Orbis Tertius, vol. XX, nº 22, diciembre 2015. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/

Artículo/Article

 

El camello, el león y el niño.
Una lectura de Contemporáneo del mundo de J. Giannuzzi y Lampiño de M. Rodríguez

por Franca Maccioni

(Universidad Nacional de Córdoba – CONICET, Argentina)

RESUMEN
El siguiente trabajo propone una lectura conjunta de los textos Contemporáneo del mundo de J. O Giannuzzi y Lampiño de M. Rodríguez, atendiendo al modo como estas escrituras despliegan una problematización en torno a la contemporaneidad y a los modos de trazar un recomienzo en el horizonte de un figurado fin del Sentido, la Historia, la Literatura y el Mundo, recuperando para ello, los aportes de filósofos contemporáneos que han reflexionado sobre esta problemática.

Palabras clave: poesía argentina – contemporaneidad – recomienzo – fin

ABSTRACT
The following paper proposes a joint reading of Contemporáneo del mundo by J. O. Giannuzzi and Lampiño by M. Rodríguez, with a view to revealing how these writings display a questioning of contemporaneity and the ways to launch a rebeginning in the horizon of a figured end of Sense, History, Literature and the World, recovering contributions from contemporary philosophers who have contemplated these issues.

Keywords: argentine poetry – contemporaneity – rebeginning – end 


I.

En 1962 Joaquín O. Giannuzzi publicaba el libro Contemporáneo del mundo y acertaba, con su título, a dar con la clave de lectura (im)posible en la que se juega quizás todo su proyecto de escritura y el de aquellos que, de un modo u otro, intentan continuarlo. ¿Cómo ser contemporáneos de un mundo que ha perdido su sentido en la absurda acumulación de la violencia? ¿Cómo se hace espacio la palabra, el pensamiento de quien siente todo el peso fatídico de una época que no cesa de clausurarse en el ocaso continuo de la muerte? ¿Qué puede un cuerpo perplejo, arruinado, absurdamente descompuesto por la historia en un paisaje poblado de moscas que ponen huevos en la herida? ¿Qué puede quien se piensa a sí mismo “como si yo hubiera sido/ el primero y el último hombre/ de la república y de toda la tierra,/ el único de pié en un campo de cadáveres” (Giannuzzi 2000: 74)?

¿Cómo ser, entonces, “contemporáneos” de un “mundo” allí donde el sentido de ambos términos parece clausurado por su propio fracaso? Pero también, y sobre todo, ¿podemos nosotros llegar a ser aún contemporáneos de esa escritura? ¿Qué se dice allí de nuestra contemporaneidad?, y ¿en qué medida es la obra poética de Giannuzzi contemporánea, valga la redundancia, de nuestros poetas contemporáneos?

Intentar aproximar una respuesta a estos interrogantes demanda, en una primera instancia, repensar las nociones de historización y tradición que hacen posible la lectura de esta escritura desde esta problemática, así como también la escritura de una lectura que intenta vincularla a otras escrituras poéticas del presente. Porque si es posible plantear la cuestión de lo contemporáneo como problema y no como dato, es sólo a condición de suspender tanto la fundamentación cronológica cuanto las relaciones temporales de causa-efecto que harían posible postular como necesaria, lineal y, a priori, existente la vinculación entre una poética y “su” tiempo, así como también entre la escritura de un autor y sus coetáneos, antecesores o sucesores. Sin embargo, que es posible considerar las relaciones entre las producciones literarias desde una noción de tradición que excede lo meramente cronológico no resulta, hoy, novedoso. Ya a principios del siglo XX, en un ensayo titulado “La tradición y el talento individual” y publicado por primera vez en 1917, T. S. Eliot, por caso, postulaba que la tradición no se hereda sino que se obtiene tras un gran esfuerzo. La misma, decía, demanda un nuevo sentido histórico que reúne en un mismo gesto lo atemporal y lo temporal, considerando ya no solamente el pasado del pasado sino su presencia en el presente:

