Orbis Tertius, vol. XXVI, nº 33, e198, Mayo - Octubre 2021. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Dossier: “Ojo cielo”. Poéticas y estéticas de la aviación
en el contexto latinoamericano

‘Más que un medio de locomoción’: estética y ética del avión en la literatura moderna

Wolfram Nitsch

Universidad de Colonia (Universität zu Köln), Alemania
Cita recomendada: Nitsch, W. (2021). ‘Más que un medio de locomoción’: estética y ética del avión en la literatura moderna. Orbis Tertius, 26(33), e198. https://doi.org/10.24215/18517811e198

Resumen: Desde 1909, cuando el aviador francés Blériot logró cruzar el Canal de la Mancha, el avión no ha dejado de fascinar a los escritores. Dos aspectos del vehículo recién inventado despertaron un interés particular en la historia literaria de la aviación. Si para varios poetas y novelistas modernos el avión es “más que un medio de locomoción”, como observa el poeta piloto Saint-Exupéry, lo es a la vez por razones éticas y estéticas. Por un lado, se celebra el aero­plano como un medio de acción que posibilita transgredir los límites del mundo y de sí mismo; por otro, se presenta como un medio de percepción que permite ver la tierra y el cielo de una manera distinta. El presente artículo trata de aclarar estos dos vínculos entre la aeronáutica y la literatura mediante algunos textos publicados antes y después de los bombardeos de la segunda guerra mundial, en particular La vuelta a Europa en avión (1929) de Manuel Chaves Nogales, Terre des hommes (1939) de Antoine de Saint-Exupéry, Estrella distante (1996) de Roberto Bolaño y Le Jardin des Plantes (1998) de Claude Simon.

Palabras clave: Aviación, Literatura moderna, Bolaño, Chaves Nogales, Saint-Exupéry, Simon.

“More than a means of locomotion”: ethics and aesthetics of aviation in modern literature

Abstract: Since 1909, when the French aviator Blériot succeeded in crossing the English Channel, the airplane has not ceased to fascinate writers. Two aspects of the newly invented vehicle invited particular interest in the literary history of aviation. If for several modern poets and novelists the plane is “more than a means of locomotion”, as the pilot and poet Saint-Exupéry has put it, this is true for ethical as well as aesthetical reasons. On the one hand, the airplane is celebrated as a means of action that makes it possible to transgress the limits of the world and of oneself; on the other, it is presented as a means of perception that makes it possible to see the earth and the sky in a different way. This article attempts to clarify these two links between aviation and literature through some texts published before and after the bombings of the Second World War, in particular La vuelta a Europa en avión (1929) by Manuel Chaves Nogales, Terre des hommes (1939) by Antoine de Saint-Exupéry, Estrella distante (1996) by Roberto Bolaño and Le Jardin des Plantes (1998) by Claude Simon.

Keywords: Aviation, Modern literature, Bolaño, Chaves Nogales, Saint-Exupéry, Simon.

Desde 1909, cuando el aviador francés Louis Blériot logró cruzar el Canal de la Mancha, el avión no ha dejado de fascinar a los escritores. Ya en el mismo año, Kafka redactó un informe sobre una de las primeras exhibiciones de vuelo, titulado Die Aeroplane in Brescia, mientras Marinetti declaró que tanto el planeo rápido de los aviones como el ruido atro­nador de los propulsores contaban entre los temas mayores de la nueva poesía futurista (cf. Ingold, 1980, pp. 19-27, 61-71). Dos aspectos del vehículo recién inventado han despertado un interés particular en la historia literaria de la aviación. Si el avión es “más que un medio de locomoción”, como observa el poeta piloto Antoine de Saint-Exupéry en una carta escrita en 1943, un año antes de su último vuelo mortal, lo es a la vez por razones éticas y estéticas (Saint-Exupéry, 1999, p. 328). Por un lado, los escritores modernos celebran el aero­plano como un medio de acción que posibilita trans­gredir los límites del mundo y de sí mismo; por otro, lo presentan como un medio de percepción que permite ver la tierra y el cielo de una manera distinta. En lo siguiente, trataré de aclarar estos dos vínculos entre la aeronáutica y la literatura mediante unos textos pertenecientes a la cultura francesa y a las culturas hispanohablantes.

