Orbis Tertius, vol. XXVII, nº 35, e240, Mayo - Octubre 2022. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Libros

Jackie Pigeaud, Melancholia. Traducción del francés a cargo de Víctor Goldstein. Revisión de las fuentes clásicas e índice de lugares citados de obras de la Antigüedad a cargo de Marcela Coria. Rosario, Otro cauce, 2021, 262 páginas

Julia Musitano
Cita recomendada: Musitano, J. (2022). [Revisión del libro Melancholia. Traducción del francés a cargo de Víctor Goldstein. Revisión de las fuentes clásicas e índice de lugares citados de obras de la Antigüedad a cargo de Marcela Coria por J. Pigeaud]. Orbis Tertius, 27(35), e240. https://doi.org/10.24215/18517811e240

Jackie Pigeaud se dedicó a la historia de la medicina, a las concepciones del cuerpo y la imagen en la Antigüedad Clásica. Su tesis de doctorado versó sobre las relaciones entre el alma y el cuerpo en la tradición médico filosófica de la Antigüedad. Tradujo y editó el Problema XXX de Aristóteles y escribió Melancholia en 2008. Este año, Otro cauce junto a Víctor Goldstein se encargaron de la edición y traducción no solo del libro de Pigeaud sino también de dos cartas traducidas del griego y anotadas por Marcela Coria: las cartas 17 y 18 de Pseudo Hipócrates a Demócrito y a Damageto.

Melancholia es un libro que recorre, a través de mitos, imágenes antiguas y personajes emblemáticos de la tragedia griega, la enfermedad de la melancolía, el malestar de occidente. No diría rápidamente que el libro se trata de una historia del concepto sino de un cruce de tradiciones: la filosófica, la literaria, la médica en el seno de la Antigüedad. Quisiera indagar en tres vértices del texto: 1. Por qué la melancolía es el malestar de occidente, 2. Cómo están conectados la melancolía y el conocimiento y 3. Cómo funciona la palabra escrita en el imaginario cultural. Para ello voy a usar la primera y la última parte del libro de Pigeaud. Voy a pensar por qué Pigeaud elige la figura de Demócrito (el primer capítulo se llama “La sombra de Demócrito”) para señalar el inicio de una tradición y voy a hacer dialogar, tal como lo hace Pigeaud, a Demócrito con Hipócrates, cuyas cartas se encuentran al final del libro. Podríamos adelantar la hipótesis: la melancolía es un malestar que atraviesa la historia cultural de occidente y que tuvo sus inicios en un pseudo mito basado en cartas falsificadas y en un pseudo filósofo que hizo de la enfermedad una alteración del carácter de ciertos hombres geniales. ¿Cuánto de cierto tiene la palabra escrita? ¿Cuán falsas son las imágenes de la cultura occidental? De eso, entiendo, se trata Melancholia. Quiero decir, a lo largo de estas páginas voy a nombrar una serie de falsedades, de pseudos y de engaños que, nos muestra Pigeaud, hicieron a la construcción de un malestar que recorre los siglos.

Empecemos por definir, un poco históricamente, la noción de melancolía. Digo históricamente porque es una categoría que ha ido mutando y desplazándose a lo largo de los siglos: de una enfermedad a un temperamento, de un humor al mal carácter, de un estado de ánimo a la depresión. La base original de los distintos significados de la melancolía fue la concepción absolutamente literal de una parte del cuerpo concreta, la bilis negra que, junto con la flema, la bilis amarilla y la sangre, formaban el conjunto de los Cuatro Humores. Se creía que estos humores estaban en correspondencia con los elementos cósmicos y las divisiones del tiempo, que controlaban toda la existencia y la conducta de la humanidad y que, según cómo se combinaban, determinaban el carácter del individuo. Su combinación debida era salud y el defecto o predominio de alguno derivaba en enfermedad.

Cuánto más llamativas y aterradoras eran las manifestaciones morbosas que venían a asociarse con la idea de cierto humor, mayor era la fuerza de ésta para crear un tipo de carácter. Solo por aparente paradoja esta misma melancolía que, de toda la crasis, era la que llevaba una connotación más marcadamente patológica, vino a ser aquella en la que antes y con más claridad se estableció la diferencia entre enfermedad real y mera predisposición, entre estados patológicos y divergencias de carácter, entre enfermedad y temperamento: la enfermedad melancolía se caracterizaba por síntomas de alteración mental, miedo, misantropía y depresión hasta la locura en sus formas más terribles..

Fue Aristóteles, en el Problema XXX, el primero en unir la idea puramente clínica de la melancolía y la concepción platónica del furor, lo que permitió reconocer a los melancólicos como hombres sobresalientes y geniales. En verdad, no está claro quién fue el autor del texto ya que en la Antigüedad y en el Renacimiento fue atribuido al propio Estagirita y hoy algunos teóricos se lo asignan a un discípulo peripatético, Pseudo-Aristóteles. Pigeaud entiende, tal como lo hacen Klibansky, Panofsky y Saxl (Saturno y la melancolía, Madrid, Alianza Forma, 2006), que fue Teofrasto y no Aristóteles el que escribió el Problema XXX. Aquí, ya tenemos el primer pseudo.