Ningún poeta, ningún artista, posee la totalidad de su propio significado. Su significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos. [...] lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte, le ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. [...] El orden existente está completo antes de la llegada de la obra nueva; para que el orden persista después de que la novedad sobreviene, el todo del orden existente debe alterarse, aunque sea levemente. De esta manera se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte respecto del todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Quienquiera que haya aprobado esta idea de orden [...] no encontrará descabellado que el pasado deba verse alterado por el presente, tanto como el presente deba dejarse guiar por el pasado. [el subrayado es nuestro] (Eliot 1944: 163).

En la estela de este pensamiento, entonces, en este trabajo quisiéramos proponer una lectura conjunta de los textos poéticos de J. O. Giannuzzi (en especial Contemporáneo del mundo) y de Martín Rodríguez (centrándonos en Lampiño (2004)). No se tratará, sin embargo, de convocar los textos de Giannuzzi como precursores generacionales o estéticos de los de Rodríguez, a menos que sepamos, como afirma Borges (2005: 134) que “el hecho es que cada escritor crea a sus precursores [y que] su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro.” En esta estela, la propuesta es la de volver a leer la escritura de Giannuzzi habiendo leído ya la de Rodríguez, en un intento por comprender algo que en principio pareciera ocurrir entre ambas. Fabulemos, para hacerlo, un horizonte problemático común, un espacio-tiempo que haga posible que estas escrituras dialoguen y se vuelvan contemporáneas entre sí, pero también que ambas, al ser leídas conjuntamente, puedan decirnos algo de nuestra contemporaneidad, algo de nuestro tiempo presente con el deseo, finalmente, de que lleguemos nosotros también a ser contemporáneos de estos textos. Imaginemos, entonces, que ambas escrituras se trazan a la luz de un diagnóstico de época realizado hace mucho tiempo ya, simultáneamente por la poesía y por la filosofía. Alain Badiou (2014: 109) lo sintetiza recuperando las versos paradigmáticos que afirman: “‘Falta un presente’ fórmula de Mallarmé. Y Rimbaud: ‘No estamos en el mundo’. Lo que quiere decir: falta la contemporaneidad misma”. Sabemos, desde Hölderlin (Heidegger 1960: 247), que “donde abunda el peligro crece lo que salva”. Es en esa falta (postulada a veces como crisis, otras como fin o fracaso) que resuena la urgencia del recomienzo, la necesidad imperiosa de forjar un himno al futuro con lo que resta, con los restos. Allí, entonces, lo contemporáneo se revela como problemático en múltiples sentidos. En este deseo, en esta exigencia y en esta urgencia de ser contemporáneos, de aferrar la contemporaneidad que falta, se jugará, al menos, ya no lo que son estas escrituras poéticas sino lo que ellas pueden llegar a ser si, al mismo tiempo, nuestra escritura de la lectura puede llegar a ser contemporánea de ambas.

Pero ¿qué implica llegar a ser contemporáneos de un texto? y ¿cómo pensar lo contemporáneo a secas? En un ensayo titulado “¿Qué es lo contemporáneo?” Giorgio Agamben arriesga al menos tres definiciones de este término que nos servirán como vía de ingreso. La primera de ellas afirma, recuperando los aportes realizados por F. Nietzsche (2011: 17), que “lo contemporáneo es lo intempestivo”. En la Segunda consideración intempestiva, texto donde Nietzsche criticaba la fiebre histórica a favor de un “desfase” en un intento por pensar una posible relación con el pasado en donde este “no se vuelva sepulturero del presente” (Nietzsche 2006: 45), se afirmaba que el sentido de la filología en nuestro tiempo, si lo tiene, no puede ser más que “el de actuar de una manera intempestiva, es decir, contra el tiempo y, por tanto, sobre el tiempo y, yo así lo espero, a favor de un tiempo por venir” (Nietzsche 2006: 60). Se trata en todos los casos, afirma Nietzsche, de “utilizar el pasado en beneficio de la vida y transformar los acontecimientos antiguos en historia presente” (Nietzsche 2006: 82).

