Dosier
“Un Fierro trágico”: proyecciones políticas del Martín Fierro de José González Castillo durante la última dictadura militar (1978)
Resumen: Este trabajo se propone indagar en las características formales, temáticas y en las proyecciones políticas de dos adaptaciones escénicas de Martín Fierro, obra dramática escrita por José González Castillo basada en el célebre poema de José Hernández. Inicialmente, describiremos el contexto de producción que dio origen tanto al texto dramático como a su primera puesta en escena, estrenada en 1915. En nuestro análisis, situaremos la obra en el marco de las nuevas interpretaciones del poema realizadas por diversos intelectuales vinculados al anarquismo. Posteriormente, nos centraremos en el período de la última dictadura militar argentina (1976-1983) para examinar una nueva concreción escénica del texto de González Castillo, dirigida por Rodolfo Graziano y estrenada en el Teatro Nacional Cervantes (TNC) en 1978. El estudio de ambas versiones nos permitirá comprender cómo los diferentes contextos de producción y recepción dieron lugar a nuevas lecturas sobre la figura de Martín Fierro, estableciendo vínculos cambiantes con los procesos de apropiación política que ha atravesado el poema a lo largo del siglo XX.
Palabras clave: Historia del teatro en Buenos Aires, Martín Fierro, Última dictadura militar, José González Castillo.
“Un Fierro trágico”: political projections of José González Castillo’s Martín Fierro during the last military dictatorship (1978)
Abstract: This study aims to investigate the formal, thematic, and political projections of two stage adaptations of Martín Fierro a dramatic work by José González Castillo based on the famous poem by José Hernández. Initially, we will describe the production context that gave rise to both the dramatic text and its first staging, premiered in 1915, situating the play within the framework of new interpretations of the poem by various intellectuals associated with anarchism. Next, we will focus on the period of the last Argentine military dictatorship (1976-1983) to examine a new stage version of González Castillo’s text, directed by Rodolfo Graziano and premiered at the Teatro Nacional Cervantes (TNC) in 1978. The study of both adaptations will allow us to understand how different production and reception contexts led to new readings of Hernández’s creation, establishing shifting links with the political appropriation processes that the poem has undergone throughout the 20th century.
Keywords: History of Theatre in Buenos Aires, Martín Fierro, Argentinian Last Military Dictatorship, José González Castillo.
Introducción
Publicadas en 1872 y 1879, las dos partes que componen la historia del Martín Fierro en la pluma de José Hernández han suscitado una multiplicidad de debates, apropiaciones e interpretaciones que al día de hoy siguen alimentando un repertorio diverso de discusiones en torno a la identidad nacional. Tal como señala Ezequiel Adamovsky, “cuando publicó la primera parte de su Martín Fierro, Hernández no tenía modo de sospechar el destino extraordinario que iba a tener su obra” (2019, p. 11). Concebida como un testimonio literario que apelaba a cuestionar las políticas implementadas por el gobierno de Domingo Faustino Sarmiento, el poema de Hernández fue considerado en los años siguientes uno de los hitos centrales en el desarrollo de la literatura gauchesca, e inclusive su culminación (Prieto, 2015). A la par, la figura de Fierro fue recuperada y resignificada tanto en el plano artístico como en los sucesivos “usos” políticos e institucionales que acompañaron al poema,1 y que acudieron a su historia para desentrañar un amplio caudal de símbolos y connotaciones acerca de la cultura y la idiosincrasia argentina, muchas veces por medio de lecturas divergentes y contradictorias.
En 1890, una versión escénica del poema, escrita y dirigida por Elías Regules, introdujo por primera vez al personaje de Hernández en los escenarios argentinos.2 De ahí en adelante, a lo largo de todo el siglo XX y hasta el momento presente, diversos artistas teatrales se sirvieron del Martín Fierro para proyectar nuevos sentidos en torno a la historia del gaucho oprimido que, luego de huir hacia la frontera, regresa a su medio social para reivindicar los valores de la honradez, el trabajo y la vida familiar.
El siguiente trabajo se propone indagar en las características formales, temáticas y en las proyecciones políticas de dos versiones teatrales formuladas a partir del poema de Hernández, bajo contextos históricos diversos. La primera parte de este estudio se sitúa en 1915: ese año, en el Teatro San Martín, el dramaturgo y militante político José González Castillo estrenó junto a la Compañía Tradicionalista una versión teatral del Martín Fierro. En nuestro análisis, describiremos el contexto de producción que dio nacimiento al texto dramático y a su puesta en escena, inscribiendo la obra en una serie de nuevas lecturas proyectadas sobre el poema por parte de diversos referentes intelectuales vinculados al anarquismo. En este primer apartado, analizaremos también algunos componentes procedimentales y temáticos presentes en la adaptación. Posteriormente, nos situaremos en el período de la última dictadura militar: en el mes de agosto de 1978, una nueva versión escénica formulada a partir del texto de González Castillo se estrenó en el Teatro Nacional Cervantes (TNC), bajo la dirección de Rodolfo Graziano. La propuesta escénica de Graziano introdujo una nueva dimensión semántica, que asimilaba la figura de Fierro con el sistema de convenciones y con los tópicos característicos de la tragedia clásica. A la vez, en la trama de las políticas culturales desplegadas por el régimen militar, la versión estrenada en 1978 no fue solamente un espectáculo exitoso, relevante para pensar las marcas estilísticas y la poética directoral desplegada por Graziano durante la primera etapa de su gestión al frente del TNC. Se trató, más bien, de un artefacto teatral y cultural complejo, puesto al servicio de diversas iniciativas que apelaron a la exacerbación de sentimientos nacionalistas y a una comprensión “esencialista” de la identidad argentina. Por lo tanto, luego del análisis de la puesta, pondremos en diálogo las nuevas producciones de sentido elaboradas por Graziano con algunos proyectos desplegados por la política cultural del gobierno militar en torno a la figura del Martín Fierro y con el sistema de valores motorizado por el régimen autoritario.
No se trata aquí de evaluar si la decisión de versionar uno de los pilares más significativos de la tradición literaria nacional posee un valor intrínseco, sino más bien de inscribir el espectáculo dentro de un esquema más amplio: de este modo, el montaje concebido por Graziano adquiere una significación particular, al observar el grado de articulación que estableció con los lineamientos generales de la gestión cultural durante el último gobierno de facto y con una serie de objetivos macropolíticos desplegados tanto en la discursividad militar como en sus propuestas comunicacionales.
De la rebelión a la “conciliación”: el Martín Fierro (1915) de González Castillo
La pieza de José González Castillo se estrenó por primera vez el 14 de diciembre de 1915, bajo la dirección de Elías Alippi. Estructurada en tres actos y 11 cuadros, la obra propuso una síntesis de las dos partes del poema de Hernández a partir de la recuperación de una serie de núcleos narrativos centrales. Cada uno de los cuadros que componían la versión se desplegaba a partir de la configuración de un relato-marco: en el prólogo, titulado “La leyenda”, un grupo de gauchos se disponía alrededor de un fogón con lámparas rojas, escuchando atentamente el relato de un gaucho anciano. En torno al fuego, el anciano describía un pasado idílico, recuperando algunas estrofas pertenecientes a los cantos II y VIII de la primera parte del poema de Hernández. En la voz del anciano, la evocación pretérita de una vida alegre y segura contrastaba con el presente, momento en el cual el gaucho “anda siempre juyendo / siempre pobre y perseguido. / No tiene cueva ni nido / como si juera maldito. / Porque el ser gaucho… ¡barajo! / el ser gaucho es un delito” (1942, p. 58). La configuración escénica de este prólogo restituía así la dimensión épica característica del relato de Hernández, de acuerdo al modelo interpretativo del poema introducido por Leopoldo Lugones en 1913. Durante el desarrollo de la trama, el personaje del “Gaucho anciano” reaparecerá en los cuadros sucesivos, muchas veces interactuando con el protagonista o con otros personajes, pero afirmando, sobre todo, una función eminentemente narrativa.
