por apropiarse de valores como lo público, lo varonil, lo cortesano o caballeresco y la razón, Francisca Josefa del Castillo, en cambio, construye su lugar de enunciación y autoridad desde lo que Adriana Valdés (1992) identifica certeramente como la contracara de los valores de su época: la pasión, lo corporal y lo femenino. Encontramos en el texto tres grandes zonas articuladas desde el padecimiento sobre las cuales construye su subjetividad, o lo que podríamos denominar un yo-sufriente: la representación de su corporalidad (con sus enfermedades y visiones), la de su espiritualidad (los estados de su alma según su acercamiento o alejamiento a Dios), y la de su figuración dentro del convento (lo cual implica la emoción en su dimensión vincular). De esta manera, el sufrimiento habilitará el espacio de autorreflexión que le permitirá hablar de sí.

Estas tres líneas presentan diversas modulaciones del sufrimiento, físico o espiritual, que traen aparejadas, a su vez, la presencia de otras emociones como la tristeza (rozando la melancolía), el amor y el desprecio. En torno a estos tres espacios, irá construyendo lo que Stephen Greenblat llama self-fashioning, es decir, “un sentido, un orden personal, un modo característico de dirigirse al mundo, una estructura de deseos delimitados, y siempre algunos elementos pertenecientes a un modelaje deliberado de la formación y expresión de la identidad” (1980, p.1, la traducción es mía). De este modo, se obtiene una personalidad distintiva que surge enmarcada por la imposición de mecanismos de control esparcidos por instituciones como la Iglesia, la corte, la administración colonial y la familia patriarcal generadores de patrones de narrativa y modos de expresión recurrentes.

Ángela Robledo escribe en el prólogo de este texto:

es el sufrimiento, casi siempre desmedido, propio de la vía purgativa que es la conciencia de la propia impureza y la firme determinación de eliminar los obstáculos que impiden la unión con la divinidad, el que articula este relato construido sobre la lógica del padecer que se revela de maneras contradictorias en un cuerpo anestesiado, desecado para el placer hundido en el único código triunfante: el de las penalidades (2007, p. XXXVIII).

Esta lógica del padecer, como veremos, se refleja en una retórica afectiva que, mediante el uso de la hipérbole, la comparación e imágenes diversas, representa a un sujeto desde el despedazamiento y el desgarramiento. Francisca Josefa encontrará el padecimiento en sus ejercicios espirituales, pero también interpretará los conflictos de la convivencia conventual y sus enfermedades y penas como otras facetas de este, ambos constitutivos de su camino de salvación. Así las escenas de sufrimiento se irán cargando de diferentes sentidos a lo largo del texto habilitando un abanico de posibilidades: criticar el convento como comunidad, hablar veladamente de sus tentaciones e hiperbólicamente de sus sufrimientos y de su cuerpo, e introducir su voz en su veta interpretativa. Todo lo cual contribuye a la formación de una imagen de sí sufriente; tal como la muestra su representación pictórica, con la corona de espinas sobre su cabeza, gotas de sangre sobre su frente, y su corazón sangrante iluminado por rayos con ecos de la transverberación de Santa Teresa.

La Iglesia contrarreformista y sus “discursos dominantes señalaban a la subjetividad como un espacio de peligro inherente” (McKnight, 1997, p.22, la traducción es mía). En nuestro caso, una subjetividad femenina y mística cuya construcción es cuanto menos cuidadosa en tanto estas textualidades eran producidas bajo mandato —los confesores les solicitaban a sus hijas dar cuenta de sus visiones para determinar la ortodoxia de estas, en caso de no serlo el poder de la Inquisición caía sobre ellas—. Esto evidencia, por un lado, el lugar paradójico que las religiosas ocupaban en su época ya que se creía simultáneamente que podían experimentar directamente la presencia de Dios y que eran más propensas a ser engañadas por el diablo, y sucumbir a los apetitos y al pecado en tanto eran herederas de Eva. En esta línea, nuestra autora se preguntará constantemente por sus actos (si se encuentra el amor propio o la soberbia detrás de éstos) y por su propia naturaleza; lo cual se pondrá en evidencia cada vez que la imagen que ella busca dar de sí y la delineada por su entorno entren en conflicto.