En consonancia con el planteo de Nietzsche, Agamben afirma que quienes coinciden excesivamente con su tiempo no pueden ser contemporáneos de éste, siendo por esto necesario hacer espacio en el tiempo, introducir un desfase, una discronía, un anacronismo para poder, así, aferrarlo y percibirlo mejor. La contemporaneidad, nos dice el filósofo italiano, “es esa relación con el tiempo que adhiere a este a través de un desfase y un anacronismo” (Agamben 2011: 19) doble, en tanto introduce un espaciamiento en la época, pero también entre el tiempo de la historia colectiva y la del individuo. “El poeta, en cuanto contemporáneo, es esa fractura, lo que impide que el tiempo se componga y, al mismo tiempo, la sangre que debe suturar la rotura” (Agamben 2011: 20).

La segunda definición arriesga lo siguiente: “contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad” (Agamben 2011, 21). Contemporáneo, nos dice, es quien hunde su pluma en la tiniebla del presente, quien no se deja cegar por las luces del siglo. Estableciendo una comparación con la oscuridad del cielo que percibimos porque las galaxias se alejan de nosotros a una velocidad mayor a la de la luz de las estrellas que intenta alcanzarnos, Agamben afirma que “percibir en la oscuridad del presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede: eso significa ser contemporáneos” (2011: 23).

La tercera y última definición afirma que lo contemporáneo signa al presente como arcaico. “Arcaico significa: próximo al arché, es decir, al origen. Pero el origen no se sitúa solamente en un pasado cronológico: es contemporáneo al devenir histórico y no cesa de operar en este [...]” (Agamben 2011: 26), está presente en él como el niño lo está en el adulto. De allí que lo contemporáneo implique una arqueología que apunta no a un pasado cronológico sino aquello que permanece como no vivido en lo vivido de nuestro tiempo. Cito:

Esto significa que el contemporáneo no es sólo aquel que, percibiendo la oscuridad del presente, aferra su luz que no llega a destino; es también quien, dividiendo e interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos, de leer en él de manera inédita la historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene en modo alguno de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede dejar de responder. Es como si esa luz invisible que es la oscuridad del presente proyectase su sombra sobre el pasado y este, tocado por ese haz de sombra, adquiriese la capacidad de responder a las tinieblas del ahora (Agamben 2011: 29).

Comencemos nuestro recorrido, entonces, por el final. Recuperemos el último poema con el cual Rodríguez cierra la escritura de Lampiño, para releer a partir de allí los textos de Giannuzzi que conforman Contemporáneo del mundo. Allí se lee:

¿Había árboles afuera, lampiño? No, había tierra
¿Había un pueblo?
No, había tierra
¿Había gente, y animales?
No, había tierra
desierta
bíblica (Rodríguez 2004: 70)

Sirvámonos, entonces, de estos versos en los que se expone un desierto heredado, como si fueran telescopios para percibir, a través de ellos, las luces distantes que se constelan en la escritura de Giannuzzi e intentan alcanzarnos en la oscuridad. Inauguremos un espacio posible entre el tiempo de estas escrituras para que ambas puedan citarse fuera de sí, comparecer en ese espacio-tiempo fabulado, ser contemporáneas y decirnos algo de nuestra contemporaneidad.

II.

