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Giordano o la ética del ensayista
Resumen: El presente trabajo analiza la figura del abandono como posibilidad ética de la escritura ensayística en El tiempo de la convalecencia, de Alberto Giordano. Entre la especulación teórica y el efecto confesional, entre la sentencia moral y un saber basado en la experiencia, el mismo irrumpe como un registro de escritura que va desde la seguridad de lo que se sabe hacia el abandono como tarea; movimiento que consigo trae la discontinuidad de lo desconocido, la ironía de la desposesión y el escepticismo egotista. De este modo, el texto, que recupera lo mejor de la tradición francesa –el como si barthesiano que noveliza el deseo– y también de la tradición inglesa –la ironía que posibilita el constante interrogarse de la literatura–puede ser leído como una poética del crítico como artista, o de la vocación crítica sin alcance moral.
Palabras clave: Giordano, Diario, Ensayo, Subjetividad, Ética.
Giordano, or Essayist Ethics
Abstract: This article analyzes the figure of abandonment as an ethical possibility of essay writing in Alberto Giordano's El tiempo de la convalecencia. Between theoretical speculation and the confessional effect, between moral judgment and knowledge based on experience, it bursts forth as a writing record that goes from the security of what is known to abandonment as a task; a movement that brings the discontinuity of the unknown, the irony of dispossession and egotistical skepticism. In this way, the text, which recovers the best of the French tradition –the Barthesian as if that novelizes desire– and also of the English tradition –the irony that makes it possible to constantly question literature–, can be read as a poetics of the critic as an artist, or of the critical vocation without moral scope.
Keywords: Alberto Giordano, Diary, Essay, Subjectivity, Ethics.
En el horizonte de la escritura crítica hay un momento de olvido, renuncia y distancia al cual sólo se llega por medio del abandono, acaso una figura ésta última compuesta por la negatividad de las otras tres, pero en nada pasiva, pues supone un trabajo, un saber de él que es saber abandonarse, es decir, saber volverse pasivo y paciente a la activa pasividad que nos propone y nos demanda. Sin ese horizonte resulta imposible escribir, y hasta parecería que la escritura sin él no es lo que es: una auténtica evasión, la sustracción de cuánto hay de grave en todo, el simple fluir hacia ningún lado. Abandonarse es entonces una tarea ética, y como tal, está al margen del juicio, pero en el centro mismo de su postergación. Abandonarse es la escisión fundamental que consigo trae escribir, no sólo porque yo es otro, sino porque todo es diverso en cuanto a lo que es, y, quien escribe, no coincide con quien lee, y, desde ya, quien ha vivido lo escrito ni siquiera en ello se puede encontrar. En definitiva, el abandono es la transmutación de toda certeza en duda, de todo reposo en movimiento, de toda posesión en ilusión; el abandono –pese a quien le pese– es una desavenencia superadora, la renuncia por lo hecho que permite aun seguir avizorando un ya no querer hacer lo que se hace que, sólo así, es tal vez la irrupción del verdadero hacer.
¿Cómo se llega al abandono? ¿En qué momento se hace presente? ¿Qué trae consigo? Existen dos formas del abandono. Una es extrema y tiene que ver con cierta disposición destructiva que urge por ponerle fin a la constante reiteración que no llama a lo diferente. Mallarmé la entrevió en su Beatriz, la destrucción, que extremaba las formas de cuanto lo rodeaba hasta el punto de intuir una aurora blanca de tan vacía. La pasividad le dictó entonces la nada perseguida pero que destruía el verso. Lo extremo de la propia poesía lo llevo al extremo del silencio impersonal; pero he aquí que sin ese mismísimo extremo resultaría imposible su poesía. Paradoja de la fortaleza que así nos recuerda: desistir es triunfar, abandonar el sentido, develar uno nuevo. Sin embargo, otra forma del abandono es la irrupción, su condición de acontecimiento antes que su posible invención, el despuntar de un momento para el cual, como señala Deleuze, debemos ser dignos de su totalidad.1 De repente todo se ha vuelto extraño o todo ha perdido su encanto, y la distancia entre el sujeto y las cosas es indisimulable. Aquello que se dice ni remotamente responde al deseo de decirlo como debería ser dicho. Cual Chesterton –citado por Borges– para quien la precisión de lo representado proviene de algo aún más preciso pero insondable, como la intimidad de un recuerdo o una verdad religiosa, el ensayista sabe de la amarga convención en una música imposible de escuchar, la cual, frágil y grave, repiquetea en el fondo del lenguaje donde se pierde. La verdad que en ello descansa todo lo suspende y entonces, o ya no se puede seguir escribiendo –no hay forma de llegar a las ondas de esa música, o ya hay que comenzar a hacerlo de otro modo– en filiación con los rumores más extraños. A esta última forma del abandono pertenece Alberto Giordano, no sólo por padecimiento, sino por la invención convaleciente que ha sabido hacer con la música de sus últimos años2.