Por otro, como la escritura se desarrolla bajo la luz del poder, esto trae consigo, según Quispe (2001) una ansiedad de escritura en donde se hacen presente tanto el temor y la duda, acompañados de recursos retóricos —humilitas, estratagemas del débil y del fuerte, en términos de Schlau y Arenal (1990), o tretas del débil, según Ludmer (1984), retórica del rebajamiento y el envilecimiento, entre otras— que buscan producir efectos en su destinatario-confesor apelando a su pathos. Esta escritura que surge de una subjetividad que deviene sospechosa nos lleva a leer al miedo como parte de la política de control ejercida por la institución eclesiástica y articulado desde el discurso confesional e inquisitorio.

Según Sara Ahmed, el miedo como política afectiva produce un encogimiento en los cuerpos, contiene a algunos para que otros se expandan, y alinea el espacio corporal con el espacio social (2014, p.115); aquí, son los cuerpos del potencial hereje y el de la mujer (por su mera naturaleza) los que se encuentran encogidos y cercados. El cuerpo femenino se encuentra cercado físicamente en el espacio social, no solo por la escasez de roles sociales destinado a las mujeres, sino por el voto de clausura (recordemos que este ha sido exclusivo al género femenino, fruto del reciente Concilio de Trento y trasladado a los territorios de ultramar). En estas coordenadas debemos leer, tanto el modo en que tematiza el acto de escritura, como la figuración de una imagen de sí y de una autoridad para hablar en la que sin lugar a dudas incide el género.

A la hora de escribir bajo obediencia, Francisca Josefa expresa frecuentemente resistencia:

Oh, Señor, Dios mío!: Si se me diera licencia para no pasar de aquí, para no entrar en el mar amargo de mis penas; pues solo el amagar a decirlas es un nuevo e intolerable tormento, y temo, y se estremece mi corazón con su amarga memoria, y tiembla mi alma. ¡Oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Endulzaré con tu santo nombre un tan amargo lago de tormentos, una creciente, como el mar, de penas; una quintaesencia de todos los males (Castillo, 2007, p.257).

Aquí vemos cómo el dolor y la escritura confluyen en un mismo gesto. En otra ocasión, dirigiéndose a su confesor se autorrepresentará llorando y las lágrimas se volverán una sinécdoque de su discurso que expresa la incapacidad o inadecuación de la escritura (una de las estratagemas del débil): “Mejor, padre mío, hablaban en este caso las lágrimas que corren de mis ojos; […] Ni me parece que podrán dejar de llorar mis ojos hasta que el alma desampare al cuerpo.” (2007, p.222). No obstante, debemos tener presente que ella ha continuado durante toda su vida la escritura de los Afectos espirituales y que en otro momento referirá que no puede refrenar el impulso interno de escribir; por lo cual, el sufrimiento como representación del acto de escritura aparece aquí como una máscara.

El temor que trae consigo la escritura no solo hace que Josefa la represente desde el sufrimiento, sino que respalde su voz y experiencia mediante la figura de su confesor al referir que este le ha dicho que no encontró en sus escritos “las señales que suele dejar la serpiente en las cosas por donde anda” (2007, p.102). En otro momento prescindirá de este y mediante el poder que le otorga la experiencia mística, lo que Schlau y Arenal (1990) identifican como una estrategia del fuerte, será directamente la voz divina, en la unión producida en la comunión, la que autorizará sus escritos: “un día de Pascua de Espíritu Santo, habiendo comulgado, entendí con mucha claridad y razones que para ello me ofreció Nuestro Señor, que ninguna cosa de las que había escrito era mía ni del demonio” (2007, p.221).