Desde el primero de los libros publicados por J. O. Giannuzzi, Nuestros días mortales (1958), nos encontramos con ciertos rasgos que serán constantes en la obra de este autor. Un escenario de tinieblas y error, signado por el desastre absurdo y, sin embargo, humano, “demasiado humano” (Giannuzzi 2000: 40), parece legar como morada una acumulación de deshechos y “huellas tristes” que resiste cualquier intento sensato de dar razón, cediendo su lugar tan solo a la vana interrogación por el sentido, siempre escurridizo, del mundo. El último de los poemas que se titula de manera homónima al libro, “Nuestros días mortales”, extrema lo dicho legando la realidad de un desastre gratuito y desconcertante:

Nos fue dado a nosotros no la increíble indiferencia
sino perplejidad para sostener una abierta
realidad que a una broma indecente se asemeja;
[...] Consecuentes,
irritables vasos de la decepción que de pronto
hallan que el hecho consumado los supera,
que se habían equivocado, que nadie sabe
en qué reside lo contrario del dolor,
que no era eso, en absoluto, lo que habían pedido,
que a través de la dulce y pausada
elección de los pequeños actos, las comidas, las rosas,
se vieron conducidos al súbito desastre.
[...]

Así, la vana interrogación se vuelve
hacia su propio centro, nuestros días mortales
se levantan y caen como un fin en sí mismos
y prosiguen colmados con las formas hurtadas
a la imaginación tendida sobre el error.
Este es el sue ño que logró Prometeo: Entonces
¿qué sentido habrá de concederse a su rostro
surcado por la furia, el orgullo y también la esperanza?
Oscuro es todo esto; pero a veces cantamos, en la noche,
para robar la llama a un remoto paraíso
y después retornamos, tambaleando, al infierno
que desde hace mucho tiempo reh úsa
la morada insensata del mero pensamiento. (Giannuzzi 2000: 40-1)

Allí, entonces, donde la realidad parece ocultar con su oscuridad toda estrella en un des-astre que vuelve perpleja cualquier interrogación sobre el sentido de lo dado, se afirma, hacia el final, la imagen de Prometeo: aquel que por amor a los hombres supo hurtar el fuego a los dioses para donarles su luz como defensa; luz que retorna como esperanza en el canto, ese modo extraño del discurso en que la significación cede su lugar al sentido sensible de la melodía. “Oscuro es todo esto” afirma el poeta y sin embargo canta-escribiendo obstinadamente hasta su muerte. En un diálogo bastante posterior que Giannuzzi sostenía con Ivonne Bordelois (2000) el poeta llegó a afirmar: “nos hemos quedado sin utopías por desesperación, entonces parece haber llegado la hora del suicidio (perdón por esta altisonancia catastrófica). Pero la vida sigue pidiendo música.”

¿Cómo pensar, entonces, desde este diagnóstico, la escritura de su siguiente libro en donde se afirma (o acaso se desea) la extrañeza de ser: Contemporáneo del mundo, cuando este no es sino el escenario insignificante en “que la historia repite una simulación/ de sucesos irónicos sin ninguna especial/ concentración de vida” (Giannuzzi 2000: 54)? “Contemporáneo: hay poco tiempo aquí, entre nosotros/ ahora que atraviesas la época y la calle con un cierto/ estupor acosado, recuerdas que no hay tiempo y caminas/ de un sitio para otro sin saber qué sentido/ otorgar a tus perplejos movimientos” (Giannuzzi 2000: 45) reza el primer verso del poemario. Y su sentencia se repite como en eco variado luego en el poema “Nosotros” afirmando, contundentemente: “Hemos perdido el tiempo” (Giannuzzi 2000: 58). Insistamos, entonces, ¿cómo ser contemporáneos de un tiempo que no nos pertenece, que se nos ha vuelto im-propio?

El poema titulado, no casualmente, “Progenitores” culmina con los siguientes versos:

Pero si alguno afirma que est á solo
frente a su propio perro pues no está papá,
y que no puede dar un paso
sin continuar la peste que heredó,
entonces, que cada uno hable en su nombre
cuando salga del cine o el cementerio,
y diga: Yo, me reconozco en esta fastidiosa historia
soy hijo de la estafa y de los muertos recurrentes,
me ha tocado la usura y tengo tiempo. (Giannuzzi 2000: 65.)

