Orbis Tertius, vol. XX, nº 22, diciembre 2015. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
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Reseña/Review

 

Gonzalo Aguilar, Más allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine.

Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2015, 357 páginas.

 

En la precisa “Introducción” que inaugura este volumen, Gonzalo Aguilar afirma que los diversos ensayos que lo conforman fueron escritos en diálogo con los que componen Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino. Primer dato, entonces, a tener en cuenta: debemos leer este libro en relación, en vínculo, con ese anterior. Pero además, en esas mismas páginas liminares Aguilar asegura algo sobre Otros mundos que me interesa resaltar; afirma allí que el tono que atraviesa aquel libro de 2005 es un tono “crepuscular”. Y aquí surge una diferencia que para mí es fundamental entre estos dos libros que pese a todo –no pretendo negar esto– están íntimamente emparentados. Desde mi perspectiva, al tono “crepuscular” de Otros mundos, Más allá del pueblo le opone por el contrario un tono general que habría que calificar de exultante, vital o gozoso. Y esto no porque el libro resulte ingenuamente optimista con respecto al cine o con respecto al mundo; tampoco porque rechace torpemente –enceguecidamente– cierto pesimismo actual con respecto a lo audiovisual que sería necio poner en cuestión. El tono exultante, vital o gozoso de Más allá del pueblo del que hablo emerge para mí, entre otras cosas, de la intensidad, diría de la potencia con la que en él, en generosísimas y abigarradas 350 páginas, tiene lugar una práctica crítica rigurosa, implacable. Porque si hay un mérito que destacar de Más allá del pueblo es la enérgica ambición –la prepotencia, en el sentido arltiano de la palabra: “el futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”– con la que Aguilar encara la tarea crítica. En efecto, Aguilar es –se me perdonará el oxímoron– un crítico cordialmente prepotente; y esto –entiéndase bien– lo digo como un elogio. A propósito de Rita Hayworth, Manuel Puig dijo alguna vez que una danza de ella expresa “la alegría de tener un cuerpo”; yo creo que en el caso de este libro de Aguilar podríamos decir que expresa “la alegría de ejercer la crítica”.

Pero además, el carácter gozoso o exultante de este libro surge de una cualidad para mí central: Más allá del pueblo no persevera lastimosamente en el ya molesto, desgastado y corroído tópico de la muerte del cine, predicado entre otros por Susan Sontag, Serge Daney o Jean-Luc Godard en las décadas de 1980 y 1990.. En sus páginas, contrariamente, uno siente que en nuestra contemporaneidad el cine, pese a todo, aún sigue vivo, intensamente vivo. Ahora bien, esa vitalidad del cine que transmite la lectura de Más allá del pueblo emana de un hecho nodal: si el cine sigue vivo en este nuevo libro de Aguilar, si en sus páginas aparece revigorizado o robustecido, es porque en él es la práctica crítica la que sigue viva, la que se ejerce con una energía –con una prepotencia– envidiable. Para decirlo en otras palabras: en Más allá del pueblo no hay muerte del cine porque, en primer lugar, no hay muerte de la crítica. Por eso, en este sentido, creo que los brillantes y didácticos ensayos dedicados a Gilles Deleuze y a Serge Daney están ahí, en una zona liminar (conforman los dos primeros capítulos del libro), como una suerte de declaración de principios críticos: sería insensato –nos estaría diciendo indirectamente Aguilar– no seguir pensando el cine desde las lúcidas categorías que proporcionaron Daney o Deleuze; pero también sería una torpeza, un síntoma de pereza crítica, no intentar siquiera pensar el cine y las imágenes más allá de como lo hicieron Deleuze o Daney, que murieron hace más de veinte años. De este modo, Más allá del pueblo es, entre otras cosas, un compacto baluarte contra el estancamiento crítico, contra, por caso, el regodeo melancólico en el lapidario lugar común aparentemente sofisticado –y más de una vez finoli– de la muerte del cine.