Corporalidad: autofiguración entre la disolución y la autoridad

Según Jean-Pierre Albert (1999), el sufrimiento es la piedra de base de la santidad femenina y puede ser interpretada en clave ascética (la mujer por su ser carnal debe luchar contra la carne) o sacrificial (la imitatio christi, es decir, el sufrimiento por redención). En el primer caso, se busca llegar al hermetismo predicado para el cuerpo femenino encarnado en la Virgen María —ideal de mujer deseada y santa madre que ninguna mujer singular podría encarnar (Kristeva, 1988)—:

maternidad virginal que prescribe la pureza como modelo ético de feminidad […] construcción patriarcal de la virgo intacta [que] evoca la imagen del himen de la cual surge una noción de feminidad ligada al hermetismo; ésta genera otras modalidades de la hermeticidad que regulan no sólo lo moral, sino actividades íntimas ligadas al cuerpo y a la identidad femenina como el comer, el vestir y la expresión en el lenguaje (Robledo, 2007, p.XV).

Hermetismo que apela a un ideal en donde los sentidos —oído, vista, tacto y gusto—y sus funciones “pasan de la percepción sensorial al diálogo espiritual que indistintamente establece la monja con Cristo y consigo misma” (Salazar Simarro en Rubial García y Bienko, 2011, p.116). Incluso, la voz ficcionalizada de la divinidad reafirmará en el texto ese ideal: “[Cristo] A su esposa la nombra con semejanzas que significan secreto: huerto cerrado, fuente sellada” (Castillo, 2007, p.98).

Sin embargo, la autora colombiana realiza una representación hiperbólica de su cuerpo que lo muestra, por un lado, en contacto con las tentaciones y el pecado: “a mí parecía que metía mis manos en su boca, y la hallaba llena de dientes, y queriéndole arrancar los cabellos, los hallaba como cerdas muy gruesas. Estaba en la figura de un indio muy quemado y robusto, y me dejó muy molida” (2007, p.206). De allí que, por estas tentaciones y otras, debilite y mortifique su cuerpo: “hacía muchas disciplinas con varios instrumentos, hasta derramar mucha sangre. Andaba cargada de cilicios y cadenas de hierro, hasta que sobre algunas crecía la carne” (2007, p.70). No obstante, estos encuentros con el diablo —a menudos codificados desde lo sexual aquí mediante la presencia del tacto, sentido asociado a la producción de placer (Rubial García y Bienko, 2011)— según McKnight (1997), incorporan la ortodoxia en el texto, no solo porque el sufrimiento en manos del demonio se consideraba como parte esencial del progreso espiritual y de salvación de las mujeres; sino porque a partir de estos puede mostrar un yo pecador anterior del cual se distancia al momento de enunciar; por lo cual, la dimensión corporal incluso en su veta pecadora también forma parte de su self-fashioning.

Por otro lado, representa un cuerpo permeable y abierto con sus fluidos y enfermedades, así narrará el tumor que tendrá en la boca, las llagas y moretones que le cubren el cuerpo, el desprendimiento de sus dientes, vómitos de sangre, lágrimas que salen a caudales y desmayos que duran días. Todo lo cual proyecta una imagen grotesca y abyecta, se trata, sin dudas, de un excedente barroco que aleja a su cuerpo de un ideal clausurado: “dispuso Nuestro Señor que reventara por la boca una máquina de sangre, o postema, que decían: no sabían en qué cuerpo pudo caber tanto” (2007, p.175).