En lo que refiere a los núcleos de acción que conforman El gaucho Martín Fierro (1872), González Castillo recuperó en su versión la llegada del Juez de Paz y el reclutamiento de Fierro; la vida en “El Cantón” y el enfrentamiento con los indios; la huida posterior del protagonista y el regreso a la tapera; los asesinatos de “el negro” y de un “matón” protegido por el comandante, ambos a manos de Fierro; y finalmente, el encuentro con Cruz y su partida juntos. El desarrollo del tercer acto introducía una elipsis, para luego aventurarse en la dramatización de algunos acontecimientos centrales de La vuelta de Martín Fierro (1879). En el inicio de este último acto, la experiencia de Cruz y de Fierro en la frontera era recapitulada por el “Gaucho anciano”: “Fierro y el sargento Cruz / para el desierto rumbearon / en la pampa se adentraron / cayendo por fin del viaje / a unos toldos de salvajes / los primeros que encontraron./ Contar aquellas penurias / fuera alargar el asunto/ le diré sobre este punto / que a los dos años recién/ les hizo el cacique el bien / de dejarlos vivir juntos” (González Castillo, 1942, p. 111). Luego de esta secuencia introductoria, las penurias de Fierro continuaban con la muerte de Cruz, producto de la viruela. Antes de morir, Cruz le encomendaba a Fierro la búsqueda de su hijo. Mientras el protagonista lamentaba el fallecimiento de su amigo, los gritos de una mujer lo ponían en alerta. A continuación, Fierro se enfrentaba a un grupo de indios y rescataba a la Cautiva. Los cuadros siguientes (titulados, respectivamente, “La toldería”, “El viejo vizcacha” y “El encuentro”) escenificaban la muerte y los consejos del Viejo Vizcacha a Marcelino, el segundo hijo de Fierro, para luego narrar el reencuentro de Fierro con sus hijos y con “Picardía”, el hijo de Cruz, y, por último, el enfrentamiento frustrado con “El Moreno”. El cuadro del desenlace, denominado “La visión final”, recreaba los consejos de Fierro a sus hijos. González Castillo concluía su pieza con la imagen de un Martín Fierro moribundo: rodeado por sus hijos, el protagonista dejaba caer su cabeza sobre el pecho, mientras un telón de foro exponía “la silueta lejana de la ciudad que avanza” (p. 137). Una voz distante irrumpía, recitando los últimos versos del poema de Hernández: “Mas naide se crea ofendido / pues a ninguno incomodo / y si canto de este modo / por encontrarlo oportuno / no es para mal de ninguno, / sino para bien de todos” (p. 137).
González Castillo revistió el desarrollo de la trama con una serie de componentes narrativos, referenciales y verbales que evidenciaban los rasgos costumbristas de la pieza.3 Durante el Primer Cuadro, introdujo un baile de malambo dentro de la pulpería. Luego, el Cuadro Cinco del Segundo Acto se iniciaba con la representación de una “firmeza”, danza popular típica de la región rioplatense desde mediados del siglo XIX. A la par, a lo largo de toda la pieza, las acotaciones escénicas describían minuciosamente los espacios interiores y exteriores en los que se desarrollaba la acción, apelando al “detalle superfluo” (Barthes, 1987) para remitir al “color local” y a las particularidades geográficas de la región pampeana. El costumbrismo reverberaba también en los parlamentos de los personajes, que subrayaban los modos particulares del habla rural, tanto en los modismos y el vocabulario gauchesco como en las inflexiones verbales de los personajes extranjeros (“El Napolitano” y “El Inglés”). Por último, del conjunto de elementos costumbristas, se destacaba durante el Cuadro IX la presencia del personaje de “La curandera”, que asistía al Viejo Vizcacha y le auguraba una muerte inmediata.
Castagnino considera que la motivación de González Castillo a la hora de formular una versión escénica del poema de Hernández respondió a una “simpatía ideológica” de parte del autor respecto de su protagonista (1974, p. 502). Ahora bien, ¿qué componentes del texto dramático exponían las huellas de esa simpatía? El estreno de la versión escénica de González Castillo se produjo en el contexto de una serie de apropiaciones del poema de Hernández con sentidos y funcionalidades políticas divergentes, tanto por parte del movimiento “tradicionalista” como del universo intelectual anarquista. Siguiendo a Adamovsky, cada una de estas corrientes se inscribe en dos modelos específicos de “criollismo”, es decir, de “un modo particular de hablar de lo popular –de la vida del bajo pueblo, de sus aspiraciones, de su pasado, de sus valores– a través de la figura del gaucho” (2019, p. 13). Mientras que el “criollismo nativista” o “tradicionalismo” refiere a las apropiaciones del universo gauchesco impulsadas por las elites políticas e intelectuales nacionalistas o a las conmemoraciones estatales en torno a la figura del gaucho, el “criollismo popular” identifica aquellas producciones culturales que, o bien habían sido gestadas por artistas de origen popular, o bien intentaban aproximarse a un público de clases bajas, definiendo un circuito de distribución masivo que prescindió de impulsos o avales estatales.
Las primeras iniciativas de apropiación del Martín Fierro por parte de la vertiente tradicionalista se manifestaron durante el Centenario de la Revolución de Mayo, bajo la presidencia de José Figueroa Alcorta, cuando un grupo de destacados intelectuales vinculados a las clases dirigentes (entre los que se encontraban Ricardo Rojas, Manuel Gálvez y Leopoldo Lugones) intentaron “recuperar o inventar tradiciones nacionales capaces de aglutinar emocionalmente a las masas y de contrarrestar el cosmopolitismo del movimiento obrero” (Adamovsky, 2019, p. 60). Durante la presidencia de Roque Sáenz Peña, una serie de conferencias realizadas por Lugones en 1913 en el teatro Odeón –publicadas tres años después en un libro titulado El payador (1915) – inscribía al Martín Fierro en el linaje de la poesía épica de la tradición helénica. Lugones le asignaba al gaucho una serie de atributos singulares: la serenidad, el ingenio, la meditación, la sobriedad y el vigor lo convertían en un “tipo de hombre libre”; su romanticismo y su espíritu aventurero lo diferenciaban del indio (Lugones, 2009, p. 62). Lugones concibió así al gaucho argentino como el “héroe y el civilizador de la Pampa” (p. 59) y emparentó al Martín Fierro con el linaje de Hércules (pp. 189-195). De este modo, tal como señala María Pía López:
…si el telar de desdichas que es el poema teje la injusticia padecida por un gaucho, Lugones (…) se ve obligado a diluir su condición de denuncia en un relato sobre la formación de la nación. Olvidarlo como parte de una sociedad conflictiva para pensarlo como arquetipo desencarnado ya de los valores de la nacionalidad. (2009, p. 18).
Este gesto de reivindicación en clave nacionalista tuvo su antecedente en la labor de Ricardo Rojas: tanto desde la cátedra de Literatura Argentina de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aries (desde 1912) como por medio de su producción historiográfica, el célebre escritor e historiador contribuyó a canonizar el poema de Hernández como símbolo y emblema nacional.