La escritura de Giannuzzi se traza en la imposibilidad de reconocerse en esta historia, se dice desde la distancia que inaugura respecto de su tiempo, exponiendo una radical impropiedad por la que se escurre el sentido de la Historia misma que parece haber llegado a su fin. Ya no hay historia ejemplar, acontecimientos ni héroes que merezcan ser retenidos e imitados. La perplejidad ante la constatación de que la época es “un coordinado funeral, un lento/ camino asegurado hacia la muerte” (2000: 59) hace naufragar también cualquier intento de historia en sentido retórico, cualquier representación o relato que pretenda construir una disposición significativa de los hechos y dar razón de ellos. Tan sólo resta la historia como un modo específico del tiempo que no nos pertenece, como potencia ontológica, al decir de Rancière (2013: 61), “como el destino común que los hombres hacen pero que sólo hacen en la medida en que constantemente se les escapa, constantemente sus promesas se revierten en catástrofes”. Permanece como huella infundada una historia que “se distingue a partir de ahora a través del exceso bruto de lo que ha sido por encima de toda significación” (Rancière 2013: 62): “ella justificó estos huesos de posguerra,/ treinta años cumplidos y ninguna conclusión” (Giannuzzi 2000: 57). Más adelante, en el poema “Nosotros”, leemos:

El orden de la destrucción
que la historia concentra absurdamente
nos sigue y nos alcanza sin escándalo
y comprueba en nosotros
vasos de decepción en los que falta
la gota de veneno que hemos apartado
en secretas ampollas. Ella será, creemos,
el precio del rescate
por algo que durará más que nosotros
y que este dominio miserable
de padecer razón contra la muerte. (Giannuzzi 2000: 58)

Pero en esta Historia de destrucción continua convertida en “potencia de exceso de sentido sobre la acción que se vuelve demostración de la ausencia de sentido” (Rancière 2013: 63) insiste aún la urgencia de ser contemporáneos. Desde Agamben sabemos que a lo contemporáneo hay que hacerlo y hay, también, que querer verlo. Y sabemos se vislumbra sólo allí donde el lenguaje de la poesía desune las imágenes del ocaso, espacía la continuidad del tiempo del horror y del fracaso, para pensar, en esa suspensión, en esa impertenencia e impertinencia del tiempo, una época (“epokhé que significa ‘suspenso’ en griego” (Nancy 2000: 186)), valga la redundancia, que suspenda la época misma. En Giannuzzi es sólo cuando se suspende el intento de dar razón y se goza del indulto del mundo que ya no demanda sentido alguno de nosotros, que puede haber tiempo y espacio para trazar un recomienzo, para gestar algo nuevo en el desierto:

[...] Hasta que el perro se durmió
en un inexplicable rincón de tu cabeza y hubo paz
y hubo tiempo y espacio para todo. Tu gozabas
el indulto del mundo, aniquilado
antes del alba-náusea, mientras caía la lluvia
sobre la tumba de papá y mamá
y sobre la de todos esos héroes de nuestro tiempo. (Giannuzzi 2000: 46)

Su escritura poética parece trazarse en la coreografía que impone el deseo de aferrarse a una vitalidad desesperada, como la anunciada por Barthes siguiendo a su vez a Pasolini: un querer-vivir fatigado, decantado de la vitalidad, pero que aún se afirma en su odio a la muerte. Pero como dijera el poeta en el diálogo ya citado con Ivonne Bordelois, lo que interesa “no es la muerte personal sino la muerte de un mundo” (2000). En “El sueño de Moira” (Giannuzzi 2000: 76) resuena esta sentencia versificada:

Ahora comprendo que he sido un imbécil
al suponer que el mundo
tal como fue traído hasta aquí por la historia,
empujando batallas, dinastías y sangre
podría sostener un pensamiento hasta el sepulcro.
[...]
El mundo se convierte
en un desmoronamiento casual e ilusorio
a pesar de la inminente masacre
que los diarios anuncian en la realidad de esta mañana.