En la música del dolor lo transitorio es el fondo del abandono. Por lo cual el valor patético del abandono emerge de esa condición melancólica inscripta en todo. Lo transitorio entonces alimenta el abandono y lo vuelve singular ante otras pasiones. Pero también, el abandono es la asunción de la lección otorgada por lo transitorio, la potencia que en él puede encontrarse como transmutación de valores, el deslizamiento de toda moral en una ética. Freud –acompañado por Rilke y Lou Andreas-Salomé una mañana diáfana de verano, sorprendido de cómo los dos sólo reparaban en lo vano del paisaje y su inminente desaparición– apegado a un saber que le señalaba que “lo doloroso puede ser verdadero”, no dejó de ver en ese mismo paseo y en esa conducta de los poetas una apatía que en verdad podía leerse como una moral subjetiva que dice así: “El valor de la transitoriedad es el de la escasez en el tiempo” (Freud, 2016, p. 92). A partir de ahí resulta imposible no pensar cualquier experiencia como una posibilidad de vida, como una suerte de instante continuo en el cual todo se resuelve en favor de los actos de los que somos capaces. La vida, más que por su desaparición –su apego al duelo– o por su retorno –su consuelo en una duración absoluta de la que no participamos– se destaca por el encanto de lo breve, por lo que ese instante deja ver de la constitución del sujeto: pliegues y repliegues del “hastío del mundo” o el impulso ante “la revuelta contra esa facticidad” (Freud, 2016, p. 91). Ese simple paseo, esa mirada atenta en lo que hay, ese sentimiento de distancia y proximidad basta a Freud para escindir el mundo entre el apego melancólico de los poetas o el desdén escéptico del analista. Como todo, la elección de una u otra aptitud no es fortuita, sino más bien resultado de un trabajo en uno, de una atención puesta a cuanto nos rodea, de la afección que produce la simple desaparición de las cosas.
En la anotación del 15 de julio de El tiempo de la convalecencia, lejos de cualquier paseo en la naturaleza y ensimismado en los signos de lo urbano, Giordano enumera la acumulación de “días de cine” del pasado; y nombres de salas en Rosario vuelven fortuitamente, gracias a la lógica caótica del recuerdo; calles, novias y amigos ausentes que lo acompañaron en esa distracción o formación que supone películas de dudosa y dispar calidad –Providence, Alien, El fantasma del paraíso– se acumulan en una especie de mapa afectivo, un país del pasado no más allá de la misma ciudad. Del cine Palace al Radar lo que se transforma son las leyes de la atracción; desde una compañera que se parece a una actriz, en donde el enamoramiento lo justifica todo, hasta otra que sólo cumple la función de acompañante donde ya la soledad, como otro país limítrofe comienza a asomar, lo sentimental modula alrededor del espectro de la perdida, como acaso el recuerdo lo hace alrededor de lo que ha quedado de una y otra sala: un shopping, una tienda o una casa de deportes.3 Aun así, lo que perdura –el cine Arteón en su lugar y en su mismo nombre– lleva la huella de lo que profundamente se ha modificado: el amigo, el compañero de secundaria que, definitivamente, cruzó la línea del querer al poder en el terreno de la locura; pero que, sin embargo, en el pasado, fue ese otro de la contemplación morosa que forma el carácter, que modela la dependencia del apego, el simple no ser sólo uno y sus consecuencias. Y entonces, las preguntas propias del melancólico: ¿dónde está?, ¿qué fue de él?, ¿qué tiempo es este hecho de pura ausencia? Al igual que Nabokov, quién sabía que volver a los lugares del pasado nada asegura pues todo depende de la invención en el tiempo que seamos capaces de desplegar en ellos, Giordano no escatima en ser receloso de las posibilidades de la melancolía. Fascinación y espanto pueblan ese tiempo en el cual la invención misma hace hablar a los lugares4. Pero al igual que Freud, Giordano desea que el acontecimiento de lo transitorio sea un trabajo por develar antes que un rapto en el cual quedar prisionero. Por lo tanto, la enumeración –sucesiva y retórica, pues a un lugar corresponde unos nombres y ese lugar y esos nombres transcurren bajo un fondo iluminado– simplemente se suspende. La iracunda y fatal lección llega apenas en un momento, en un cerrar y abrir de ojos. Aun cuando el diarista señala que podría seguir y seguir, y que es preferible detenerlo, sin quedar en claro si la detención obedece a la fórmula retórica o al saber patético que en breve irrumpe el despliegue de su prosa, la sentencia a la que llega en la insistencia de la enumeración es contundente: “Donde estaba el América no sé qué hay, pero no es el América” (2017, p. 167). Ese ya no ser de algo es más que singular, no sólo por ser lo que es, sino porque se vuelve el movimiento propio que supone el abandono: hay que saber volver de lo que ya no es, hay que retirarse de lo que ya ha sido. El abandono es un impulso por dejar atrás, pero no por la valoración misma de la superación, por el triunfo de la autoayuda solapada, sino porque lo que vuelve regresa envuelto en una presencia mucho más atractiva: lo desconocido, lo que no es, lo que no se sabe qué es en su ya no ser. Abandonarse a lo desconocido es ahora la medida del presente, y, por lo tanto, es la orientación del futuro.5
“Ganarle terreno a la extrañeza”, fijar “el vértigo que provoca la intimidad con lo desconocido”, tomar la autoconciencia necesaria para afirmar la propia condición patética “como si lo confesional no fuese en ocasiones un ejercicio de apertura a lo desconocido que transforma el yo en direcciones imprevisibles”, o simplemente afirmar que “los verdaderos aprendizajes son obra del azar y la atracción por lo desconocido” (Giordano, 2017, p. 13, 18, 63 y 139) parecen razones suficientes para confiar la irrupción de esa extrañeza al registro de escritura del diario. En realidad, conservar como tal lo intrascendente, anotar aquí y allá lo que acontece, o duplicar lo cotidiano en una suerte de anatomía secreta de lo banal es en sí motivo de asombro. Pero luego derivar de ahí un saber parece aún más asombroso, más extraño que lo extraño mismo. Blanchot señalaba que en la escritura del diario “hay que ser superficial para no faltar a la sinceridad”, para resguardar cierta transparencia del día a día que se vuelve “la ilusión de escribir y a veces de vivir”, y que con un poco más de empeño permitiría afirmar que todo diario “se escribe para salvar la escritura, para rescatar su vida mediante la escritura, para no perderse en la pobreza de los días”. Sin embargo, tanta insistencia también lleva a afirmar que todo escritor “no puede llevar si no el diario de la obra que no escribe” (1996, p. 198, 201 y 202), y ahí, la distracción misma, esa anotación caprichosa, se convierte en obra, aun cuando sea un fabuloso triunfo de lo negativo, de la vida misma rompiendo el imperativo de su orientación hacia el libro en procura de apenas unos esbozos, aun cuando sea la preminencia de lo discontinuo. Una de las funciones del diario es entonces descomponerlo todo, pero sólo en tanto la aventura de su negatividad lo justifique con un verdadero objetivo. Para Giordano la justificación del diario está en la notación de la convalecencia, en el registro de cómo “se restablecen los vínculos existenciales con la posibilidad como horizonte”, lo cual supone que esa posibilidad sea justamente “componer cada jornada con los recursos de lo imaginario” (Giordano, 2017, p. 124 y 14). De este modo las observaciones del carácter, la boutade académica proliferante y naturalizada, el intimismo compungido y la malicie pública, en definitiva, la inmediatez con la cual una vida se reconoce a sí misma nuevamente, todo en su conjunto y por separado hace al fondo moral que consigo trae el abandono. Contrario a lo que todo el mundo cree, el abandono es la señal para comenzar de nuevo; ni bien lo trágico se vuelve leve y la desgracia distante, ¡Vita Nova! dice el crítico convaleciente que sabe que todo proceso de sanación es un proceso de invención de sí mismo, de verdadera “transmutación de la responsabilidad en duda” (2017, p. 152).