Mientras tanto, la eclosión del “criollismo popular” se advierte a partir de 1880, cuando las historias de gauchos comenzaron a multiplicarse y a circular masivamente desde diversos medios y soportes (Adamovsky, 2019, p. 35). A principios del siglo XX, el imaginario criollista suscitó debates y apropiaciones contradictorias en algunas agrupaciones vinculadas al anarquismo. En 1904, el diario La Protesta, órgano de difusión del movimiento ácrata, comenzó a ser dirigido por Alberto Ghiraldo, quien incorporó en la publicación un suplemento cultural semanal titulado, justamente, Martín Fierro. Según reconstruye Matías Emiliano Casas (2022), el proyecto de Ghiraldo se propuso asimilar la ideología anarquista a la idiosincrasia nacional, en abierta disputa con la corriente intelectual “anticriollista” que había caracterizado al movimiento a partir de 1903. De este modo, “diferentes estudios coincidieron en que la figura del gaucho permitía tramitar una serie de controversias que se daban cita hacia el interior del anarquismo: la relación entre el campo y la ciudad; entre lo nacional y lo extranjero; entre los personajes populares y los entretenimientos populares, etcétera” (Casas, 2022, p. 34).
La elección de Ghiraldo, orientada a reivindicar la figura del gaucho y sus puntos de identificación con otros sectores sociales oprimidos, optó por recuperar la figura del Martín Fierro antes que la de Juan Moreira, personaje que había gozado de una prolífica recepción por parte de los sectores populares. Según Casas, al igual que Moreira, el personaje de Fierro contaba con una amplia popularidad pero, a la vez, postulaba una imagen del gaucho menos anclada en los aspectos moralmente reprobables que caracterizaban a la creación de Eduardo Gutiérrez. Al analizar las características de los personajes gauchescos en la producción dramática elaborada por Ghiraldo (Alma Gaucha, de 1906, y Los Salvajes, de 1916) Casas observa que la recuperación del Martín Fierro en ambas obras manifestó una posición “oscilante”: si bien los dos textos propusieron una denuncia del sistema de justicia y una identificación con sus víctimas, “en Alma Gaucha primó la figura de un gaucho contestatario, encarnado en Cruz, mientras que, en Los Salvajes, Martín Fierro dio cuenta de una actitud opuesta, centrada en el consejo y la reconciliación” (2022, p. 43).
La trayectoria política, intelectual y artística de González Castillo, al igual que su singular reelaboración escénica del poema de Hernández, mantienen muchos puntos de contacto con la producción de Ghiraldo. Desde sus inicios, desplegó un ideario y una actividad política cercana a los preceptos del movimiento anarquista: junto al autor teatral Florencio Sánchez, participó en diversas luchas gremiales en la ciudad de Rosario. En 1907, su primera obra, titulada Los Rebeldes, se representó en un local perteneciente al sindicato de panaderos a beneficio de una huelga ferroviaria. Algunos años después, en mayo de 1910, González Castillo apoyó una huelga general de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), en la cual se reclamaba la derogación de la Ley de Residencia, la liberación de presos políticos y la amnistía a los infractores del ejército. El estado de sitio declarado por el gobierno de José Figueroa Alcorta y la persecución desplegada sobre el movimiento ácrata motivó que el autor partiera hacia el exilio y se radicara en Chile (López Rodríguez, 2011, p. 9). Sin embargo, desde las páginas de El Mercurio, González Castillo continuó abonando a las ideas anarquistas, esta vez por medio de diversos pronunciamientos escritos de fuerte tono anticlerical (Koss, 2011, p. 1). En paralelo, su obra dramática expone la articulación de dos tendencias: junto al desarrollo del “teatro serio” o “drama de tesis” –en la estela inaugurada por Roberto J. Payró y Florencio Sánchez– cultivó el desarrollo de diversos géneros populares, como el sainete, la comedia o el drama nativista. Bajo esta vertiente, su producción se inscribió “dentro de un sistema que concibe al teatro como ‘escuela’, como estricto compromiso con el pasado, como continuidad, regido por el principio de autoridad de la tradición, en directa relación con lo finisecular” (Pellettieri, 2005, p. 223). La reivindicación del teatro popular y de la tradición escénica autóctona también se puso de manifiesto en su labor como director de la publicación Teatro Criollo, entre 1909 y 1912, y en la conformación de la Compañía tradicionalista argentina, con la cual estrenó su versión del Martín Fierro. Es posible inferir, por lo tanto, que el estreno de esta pieza contribuyó a fortalecer el resurgimiento del imaginario criollista y sus puntos de contacto con los objetivos políticos de parte del movimiento anarquista.
Al igual que en la versión dramática escrita por Elías Regules en 1896 –y como sucederá posteriormente con Los Salvajes, de Ghiraldo, en 1916– la propuesta escénica formulada por Castillo restituyó la doble operación ideológica que caracteriza las dos partes del poema de Hernández, destacando en su desenlace la plena armonía entre el protagonista y el medio social que lo marginó. Los dos primeros actos condensaban la impronta contestataria de la historia, al recrear la partida de Fierro hacia la frontera, producto de la injusticia y la opresión ejercida por la institución militar. En este tramo de la obra, Castillo se detenía particularmente en la violencia desbordada que asediaba a Fierro, al recrear los enfrentamientos con “El Negro” (Cuadro V) y “El Matón” (Cuadro VI). Luego del encuentro con Cruz, Fierro se consolidaba como un símbolo de rebeldía: su deserción oficiaba como respuesta a un sistema social injusto. Durante el desenlace del segundo acto, luego de escuchar la historia de Cruz, Fierro afirma: “Ya veo que somos los dos / astillas del mesmo palo. / Yo paso por gaucho malo / y usté anda del mesmo modo. / Y yo pa acabarlo todo / a los indios me resbalo / Pido perdón a mi Dios, / que tantos bienes me hizo; / pero dende que es preciso / que viva entre los infieles, / yo seré cruel con los crueles: / ansí mi suerte lo quiso” (González Castillo, 1942, p. 108). Sin embargo, La Vuelta del Martín Fierro, segunda parte del poema, exponía una transformación: transcurridos dos años, Fierro regresaba al medio social que lo había maltratado. El gaucho, rebelde e inconformista en el pasado, afirmaba ahora los valores del trabajo, la honradez, la prudencia y la obediencia. En la misma dirección, la versión de Castillo exponía este punto de inflexión en el Cuadro VII del tercer acto: luego de rescatar a la Cautiva, Fierro la invitaba a emprender juntos el viaje de regreso. No importaba que en esa decisión se pusiera en juego su libertad o el riesgo de ser apresado por el gobierno, ya que “infierno por infierno” prefería “el de la frontera” (1942, p. 115). Sin embargo, ya no era necesario temer a la autoridad. Tal como lo informaba el Gaucho Anciano durante el desarrollo del Cuadro X, nadie recordaba los crímenes cometidos por el protagonista de la historia. La presencia de Fierro ya no implicaba un peligro para el orden establecido. Por su parte, él también había dejado atrás la violencia y su impronta combativa. En el presente, las disputas y los enfrentamientos sólo tenían lugar en el intercambio que habilitaba la payada y el duelo entre recitadores, pero no cuerpo a cuerpo. Durante el mismo Cuadro, a pedido de Marcelino, Fierro no respondía a la afrenta del Negro en el interior de la pulpería, cuando éste lo desafiaba con una daga. Intempestivo y vengativo en el pasado, se limitaba ahora a acatar el ruego de su hijo y a marcharse de forma tranquila y apacible. La evocación de los consejos dirigidos a sus hijos en el Cuadro final de la pieza subrayaba el tono ejemplar y pedagógico que definía la nueva identidad del gaucho. Fierro le reclamaba a los jóvenes oír sus consejos, porque eran el fruto de la experiencia. Se presentaba ante ellos como padre, pero, en tanto consejero, “más que padre” era “un amigo” (p. 134). A continuación, enumeraba las premisas que debían regir su conducta: demandaba que sus hijos depositaran su confianza solamente en Dios y en unos pocos hombres; los defectos ajenos debían ser disimulados; era necesario andar por la vida afirmando una actitud respetuosa, cautelosa y moderada; el hombre tenía la obligación de ser trabajador y prudente. Fierro reivindicaba también la necesidad de defender la familia –sintetizada en la célebre sentencia “los hermanos sean unidos / porque esa es la ley primera” (p. 134)–, el respeto a los ancianos y, sobre todo, el acatamiento a la autoridad: “obedezca el que obedece / y será bueno el que manda” (p. 136). Luego de afirmar que “ningún vicio acaba donde comienza” (p. 136), Fierro observaba con reprobación su propia conducta en el pasado y encontraba en ella los indicios de una última lección: “El hombre no mate al hombre / ni pelee por fantasía / Tiene en la desgracia mía / un espejo en que mirarse. Saber el hombre guardarse / es la gran sabiduría” (p. 136). De este modo, sin dejar de lado las denuncias vinculadas a los abusos del sistema de justicia y de la corporación militar, la escenificación de los consejos de Fierro a sus hijos en la versión elaborada por González Castillo reafirmaba el carácter pedagogizante y conciliador de la segunda parte del poema de Hernández.