Si desde los estudios culturales y la antropología podemos considerar al cuerpo no como una realidad ahistórica y origen natural de la experiencia subjetiva, sino como una construcción histórica y cultural que es resultado de tecnologías políticas (Giorgi, 2009), veremos cómo el cuerpo femenino deviene en su inserción en el plano discursivo una superficie que “exhibe los dispositivos políticos y las series históricas que lo producen y transforman” (2009, p.68), en este caso, las tecnologías políticas y de género en la temprana modernidad americana. Allí donde Francisca Josefa se muestra tentada por el demonio, viendo y palpándolo, o la superficie en donde la carne cubre al cilicio vemos cómo las tecnologías que demarcan estos cuerpos devienen uno con este; la monja colombiana internaliza metafórica y literalmente el horror del discurso contrarreformista hacia el cuerpo en busca de una corporalidad hermética y libre de pecado a tal punto que hace de este una alteridad: “Tenía un horror a mi cuerpo que cada dedo de las manos me atormentaba fieramente” (Castillo, 2007, p.139).

Este exceso se acompaña además de una retórica que muestra a un sujeto despedazado y siempre en los límites de su disolución: “El cuerpo tan estropeado que a cada paso me parecía iba a expirar y fenecer, […] llanto y temblor, como que con fuego me desgarraban las entrañas o que todos mis huesos se habían vuelto de fuego” (2007, p.219). No obstante, esta retórica del padecimiento sirve en este caso para hace ingresar la ficcionalización de la voz de la divinidad en un gran monólogo que interpreta estos sufrimientos como parte de su camino de salvación, de esta manera la profusión de la retórica dolorosa adquiere un significado adicional en tanto construye tangencialmente su figuración como mártir y su singularidad: en ambos casos la autora se muestra amparada por la voz de la divinidad.

Según Sara Ahmed “la afectividad del dolor es crucial para la formación del cuerpo como una entidad tanto material como vivida” (2014, p.51), en tanto crea la impresión de una superficie corporal intensificada por el dolor, volver una y otra vez a este pareciera un modo de anclar una subjetividad fragmentada que se muestra siempre al borde de disolución sea por sus experiencias liminares ligadas a la enfermedad, a la experimentación sobrenatural o a las dudas acuciantes sobre sí misma. Si “el dolor nos lleva de vuelta a las superficies de nuestro cuerpo el dolor me atrapa y me hace retornar a mi cuerpo” (2014, p.57); replica el gesto introspectivo de la escritura, como si la subjetividad solo pudiera escribirse desde el padecimiento, aunque esto implique poner de manifiesto cómo los discursos que la constituyen en tanto sujeto —entre ellos el misticismo mismo— buscan su disolución. El dolor se manifiesta como el lugar de encuentro entre el poder y el cuerpo femenino reflejando cómo Francisca asume el lugar destinado para la mujer dentro del discurso místico desde la aniquilación y negación de sí. Ángela Robledo (2007) y Kathryn McKnight (1997) leen en el texto una dialéctica entre la negación de la personalidad y la afirmación del yo que podemos ver reflejada en esta retórica afectiva del padecimiento que representa en distintos niveles (corporales y espirituales) una subjetividad próxima a su disolución, pero que, paradójicamente, le confiere autoridad para escribir y delinear su propia voz.

Interioridad: el padecimiento desde la unión con Cristo hasta una voz interpretativa

Francisca Josefa se demorará en una serie de imágenes para hablar de ese gran conflicto que tiene en su vida; sus deseos de ser santa y la inconsistencia de su corazón. En torno a esto articulará distintas escenas relatadas desde la retórica del padecimiento tanto las ligadas al temor por su salvación, las desolaciones y las tentaciones, como los consuelos divinos y los deseos ascéticos. Serán breves y pocos los momentos de unión con la divinidad en medio de este destierro, que es el modo en el cual representa su vida. Esta “subjetividad espiritual” que, según McKnight (1997), es construida como débil y sin valor por sus dudas asiduas y tormentos, constituye, sin embargo, un modo de ganar una autoridad enunciativa.