Aun cuando parezca contradictorio, dos fuerzas se debaten en el interior de un diario, y a la vez delinean la ética del ensayista6. Por un lado, aquella fuerza que de la mano de lo imaginario busca volver a los días, recuperarlos en lo que eran o resguardarlos para el futuro cuando ya no sean; pero también, otra fuerza cuya función es alejarse en la aventura de la experiencia, en hacer del goce puro presente para cada instante, esa borradura necesaria que lo intempestivo convoca. Pero pensar que esas dos fuerzas actúan por separado sería un error, en realidad no son más que formas del transcurso de la vida bajo el registro de lo escrito; no son más que recuerdo y olvido, pero con la complicación y la intensidad que las caracterizan. Hay entonces dos formas del distanciamiento presente en el abandono a esas fuerzas, una la que irrumpe a través del lenguaje, y que se parece más a una neurosis llevadera, lo constitutivo de todo sujeto reflexivo; y otra la que irrumpe como una potencia, como una orientación capaz de devastar el horizonte cotidiano. En la entrada del 10 de febrero una “Carta a mamá el día de su cumpleaños” –a esa madre que ya no puede visitarse, y que sólo vuelve en una canción oída al azar– es la excusa para desplegar una forma más del abandono: el alejamiento como modo de vida. Vivir alejado es vivir en procura de obtener un saber, tanto de los otros como de sí mismo; vivir alejado es, como la prueba de la soledad en el paisaje, un modo de distinción en lo afectivo; es probarse sometiéndose a la distancia, pero sólo para saber que la distancia –aquello que salvaguarda a un hijo– ha trabajado tanto en uno que ya nos hemos vuelto un extraño. Así un día “alguien abandona la casa familiar –dice Giordano– porque el mundo lo llama, o porque tiene ganas de encontrarse con otros que lo llaman con gestos y palabras diferentes a los de la infancia”. Quien se aleja comprende entonces que el mundo se vuelve puro recuerdo, lo vago de una impresión trazada en lo borroso de una forma. Pero la aventura sentimental no sería tal si no existiese la imposibilidad de volver a la madre, como el diarista, devenido en narrador intimista, lo señala al decir que “de tantos caminos que se fueron abriendo, el del regreso se borró”. La borradura, la ausencia de vuelta, lo que se ha disuelto como un aroma o una voz que ya no pueden recordarse, es un aprendizaje; tal vez el más cruel y necesario, el más involuntario, pero a la vez el más buscado. En la fábula benjamineana el narrador regresaba abrumado por la experiencia imposible de contar, aquí, quien vuelve, ni siquiera sabe quién es en medio de las conjeturas y razones de su alejamiento. Está en la distancia constante. ¿No es sintomático que las palabras siempre sean ajenas, que lo impropio ayude a hablar de uno? Finalmente, quien se aleja, quien hace de la distancia un modo de vida, termina encontrando la lección del olvido. Lección que es constitutiva de la escritura del diario –salvar lo insalvable, guardar en lo escrito el deterioro mismo de toda relación– pero también, lección que es más próxima a la subjetividad intimista: “No sólo se olvida casi todo (¿cuántos recuerdos te quedaron de tu infancia?, ¿cuántos de la mía?), sino que además desconocemos casi todo lo que olvidamos” (Giordano, 2017, p. 73 y 74). La invención de sí mismo tiene entonces más que ver con las elecciones propias que con la presumible distancia que se antepone a los otros; tiene que ver con una nueva forma de experiencia: la distancia a lo cotidiano en su proximidad.