Hice alusión recién a la vitalidad, a la vida. Y esto no es casual ni azaroso. Si hay algo que le interesa indagar especialmente a Aguilar en Más allá del pueblo es el anudamiento entre cine y vida, en considerar la imagen como un organismo vivo. Es en ese enlace, en ese lazo estrecho entre cine y vida donde, para mí, radica la ontología de la imagen que sustenta este libro. La crítica, pues, sigue viva en Más allá del pueblo entre otras razones porque su autor busca desembarazarse con lucidez de prácticas de lectura vetustas o marcos de inteligibilidad perimidos para, en cambio, ensayar con éxito nuevos enfoques que ubican a la vida, a lo viviente, en el núcleo de sus indagaciones. Al respecto, en el capítulo tercero denominado “¿Quién le teme a lo real?” –un capítulo fundamental dentro del volumen–, Aguilar consigna en dos oraciones lo que es, a mi entender, una de las claves del libro, su médula teórica: “¿Pero en qué cambia acercarse a una película a partir de la noción de vida antes que la noción de realismo o alguna otra categoría formal? Las diferencias se dan en todos los órdenes: desde las prácticas culturales hasta la composición del relato, desde la concepción de la puesta en escena hasta sus efectos políticos”. Entre la vida y el código, entonces, Aguilar opta por la vida: “Necesitamos vincular la imagen con lo real y lo viviente, y esta segunda alternativa es la que me interesa seguir ahora”, nos asegura confesionalmente en este mismo capítulo. El más allá del título, pues, no remite en absoluto al más allá que uno asocia a la muerte –como cuando se dice que alguien nos habla desde el más allá– sino a un más allá paradójicamente cercano: un más allá que es un más acá.

Aguilar, pues, no comulga en absoluto con la teoría de la muerte del cine. Antes bien, entiende que en las últimas décadas el cine –o al menos una parte de él, acaso la más atractiva– ha mutado su índole y ha devenido otra cosa merced a, como decíamos, un nuevo enlace entre la imagen y lo viviente. “El cine debe ser un tejido vivo, como una piel”, ha afirmado recientemente uno de los cineastas más singulares surgidos en la Argentina en los últimos años: José Celestino Campusano. Este cambio, por consiguiente, obliga a que la crítica se pertreche de un “nuevo arsenal conceptual” que le permita empezar a relativizar de una vez por todas ciertas “diferencias binarias” –como por ejemplo la de ficción/realidad– que, según Aguilar, han perdido en la actualidad todo sentido (y esto –digo yo– se verificaría, efectivamente, por ejemplo, en el cine de Campusano). Porque así como define un nuevo estatuto del cine, una nueva ontología de la imagen, Aguilar no oculta su “disconformidad” y, complementariamente, exhorta más de una vez por la emergencia de una crítica que esté a la altura de esa mutación, de ese devenir de la imagen. Así, por ejemplo, si según la hipótesis central del libro en las últimas décadas el pueblo ha abandonado el cine, la crítica deberá entonces –y cito literalmente a Aguilar– “pensar cómo funciona esta nueva lógica en la que el pueblo falta. ¿Se anuncian formas comunes nuevas o simplemente hay –como se dijo a menudo– una negación que desemboca en la apatía y el nihilismo?”.

Por lo demás, esta cita es uno de los muchos testimonios del interés obstinado de Aguilar en Más allá del pueblo por que la crítica se ponga en sintonía con el cine contemporáneo: que se haga las preguntas apropiadas, que utilice los instrumentos de análisis precisos, que acuñe conceptos que puedan dar cuenta del nuevo estatuto del cine. Y más aún: así como Aguilar acicatea a la crítica para que se renueve y salga de cierto estancamiento intelectual, lo mismo hace con los cineastas. Por consiguiente, también en el capítulo “¿Quién le teme a lo real?”, dispone: “Les corresponde a los hacedores de imágenes, entre los que se encuentran los cineastas, el hacer más densa la imagen, oponerla a la información y al hábito, dotarla de apariencia y sensibilidad, y crear nuevos circuitos cerebrales y afectivos, como quería Deleuze. Se trata de investigar los diversos usos que hace de la imagen la sociedad de control […] y de inventar usos antagónicos, disidentes o alternativos”. Más allá del pueblo viene a decir, por lo tanto, que la vitalidad del cine, que la conjura de su muerte, radica fuertemente en la voluntad de cineastas y críticos para que el cine siga vivo. Se trata, pues, de un libro exigente, no solo en relación con el lector, sino además –y en primer término– con el trabajo de críticos y cineastas.