La autora colombiana al hablar de los estados de su alma realizará a lo largo del texto una especie de claroscuro oscilando entre momentos de extrema consolación por parte de la divinidad a la vivencia de su noche oscura con sus congojas y penas que suelen mermar al recibir la comunión o tener algún tipo de visión divina (sea de Cristo, de su ángel de la guarda, de la Virgen o de Magdalena de Pazzis). Para esto apelará recurrentemente al tópico de lo inefable, a comparaciones e imágenes visuales, hablará ora de tinieblas, calabozos y despeñaderos, ora de campos floreados, representará a su alma confundida y arrojada a los vientos; o bien volando hacia Dios, su centro:

hallarse mi alma en una soledad tan grande que no sé que haya términos con qué decirlo […] sentía a mi alma discurrir por todas partes, buscando aquel bien que deseaba con mucha solicitud y con un modo de pena que no se puede explicar; y conocía, en aquella soledad, todas las cosas que amenazan al alma. Los vicios como unos fieros dragones; las pasiones, como perros hambrientos y ladradores; los demonios, que las incitaban para que trujeran al alma hacia los vicios, y ellos la echaran en el infierno; que también conocía, con un modo extraordinario, la muerte, el pecado, y el purgatorio, etc.; y que aquella soledad estaba cercada por un lado, de un río de fuego, claro y apacible. Conociendo todos estos riesgos, le clamaba mucho al santo ángel de mi guarda, y me parecía entender que me respondía: Fiducialiter agam, et non timebo que escondía a mi alma en una cruz de fuego, y entendí que sólo escondida en el amor de Dios y en el padecer podría pasar segura; confiando en Dios, amando y padeciendo en todas las cosas; y que así como el fuego consume todas las cosas y las transforma en sí, así el continuo ejercicio del amor y padecer, solo podría apartarme de mí misma y de todas las criaturas y sus aficiones, y unir el alma con Dios (Castillo, 2007, p.208).

Este fragmento presenta los términos en los cuales define su vínculo con la divinidad, el amor y el padecer en la fusión con Cristo; y aquello que lo amenaza: sus vicios, pasiones y demonios. Tanto en los momentos de unión con la divinidad, como en sus padecimientos, Josefa vuelve a la retórica del despedazamiento, su alma estará deshecha tanto por entender los dolores de Cristo en la Cruz; como por su amor y ternura: “entregarme a Dios amorosamente con una total resignación, aniquilándome y deshaciendo en su presencia” (2007, p.190). Además, vemos cómo introduce la ficcionalización de la voz de un ángel que le habla en latín citando la biblia (hecho recurrente en el texto), mediante el verbo “parecer”. La vacilación que instala esta palabra queda solapada por la intertextualidad que genera la cita en la lengua de las escrituras (recordemos que Josefa, según relata, no ha estudiado latín) respaldando así el hecho místico. A continuación, Francisca Josefa oficia de intérprete, en este caso afirmando el padecimiento como vía de acercamiento a Dios y figurándose como ermitaña (McKnight, 1997). Esto también ocurrirá con un episodio de su imitatio christi, en donde al ver una imagen de Cristo siente que los huesos se le desencajan y el alma se la deshace:

viendo una imagen de Nuestro Señor Crucificado, sentía un desmayo, como que todos los güesos me los desencajaban, y mi alma me parecía se iba deshaciendo, entendiendo el gran tormento que causó a Nuestro Señor cuando lo clavaron, el desencajarse los huesos de sus lugares, y que fue una de las penas y dolores que más lo atormentaron; así, por el intesísimo dolor que sintio en el cuerpo, como por lo que significaba: que es la división y desunión de las personas, espirituales, y más de lo que son como los huesos en que se sustenta toda la armonia del cuerpo, esto es, lo predicadores y prelados (Castillo, 2007, p.120).

Lo que nos interesa destacar aquí es cómo en este arrebato visionario la experimentación del dolor no hace ingresar la ficcionalización de la voz divina, sino que habilita su propia voz en su veta interpretativa —omitiendo el papel del sacerdote como hermeneuta y contrastando fuertemente con la figuración de la monja humilde, pecadora, que duda de sus visiones— para desplazarse asertivamente de la experiencia mística a la reflexión sobre la Iglesia como institución (recordemos que esta era considerada frecuentemente como un cuerpo).