En 1941, el texto de González Castillo fue reestrenado en el Teatro Nacional Cervantes, en una puesta en escena dirigida por Elías Alippi. Bajo el gobierno conservador presidido por Roberto Marcelino Ortíz, el reestreno del Martín Fierro adquirió nuevas connotaciones y funcionalidades, que no habían sido destacadas por parte de las lecturas anarquistas: por un lado, desde finales de la década del treinta, la figura del gaucho transmutó “en una fuerza espiritual, en un símbolo estático, en una pieza del pasado” (Casas, 2022, p. 232). Por otro, el personaje de Fierro se incorporó a un conjunto de festividades cívicas que lo evocaron “como prenda del pasado, como exponente romántico y naif de un ambiente rural que ocultaba las condiciones de explotación, los sufrimientos y las persecuciones de las que daba cuenta el texto” (p. 232). Como veremos a continuación, esta perspectiva será fundamental a la hora de comprender las nuevas significaciones que adquiere el Martín Fierro en las diversas dictaduras cívico-militares y, en particular, durante el régimen autoritario iniciado en 1976.
Un Fierro trágico (1978)
En 1976, la toma del poder por parte de las Juntas Militares marcó el inicio de una etapa siniestra y conflictiva en la producción cultural argentina. Como destacan Hernán Invernizzi y Judith Gociol, más allá de los campos de concentración, las prisiones y los Grupos de Tarea (GT), el gobierno autoritario desplegó una “compleja infraestructura de control cultural” (2003, p. 23) que incluía equipos de censura, análisis de inteligencia, planes, decretos y diversos mecanismos destinados a regular la circulación de bienes simbólicos. La ofensiva del poder estatal y paraestatal en estos ámbitos no se limitó a una postura meramente “reactiva” (Terán, 2008, p. 297). Por el contrario, estudios como los de Burkart (1997) y Risler (2018), junto con las investigaciones más recientes compiladas por Schenquer (2022), han revelado la dimensión “productiva” de las políticas culturales y comunicacionales del régimen militar, dirigidas a legitimar el autoritarismo y a construir nuevas formas de consenso y disciplinamiento.
En el campo teatral, mientras que ciertas manifestaciones escénicas –fundamentalmente en el Teatro Independiente– se constituyeron como espacios de resistencia y resiliencia micropolítica (Pellettieri, 2001; Dubatti, 2012), los ámbitos teatrales oficiales mostraron vínculos ambivalentes con las políticas culturales implementadas por el régimen militar. Algunas iniciativas –como la convocatoria de ciertos artistas teatrales que figuraban en las listas negras– evidenciaron un sutil disenso frente a los criterios de regulación cultural establecidos por el dispositivo represivo. En otros casos, los esquemas de programación y los imaginarios sociales de algunos espectáculos del período estrenados en el ámbito estatal permiten identificar, aunque sea de forma difusa, una filiación con los significados y valores culturales que el régimen militar intentó imponer. El estreno del Martín Fierro en agosto de 1978 en el Teatro Nacional Cervantes (TNC) tal vez permita iluminar este último aspecto.
Junto a la puesta en escena de Farsa del Corazón (obra de Atilio Beti estrenada el 22 de julio de 1977), Martín Fierro consolidó el rasgo tradicionalista que caracterizará al sistema de repertorio elaborado por Graziano como director artístico del TNC y de su impronta como director escénico.4 Durante su primera temporada, la puesta dirigida por Graziano constituyó un éxito de taquilla, congregando un total de 45.691 espectadores a lo largo de 79 funciones (Seibel, 2011, p. 108). En una entrevista publicada en el diario Crónica, el director destacaba la trascendencia del poema de Hernández como símbolo de la nación argentina:
Martín Fierro es una de las páginas brillantes de nuestra literatura, con un fondo que dice de forma elocuente cómo es el hombre de nuestra tierra (...). Hemos elegido esta obra porque hemos querido dar oportunidad a la gente joven de interesarse por un poema de la trascendencia del Martín Fierro. Luego hemos querido acercar a esta misma juventud a una manifestación teatral sobre la base del inolvidable poema” (Graziano, 1978, p. 14).
Con la colaboración de Onofre Lovero, Graziano formuló una adaptación del texto original de González Castillo. Algunas modificaciones en el sistema de personajes y la singular concepción espacial ideada para la puesta en escena incorporaron un nuevo universo de significaciones y sentidos en el célebre relato de Hernández. Desde las páginas del diario La Opinión, el 17 de junio de 1979, el director afirmaba: “Nosotros hemos hecho una adaptación escénica para el público de nuestro tiempo, ubicándola en el estilo de la tragedia clásica” (Graziano en Selguerman, 1979, p. 2). La apreciación es, al menos, paradójica: según Graziano, para traer a Fierro al presente era necesario mirar hacia el pasado. Hacia un pasado, inclusive, mucho más remoto y distante que el tiempo que le tocó en suerte al propio Fierro. Sin embargo, aun en su contrariedad, la definición posibilita observar la versión bajo una nueva clave de lectura.
Las marcas que refieren a la tragedia clásica se identifican, en primer lugar, en la incorporación de un personaje colectivo: se trataba de un coro de mujeres, interpretado por las actrices Márgara Alonso, Vera Leban y Nelly Fontán. El componente íntegramente femenino que conformaba el coro evoca un aspecto singular de los rituales dionisíacos que oficiaron como antecedente de la tragedia clásica. Tal como señaló tempranamente Aristóteles en su Poética, el género trágico tuvo su origen en el “ditirambo”, un canto coral en honor a Dioniso. El investigador Hugo Bauzá agrega:
A partir del siglo V a. de C. la realización de los misterios dionisíacos está testimoniada en gran parte de la cuenca del Mediterráneo Oriental. Para celebrar tales misterios las mujeres, en estado de posesión, provistas de tambores y flautas –los instrumentos del culto− subían a nevados montes donde efectuaban correrías, danzas y caza con el propósito de alcanzar ese éxtasis divino (1997, p. 143, cursivas añadidas).