El avión como medio de acción (Saint-Exupéry, Bolaño)

La admiración por los primeros aviadores no se limitó a las masas populares, sino que se manifestó también en los ambientes artísticos y literarios. Especialmente los movimientos de vanguardia veían en las proezas de los pioneros de la aeronáutica y de los ases del combate aéreo un modelo para los progresos de la pintura o de la poesía (cf. Wohl, 1994 y 2005). Según Apolli­naire (1991), Blériot y sus colegas civiles o militares encarnaban por excelencia el “espíritu nuevo” exigido de los poetas del siglo XX, porque transgredían voluntariamente los límites natu­rales de la especie humana; así, realizaban con medios técnicos la fábula mítica de Ícaro, el hijo temerario del prudente Dédalo, sin sufrir forzosamente el mismo destino mortal (cf. Ingold, 1987, pp. 269-350). Pero también escritores no vanguardistas abundaron en esta opinión programática. Proust, por ejemplo, compara el genio original del novelista ficticio Bergotte con un “aparato” que logra “despegar” y “sobrevolar” a los Rolls-Royce de sus bien establecidos contemporáneos tradicionalistas (1987–1989, t. 1, p. 545). Y el escritor católico Paul Claudel ensalza el voluntarismo materializado en el avión: «No es una saeta disparada, sino el desprendimiento del hombre de la materia, la voluntad cumplida, la inteligencia que mediante un largo conjunto de medios repentina­mente alcanzó a producir el relámpago» (1965, p. 1307, la traducción es mía). Si de tal manera el despegue simboliza la supera­ción audaz de las limitaciones humanas y de las convenciones artísticas, el accidente aéreo se presenta como una muerte heroica o un martirio. En su poema “Aeroplano”, el escritor chileno Vicente Huidobro evoca la «cruz del Sur» para describir un avión caído del cielo (1990, pp. 55-56). Y en su novela Vol de nuit, sin duda la más lograda de sus obras, Saint-Exupéry presenta la última maniobra del protagonista Fabien como un verdadero acto icario: cuando el piloto comprueba que el combustible ya no basta para salir de la tempestad que cerca su avión, se decide a subir a las estrellas, consciente de su caída inevitable en el desierto patagónico (1994a, pp. 155-156). Con respecto a esta escena, el prologuista André Gide habla del «sobrepasamiento de sí mismo que consigue la voluntad tendida» (p. 962). Entre los admiradores de la aviación, la teme­ridad de Ícaro ya no es un ejemplo disuasorio como lo fue en la emblemática del Siglo de Oro; los émulos modernos del personaje mítico se imponen al contrario como un modelo sugestivo para una literatura liberada de las reglas tradicionales.

Sin embargo, a diferencia de los pilotos venerados por las vanguardias, los aviadores evocados por Saint-Exupéry son al mismo tiempo personajes comprometidos. Si despegan de una manera heróica, lo hacen para garantizar la comunicación entre los hombres que se quedan en la tierra. Este sentido de la responsabilidad social y moral caracteriza tanto al aviador de correos al servicio de la famosa línea Aéropostale como al piloto de la Segunda Guerra Mundial que cumple una misión de reconocimiento sobre el terreno ocupado por el invasor alemán (cf. Wohl, 2005, pp. 157-211). En ambos roles desempeñados también por el mismo escritor aviador, el héroe solitario vuela por el bien de la humanidad. Con respecto a este lado humanista de Saint-Exupéry, Sartre ha retomado el mito vanguardista del aeronauta para transformarlo en el modelo por excelencia del escritor comprometido. Siguiendo el ejemplo del piloto, éste debe aspirar a intervenir en el mundo que desde arriba puede ver de una manera distinta:

Saint-Exupéry nos ha indicado el camino: ha mostrado que el avión, para el piloto, es un órgano de percepción. Una cadena montañosa, vista a 600 kilómetros por hora y en la nueva per­spectiva del sobrevuelo, es un nudo de serpientes que se amontonan hacia el cielo, aspiran a perjudicar, a golpear; la velocidad, con su poder astringente, recoge y aprieta contra sí mismo los pliegues del vestido terrestre, Santiago salta hacia los alrededores de París (…). Después de él, después de Hemingway, ¿cómo podríamos pensar en hacer descripciones? Tenemos que su­mer­gir las cosas en la acción: su densidad existencial se tasará para el lector de acuerdo con la multiplicidad de las relaciones prácticas que las vinculan con los personajes. Haga subir la montaña por el contrabandista, por el aduanero, por el guerrillero, haga sobrevolarla por el avia­­dor, y la montaña surgirá de repente de esas acciones conexas, saltará fuera de su libro, como un diablo de la caja sorpresa. Así, el mundo y el hombre se revelan por las empresas. Y todas las empresas de las cuales podemos hablar se reducen a una sola: la de hacer la Historia (1985, p. 237, la traducción es mía).

Sartre recomienda al escritor tomar el sitio del piloto donde la percepción del mundo coincide con una intervención del hombre en el mundo. Si la montaña sobrevolada por el avión se asemeja a un “nudo de serpientes”, el aviador parece sumergido en la acción a la manera de un “ángel” matadragones, como lo sugiere una metáfora frecuentemente aplicada a los primeros pilotos y retomada por Saint-Exupéry (1994b, p. 174) para rendir homenaje a uno de sus colegas. Este vínculo crucial entre la percepción y la acción corresponde perfecta­mente a la concepción sartreana de la literatura según la cual el escritor dispara las palabras como “pistolas cargadas” (Sartre, 1985, p. 29).

Aparentemente, este elogio de la aviación como modelo de la litterature engagée debe mucho a los libros Terre des hommes y Pilote de guerre que Saint-Exupéry publicó en vísperas y a principios de la Segunda Guerra Mundial. En la literatura de posguerra predomina, en cambio, una versión mucho más sombría del mito heroico del aviador. Con respecto a la devastadora guerra aérea iniciada por la Alemania nacionalsocialista, incluso un escritor piloto como Jules Roy (1947, p. 92) subraya el lado siniestro del avión, a saber, su potencial “asesino” que ya Proust opuso a su apariencia “estelar y celeste”: a la luz de los bombardeos recientes, el aviador antes celebrado como un arcángel matadragones parece más bien un “ángel malo” (Proust, 1987-1989, t. 4, p. 381). En todo caso, esta metáfora luciferina encaja muy bien con el aeronauta Carlos Wieder, el protagonista de la novela Estrella distante de Roberto Bolaño, publicada en 1996. Este hombre con dos nombres y dos rostros es sin duda uno de los personajes más inquietantes imaginados por el novelista chileno. A principios de la dictadura de Pinochet, Wieder se distingue tanto por causar admiración como por sembrar terror. Por un lado, sabe fascinar a sus contem­poráneos por sus actuaciones de piloto poeta. No escribe sus poemas en papel, como lo hacen el narrador y otros personajes literatos que antes del golpe militar frecuentaron el mismo taller de poesía que él; los escribe en el cielo, dibujando una letra tras otra sobre la enorme pantalla azul con el humo gris negro expulsado por su avión. En varias exhibiciones de esta “escritura aérea” sobre Santiago de Chile, admiradas desde abajo como un espectá­culo sublime, compone palabras de la Biblia y versos de poesía moral o amorosa que firma con su nombre, pero también la estrella de la bandera chilena o eslóga­nes muy patriotas, como por ejemplo “LA ANTÁR­TIDA ES CHILE” (Bolaño, 1996, pp. 41, 55).1 Cuando en una ocasión escribe el verso “La muerte es responsabilidad” sobre la Moneda, el palacio presiden­cial, resulta bastante claro que colabora con el gobierno militar, ya que este llegó al poder mediante un bom­bardeo de la sede del gobierno de Allende; y cuando poco después agrega la frase “La muerte es limpieza”, se vislumbra además que participa en crímenes del Esta­do (pp. 89-90). De hecho, varios indicios señalan que el poeta aéreo actúa, por otro lado, como un asesino glacial al servicio del nuevo poder. El narrador sospecha que ha matado a una amiga escritora, y una tremenda exposición fotográfica estrenada en la casa de Wieder muestra a varias personas desaparecidas, presumiblemente torturadas por el mismo avia­dor. Ante esta luz tenebrosa no parece desacertada la reacción de un espectador que experi­menta las exhibi­ciones de poesía aérea como un “renacimiento de la Blitzkrieg” (p. 38), tanto más que Wieder pilota un Messerschmitt 109, el caza más importante de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial. Además, el poeta aviador cuyo apellido alemán significa “de nuevo” u “otra vez” tiene cierto parecido con Ernst Jünger (1928, p. 10), un escritor conocido por su visión suma­mente fría del mundo y por su convicción de que la aviación es la “expresión viva” de una experiencia vital provocada por una situación peligrosa, típica de las máquinas y las batallas modernas (Wohl, 2005, pp. 277-278).2 Por eso, no se dice sin razón a propósito de la “escritura aérea” de Wieder que es una “ex­hibición peligrosa, peligrosa en todos los sentidos” (Bolaño, 1996, p. 43). Presenta al mismo tiempo el peligro que corre el poeta despegado y transformado en una “estrella distante” así como el peligro al que se exponen sus colegas pegados al suelo. El Messer­schmitt trazando letras parece un medio de acción admirable que les hubiera encantado a las vanguar­dias histó­ricas; a los con­temporáneos de Bolaño les infunde, al contrario, un malestar profundo.