Y entonces insistamos nuevamente en la pregunta que retorna duplicada. ¿cómo ser contemporáneos de un tiempo expropiado por el sinsentido de la historia y de un mundo que se ha vuelto inmundo? Porque si el mundo se define, como afirma Jean-Luc Nancy en Ego Sum, por ser ese ordenamiento propre –en francés, a la vez propio y limpio- desde los poemas de Giannuzzi podemos afirmar, nuevamente con el filósofo que:

Ya no hay más mundo: ni más mundus, ni más cosmos, ni más ordenación compuesta y completa en el interior o desde el interior de la cual encontrar lugar, abrigo y las señales de una orientación. Más aún, ya no contamos más con el “aquí abajo” de un mundo que daría paso hacia un más allá del mundo o hacia un otro mundo. No hay más Espíritu del mundo, ni historia para conducir delante de su tribunal. Dicho de otro modo, no hay más sentido del mundo (Nancy 2003: 17).

Y lo dicho parece exponerse con toda claridad nuevamente en el poema “Progenitores” (Giannuzzi 2000: 64-5) que parte de la imposibilidad de dar un sentido del mundo:

Es muy difícil explicar el mundo
que nos están dejando los que a morir empiezan.
Correspondió a nosotros
partir de la neurosis o el alcohol, como a otros
de la mugre, las bombas, la poesía de vanguardia
o simplemente el vaso de cicuta. Se trataba
de asumir la discontinuidad
en el orden fallido de los otros. [...]
Ellos
nos legaron un mundo
como librándose de un hierro al rojo [...]
Ahora es nuestra vuelta pensativa del sepelio:
padres irónicos, ¿qué inocencia nos dejaron
aparte de la música y los dientes,
para intentar la construcción de algo
importante y real? Vacío
en la retórica y el hueso íntimo:
“Sois la nueva era y arreglaos”.
Si lo nuestro es mentira que no sea
la estafa de ellos. [...]
Porque si es muy difícil explicar un mundo
que insiste en reclamar nuestra complicidad,
eso no es decisivo; un ademán cargado de sentido,
es decir, de justicia, importa más
que obtener conclusiones ya sepultas
con la acción de los otros. Una gota de lluvia
cayó sobre su tumba.

Este fin del sentido del mundo en tanto fin del mundo del sentido en el que se suspende cualquier referencia o destinación capaz de garantizar las significaciones que permiten volverlo sensato, no dice sino que este mundo inmundo “no tiene más sentido, pero es el sentido” (Nancy 2003: 23) y que la orientación en este sentido sin dirección sólo emergerá de una praxis. Si, como afirma el poema, “la lucidez/y la honorable causa de ciegas categorías/ no consiguieron evitarnos/ la hedionda jerarquía de las moscas” (Giannuzzi 2000: 57) deberemos aprender de ellas una nueva praxis del sentido: sobrevolar lo fétido y hacer de la carroña la forma, gestar un recomienzo en la herida. Así, quizás, esta nueva praxis del sentido sobrevendrá, como afirma nuevamente Nancy (2003: 24), de la:

[...] exploración del espacio que nos es común a todos, que hace nuestra comunidad: aquel que corresponde a la generalidad más extensa del sentido, a la vez como una extensión distendida, desvastada –el ‘desierto que crece’- y como una extensión ampliamente abierta, disponible, y de la que nosotros resentimos algo así como una urgencia, algo así como una necesidad o un imperativo. Este espacio común es infinitamente delgado, no es más que el limite que separa y mezcla a la vez la insignificancia conseguida por pulverización de las significaciones, y la no-significancia o la archi-significancia que reencuentra la exigencia de ser-en-el-mundo.