En una nota publicada en el diario Clarín, Lovero señalaba que los parlamentos enunciados por el coro partieron de citas textuales o de la reelaboración de algunos versos presentes en el poema de Hernández. De acuerdo a la función característica de este tipo de personaje, oficiaban a “modo de comentario de la acción” (Clarín, 1978, p. 5). Posteriormente, en una entrevista realizada para este estudio, Graziano identificaba la presencia del coro femenino con el símbolo de “la fatalidad”. En la misma entrevista, Graziano exponía otra de las referencias utilizadas para la elaboración de la puesta en escena: se trataba, en este caso, del cuadro “Pelea de gallos en la Argentina” (1864-1865), realizado por el pintor brasilero Jean León Pallière. Graziano recordaba: “Todo comenzaba con ponchos alrededor donde formaban una pista de riña de gallo. Y la riña de gallos eran personas” (Schcolnicov y Manduca, 2022).
La evocación del cuadro de Pallière se materializaba en la secuencia inicial del espectáculo: luego de que el telón se levantara, el espacio escénico se presentaba completamente a oscuras. Progresivamente, una serie de luces, ubicadas en el proscenio, iluminaban a un grupo de intérpretes, quienes sostenían una tela de arpillera formando un círculo. En su interior, dos actores evocaban la forma física y el movimiento de dos gallos dispuestos a trenzarse en una pelea, mientras, desde afuera, un grupo de gauchos celebraba la consumación del ritual. La primera aparición de Fierro acontecía en el interior del círculo. Desde allí, el personaje interpretado por Raúl Lavié cantaba los primeros versos del poema de Hernández. Graziano inscribía así el relato de Fierro en el despliegue de un ritual criollo, que evocaba, aunque fuera de manera indirecta y lejana, el propio origen ritual que dio nacimiento a la tragedia.5 La misma composición visual volvía a aparecer durante el Cuadro X del tercer acto, mientras Fierro se batía en un duelo de payadas con el personaje de “El negro”. Según Graziano, la recurrencia de esta imagen introducía en el relato escénico una temporalidad particular: “La puesta es cíclica, en el sentido de presentar a Fierro en una riña constante, para terminar en la riña con el negro, en la famosa payada de la Vuelta, y en la partida de Fierro con su hijo” (Graziano en Selguerman, 1979, p. 2). A partir de esta recurrencia, Graziano inscribía la historia de Fierro en el orden de un tiempo mítico y circular.
La configuración espacial de la puesta en escena introducía otra dimensión trágica a partir de la cual Graziano reinterpretaba al personaje de Hernández. Guillermo de la Torre fue el encargado de concebir y diseñar el dispositivo escenográfico. En vísperas del estreno, el escenógrafo recordaba:
Para encontrar la solución escénica que unificara la sucesión de cuadros del relato de Hernández pasé muchas horas planeando y desechando proyectos. Hasta que descubrí, en el poema mismo, que la muerte y la soledad son dos elementos ambientales constantes. Recordé, de niño, aquellas osamentas de altos cuernos que se habían quedado mirando para siempre el tren que se llevaba la vida (...) (Martín Fierro, otra vez de la pampa al Cervantes, 1978, p. 5).
El paisaje escénico desplegado por el tándem Graziano-de la Torre estaba lejos de emular los tonos pintorescos y coloridos de la pintura de Pallière: no había en la escena decorados evocativos de la Pampa decimonónica, ni tampoco el diáfano cielo azul que bañaba los cuadros del pintor brasilero. Por el contrario, el dispositivo escenográfico se afirmó en un marcado ascetismo, de impronta explícitamente monocromática: envuelto en una densa oscuridad, la acción transcurría en un espacio vacío y despojado, rodeado tan solo de un conjunto de calaveras vacunas que colgaban desde la parrilla del escenario o se ubicaban en el piso de la escena. El cielo estrellado, tantas veces evocado en el poema de Hernández, era ahora un páramo de cráneos pálidos y fluorescentes. La presencia de estas calaveras trascendía su dimensión puramente ornamental, para instituir una marca simbólica que intervenía plásticamente en el desarrollo de la acción: el carácter mortuorio, en tanto augurio de un destino ineluctable, acompañaba así al protagonista. Desperdigadas por el escenario, las calaveras configuraban una suerte de memento mori (“el tren que se llevaba la vida”) que conectaban la acción con el plano superior de la escena y exponían un territorio asediado por un orden natural en descomposición. Ubicada en el proscenio, una pequeña estructura conformada por palos de madera configuraba el único límite espacial preciso, esbozando de manera fragmentaria la arquitectura característica de los fortines militares.
De este modo, la resolución espacial del espectáculo eliminaba la profusión de elementos costumbristas inscriptos en el texto de González Castillo: solo la luz, acompañada de unos pocos elementos de utilería, exponía las variaciones de los diversos espacios dramáticos por los que transcurría la acción. Más allá de las características singulares de cada uno de los espacios, la figuración de una pampa oscura, abierta y desolada, donde la presencia de la muerte era una constante, emergía como el testigo principal de las penurias de Fierro. El carácter ascético del espacio escénico dialogaba con el desarrollo de la acción. Era, en cierto modo, el correlato plástico del despojo material y simbólico al que se sometía el protagonista de la historia.
El “metatexto espacial” delineado en la puesta de Graziano también incidía en los significantes temporales: desprovisto de coordenadas precisas, el tiempo en el que transcurría la historia de Fierro, como el de la tragedia clásica, adquiría ahora el estatuto de un tiempo mítico y legendario; un illo tempore que imponía su distancia tanto de las referencias históricas esbozadas por Hernández como del presente sincrónico de la representación,6 y se afirmaba, tal como identificamos anteriormente, en un flujo circular.
El conjunto de signos que configuraba el espacio escénico contrastaba con otros sistemas significantes introducidos en la puesta. Así, al carácter austero y despojado de la escenografía se le imponía la impronta realista elaborada en el diseño del vestuario, también a manos de de la Torre, que emulaba la vestimenta característica en la región pampeana hacia fines del siglo XIX. El atuendo de Fierro se componía de una camisa, calzoncillos cribados cubiertos con el distintivo chiripá y una faja anudada a la cintura. Un pañuelo blanco cubría en algunos momentos su frente y en otros la parte superior de su cabeza. En diversos tramos de la obra Fierro también portaba un poncho sobre el hombro derecho, junto a un sombrero de ala corta y un facón en la espalda. La vestimenta del protagonista se completaba con las tradicionales botas de potro. Con algunas variantes, este diseño de vestuario fue replicado en la caracterización del resto de los personajes masculinos. Las diferencias en términos de clase y pertenencia social también se ponían de manifiesto en el vestuario seleccionado para caracterizar al Juez de Paz, interpretado por Santiago Gómez Cou: en este caso, su uniforme se componía de una camisa blanca y un pañuelo del mismo color atado al cuello, una chaqueta, un pantalón negro, sin cribas y, por último, un chiripá que le cubría ambos hombros. El atuendo de la esposa de Fierro también fue diseñado de acuerdo a las características arquetípicas de la vestimenta femenina de la época en el ámbito rural: una pollera ancha con motivos floreados, acompañada de un tejido de lana que le cubría los hombros y caía desde sus espaldas y, por último, zapatos de taco bajo.