El Problema XXX retoma uno de los temas de El Fedro, la relación entre locura (melancolía) y creación (genialidad) y va a llevar aún más lejos la imbricación del alma y el cuerpo. De hecho, efectúa una doble inversión de la perspectiva platónica. Por un lado, en efecto, el delirio melancólico ya no es insuflado por el llamado divino sino generado por la experiencia de la salida de sí mismo. Por otro lado, la melancolía patológica y la natural se relacionan con la misma causa, como en Platón con un desequilibrio de los humores, pero ahora, a diferencia de éste, con un desequilibrio provocado por el exceso de uno y uno solo de ellos: la bilis negra. A contrapelo de la concepción humoral clásica, en la que la enfermedad tenía su origen en una anomalía de la mezcla, la bilis negra adquiere entonces el status de causa autónoma de la melancolía. El autor del Problema XXX toma sobre sí la tarea de hacer justicia a un tipo de carácter que no se deja juzgar ni desde el punto de vista médico ni desde el moral: el tipo excepcional (Klibansky, 2006).

Se trataba de comprender y justificar al hombre que era grande porque sus pasiones eran más violentas que las de los hombres vulgares y porque, a despecho de esto, eran lo suficientemente fuertes para alcanzar un equilibrio partiendo de un exceso. Marsilio Ficino, a fines del siglo V, en su libro Sobre la vida triple, identificó el temperamento descripto en Aristóteles con el furor divino de Platón y reveló además el origen astrológico de ese estado de ánimo: los melancólicos geniales habían nacido bajo el signo de Saturno. Entendió plenamente la significación del problema aristotélico, según explican Klibansky, Panofsky y Saxl en Saturno y la melancolía (39-64), “El Humanismo italiano reafirmó un ideal surgido en la Antigüedad clásica, pero que en la Edad media se había desdibujado; más aún lo exaltó a la categoría de criterio de una manera de vivir fundamentalmente alterada” (241).

Desde allí, se piensa que los hombres melancólicos son excepcionales y se caracterizan específicamente por su genialidad, sus ansias por conocer. Sólo el Humanismo del Renacimiento italiano podía reconocer en Saturno y en el melancólico esa combinación del valor emocional y el valor intelectual o productivo de la melancolía contemplativa. De hecho, Atlas es la figura emblemática de esta dialéctica en la que se combinan tragedia y saber, sufrimiento, temor al derrumbamiento y, al mismo tiempo, un gran deseo de conocer. Atlas está condenado a la inmovilidad suplicante de una labor que consiste en llevar sobre los hombros el eje del mundo y toda la bóveda celeste. Se lo castiga por haber tratado de ascender al cielo y se halla justamente ahora y hasta el fin de los tiempos sosteniendo los cielos. Sus piernas se hunden en la tierra, que junto con el cielo forman su prisión inexorable, la condición de su propia inmovilidad para siempre. A Atlas, como al melancólico, lo retiene el peso del mundo que sostiene en sus espaldas, expuesto al peligro del derrumbamiento y a un saber tan inmenso como trágico. Tal sería la gran lección de este mito: un castigo transformado en saber inmenso, un exilio transformado en territorio de abundancia y aún de placeres dionisiacos. Atlas, guerrero vencido, obligado a inmovilizar su potencia, héroe desdichado y oprimido por el peso de su pena, acaba siendo algo inmenso y moviente, fecundo y rico en enseñanzas. El saber de Atlas es un saber por contacto y por dolor. El sufrimiento de portar se torna potencia de conocer. Sufre, al mismo tiempo, por sí mismo y por el mundo.

De hecho, podríamos decir que hoy entendemos la melancolía sin confundirla con tristeza o depresión, idéntica y desemejante de sí misma. La ambigüedad de un malestar que depende de la naturaleza y se revela en la historia, que expresa al postrado como al furioso, al inquieto como al inmóvil. Un personaje que pasa de un extremo a otro sin mediación, que sucumbe a la tristeza de a ratos y sorprende con el arrebato; que pasa del llanto a la burla en un mismo diálogo. Representa la mezcla como configuración de fuerzas en tensión que inciden unas sobre otras. El melancólico está habitado por la pasión de la ambigüedad, se pasa de uno a otro extremo sin intermedio.