El avión como medio de percepción (Chaves Nogales, Simon)

Para los escritores del siglo XX, las funciones secundarias del aeroplano no se reducen, sin embargo, a una acción transgresora de límites. Como subraya Sartre, el mismo Saint-Exupéry ve en su vehículo de predilección un “órgano de percepción” que modifica la visión del mundo. En Terre des hommes constata rotundamente:

El avión es sin duda una máquina, ¡pero qué instrumento analítico! Este instrumento nos hizo descubrir el verdadero rostro de la tierra. (…) Con el avión, hemos aprendido la línea recta. Apenas despegamos, soltamos esos caminos que se inclinan hacia los abrevaderos y los establos, o serpentean de una ciudad a otra. (…) Solo en este momento, desde la altura de nuestras trayectorias rectilíneas, descubrimos el zócalo esencial, el fundamento de roca, de arena y de sal donde la vida a veces se atreve a florecer, como un poco de musgo en el hueco de las ruinas. / De repente, nos hemos convertido en físicos, en biólogos, examinando estas civilizaciones que adornan los fondos de los valles y de vez en cuando, de milagro, se despliegan como parques si el clima los favorece. De repente, juzgamos al hombre a escala cósmica, lo observamos por nuestras ventanillas como por instrumentos científicos. De repente, releemos nuestra historia (Saint-Exupéry, 1994b, pp. 200-201, la traducción es mía).

Esta reflexión sorprende tanto más al ser pronunciada por un aviador que normalmente, conforme al “dilema del piloto” comentado por Leo Marx (1988, pp. 18-36), tiene una relación demasiado práctica con el paisaje para poder contemplarlo de una manera tan distante y detenida. Mejor ubicado para semejante observación del espacio está el pasajero que entró en escena en 1919, gracias a las primeras líneas aéreas. En los aviones de Latécoère, de Scadta o de Lufthansa “los pasajeros reemplazaron a los héroes”, como resume un historiador fran­cés (Chadeau, 1996, pp. 184-188).3 Entre ellos figuró, además del periodista francés Claude Blanchard (1928) y del novelista Paul Morand (2006, p. 740) que opuso el “punto de vista del pasajero” a los “relatos aéreos extra­ordi­narios”, el cronista español Manuel Chaves Nogales, quien en 1929 emprendió un largo viaje aéreo desde Madrid hasta la cor­dillera caucásica. En su libro La vuelta a Europa en avión, que publicó poco después de terminar este recorrido impresionante, examina con gran lucidez la nueva visión de las cosas posibilitada por el vuelo que para su generación ya no es una “actividad hermética reservada a unos cuantos héroes”, sino una experiencia com­partida por otros hombres, más ociosos y menos taciturnos que los aviadores profesio­nales (Chaves Nogales, 2012, p. 24). Como periodista, se con­sidera destinado a describir el «modo aviador» de percibir el mundo, a saber, las «incor­poraciones de la acción de volar a la sensibilidad humana», que los pioneros y expertos de la aviación experimentan sin expresarlas (Chaves Nogales, 2012, pp. 26-27). En el primer capítulo escribe:

Las cosas son de otro modo desde arriba, y nadie ha dicho todavía cómo sean. El aviador profesional (…) sabe que el mundo no es como lo suponen quienes andan arrastrán­dose por su corteza. Pero no acierta a decir cómo es. Para eso hace falta que vuelen a diario hombres en otras actividades: literatos, pintores, escultores, arquitectos, músicos. Se podría asegurar que si estos hombres fuesen al mismo tiempo aviadores, harían otras novelas, otras sinfonías, otros cuadros y otras estatuas bien distintos de los que hacen hoy (Chaves Nogales, 2012, p. 24).

Sin embargo, Chaves Nogales no aprueba el maquinismo de los futuristas o de los artistas soviéticos.4 Aunque sabe apreciar la aceleración sensible del pasaje aéreo en comparación con el viaje en tren o en automóvil, no le interesan ni la velocidad ni la fuerza mecánica del avión. En su anatomía del “modo aviador”, se concentra en la nueva percepción de la tierra y del cielo.

Si desde el avión el mundo se presenta de una manera distinta, el cambio más sensible se produce con respecto al paisaje sobrevolado. Una vista aérea muestra una imagen a la vez total y abstracta de la tierra.5 Por una parte, es una imagen total o contextual, ya que a la estrechez de la cabina volante corresponde, paradójicamente, una ampliación enorme del campo visual. Un primer efecto de esta ampliación consiste en relativizar la magnitud de lo que desde abajo parecía inconmensurable y por ende imponente. Contemplado desde arriba, el Mont Blanc ya no infunde temor, sino que se asemeja a una “pella de chantilly”, así que para el pasajero aéreo, asegura Chaves Nogales, “el sentimiento sublime del paisaje se ha perdido por completo” (2012, p. 70). Con respecto a otra montaña, nota en cambio que “es, visto desde el avión, como un fabuloso plesiosauro” (p. 36). Parece, pues, que la miniaturización del paisaje no quita para siempre el antiguo terror ante la naturaleza, sino que puede provocar también una reacción contraria. Un segundo efecto de la visión total es la posibilidad de ubicar un lugar en su entorno geográfico que no es visible en el suelo. Después de despegar por primera vez, el periodista descubre que Madrid es un “milagro” cuyo surgimiento en medio del paisaje desértico de Castilla no se puede comprender; y antes de aterrizar en Venecia, disfruta tanto de ver emerger la ciudad del mar circundante que olvida el odio que le tenía por “lo fotografiada que está” a causa del turismo moderno (pp. 29, 280). Tal puesta en contexto favorece, tercero, una visión casi científica del paisaje, tal como Saint-Exupéry la atribuirá al aviador diez años después. Ya Chaves Nogales observa que desde el aeroplano resulta posible estudiar los fundamentos de la civilización humana, por ejemplo las constelaciones cultu­rales elementales que presentan los pueblos perdidos en los páramos de Castilla: “Desde una altura de dos mil metros se ve que tenemos sobre la Tierra la misma fórmula primaria de existencia social que las esponjas en los fondos de los mares” (p. 26).