Vale la pena preguntarse de qué manera el intertexto trágico introducido por Graziano posibilitaba la elaboración de una nueva semántica sobre los núcleos narrativos por los que transitaba la historia: así, la remisión a un pasado idílico en la vida del gaucho –evocada por el personaje del Gaucho Anciano– y su disolución posterior por la intervención del Juez de Paz, puede ser entendida en términos de la peripecia que estructura el desarrollo de la trama trágica, es decir, “la transformación de las acciones en el sentido contrario” (Aristóteles, 2009, p. 75). Se trata, en este caso, de un cambio de fortuna en la suerte del héroe, marcado por el pasaje de la dicha a la desdicha. Junto a la peripecia, el Cuadro XI, en el que Fierro enuncia los consejos dirigidos a sus hijos, asume el estatuto de un “reconocimiento” o “anagnórisis”, proceso por el cual la ignorancia transmuta en conocimiento “entre quienes estaban destinados o a la dicha o a la desdicha” (Aristóteles, 2009, p. 77). Por su parte, la insistencia en el espíritu combativo que signó el destino de Martín Fierro, condensado en la evocación del cuadro de Pallière en dos momentos claves del espectáculo, destaca una de las cualidades que definen la identidad del héroe de acuerdo al imaginario de la antigüedad clásica, aspecto constitutivo de los relatos míticos que alimentaron tanto la epopeya como la tragedia. Tal como señala Bauzá, “la grandeza del héroe radica en que al combatir arriesga su vida y, por ese hecho, el combate se convierte en la prueba esencial de su existencia” (2007, p. 31). De este modo, la compresión de Fierro como un “héroe trágico” puede inscribirse en las apreciaciones elaboradas por Martínez Estrada en torno al poema de Hernández, pero recupera, fundamentalmente, el gesto interpretativo fundacional introducido por Lugones, al integrar a Fierro en el linaje de los héroes míticos de la antigüedad helénica.
Si Fierro asumía el estatuto de un “héroe trágico”, asediado por una fuerza providencial que lo arrastraba hacia el infortunio (la fatalidad encarnada en el personaje colectivo del coro femenino), es posible inferir que los referentes sociales y políticos que signaron su destino como oprimido se desvanecían: el ejercicio abusivo de las instituciones representativas de los sectores dominantes seguía ahí, encarnado en la figura del Juez, el Mayor (Onofre Lovero) y en el resto de los personajes vinculados al cuerpo militar. Pero ya no respondía a un ejercicio del poder que podía ser refrendado en un momento histórico preciso, sino a un orden trascendente y ahistórico, ajeno a la voluntad y a la agencia humana.
En su célebre estudio dedicado a las características del mito en las sociedades modernas, Roland Barthes (1999) identifica el “habla mítica” con una serie de funciones semiológicas particulares, las cuales pueden ser tenidas en cuenta a la hora de analizar el nuevo sistema de lecturas del Martín Fierro instaurado por Graziano. Según Barthes, el mito se configura en la defección de las cualidades históricas de los sujetos, los objetos o los relatos que evoca. Se trata de un proceso de deshistorización, por medio del cual “las cosas pierden en él el recuerdo de su construcción” para devenir “un cuadro armonioso de esencias” (p. 150). Este proceso afecta también la dimensión política de los relatos míticos. En esa dirección, Barthes define al mito como un habla “despolitizada”:
Al pasar de la historia a la naturaleza, el mito efectúa una economía: consigue abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica, cualquier superación que vaya más allá de lo visible inmediato, organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas (p. 150).
Sin embargo, tal como hemos señalado en la introducción, las nuevas elaboraciones de sentido instituidas por Graziano no sólo deben ser pensadas en función de aquellos elementos de la puesta en escena que asimilan la figura del protagonista a la de los héroes de la antigüedad helénica, sino también en el contexto de las políticas culturales implementadas por el régimen militar. Siguiendo las apreciaciones de García Canclini (1987), la política cultural dictatorial se caracterizó por la confluencia de dos paradigmas: si bien muchos de sus lineamientos respondieron a las premisas del modelo de “privatización neoconservadora” –a partir de la transferencia al sector privado de la iniciativas de desarrollo cultural–, muchas de sus acciones pueden inscribirse también dentro del paradigma del “tradicionalismo patrimonialista”, basado en la “preservación del patrimonio folclórico, concebido como archivo osificado y apolítico” (p. 32). Según Canclini, las diversas variantes tradicionalistas “coinciden al pretender encontrar la cultura nacional en algún origen quimérico de nuestro ser, en la tierra, en la sangre o en ‘virtudes’ del pasado despedidas de los procesos sociales que las engendraron y las siguieron transformando” (p. 32).
La impronta patrimonialista y su reivindicación de un pasado cultural remoto respondía a una serie de objetivos políticos más abarcativos. Así lo explicitaba en 1977 el Secretario de Cultura Raúl Alberto Casal, en una entrevista realizada por la revista Pájaro de fuego:
Las fuerzas armadas están cumpliendo con el mandato y los objetivos del proceso de reorganización nacional. Proceso que es consecuencia de la sistemática corrupción institucional que la precediera y de la acción de la subversión organizada. En ambos casos, el invalorable patrimonio cultural ha sido directamente atacado por aquella acción disolvente y negativa. De allí la preocupación de las Fuerzas Armadas por la defensa cultural de nuestro patrimonio. Esto origina una estrategia de programas de acción cultural conjunta con la Secretaría de Estado, destinados a recomponer los valores esenciales del ser nacional (Casal, 1977, p. 13).
De este modo, en el ámbito teatral, el estreno de Martín Fierro puede ser comprendido en términos de una iniciativa patrimonialista, al recuperar un símbolo literario y cultural que condensaba, desde la perspectiva militar, la esencia de la identidad nacional. Esta operación interpretativa tenía algunos antecedentes: desde la década del treinta, el Martín Fierro había sido convocado por diversas publicaciones vinculadas a las Fuerzas Armadas. En ese nuevo espacio de recepción, la figura de Fierro fue revisitada “como símbolo de un tiempo pasado, como puente de conexión con lo autóctono o incluso como ‘maestro’ para las nuevas camadas de militares” (Casas, 2022, p. 156).
Durante 1978, algunas acciones gestionadas tanto desde la Secretaría de Cultura como por intermedio de la Secretaría de Información Pública (SIP) entablaron un diálogo directo con el estreno de la puesta dirigida por Graziano: ese año, la Secretaría de Cultura recibió un incremento considerable de su partida presupuestaria, con el fin de ejecutar diversas acciones que fortalecieran los sentimientos nacionalistas y una idea de la cultura “alejada de cualquier referencia a la realidad contemporánea” (Rodríguez, 2015, p. 302). Parte de estos fondos fueron destinados a la creación de la Revista Nacional de Cultura, una publicación que se proponía difundir “las manifestaciones más altas en materia de filosofía, artes y ciencias, que componen el pensamiento argentino” (Res. Nº 355). En tanto órgano de difusión oficial, la publicación buscó revalorizar la producción literaria de algunos escritores canónicos de fines del siglo XIX y de principios del siglo XX, tales como Manuel Gálvez, Eduardo Gutiérrez, Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares o el propio José Hernández. En particular, en sus diversos números, la publicación presentó una serie de artículos y de reseñas dedicadas a la literatura y al teatro gauchesco, en las cuales las referencias al Martín Fierro fueron evocadas de forma recurrente.7
Otra iniciativa cultural en sintonía con el estreno del Martín Fierro fue elaborada desde la Secretaría de Información Pública (SIP) durante el mes de noviembre, en torno a los festejos por el “Día de la tradición”. En 1939, bajo la presidencia de José Félix Uriburu, esta celebración fue instituida por la ley Nº 4756, a fin de conmemorar el nacimiento de José Hernández y de exaltar los valores y las tradiciones gauchas en la Provincia de Buenos Aires. En 1975, la ley nacional N° 21154 extendió la celebración a todo el territorio nacional. En su artículo 2, la norma declaraba a la ciudad de San Martín como “Ciudad de la Tradición”, al ser considerada “Hito N° 1 de la Argentinidad y cuna del nacimiento de José Hernández”. Luego del derrocamiento de Perón, tanto los gobiernos de facto como los democráticos mantuvieron la celebración de esta festividad dentro de los calendarios oficiales. En particular, las evocaciones de Fierro por parte de los diversos regímenes autoritarios que se sucedieron hasta 1983 postularon una imagen oficial del gaucho ajena a cualquier principio contestatario. De este modo, la figura de Fierro devino “en un elemento estático. Un componente más del statu quo. Se lo evocaba como un puente con el terruño y el pasado nacional” (Casas, 2022, p. 108). En noviembre de 1978, la campaña elaborada por la SIP tuvo como objetivo generar entusiasmo y consenso por parte de la población en torno a las tradiciones vernáculas, al igual que apeló a reforzar los sentimientos de soberanía e identidad nacional en el contexto de la disputa territorial con el gobierno de Chile por el canal de Beagle y las islas Lennox (Rodríguez, 2022, p. 71). Una de las acciones centrales de esta campaña, realizada en el ámbito educativo, consistió en la reivindicación de la figura del “Martín Fierro” como símbolo nacional. Según reconstruye Rodríguez:
…las ‘ideas-fuerza’ a trabajar en las aulas eran: “el Martín Fierro es una obra que trascendió todos los tiempos. Recordando a su autor José Hernández honramos a nuestro pasado y a nuestras tradiciones” y “un pueblo que no reconoce sus deudas con el pasado no puede enfrentar el futuro con confianza”. (p. 71).