Ahora bien, volvamos a Pigeaud y al primer capítulo para pensar en la figura de Demócrito. Me gusta que Pigeaud haya cruzado la historia de un concepto a través de la figura de un hombre, de un pensador, sí, pero de un hombre con un modo particular de actuar la vida. Un hombre (para describirlo, Pigeaud recurre a contemporáneos, filósofos, estudiosos) que estaba trabajando sobre una enfermedad producida por la bilis negra pero que, al mismo tiempo, tenía un carácter que respondía a todos aquellos rasgos que se fueron encontrando posteriormente en los melancólicos. Pigeaud entra a Demócrito desde un clásico sobre el tema (clásico en el sentido en que es un libro vasto, exhaustivo, lleno de ejemplos y de definiciones) que es Anatomía de la melancolía de Burton (1621). A Pigeaud le interesaba resaltar que Burton escribió ese libro a partir de estas mismas cartas y bajo un pseudónimo: Demócrito junior. Burton se presenta en una nota al lector como el relevo de Demócrito: “Yo pretendo hacer revivir a Demócrito, proseguir y culminar su tratado” (39). Aquí el segundo pseudo: alguien que viene a escribir en la sombra de Demócrito y utiliza su nombre para hacerlo. Cuando Hipócrates se encuentra con Demócrito, lo ve sentado taciturno bajo un plátano con un libro en las rodillas y animales disecados a su alrededor. El libro era el tratado sobre la locura y específicamente buscaba, en los cuerpos de algunos animales, dónde estaba localizada la bilis negra. Ese tratado se perdió y Burton quiere continuarlo. A través de Burton la sombra de Demócrito se perfila sobre el mundo y le da el color de la melancolía. Pigeaud cita a Burton: “adopté ese disfraz para hablar un poco más libremente, o si quieren saberlo, por la única razón y consideración que relata Hipócrates en su epístola a Damageto” (55-57).

Pigeaud vuelve sobre ese diálogo entre la medicina y la filosofía, entre el médico y el filósofo: entre Hipócrates y Demócrito, entre Hipócrates y Damageto. Ese diálogo se lleva a cabo en dos cartas esenciales por la fuerza del imaginario que desprenden. Las cartas, según Pigeaud, aunque falsificaciones, son “un regalo del cielo” (51). Aquí el tercer pseudo: hay un Demócrito verdadero (el de los fragmentos) y un Demócrito falso (el de las cartas). El Demócrito que prevalece en la historia de la cultura, según Pigeaud, es el falso.

Hipócrates va a visitar a Demócrito porque los abderitanos están preocupados: “se ríe incesantemente” y “no deja de reírse a propósito de cualquier cosa y esto les parece un signo de locura”. En la carta 17, Hipócrates le cuenta a Damageto su encuentro con Demócrito en el que lo describe como un “viejito apagado”, “melancólico por naturaleza”, “totalmente sumido en sus investigaciones”, “erudito en todo, gran hombre de ciencia” que “…se ejercitaba de manera extremadamente variada en poner a prueba los fantasmas de su imaginación, viviendo a veces como solitario y deambulando por los sepulcros”. Hasta aquí se preguntarán por qué ese encuentro interesa a la definición de la melancolía. Aunque más que melancólica, la risa sea sardónica, es la risa de un melancólico que conoce el sin sentido de la humanidad. “Con la risa tendrás mejor medicina que tu embajada” le dice a Hipócrates, “Yo solo me río de un único objeto… el hombre lleno de sinrazón”. La risa de Demócrito es manifestación y problema. La risa es la marca de un juicio sobre la sinrazón humana. Demócrito se ríe contra la locura de los hombres.

Aquí, el cuarto pseudo: esas cartas son para Pigeaud la escena primitiva de la melancolía. Las cartas son supuestas, se trata de una ficción muy antigua. ¿Cuál es la verdad de ese diálogo médico filosófico? ¿Quién escribió el Problema XXX? ¿Cuánto de certeza tiene el mito fundante de la enfermedad melancólica? Existe una verdad de lo imaginario, responde Pigeaud. Lo imaginario se burla de la autenticidad y hace su nido donde se encuentra cómodo. Una falsificación puede ser esencial y un mito tan importante como la verdad. Esas son, para Pigeaud, las bases de la historia de la cultura.

En las bases de cuatro engaños está asentada la melancolía: las cartas de Hipócrates que relatan su encuentro con Demócrito son falsas y el Demócrito que conocemos solo refiere a sus fragmentos, Aristóteles no escribió el Problema XXX y Burton no usó su nombre para reflexionar sobre la melancolía.

Si entendemos, junto a Platón, que la escritura es una afuera de sí y que, por lo tanto, siempre conduciría a una falsa sabiduría, entendemos que no puede ni enseñar ni decir la verdad, que solo provoca presunción de saber, engaño. La escritura, como lugar cruzado de exterioridad, vive entre misterios, desvíos, contraposiciones y voces. La escritura es persuasiva y performativa: gracias y a pesar de todos esos pseudos es la escritura la que crea una tradición. La palabra escrita tiene el poder de armar mundo, de significar el mundo, de sacudir al mundo. Y que, gracias a ella, esos pseudos adquieren una identidad mayor a la de cualquier realidad posible. La literatura, al igual que Pigeaud, cree en la ilusión de los mitos, es profanación del lenguaje, sea en la forma de transgresión, de reiteración o de simulacro. Se realiza en el lenguaje, pero va más allá del lenguaje. La melancolía liberada a la impureza letal de la palabra que afirma el simulacro de la cultura.

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