Convento: self-fashioning como espacio de disputa

A lo largo del relato, la Madre Josefa presenta numerosos episodios de la vida conventual; estos, lejos de enfatizar la cotidianeidad y los quehaceres, se centran en las disputas y chismes que circulaban allí. Estos escenarios le permiten representarse a sí misma, dentro de la dinámica conventual, como alguien retirada, violentada y despreciada; y en algunas ocasiones humilde:

cuando me vían pasar, me escupían, me decían cosas muy sensibles; […] por todas partes me hallaba acosada y afligida, y más cuando vía mi interior tan lejos de lo que siempre (o el tiempo antes) había pretendido. No es decible mi desconsuelo; parecíame que buscando la vida había hallado la muerte; que buscando a Dios había errado el camino, y encontrado mi perdición (2007, p.81).

Es importante destacar que ella logra, al insertar nuevamente la ficcionalización de la voz divina, darle un significado a la hostilidad dentro del convento “aquellas contradicciones y menosprecios de las criaturas era señal de que iba bien y eran cruces que Dios me enviaba” (2007, p.182). Menosprecios que exceden las calumnias, escupitajos e insultos, al punto que estando desmayada una religiosa intenta asfixiarla. Estos episodios contrarrestan con la conducta esperada en un convento en donde las religiosas debían “adherir a las mismas normas de expresión emocional que sus hermanas religiosas. La comunidad emocional del convento requería un autocontrol y una subyugación de las pasiones para alcanzar estos objetivos” (Walker en Broomhall, 2015, p.197, la traducción es mía); aunque como indica Susan Socolow (2016) no era sorprendente que en estas comunidades surgiera también un costado partisano, envidioso y codicioso.

Estas disputas diversas establecen una tensión entre el self-fashioning que Josefa quiere realizar de sí, y la imagen que surge, mediatizada por su relato, de la boca del prójimo (religiosas y sacerdotes): estos afirman que con su entrada al convento ya no hubo paz, que es un demonio, que finge sus enfermedades solo para tener el convento abierto a deshoras, que es revoltosa, cizañera y que está endemoniada, es decir, que se opondría a los valores esperados para una religiosa. Esto la hace dudar de sí misma y temer de todo, cuestionándose si detrás de sus actos esta la soberbia o el amor propio, por lo que buscará siempre ser guiada por un buen confesor.

En una ocasión refiere cómo sus compañeras “decían (y yo vía que es verdad): que de nada servía en la religión, que no era más que un bulto de paja o u poste […] notaban todas mis faltas” (Castillo, 2007, p.173). Aunque Francisca dice concordar con lo que dicen de ella, a continuación, inserta la siguiente descripción:

me dio una enfermedad de dolores de estómago, mayores que los que había tenido nunca, tan agudos y tan continuos […] el cuerpo se ponía muy hinchado, y unas veces me ardía, y otras me helaba como para expirar. El dolor empezaba en el estómago y atravesaba las entrañas y corazón, etc. Yo andaba lo más en pie, así para excusar los enojos […] era una gran merced de Dios poder llevar en pie los dolores o que ellos dieran lugar a no faltar de las cosas y ocupaciones de la comunidad (2007, p.174).

Aquí la exhibición del cuerpo y el dolor le permiten mostrarse como modelo edificante oponiéndose así a la recurrente retórica del envilecimiento y de la inferioridad que utiliza para representarse a sí misma y, sobre todo, a la imagen que habían dado de ella: su sufrimiento deviene proporcional a su fortaleza y su rectitud ya que, siguiendo al padre Juan Martínez, pasó grandes enfermedades y dolores en pie. Si bien, en muchas ocasiones Josefa dice que es el diablo quien hace que sus ofensores actúen así —quitándoles responsabilidad— esto no impedirá que articule una crítica a la comunidad: “¡Dichosos los conventos, y dichosos los religiosos, que sirviéndose unos a otros, ejercitan la humildad, la paciencia y caridad, libres de una y de muchas inquietudes, que solo experimentadas se conocen!” (2007, p.212). Crítica que a diferencia de Santa Teresa no tendrá ninguna injerencia en la realidad, y solo dará lugar a la tristeza y contribuirá a su figuración como despreciada: “¿Cómo hallaría en nada divertimento ni alivio, cuando hasta las piedras estaban brotando espinas y abrojos contra mí?” (2007, p.178).