Ya en 1979, la versión escénica del Martín Fierro fue transmitida por Canal 11, durante las celebraciones oficiales por la independencia argentina.
La articulación entre el estreno del Martín Fierro con otras iniciativas culturales oficiales, que encontraban en el personaje de Hernández un arquetipo del “ser nacional”, debe ser complementado con otras perspectivas en torno a la política cultural implementada por el régimen autoritario: en un discurso pronunciado durante la segunda reunión del Consejo Federal de Coordinación Cultural, en diciembre de 1977, Casal identificaba que uno de los obstáculos más grandes a la hora de implementar un plan cultural en la Argentina consistía en la capacidad para trascender las contradicciones históricas que oponían las manifestaciones culturales vernáculas frente aquellas que provenían del legado cultural europeo (Casal, 17 de diciembre de 1977, p. 18). La propuesta escénica elaborada por Graziano pareciera oficiar como una respuesta a este dilema, al incorporar en el universo de José Hernández, con sus resonancias autóctonas y tradicionalistas, los signos que la emparentaban a los relatos y a los símbolos característicos de la antigüedad helénica. De este modo, el Martín Fierro escenificado por Graziano abrazaba uno de los legados ancestrales más distintivos de la cultura occidental.
Por último, la dimensión pedagógica que las Fuerzas Armadas reconocían en el Martin Fierro permite interpretar algunos aspectos de la versión escénica del poema en sintonía con una serie de tópicos característicos de la discursividad militar, expresada tanto en las manifestaciones públicas de diversos funcionarios del gobierno como en el dispositivo propagandístico implementado por el régimen. En primer lugar, como señala Hugo Vezzetti (2002), el “tópico de la guerra” fue el elemento dominante en las narrativas que la última dictadura militar formuló para pensarse a sí misma (p. 94). La manifestación de este tópico permeó de formas diversas las expresiones culturales y comunicacionales producidas por el régimen. Como hemos analizado anteriormente, al destacar la dimensión guerrera y combativa de Fierro, la puesta de Graziano expandía y amplificaba sus alcances.
En segundo término, tal como analiza Julia Risler (2018), una de las unidades de significado recurrentes en las piezas comunicacionales producidas por el gobierno militar (o por parte de sus aliados) apeló a cohesionar a la nación Argentina alrededor de un “nosotros”, imagen que oficiaba “como contracara de un otro identificado como enemigo externo” (p. 248). De allí que, en el final del espectáculo, el primer consejo pronunciado por Fierro a sus hijos asumiera, en el marco enunciativo de 1978, una nueva connotación: la alianza entre “hermanos” debía ser reforzada en pos de evitar ser “devorados” por “los de afuera”. La misma interpelación a la unión había sido puesta en juego en una pieza publicitaria difundida en diversos medios de comunicación entre octubre y diciembre de 1977: en la imagen “se mostraba un trozo de carne, con la forma del mapa de Argentina y dispuesto sobre un plato, acompañado con la frase: “Unámonos…y no seremos bocado de la subversión” (aviso oficial, LN, 8/11/77)” (Risler, 2018, p. 224). Tanto el llamado a la unión como el sintagma formulado para identificar las acciones de un presunto agente amenazante (ser bocado, es decir, ser devorado “por la subversión”) exponen un campo semántico común que remite a la célebre sentencia del poema de Hernández.
En tercer término, la reivindicación de una actitud obediente de parte de Fierro también adquiría una resonancia particular en la trama de los discursos propagandísticos que apelaban a “fomentar los valores, actitudes y comportamientos del ‘buen ciudadano’” (Risler, 2018, pp. 232-233). Asimismo, el respeto por las jerarquías y las figuras de autoridad propugnado por Fierro era concordante con una serie de propósitos enunciados por las Fuerzas Armadas, vinculados, en este caso, a la restauración de un orden presuntamente perdido. De acuerdo con Águila (2023),
Desde los primeros comunicados y declaraciones, los integrantes de la Junta Militar se encargaron de destacar que el caos, el desgobierno, el desorden, la inmoralidad y la corrupción que habían caracterizado al período previo al 24 de marzo de 1976 −todos elementos que vinculaban con el surgimiento y desarrollo de la subversión− serían reemplazados por el reestablecimiento del orden, la autoridad, y la recuperación de los valores morales (p. 95).
De este modo, las lecciones de Fierro a sus hijos se investían de un nuevo fundamento de valor, acoplándose, de forma tal vez involuntaria, a la siniestra cruzada restauradora desplegada por el dispositivo represivo.
Conclusiones
En La invención de la literatura, Florence Dupont (2001) señala que la significación de un mito no es el producto de la historia en sí misma, sino del campo cultural en el cual esa historia emerge y se sitúa. En efecto, “la historia puede ser repetida, exactamente igual (...) pero cada actualización mítica produce una significación nueva...” (p. 25). Estas apreciaciones pueden extenderse también a todos aquellos relatos que poseen un estatuto ficcional y, en particular, hacia aquellos que caracterizan al desarrollo de la literatura dramática. En el ámbito de la producción teatral, la articulación entre el texto dramático y los procesos de concretización escénica configuran un fenómeno privilegiado para observar cómo los aspectos contextuales que rodean y modalizan las puestas en escena formulan nuevas lógicas de sentido, siempre cambiantes y renovadas.
En el análisis de la adaptación escénica de González Castillo en torno al Martín Fierro, relato que rápidamente adquirió el estatuto de un “mito fundacional”, este trabajo buscó reconstruir de qué manera los diversos contextos de producción y recepción habilitaron nuevas lecturas sobre la creación de Hernández, estableciendo vínculos variables con los procesos de apropiación en clave política por los que transitó el poema a lo largo del siglo XX.
Al reconstruir las características del texto de González Castillo en el momento de su estreno, analizamos cómo la propuesta dramática formulada por el autor dialogaba con el resurgimiento y la reivindicación de los imaginarios criollistas en los círculos intelectuales del anarquismo. Señalamos también que, sin omitir la impronta combativa que se advierte en el poema, su versión destacaba el rol pedagógico y ejemplar que Fierro asumía en el desenlace de La Vuelta…, postulando una mirada conciliadora entre el gaucho y el medio social que lo oprimió.
