Orbis Tertius, vol. XXI, nº 23, e008, junio 2016. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Reseña/Review

 

Martín Bergel, El Oriente desplazado. Los intelectuales y los orígenes del tercermundismo en la Argentina.

 

Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2015, 354 páginas.

 

CITA SUGERIDA
Mailhe, A. (2016). [Revisión del libro El Oriente desplazado. Los intelectuales y los orígenes del tercermundismo en la Argentina, por Martín Bergel]. Orbis Tertius, 21(23), e008. Recuperado de http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/article/view/OTv21n23a08

 

 

Reescritura de una tesis doctoral en Historia, este libro de Martín Bergel aborda el cambio en las connotaciones asignadas a Oriente en las representaciones discursivas argentinas, en el largo arco que va del romanticismo a diversas versiones de un orientalismo positivo, desplegado en torno a la década de 1920 (y que Bergel define como “orientalismo invertido”, en oposición al orientalismo negativo analizado por Edward Said en su ya clásico Orientalism). Surgido en el seno de una particular conciencia de crisis de Occidente (en la que convergen la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y la Reforma Universitaria), ese orientalismo invertido enlaza con el americanismo que también se despliega en la década del veinte, bajo diversas modulaciones, impulsado por el espiritualismo antipositivista y el antiimperialismo. En este sentido, se trata claramente de un fenómeno global, que abarca todo el continente americano y que en Argentina adquiere inflexiones específicas. Esta inversión valorativa (que en su vertiente antiimperialista anticipa el tercermundismo posterior) no implica una superación del carácter imaginario, generalizador e incluso estereotípico de las representaciones orientalistas, sino apenas la inversión de sus connotaciones.

Para analizar este deslizamiento en la valoración simbólica de “Oriente”, Bergel realiza un esfuerzo metodológico muy fructífero, combinando el análisis de fuentes discursivas diversas con la reconstrucción de espacios de sociabilidad intelectual nacional y transnacional, en base al estudio de los vínculos epistolares y la formación de cenáculos, revistas, ateneos y partidos políticos, entre otros medios. Así, articula un enfoque metodológico doble, afín a la historia de las ideas (entendida como análisis del discurso y/o como historia conceptual) y, al mismo tiempo, afín a la historia intelectual. Por ejemplo, en el capítulo V reconstruye tanto las visiones divergentes del “orientalismo invertido” implícito en las obras de Vasconcelos, Mariátegui y Haya de la Torre, como los vínculos que estos latinoamericanos establecen con el campo intelectual argentino (a través de los viajes proselitistas, el intercambio de correspondencia o la circulación de sus textos en publicaciones periódicas locales, entre otras prácticas que acrecientan el impacto local de sus ideas).

Al abordar un arco temporal amplio, combinando historia de las ideas e historia intelectual, Bergel enfrenta (y resuelve muy bien) un problema teórico clave: cómo aprehender el espesor de la diacronía en su actualización en el presente enunciativo, evitando la deshistorización propia de la historia de las ideas tradicional (que insiste, por ejemplo, en descubrir la persistencia de una misma idea en la larga duración), y cómo evitar, al mismo tiempo, un historicismo exacerbado que impediría reconocer procesos históricos más amplios (riesgo que, a nuestro criterio, corre cierta historiografía posmoderna que, en su extremo respeto por la contextualización histórica, obtura el reconocimiento de esas presiones del pasado, diluyendo la carga ideológica de los discursos). Conjurando el riesgo reduccionista de construir identidades transhistóricas (donde la misma idea de Oriente “reencarnaría” —para usar un término afín al objeto del libro— como idéntica a sí misma, desde el Facundo hasta gran parte de los discursos del veinte), y a la vez conjurando el riesgo reduccionista de debilitar esas identidades, por respeto a la especificidad de la sincronía (impidiendo entonces reconocer continuidades ideológicas), Bergel cruza constantemente las dos líneas de fuerza: una vertical, diacrónica, en base a la cual cada discurso se reinscribe en diálogo con la producción cultural precedente, y una horizontal, sincrónica, que religa ese discurso con otros dominios culturales de la misma época.

Además, Bergel configura un objeto multívoco en varios sentidos, ya que aborda matrices discursivas diversas (tanto culturales como políticas), y a la vez reconstruye debates ideológicos nodales para cada corte sincrónico. Así, por ejemplo, en su análisis del orientalismo argentino de los años veinte, aborda el indigenismo spengleriano, el antiimperialismo reformista, el vanguardismo estético e incluso el occidentalismo militante de los nacionalistas católicos, recreando de este modo polémicas claves en la definición de la identidad y de la alteridad. Además, lejos de estabilizar los discursos, el autor pone en evidencia el modo en que éstos se interpenetran, borran sus fronteras e incluso acogen en su interior contradicciones irresolubles entre elementos residuales y emergentes (en el sentido de Raymond Williams), como síntoma de la crisis que atraviesan los paradigmas ideológicos, epistemológicos y estéticos (en este sentido, aunque Bergel no explicite esta convergencia, creo que su enfoque teórico se aproxima al de Marc Angenot, al focalizar el modo polémico en que los discursos sociales entablan una “lucha por la hegemonía discursiva”). Otro mérito del libro proviene de su esfuerzo por articular los discursos locales y los internacionales, deteniéndose tanto en los vínculos de europeos orientalistas y de intelectuales orientales con el medio argentino, como en las experiencias locales de recepción crítica (demostrando, por ejemplo, cómo la polémica entre Romain Rolland y Henri Massis sobre Oriente —que se suscita en la Francia de los años veinte— repercute a nivel local en la pugna entre el orientalismo invertido y la cerrada defensa de Occidente que emprenden los intelectuales católicos argentinos).