En esta línea mostrará a los prelados, sacerdotes y confesores (que por ser varones se suponía tendían a la razón más que a los arrebatos pasionales) llenos de ira: “sin duda los padres que no me querían confesar era por el odio que io tenia el padre que digo vino con tanto enojo que a voses me llamaba muger loca insensata y otras cosas muy sensibles” (2007, p.177). En una sola ocasión se mostrará presa de sus pasiones, pero Dios calmará las tribulaciones de su alma permitiéndole trascender estos conflictos terrenales; si a las monjas y sacerdotes que la mortifican los mueve el demonio, a ella en cambio la mueve Dios: “Esta tentación y guerra de la impaciencia y cólera […)] ha permitido la gran bondad y benignidad de mi Señor y Bien que no saliera afuera, pero con ninguna religiosa, ni fuera de la celda” (2007, p.175).

Estas disputas devienen un espacio importante para su self-fashioning ya que le permiten delimitar su subjetividad en torno a una alteridad, tal como ocurre con la figura del demonio. Tanto este como quienes la ofenden son representados por Josefa con una voz similar, al punto que el demonio repetirá lo que dicen de ella: “Bien dicen que eres santimoñera, y que estás endemoniada. Tantos y tales trabajos que has pasado se han perdido” (2007, p. 170). De este modo, tanto el diablo como el prójimo contribuyen a la guerra que Josefa lleva consigo misma dudando constantemente de sus acciones y de su naturaleza. Esta asociación será nuevamente reforzada cuando relate un sueño en donde del diablo, con la forma de un hombrecito pequeño, mueve una lengua muy larga con ligereza, para luego insertar cómo al despertar se ve atormentada por los chismes en torno a ella dentro del convento.

A diferencia de Sor Juana en la “Respuesta a Sor Filotea”, Francisca Josefa no es reprendida por su conocimiento sino por diversos motivos que no siempre quedan claros: algunos aluden a su extremada rectitud en las costumbres (ella quería ser una monja carmelita), a establecer discordia entre sus compañeras, otros a no ser una buena religiosa, o por sus arrebatos místicos. Es así como el conjunto de la retórica del padecimiento, envilecimiento e inferioridad, y los episodios relatados en donde es maltratada refuerzan un yo-sufriente que, sin embargo, obtiene de allí la autoridad para escribir y para singularizarse como elegida por Cristo:

Yo trataba lo menos que podía con ninguna criatura, y pasaba a mis solas, mis consuelos y desconsuelos, miedos, temores, espantos y decaimientos. Algunas veces repetían en los oídos de mi alma (cuando más ocasiones de desprecios se ofrecían): Ego autem humiliatus sum nimis y entendía aquello como si dijera: “de mi se dijo esto, y así me has de seguir” (2007, p.86).

En estos términos la autora planteará su imitatio christi, respaldada por la inserción de la figura divina con su intervención en latín y su consiguiente traducción. Incluso Francisca Josefa logra, en otra ocasión, pasar de la voz divina a la propia mediante la narración de un sueño y su respectiva interpretación: al referir la ocasión en la que el padre vicario se enfada con ella, rememora un sueño, en donde se encuentra en una multitud que se preparaba para la afrenta de un reo despreciable que era Cristo. Nuevamente haciendo caso omiso de la figura del confesor interpreta su sueño: lo que más padeció la divinidad fue la afrenta y la deshonra (2007, p.132), al igual que ella. Es así como la narración consecutiva de ambos hechos le permite generar un paralelismo entre ella y Cristo, y el padre vicario y la multitud. Ambos fragmentos dan cuenta de dos modos diversos en los cuales Josefa afirma su camino hacia la santidad desde el desprecio, lo que además la singulariza: “desde el principio inclinastes mi corazón a seguir este camino […] Llevadme siempre por el camino de los desprecios, que es el que Vos anduvistes; el seguro y seguido de todos los que te aman de veras” (2007, p.133). Con esta última frase, la monja colombiana insinuaría además que no todos en el convento aman a Cristo de veras.