Pero el diarista no puede hundir en la distancia esa proximidad de lo cotidiano, al menos intentar hacerlo ya sería renunciar a la intuición de un saber que llega por medio de lo súbito. En algún punto lo imprevisto, lo repentino del transcurso de los días indistintos, sopesa el alejamiento, el desdén de abulia; lo imprevisto mismo revierte lo que Barthes señalara como el heroísmo de la soledad, ese aprendizaje negativo que llega “hasta la maldición, es decir, hasta la reprobación irónica del mundo” (2005, p. 356). Sin embargo, el mundo –por más general y dilatado que suene– regresa duplicando la ironía al arrebatar el sueño de la propia continuidad. Como la iluminación que aconteció a Rousseau de camino a Vincennes, en la misma distracción del caminar Giordano señala su conversión al abandono en el siguiente pasaje:
Venía pensando recién, mientras caminaba, que haber tenido una hija será, acaso hasta el fin, mi apuesta más fuerte a favor de lo desconocido, que por la gracia de su vida estaré expuesto, indefinidamente, a la desposesión dichosa de lo que nunca tuve (Giordano, 2017, p. 86).
Abandonarse a la ironía ingobernable del mundo es llegar a la desposesión como saber; un saber que, por supuesto, se refiere a los propios límites, pero también, a los límites con que se trazan las formas del objeto predilecto del diarista: la crítica. Previo a la revelación del futuro encuentro entre padre e hija, en donde se reconocerían “íntimos y extraños” –tal vez la única forma del reconocimiento, por lo que en ello hay de pasado y de actual– Giordano anota lo subrayado, lo que ha leído la noche anterior, el lamento de Giacometti por no poder concluir cuanto más trabaja en un cuadro. La meditación sobre el trabajo ajeno, sobre la irónica desdicha de la aplicación al oficio, deriva por supuesto en una suerte de ley para el crítico convaleciente, nada podemos concluir, todo es recomienzo e interrupción, qué alivio lo que llega con ello:
El deseo de la obra absorbe y neutraliza el saber-hacer del artista, a la vez que lo potencia en la dirección de lo desconocido. Desde el momento en que se reconoce absorbido por las exigencias inciertas de la obra, gracias a un salto de intensidad en su trabajo, el artista ya no dispone de la posibilidad de concluir (Giordano, p. 85).
No disponer de un final es poner en el fin la posibilidad del abandono, sólo de este modo la ética del ensayista se eleva por encima de la moral de la crítica que reclama resultados, cumplimiento de objetivos, certezas en la labor que para nada responden a la experiencia de pensar7. En otra entrada puede leerse cómo la contracara de la imposibilidad antepuesta al deber ser de la crítica, termina apelando a la ley del exceso, del exabrupto y la exuberancia, la cual señala que “sin arrogancia no hay función intelectual” pues de ella se vale toda voluntad de dominio:
Las únicas impugnaciones interesantes de las estrecheces de los estilos académicos son las que ensayan los críticos que también son profesores, cuando sienten la necesidad de desbordar los límites del sentido común teórico para poder seguir escribiendo (Giordano, 2017, p. 18 y 20).