En consecuencia, entiendo pues que lo que se produce en Más allá del pueblo es una suerte de torsión o dislocación crítica que hace que su autor nos sorprenda tanto con las perspectivas de análisis que elige como también, muy a menudo, con los objetos que indaga, precisamente porque esas perspectivas o esos objetos eluden lo adocenado, el lugar común, lo que perdió sentido. Por ello –y quiero hacer especial énfasis en esto– en Más allá del pueblo surge más de una vez la sorpresa crítica. Más allá del pueblo es un libro que sorprende, que descoloca al lector, y eso siempre se agradece.

Estimo que un ejemplo nítido de lo que vengo diciendo hasta aquí se halla en el capítulo VII, titulado “El rostro y los gestos en los documentales sobre las dictaduras”, donde Aguilar estudia, entre otras, películas como M, de Nicolás Prividera, Los rubios, de Albertina Carri o Decile a Mario que no vuelva, de Mario Handler. Allí, Aguilar realiza sutiles interpretaciones a partir del detenimiento en detalles como, por ejemplo, una palabra –el verbo “limpiar”– que aparece destacada en el filme de Prividera. Pero en especial se detiene y analiza en cada una de las películas que aborda en este capítulo lo que denomina “gestos faciales y lingüísticos”. ¿Por qué este interés en esos elementos nimios, en estas minucias? ¿Por qué este ejercicio crítico microscópico? La respuesta está en que para Aguilar el último cine documental latinoamericano –y basta para ello pensar en películas de Eduardo Coutinho como Edificio Master o Jogo de cena– “no deja de estar obsesionado por esa rostrificación de la imagen, en la que intenta cifrar una historia, una memoria, un espacio, una subjetividad”. Y ante esta circunstancia surgen asimismo una serie de interrogantes: ¿Qué desafíos representan para la crítica estos nuevos filmes? ¿Qué le exigen? ¿Qué debe hacer la crítica ante estas nuevas películas alucinadas por la rostrificación, por lo que puede un rostro? Pues adecuarse a ellas, escoltarlas en sus nuevos intereses u “obsesiones”. Y es en esta instancia –como en otras a lo largo del libro– donde sin ánimo de superioridad sino antes bien con la voluntad de incitar a la crítica a no anquilosarse, Aguilar postula un modelo amable, no paralizante, para la labor crítica. Escribe Aguilar: “¿Qué leemos entonces en el rostro? ¿Qué rescatamos del gesto, qué se expresa en una mueca inadvertida o en una palabra que transforma la temporalidad? No solo la voluntad de entregar un testimonio del pasado que los documentales del corpus pretenden darnos, sino el choque complejo de varios modos de la memoria: la consciente, la involuntaria, la genética. La colisión de esos modos diferentes de la memoria exige el rechazo del anquilosamiento discursivo así como de toda entrada convencional al archivo. Es allí, justamente, donde nos están esperando los rostros” (énfasis mío). De este modo, rumbosamente, en el tembladeral del cine contemporáneo, Aguilar ofrece algunos asideros, algunos tips para que la crítica no pierda definitivamente su norte.

Ahora bien. Desde el subtítulo, en el que aparece la palabra “políticas”, el libro se ocupa de la relación entre cine y política. Tanto es así que habría que decir que Más allá del pueblo ofrece de manera fragmentaria una historia de la relación entre cine y política en América latina en general y en la Argentina en particular; una historia que, por lo menos, va de La hora de los hornos, de 1968, a Infancia clandestina, de 2012, o a los dos documentales sobre Néstor Kirchner estrenados respectivamente en 2012 y 2013. Aunque antes que de historia habría que hablar, con más precisión, de “genealogía”, que es la palabra que utiliza Aguilar en el capítulo IX –un capítulo imprescindible del libro– al que titula “El pueblo como lo ‘real’: hacia una genealogía del cine latinoamericano”. Es en ese capítulo donde Aguilar presenta con mayor vehemencia la otra hipótesis central de su libro (la primera es la del enlace entre el cine y lo viviente): mientras en las décadas de 1960 y 1970, y pese a alguna afilada bravata de Glauber Rocha, el pueblo fue el objeto de deseo del cine político, en las últimas décadas –y esto ya lo sugería Otros mundos– se estaría verificando por el contrario un “vaciamiento de esa categoría” pero también el surgimiento de nuevos lazos “que escapan de la lógica orgánica y unitaria del pueblo”. Y aquí, una vez más, este libro bosqueja un reto para la crítica, que deberá hacerse cargo de esos múltiples plurales, de esas novísimas formas comunes que no responden más a la rápidamente disponible categoría de pueblo.