Sin duda, opera en el relato una construcción deliberada de una imagen de sí, la selección que realiza de eventos iracundos y violentos contribuye, por oposición, a su autofiguración como sumisa y humilde donde el desprecio opera como forma de padecimiento y de relacionarse con otros y consigo misma. En este último caso se autorrepresentará como tal desde la retórica de la inferioridad y del envilecimiento —“pobre, esclava, vil y despreciable” (2007, p. 109), “en Ti espera el gusano y desprecio de las cosas más ínfimas” (2007, p. 235)—. La recurrencia de estos conflictos conventuales y la imagen que surge de Josefa no deben leerse ingenuamente (tanto la escena en donde intenta besar los pies de una monja que la había insultado o cuando intenta calmar a quien la había ofendido), sino considerarse por un lado, junto al hecho de que hacia el final de la escritura de Su Vida ha sido votada como abadesa (y que luego ha sido elegida dos veces más); por otro, bajo la luz de sus propias palabras: “me alivio con humillarme ante las criaturas de Dios; y talvez deseo fingirme loca por ser despreciada, porque conozco que Dios aborrece la soberbia” (2007, p. 272).

Las emociones que hemos ido rastreando en el relato, “nos muestran cómo el poder moldea la superficie misma de los cuerpos y de los mundos también” (Ahmed, 2014, p.38). En este caso, dan cuenta de una subjetividad femenina determinada por tecnologías políticas y de género en el contexto de la temprana modernidad americana; en donde, la representación hiperbólica del sufrimiento habilita en el texto un espacio autorreflexivo que permite lidiar con lo que McKnight (1997) denomina “gendered authority” y “bedeviled anxiety”, es decir, una autoridad moldeada por el género y una ansiedad atormentada, consecuencias del discurso místico y la escritura bajo mandato. Leemos en la utilización de la retórica afectiva cierto agenciamiento que aleja a la autora de la mera pasividad para construir en cambio una autoridad y voz enunciativa que además le permite cuestionar la asociación entre lo masculino y la racionalidad, y entre el sufrimiento y la ausencia de agencia.

Consideramos, al igual que Mónica Díaz (2016), que los rastros y el legado cultural provisto por las mujeres españolas y americanas durante este período, otorgaron las bases para las producciones de las mujeres modernas, por lo cual una “nueva lectura de las fuentes olvidadas o anteriormente ignoradas continúa echando luz a la riqueza de las estrategias retóricas de las mujeres, su lenguaje creativo y sus habilidades de supervivencia” (Díaz, 2016, p.62, la traducción es mía). En el caso de Su Vida, el orden corporal y afectivo (a pesar de tratarse de dos órdenes valorados negativamente en la época y de mostrar a un sujeto sufriente por momentos al punto de su disolución) permite delinear un espacio liminar, en donde la autora oscila entre asirse a las tecnologías y discursos que determinaban al cuerpo femenino, y la construcción velada de una identidad y autoridad que la reafirman como mística.

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Notas

1 Para Madre Josefa de Castillo véase: Kathryn McKnight (1997), Beatriz Ferrús Antón (2005), Mónica del Valle Idárraga (2005) y Ángela Robledo (2007).

Recepción: 29 Marzo 2022

Aprobación: 10 Mayo 2022

Publicación: 01 Noviembre 2022

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