Así, como el sobreviviente de un entierro generalizado que deambula en un “desierto que crece”, en un paisaje vacío por desheredamiento sin más herramientas que aquellas que la lengua, la fábula y el imaginario pueden concebir como posibles, las palabras de Giannuzzi resuenan como un eco que demanda un recomienzo, la necesidad de “reinventarse otra vez a sí mismo” (Giannuzzi 2000: 45) y a lo(s) otro(s), que no se agota en los límites precisos de su obra completa, clausurada por la muerte, sino que permanecen como envío para quienes aún vuelven a ensayarlo. Poemas que se erigen en un osario desértico, versos que brillan como un fuego fatuo, como esas lucecitas que se ven por las noches en los campos y que, se piensa, provienen de los restos ya sin vida de lo que, paradójicamente, desapareciendo ilumina. Encontramos, allí, las débiles luces contemporáneas hechas de “materia superviviente”, fuegos debilitados de intenciones más o menos buenas que hacen señas a aquellos que aún desean verlas en un intento por instaurar una débil fe que se quiere, pese a todo, pese al todo, contagiosa. Porque, como afirma Didi-Huberman (2012: 75),“la destrucción no es nunca absoluta –aunque sea continua–”y solo allí donde se interrumpe momentáneamente el trabajo del duelo es posible abrir espacio a “nuestro tiempo”, a un nosotros contemporáneo en donde algo así como un presente acaezca, aunque más no sea como mandato.

Porque es justamente en esa tierra baldía, en ese paisaje donde el horror ya no es una experiencia puntual sino que se vivencia de modo continuo, vulgar, dejando espacio sólo para las preguntas vacías e insignificantes, que la escritura resuena como una palabra-espera, como una plegaria para nadie o, en palabras del poeta, como “una expectativa posible de instalar una fe en lo desconocido”. “La vulgaridad es el horror convertido en atmósfera, en aburrimiento”, afirma Sergio Cueto (2001: 81) y en ella la palabra sólo puede surgir como espera “abierta a un suspenso ilimitado”. “La plegaria consiste en hablar a partir de la precariedad de la palabra: suspender la palabra del silencio de la palabra, esperar en el silencio la palabra del silencio” (Cueto 2001: 89).

Escribir, entonces, temiendo “no que abandonemos las palabras, sino que las palabras, fatigadas, acaben por abandonarnos” (Bordelois 2000). Porque allí, en este desierto en el que tan solo persiste la obstinación insignificante de los huesos que acumulados anuncian el fin de la historia y el fin (del sentido) del mundo, la palabra, la escritura poética y la Literatura a secas también amenazan con desaparecer en su propio fracaso. “Quedan muchas palabras, aquí y allá, fallando;/ quedan muchas blasfemias, pero no tocan fondo” (Giannuzzi 2000: 58). Y entonces: “Este mundo, muchachos, ¿no lo oyen?/ reclama otra especie de poesía. /[...] El mundo/ reclama dura claridad conjunta;/ su mísera, su extraña, su ilegible/ comedia al descubierto está pidiendo/ objetivos avances de palabras/ que superen, mutilen en el escándalo” (Giannuzzi 2000: 60).

Escribir en el horizonte del fin demanda una nueva relación entre las palabras, saber mezclarlas de un nuevo modo para que su sentido derrumbado ceda lugar al recomenzar de un sentido deslumbrante capaz de iluminar nuevas relaciones posibles entre las ruinas de lo que hay. Constatado el fin de la Historia, del Mundo, pero también del Hombre y depuesto todo intento de sacar de ello sensatas conclusiones sólo queda la apuesta por explorar ese espacio desierto y optar por el sol como luz homogénea bajo la cual todo es materia para trazar, como anuncia el poema “En la mitad del siglo”, una nueva historia:

I

Cuando en 1950 cumplía treinta años
el poeta buscó el tema de su tiempo,
la palabra de hierro en la mitad del siglo
que diera testimonio de ese momento extraño
y ruidoso en la edad de sus huesos y el mundo.
[...]