Cine y política, entonces. Es en estos capítulos, ubicados en las partes segunda y tercera del libro, donde en Más allá del pueblo se acentúa su índole polémica, su voluntad de intervención (que por lo demás recorre todo el libro). Así ocurre, por ejemplo, con las lecturas que realiza Aguilar de Infancia clandestina, de Juan y Eva, de Revolución. El cruce de los Andes y de los dos filmes documentales consagrados a Néstor Kirchner. Pero la cualidad polémica de esos capítulos no implica que el análisis se reduzca a la mera boutade o al ataque ad hominem, con lo cual el libro habría corrido el riesgo de quedar excesivamente fechado, atrapado por la coyuntura. Por el contrario, el diálogo con el aquí y el ahora de la cinematografía nacional no le impide a Aguilar arribar a conclusiones o reflexiones más amplias; conclusiones y reflexiones que van más allá de su corpus. Hay, en efecto, una crítica sagaz a los intentos de representación épica del kirchnerismo; hay, también, la postulación, a propósito de esa circunstancia, del concepto de “post-épica”; y hay, además, una lúcida disquisición acerca del uso de la palabra “revolución” en uno de los documentales sobre Kirchner (el de Paula de Luque). Pero, como acabo de decir, la reflexión no se queda allí o, mejor dicho, no nos deja allí: luego de leer esos capítulos uno, por suerte, se abstrae de esas películas puntuales y del contexto político en el que se produjeron y, a cambio, le quedan repicando interrogantes menos situados –menos coyunturales– pero tan sugestivos como inquietantes como, por ejemplo, cuál es el vínculo posible –si es que lo hay– entre épica y democracia.

Para finalizar, quiero referirme brevemente al que para mí es el capítulo estrella o la celebrity del libro, un capítulo en el que Aguilar regresa a uno de sus primeros amores cinematográficos: Leonardo Favio. Me refiero al capítulo titulado “En los confines de la racionalidad: Leonardo Favio y las fabulaciones de bandidos y bestias”. No voy a glosar los argumentos del capítulo porque esto implicaría arrebatarle al lector la posibilidad de descubrirlos en la escritura de Aguilar. Pero lo que sí quiero decir es que este es un ejemplo claro del carácter sorpresivo de este libro: en él Aguilar no solo piensa el cine político de la década de 1970 a partir de una película –Nazareno Cruz y el lobo– que, en principio, parecía la menos pertinente para hacerlo sino que va aún más allá y advierte en el filme de Favio toda una teoría sobre el populismo que entraría en disputa con la de, por ejemplo, Ernesto Laclau. “Favio lleva el populismo a sus mismos umbrales, es la bestia sin cabeza, solo con hocico y colmillos”, escribe Aguilar que, como quería Deleuze, piensa en el medio de las imágenes. Pero además, y creo no estar equivocándome, considero que en este capítulo excepcional es donde se evidencia con más fuerza una apuesta que recorre el libro entero: el gusto militante de Aguilar por la “función fabuladora” del cine.

El anteúltimo capítulo de Más allá del pueblo está dedicado al filme O cinema falado, de Caetano Veloso. En él, Aguilar transcribe una cita de Thomas Mann que se lee en el filme de Caetano. La cita –extraordinaria, epifánica– dice así: “Es inútil, no hay retorno posible. Toda fuga hacia formas históricas vacías de vida es oscurantismo; toda piadosa represión de conocimientos entraña tan solo mentira y enfermedad. Es una fe falsa, orientada hacia la muerte, y en el fondo descreída, pues no cree en la vida y en sus energías inagotables”. Con estas palabras de Mann, en las que según mi parecer resuena mucho de lo que escribí hasta aquí, quiero terminar esta reseña. En efecto, como crítico de cine Aguilar cree en la vida y en sus energías inagotables. Por mi parte, me gusta pensar que de esa creencia surge la intensidad crítica por momentos abrumadora –en el sentido en que Borges decía que Citizen Kane es un filme abrumador– de Más allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine.

Patricio Fontana

 

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