Posteriormente, analizamos las operaciones de sentido formuladas por Rodolfo Graziano en una nueva versión escénica del texto de González Castillo, durante la última dictadura militar. Luego de identificar una serie de intertextos que emparentaban la historia de Fierro con la tragedia clásica y con el imaginario de la tradición helénica, inscribimos este montaje dentro de un conjunto de iniciativas culturales motorizadas por el régimen autoritario. En ellas, el gobierno militar destacó la figura de Fierro como un símbolo de la tradición nacional. El estreno de la obra dirigida por Graziano adquiría así una nueva resonancia, acorde a las premisas patrimonialistas que definieron la política cultural dictatorial. En paralelo, señalamos cómo los consejos pronunciados por Fierro a sus hijos en el desenlace del espectáculo se hallaban en plena sintonía con una serie de tópicos recurrentes en la discursividad militar y en su dispositivo comunicacional. De esta manera, el llamado a la unión y la obediencia, junto con el resguardo de la institución familiar, exponían en la voz de Fierro las premisas simbólicas que signaron el despliegue de la cruzada represiva y la convocatoria al restablecimiento del orden enunciada por el Estado autoritario.
Fuentes documentales utilizadas:
Schcolnicov, E., y R. Manduca (2022). “Entrevista a Rodolfo Graziano”.
Fotografías de la versión escénica del Martín Fierro. (1978). Archivo del Instituto Nacional de Estudios Teatrales (INET).
Referencias
Adamovsky, E. (2019). El gaucho indómito. De Martín Fierro a Perón, el emblema imposible de una nación desgarrada. Buenos Aires: Siglo XXI.
Águila, G. (2023). Historia de la última dictadura militar. Argentina, 1976-1983. Buenos Aires: Siglo XXI.
Aristóteles (2009). Poética. Buenos Aires: Colihue.
Barthes, R. (1987). El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós.
Barthes, R. (1999). Mitologías. México D.F.: Siglo XXI.
Bauzá, H. (1997). Voces y visiones. Poesía y representación en el mundo clásico. Buenos Aires: Biblos.
Bauzá, H. (2007). El mito del héroe: morfología y semántica de la figura heroica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Burkart, M. (1997). De Satiricón a Humo®. Risa, cultura y política en los años setenta. Buenos Aires: Miño y Dávila Editores.
Casal, R. A. (17 de diciembre de 1977). Casal criticó la falta de identidad cultural. La Opinión, p. 18.
Casal, R. A. (1977). El país que nos debe doler. (1977). Pájaro de fuego, 1(2), 12-16.
Casas, M. E. (2022). Como dijo Martín Fierro: interpretaciones y usos del poema de José Hernández durante el siglo XX. Buenos Aires: Prometeo.
Castagnino, R. (1974). Lo gauchesco en el teatro argentino. Antes y después de Martín Fierro. Revista Iberoamericana, 40(87-88), 491-508. https://doi.org/10.5195/reviberoamer.1974.290
Castagnino, R. (1979). Entre paradigmas y nostalgia. Revista Nacional de Cultura, 1(4), 79-85.
Dubatti, J. (2012). Cien años de teatro argentino: del Centenario a nuestros días. Buenos Aires: Biblos-OSDE.
Dupont, F. (2001). La invención de la literatura. Buenos Aires: Editorial Debate.
Eliade, M. (1974). Imágenes y símbolos. Madrid: Taurus.
Gamerro, C. (1989). La gauchesca anarquista. Filología, 24, 133-164.
García Canclini, N. (1987). Introducción: políticas culturales y crisis de desarrollo: un balance latinoamericano. En N. García Canclini (Ed.), Políticas culturales en América Latina (pp. 13-61). México D. F.: Editorial Grijalbo.
González Castillo, J. (1942). Martín Fierro. Buenos Aires: Instituto Nacional de Estudios Teatrales.
Graziano, R. (13 de agosto de 1978). La vuelta de “Fierro”. Crónica, p. 14.
Invernizzi, H. y Gociol, J. (2003). Un golpe a los libros: represión a la cultura durante la última dictadura militar. Buenos Aires: Eudeba.
Koss, N. (2011). Las innovaciones teatrales de José González Castillo. Palos y piedras, 12, 1-6.
Loisy, A. (1967). Los misterios paganos y el misterio cristiano. Barcelona: Paidós.
López, M. P. (2009). Paradojas de la fundación. En L. Lugones, El payador (pp. 17-22). Buenos Aires: Biblioteca Nacional.
López Rodríguez, R. (2011). José González Castillo, el teatro como arma. En J. González Castillo, Los invertidos y otras obras (pp. 7-30). Buenos Aires: Ediciones RyR.
Lugones, L. (2009). El payador. Buenos Aires: Biblioteca Nacional.
Martín Fierro, otra vez de la pampa al Cervantes (8 de agosto de 1978). Clarín, p. 5.
Martínez Estrada, E. (2005). Muerte y transfiguración del Martín Fierro. Buenos Aires: Beatriz Viterbo.
Minguzzi, A. (2007). Estudio preliminar e índice bibliográfico. En Martín Fierro: Revista Popular Ilustrada de Arte y Crítica (1904-1905). Buenos Aires: Academia Argentina de Letras.
Mogliani, L. (2015). Nativismo y costumbrismo en el teatro argentino. Buenos Aires: Edición de la autora.
Pellettieri, O. (2001). La segunda fase de la modernidad teatral argentina (1976-1983). En O. Pellettieri (Dir.), Historia del teatro argentino en Buenos Aires. El teatro actual 1976-1998 (pp. 73-79). Buenos Aires: Galerna.
Pellettieri, O. (2002). Microsistema de la gauchesca teatral (1884-1896). En O. Pellettieri (Dir.), Historia del teatro argentino en Buenos Aires. Volumen II. Subsistema de la emancipación cultural (1884-1930) (pp. 77-144). Buenos Aires: Galerna.
Pellettieri, O. (2005). José González Castillo: práctica y teoría teatral. En O. Pellettieri (Dir.), Escena y realidad (pp. 221-226). Buenos Aires: Galerna.
Prieto, A. (2015). La culminación de la poesía gauchesca. En Conocimiento de la Argentina. Estudios literarios reunidos (pp. 81-104). Rosario: Editorial Municipal de Rosario.
Renard, M. A. (1979). Prehistoria del Martín Fierro. Revista Nacional de Cultura, 1(2), 193-195.
Risler, J. (2018). La acción psicológica: dictadura, inteligencia y gobierno de las emociones (1955-1981). Buenos Aires: Tinta Limón.
Rodríguez, L. G. (2015). Cultura y dictadura en Argentina (1976-1983): estado, funcionarios y políticas. Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 42(2), 299-325. http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.9184/pr.9184.pdf
Rodríguez, L. G. (2022). Las políticas culturales de la última dictadura y la búsqueda de apoyos entre la población. En L. Schenquer (Comp.), Terror y consenso: políticas culturales y comunicacionales (pp. 57-82). La Plata: EDULP.
Schenquer, L. (Comp.) (2022). Terror y consenso: políticas culturales y comunicacionales. La Plata: EDULP.
Seibel, B. (2011). Historia del Teatro Nacional Cervantes (1921-2010). Buenos Aires: Instituto Nacional de Teatro.
Selguerman, O. (17 de junio de 1979). Graziano: “la formación de un universo teatral”. La Opinión, pp. 2-4.
Terán, O. (2008). Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1810-1980. Buenos Aires: Siglo XXI.
Verdevoye, B. (1994). Costumbres y costumbrismo en la prensa argentina desde 1801 a 1834. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras.
Vernant, J. P. y Vidal-Naquet, P. (2002). Mito y tragedia en la Grecia Antigua (Vol. 1). Buenos Aires: Paidós.
Vezzetti, H. (2002). Pasado y presente: guerra, dictadura y sociedad en la Argentina. Buenos Aires: Siglo XXI.
Notas
Recepción: 28 agosto 2024
Aprobación: 29 octubre 2024
Publicación: 01 noviembre 2024