Recuperando lo mejor de la tradición francesa –el como si barthesiano que noveliza el deseo– y también de la tradición inglesa –la ironía de una cercanía que no es tal, que en todo caso posibilita el interrogante “¿cómo volverse extraterritorial y anacrónico dentro de una disciplina?” (Giordano, 2017, p. 92)–, es posible leer en El tiempo de la convalecencia una poética del crítico como artista. De este modo la convalecencia vive de “la utopía de una vida sin obligaciones pero laboriosa, incluso exigente, movida por un deseo de perfeccionamiento sin alcances morales” (Giordano, 2017, p. 154); pero también, la misma convalecencia puede entenderse como el sueño extremo de Flaubert y su novela sobre nada, salvo que en este caso, la nada de la crítica es el extremo de su moral disuelta en el uso del egotismo, lo que lleva a pensar que:
la crítica literaria (la estética, la cultura) también podría responder a un programa incierto, sostenido, precariamente, en un único postulado de base: la inconveniencia de que el crítico se empeñe en pasar por una buena persona, de que triture las posibilidades del propio pensamiento escrito […] en favor de una buena imagen cautiva de intereses ajenos (Giordano, 2017, p. 49).
A lo largo del tiempo Giordano ha señalado un desplazamiento “de la pregunta por el ser de la literatura a la interrogación por lo que ésta puede” (2017, p. 231)8. Más allá de su horizonte pedagógico –el siempre incierto entusiasmo del alumno o la distancia con la comodidad académica de sus pares– en ese desplazamiento es posible leer la configuración de una vida que se vuelve obra, tarea, materia de modificación, imposible pendiente. Pero desde ya, esa escritura del yo no gravita en los parámetros de lo estético, más bien lo hace en torno a la conveniencia egotista que Montaigne señalara como única tarea; la grande y gloriosa obra maestra de una ciencia de la experiencia que sólo busca “vivir de modo conveniente” (1998, p. 392). Contra la falta de elegancia estilística, y más contra la profusión de razones siempre discutibles, pero también siempre objetables por su sentir común, el ascetismo moral que practica Giordano apunta en su negatividad radical a “olvidar los compromisos y las rutinas de mi profesión”, pero sobre todo a asumir la posibilidad ética de “pensar a partir del dolor […] a través de cierto uso, sutil y exploratorio, de la teoría” (2017, pp. 56 y 165). He aquí un punto sin retorno, un movimiento de oscilación que invierte el valor negativo de la convalecencia en procura de una escritura más singular, de una música más acorde a la salida de todo infierno. Sólo así en la intimidad del estilo, en la actuación de la escritura que lleva a que todo autor devenga personaje, pero sobre todo en la organización del ego, en esa estela nietzscheana de una casuística del egoísmo en la exposición misma que hace del yo un objeto –“me preguntarán por qué he contado estas cosas menores y, según la opinión corriente, insignificantes”– sólo ahí es posible encontrar un fin para la convalecencia, el cual, siguiendo a Barthes, no sería otro más que “concebir sutilmente la propia vida” (p. 297).9 Pero ¿en busca de qué? ¿Por qué motivo? Tal vez porque la mismísima vida se ríe de toda figuración ante la ironía de lo grave, o porque ya no existe otro motivo en la escritura más que la elegía permanente de las cosas perdidas. En todo caso, leer ese abandono con el cual se habla de uno es la tarea de una crítica orientada hacia el futuro.
Referencias
Barthes, R. (2005). La preparación de la novela. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
Blanchot, M. (1996). El libro que vendrá. Caracas: Monte Ávila editores.
Cozarinsky, E. (2006). Palacios plebeyos. Buenos Aires: Sudamericana.
Deleuze, G. (1994). Lógica del sentido. Barcelona: Paidós.
Freud, S. (2016). De guerra y muertes. Temas de actualidad y otros textos. Buenos Aires: Amorrortu/editores.
Giordano, A. (2005). Modos del ensayo. De Borges a Piglia. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.
Giordano, A.(2016). Con Barthes. Santiago de Chile: Marginalia Editores.
Giordano, A. (2017). El tiempo de la convalecencia. Rosario: Ivan Rosado.
Montaigne, M. (1998). Ensayos III. Barcelona: Altaya.
Nabokov, V. (1994). Habla, memoria. Barcelona: Anagrama.
Notas
Recepción: 27 Mayo 2020
Aprobación: 18 Agosto 2020
Publicación: 6 noviembre 2020
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