Por otra parte, la imagen total que ve el pasajero aéreo es al mismo tiempo una imagen abstracta. Chaves Nogales anticipa la observación de Jean Cocteau (1983, pp. 216-217) de que la mirada vertical sobre la Tierra implica una “deshumanización” del paisaje. Como medio de percepción, el avión valora las formas geométricas. En la vista aérea de Madrid el casco antiguo parece una masa confusa, una verdadera “monstruosidad”, mientras que los trazados simétricos del barroco y de la modernidad, por ejemplo el Parque del Retiro o Ciudad Lineal, se imponen y agradan al espectador. Por lo tanto, el periodista opina que en la planificación urbana “de aquí en adelante habrá que pensar en las exigencias de la perspectiva vertical” (Chaves Nogales, 2012, p. 28). En eso comparte el punto de vista de Le Corbusier que en el mismo año de 1929 emprendió un viaje aéreo a América del Sur. En su libro Aircraft, escrito bajo la impresión de esta ex­periencia nueva y sin duda también del trazado cuadriculado tan típico de las ciudades del Nuevo Mundo, el arquitecto suizo insiste en la profunda solidaridad entre la aviación y el urbanismo moderno (Le Corbusier, 1935, p. 122).6 Además, en la medida que la imagen de la tierra se vuelve ab­strac­ta, se asemeja a un mapa topográfico.7 Con su concisión habitual, Chaves Nogales constata: “a cierta altura, y por determinados paisajes, volar es exactamente igual que pasar el dedo sobre el mapa” (2012, pp. 114-115)8. La vinculación de la aviación con la cartografía no es nada original, dado que ya el fotógrafo Nadar (1994, pp. 95-122), aficionado a los viajes en globo, comparó la vista aérea con un planisferio donde las diferencias de altura resultan imperceptibles. El autor de La vuelta a Europa en avión, sin embargo, elabora esta idea decimonónica de una manera interesante. Observa que la percepción casi cartográfica del paisaje sobrevolado hace des­aparecer las fronteras políticas y, en cambio, hace aparecer un “mapa espiritual” que señala impor­tantes diferencias culturales (Chaves Nogales, 2012, p. 273). Desde arriba, no se puede ver dónde termina Rusia y dónde comienza Ucrania, pero se nota en seguida que en el segundo país, a diferencia del primero, “el campo es mucho más fuerte que las ciudades”; de igual manera, el “espíritu imperialista” de Alemania, materializado en numerosas vías férreas y “carreteras tiradas a cordel”, se destaca visiblemente del espíritu rebelde de Checoslovaquia, cuyo paisaje se caracteriza por “parcelas más desiguales” y por “caminitos más torcidos” (pp. 166, 259-260).

Por supuesto, la nueva visión de la tierra presupone una visibilidad más o menos clara. Si esto no es el caso, el pasajero aéreo puede experimentar otro cambio, a saber, una nueva manera de percibir el cielo. Como nota Chaves Nogales (p. 36), un vuelo por las nubes revela que “toda una complicada mecánica aérea puebla la atmósfera que antes creía­mos diáfana y vacía”. La frecuencia considerable de esta experiencia es otra característica de la aviación comercial que “aspira a funcionar con la misma regularidad que los servicios ferroviarios” (p. 276), es decir, a un horario independiente de los fenómenos atmosféricos. De este modo, el siglo de los aviones toma cada vez más el aspecto de un “siglo de las nubes”, para citar al novelista francés Philippe Forest (2010). La entrada en el cielo nublado puede tener con­secuen­­cias muy diferentes para el pasajero. Por una parte, se arriesga a perder completamente la orien­ta­ción, ya que no puede consultar los instrumentos de navegación de los cuales dis­po­ne el piloto cuando tiene que volar sin visibilidad. Durante un vuelo, el periodista espa­ñol debe aguantar que “no se tiene en todo el viaje un punto de referencia”; durante otro, es testigo de un verdadero “pugilato empren­dido entre [la] máquina y las enormes masas de vapor de agua que el viento empuja ciegamente” (Chaves Nogales, 2012, pp. 251, 276). Tampoco faltan varios aterrizajes forzosos que aumentan aún el número ya considerable de escalas entre España y la Unión Soviética. Por otra parte, empero, el vuelo en las nubes implica la posibilidad de una revelación súbita y tanto más encantadora del paisaje antes nublado, de suerte que el viajero del aire puede disfrutar de las “maravillosas mutaciones de decoración” en el escenario terrestre (p. 38).

Aún más que de día, el “modo aviador” de ver el mundo resalta de noche. Las descripciones respectivas de Chaves Nogales explican por qué la obra maestra de Saint-Exu­pé­ry, publicada dos años después, en 1931, se concentrará en un vuelo nocturno. Desde un avión que avanza en las tinieblas, tanto el cielo como la tierra parecen transfigurarse de una manera espectacular. En plena noche, el pasajero tiene la impresión de volar en “el interior de una gran cámara oscura” (p. 110); y cuando el alba raya en la línea del horizonte, puede observar los más sutiles cambios de luz provocados por la mecánica celeste. Si dirige su mirada hacia abajo, tiene el placer de descubrir las constelaciones artificiales formadas por las ciudades iluminadas. A la vista de ellas, el periodista, por lo demás muy disciplinado, no oculta su entusiasmo:

Volar sobre una ciudad como Berlín durante la noche es el espectáculo más grandioso que nos puede ofrecer la civilización. El espíritu humano lleva muchos siglos maravillándose ante el espectáculo del firmamento durante la noche; los poetas de todos los tiempos han cantado la grandeza del creador cada vez que consideraban la inmensidad del cielo tachonado de estrellas, y puede decirse que el sentimiento de lo sublime en la Naturaleza subsistía ya sólo porque el espectáculo de la noche espolvoreada de luz seguía siendo insuperable. Pero esto ha sido también superado. / Imaginad un firmamento mucho más vasto que el que puede abarcarse estando a ras de tierra y poblado con muchas más estrellas que estrellas hay en el cielo; muchas más y mucho más brillantes. El firmamento de la Divinidad, el firmamento que ha hecho creyentes a los hombres y divinos a los poetas, es, frente a este firmamento mentido por nosotros –uno arriba y otro abajo–, un pobre y triste espectáculo. La mise en scène de la Divi­ni­dad es más pobre que la de los alemanes; el espectáculo del firmamento auténtico. Hay entre ellos la misma diferencia que entre una revista montada por Folies Bergère y la misma revista repre­sentada en un teatrito de provincias. El Creador va a tener que echar mano de un nuevo electricista para mantener la competencia con los alemanes (Chaves Nogales, 2012, pp. 107-108).

Este elogio del firmamento eléctrico resume las reflexiones de Chaves Nogales acerca del impacto estético del avión. Lo que el pasajero aéreo puede ver como en un planetario invertido es una imagen particularmente abstracta del paisaje terrestre que de noche presenta un espectáculo más amplio y asombroso que el firmamente celeste. En tales momentos, puede olvidar completamente que ha elegido el aeroplano en primer lugar para desplazarse a más alta velocidad.

Desde la perspectiva de un lector posterior, sin embargo, esta valoración entusiasta del “modo aviador” parece algo anacrónica. Lleva visiblemente la firma de un periodista que, a finales de los años 1920, todavía no ha sido testigo de los ataques aéreos de la Guerra Civil española o de la Segunda Guerra Mundial, como será el caso en los últimos reportajes de Chaves Nogales (2017; 2018). Varios escritores de la posguerra que sufrieron tales ataques des­criben la vista aérea de una manera mucho más ambivalente. Entre ellos figura el novelista francés Claude Simon, premio Nobel de 1985, que en 1940 combatió a los invasores alemanes en un regimiento de dragones y, por lo tanto, tuvo que enfrentar los aviones de la Luftwaffe montado en un caballo. Solo mucho más tarde, a finales de los años sesenta, descubrió la perspectiva aérea durante varios vuelos transatlánticos. Su obra más abun­dante en descripciones desde este punto de vista, la novela tardía Le Jardin des Plantes de 1998, vincula de manera insistente la percepción de la tierra por un pasajero aéreo con la memoria de la guerra experimentada por un simple soldado (Nitsch, 2013). Así, los paisajes vistos desde arriba toman un aspecto profundamente desasosegador. Bien es verdad que el pasa­jero de la posguerra no puede reconocer, desde el aeroplano, los cam­pos de batalla que recorrió a pie y a caballo muchos años atrás: de día parecen demasiado lejanos, y de noche se reducen a “constelaciones” luminosas de formas abstractas (Simon, 2006, pp. 1011-1012). Ante estas vistas aéreas, el antiguo dragón resulta tan desorientado como el campesino espa­ñol en la novela LʼespoirdeMalraux (1996, p. 390), quien no logra identificar su propia aldea cuando la sobrevuela en avión. En cambio, los paisajes lejanos que descubre durante varios vuelos de larga distancia le re­cuerdan las catástrofes históricas a las que ha sobrevivido gracias a unas felices coinciden­cias. Cuando, por ejemplo, sobrevuela la estepa de Kazajstán, tanto las incontables nubes que flotan debajo del avión como las sombras que estas forman en el suelo le recuerdan una “formación militar”, un “ejército en orden de batalla” (Simon, 2006, p. 938, la traducción es mía). Aunque el terreno está desierto, se puebla de guerreros en la descripción metafórica que corresponde a la percepción del viajero perseguido por su pasado. Aún más amenazante le parece el paisaje montañoso que percibe por la ventanilla cuando el avión cruza el desierto de Gobi:

…era semejante a eso: no a lo que se suele denominar montañas, una sencilla barrera hecha de inertes peñas, de cumbres o de inertes nevizas, sino a algo vivo, soñoliento y espantoso, de la familia de los saurios o de los reptiles cuyas arrugas tenía, algo que debía matar sin ni siquiera moverse, simplemente esperando con la pácifica y monstruosa indiferencia propia de esas bestias con escamas o carapazones que se contentan con estar allí, adormecidos en su inmovilidad, y que de repente dan un mordisco antes de recaer en su somnolencia… (Simon, 2006, p. 947).

Como Chaves Nogales, Claude Simon emplea la metáfora paleontológica del “saurio” para evocar la cadena montañosa vista desde arriba, pero lo hace en un contexto diferente. Muy probablemente, su descripción alude a los dragones que los aviadores temerarios suelen matar según el mito vanguardista actualizado por Sartre, uno de sus principales antagonistas literarios. Aquí, en cambio, no es un piloto heroico que enfrenta la “serpiente” acechando en el suelo, sino un pasajero fascinado que no logra vencer la memoria traumática de la guerra. Si todavía para Simon (2006, p. 954) el avión no es “simple­mente un medio de transporte”, sino también un instrumento de percepción, la vista aérea descrita en su novela remite a una violencia histórica imposible de olvidar.

A modo de conclusión: de lo excepcional a lo cotidiano

Como Estrella distante de Bolaño, Le Jardin des Plantes de Simon se publicó a finales del siglo XX. Alrededor del año 2000 aparecieron también algunos de los estudios más importantes sobre la historia cultural y literaria de la aviación; cabe citar en particular los libros opulentamente documentos de Robert Wohl (1994; 2005), que trazan la formación del mito heroico del piloto, así como los ensayos perspicaces de Christoph Asendorf (1997) y de Mitchell Schwar­­zer (2004), que destacan las características de la perspectiva aérea.9 Puede ser que esta coyuntura notable tenga que ver con el centenario del primer vuelo motorizado, realizado en 1903 por los her­ma­nos Wright. Pero también es posible que a principios de nuestro siglo sea necesario sub­rayar los efectos colaterales de un medio de locomoción vuelto demasiado familiar como para que los pasajeros lo consideraran atentamente. Sobre todo, como ya pudo observar Theodor W. Adorno (1954) en la posguerra estadounidense, se ha perdido la antigua costumbre de mirar por la ventanilla, dado que al viajero de hoy lo rodean pantallas siempre encendidas que lo distraen tanto del paisaje visto desde arriba como de las nubes exploradas desde adentro. Quizás el encanto especial de la vista aérea, testimoniado por tantos escritores desde la aparición de la aeronáutica civil en 1919, ya haya pasado a la historia.

Referencias

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Adorno, T. W. (1954). So ergeht es dem, der heute zum ersten Male fliegt. Frankfurter Rundschau, 9 de enero de 1954.

Apollinaire, G. (1991 [1917]). L’esprit nouveau et les poètes. En M. Décaudin (Ed.), Œuvres en prose, t. 1 (pp. 941–954). Paris: Gallimard (Bibliothèque de la Pléiade).

Asendorf, C. (1997). Super Constellation. Flugzeug und Raumrevolution. Wien/New York: Springer (Ästhetik und Naturwissenschaften).

Blanchard, C. (1928). Du Kremlin au Vatican. LʼEurope en avion. Paris: Baudinière.

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Notas

1 Sobre el poeta aviador Raúl Zurita, uno de los modelos del personaje de Wieder, véase la introducción de Rike Bolte a este dosier.
2 Sobre la impronta de Jünger en la obra de Bolaño, véase Klengel (2019).
3 Acerca de la Scadta, véase ahora Meisel Roca (2019).
6 Acerca de este libro, véase el ensayo de Rike Bolte en este dosier.
8 Véase también p. 166.
9 Véase también el resumen conciso de investigaciones recientes de Piglia (2017, pp. 33–39).

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