En el itinerario cronológico que propone el libro, Bergel parte del orientalismo negativo encarnado ejemplarmente por el Facundo de Sarmiento —que consolida la asociación clisé entre Oriente y barbarie, apagando cierta fascinación exotista presente en el romanticismo europeo—, para luego observar las proyecciones de ese discurso civilizatorio en viajeros de la elite y en autores vinculados a la “cultura científica” de entresiglos (que transmutan el eurocentrismo romántico en racialismo cientificista, para condenar el predominio de la irracionalidad, el misticismo retrógrado o la ociosidad contemplativa de las “razas orientales”). Al mismo tiempo, observa que en entresiglos, enfrentando las concepciones dominantes en el cientificismo, crecen dos grandes matrices discursivas con conexiones entre sí, que habilitan la emergencia de nuevas representaciones sobre Oriente: el antiimperialismo como vertiente política, y el espiritualismo como vertiente cultural (jugando un papel clave, en esta última, tanto la estetización modernista como las doctrinas esotéricas). Ambas matrices serán capaces de invertir las connotaciones negativas heredadas de la tradición previa, difundiendo una sensibilidad “orientalista” en los planos estético, religioso, filosófico y/o político. Este proceso se suscita sobre el telón de fondo de una nueva y moderna prensa periódica que transforma a Oriente en una impactante novedad, especialmente al difundir el avance del colonialismo europeo (incluso incorporando una incipiente crítica al expansionismo, en sintonía con el antiimperialismo americanista).

A lo largo del libro, Bergel advierte que este orientalismo invertido no llega a desarmar el binarismo lógico sobre el que descansan los discursos sociales. En efecto, la oposición Occidente / Oriente converge con el par civilización / barbarie, racionalismo / intuicionismo, consciente / inconsciente, acción / contemplación e incluso masculino / femenino. El sostenimiento de esa lógica de las equivalencias (en el sentido de Ernesto Laclau), o de esa economía de recursos en el discurso hegemónico sobre las alteridades (en el sentido de Marc Angenot), permite observar cómo esa doble cadena semántica multiplica las posibles connotaciones de Oriente, incluso hacia una legitimación de todos los polos negativos: Oriente es (o equivale a) barbarie, intuicionismo, inconsciente, contemplación y sujeto femenino. En el contexto argentino, esa reivindicación del polo negativo –en el marco de una lógica binaria estereotípica– tiene una larga continuidad en el americanismo del siglo XX, prolongándose por ejemplo en el ensayismo de Rodolfo Kusch (quien todavía en los setenta insiste en el dislocamiento contemplativo, inmanente —en definitiva, oriental— de América).

Un mérito evidente del libro de Bergel es que, además de realizar análisis agudos desde el punto de vista historiográfico e interpretativo (creando un objeto de estudio hasta ahora poco considerado en el contexto argentino), abre camino a futuras investigaciones sobre el orientalismo en los veinte, así como también —tal como el autor señala en el epílogo— sobre sus posibles derivas a partir de los treinta. En esta dirección, permite repensar el orientalismo positivo que anida en la antropología argentina de esta etapa, visible por ejemplo en la obsesión por identificar (y explicar) las correlaciones entre el mundo precolombino y Oriente. Tal como se percibe en La esfinge indiana de José Imbelloni o en La civilización chaco-santiagueña de los hermanos Duncan y Emile Wagner, para los años veinte y treinta la legitimación del pasado arqueológico americano por comparación con respecto a Oriente ya se ha vuelto todo un clisé (de allí precisamente la pugna de Imbelloni, en su libro de 1926, por controlar, desde la propia autoridad profesional, un comparatismo cuya proliferación en la literatura de masas le resulta inaceptable).

Además, el libro de Bergel instaura una perspectiva clave para analizar el primitivismo de las vanguardias estéticas que, en la América Latina de los veinte, extreman el vínculo entre arte y antropología, bajo la sensibilidad que alienta el indigenismo, el africanismo y el orientalismo (y que James Clifford define como “surrealismo etnográfico”). De hecho, a partir del libro de Bergel será más fácil ahondar comparativamente en las diferencias entre los orientalismos positivos en Argentina y en el resto de América Latina (pues intuyo que en los contextos donde el indigenismo y el afroamericanismo resultan discursos hegemónicos, es más fuerte y más temprana la reivindicación de Oriente, precisamente porque ésta resulta imprescindible para articular esa legitimación de los sustratos precolombinos y afroamericanos).

El definitiva, El Oriente desplazado cumple con creces la meta que se propone: nos ofrece una lente para comprender la compleja trama de discursos y de vínculos allí analizados, pero también para proyectar esa lente sobre otros horizontes argentinos y latinoamericanos (que, a partir de este libro, percibimos como nuevos objetos de investigación).

 

Alejandra Mailhe

 

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