Para hallar la palabra que diera la medida
exacta de su tiempo, vio que correspondía
definir la tarea de tocar la secreta
coherencia que sin duda existía en el fondo
de todo esto, en la constante destrucción
y vuelta a la primera imagen de las cosas
fijadas en un ciclo perpetuo de estaciones.

IV

Hubo un instante a ciegas cuando entendió la falta
de un punto estable donde dirigir con certeza
su visión disolvente. Sin embargo, ensayó
nuevos vasos y esquemas que asumieran el cambio
e incluyeran palabras en distorsión, mezcladas
de un modo deslumbrante como por vez primera
ultimando ejercicios poéticos caducos.
[...]¿Donde estaba
la palabra de hierro, la palabra presente
testigo de la época en el centro del siglo?
Vio un linaje difuso, caído, terminado:
la raza de los suyos; sin salida y sin nombre,
girando en el vacío de un orden destripado,
sin nada que ofrecer a cambio de su tiempo.
Vio que no le incumbía obtener conclusiones;
la aventura del mundo se resolvía andando
sin otra explicación que su propio camino
que optando por el sol era a la vez principio
y regreso al motivo de sus operaciones.
El único entre todos entregado a su gracia
y librado a su suerte, su elección y sus huesos
era este poeta que asumía
la discontinuidad de una tierra triunfante. (Giannuzzi 2000: 49-52)

Finalmente, entonces, no resulta casual que el poeta retome la guitarra para escribir, con su música, una esperanza: aquella que vislumbra una nueva praxis del sentido en el asombro infantil que retorna al origen para trazar un nuevo modo de recomenzar su propio mundo:

Por eso el guitarrero
es hombre ensimismado y anda ajeno;
sus entrañas le bastan
para entender que en todo este tumulto
feroz y sin sentido
hay algo, no sabemos, que se salva
y para el hombre tiene
la forma, la extrañeza de un acorde
que escucha desde el ámbito
del cuerpo – uno diría– aguitarrado.

[...]
Yo alabé su certeza y vi más claro;
y pensé: cuando uno
no entiende nada, no comprende nada
de lo que pasa aquí, en las relaciones
entre el mundo y las cosas, el orgullo,
lucidez y piedad se desmoronan
como buscando un sitio que responda
al sueño que merecen
y justifiquen lo que se ha perdido.
Uno comprueba entonces
sin júbilo y sin pena, pero sí
con un poco de paz bajo la frente
que el lugar del sentido está en el centro
de lo que somos, una
especie de retorno a la primera
interrogación, una
dulcísima vuelta hacia el asombro. (Giannuzzi 2000: 61-2)

III.

Siguiendo con lo fabulado podemos imaginar que Lampiño heredó esa “tierra/ desierta/ bíblica” (Rodríguez 2004: 70) y con ello el imperativo urgente de recomenzar de nuevo. A su personaje le ha sido dicho: “«baja lento, en canoa/ del río a las aguas mansas, / te hacen nacer/ de nuevo, hay un punto en que la sangre/ es una filiación cualquiera»” (Rodríguez 2004: 23). Porque terminada, como afirma el verso de Giannuzzi, “la raza de los suyos” (Giannuzzi 2000: 52), lampiño se erige, parafraseando uno de sus versos, como un destetado de su raza, un abandonado a la intemperie al que solo resta el intento de conquistar para sí un nuevo nombre y una nueva tierra.

Para ello también “heredó una guitarra de otras peñas/ más salvajes” (Rodríguez 2004: 32) desde la cual volcar “el agua de un vientre lleno de música” (Rodríguez 2004: 13) que cae como un chorro que da a luz. Lampiño canta en el desierto acompañado de moscas, también heredadas, que sin embargo ya no pueblan el paisaje sino que trazan, con su zumbido, el compás de una única melodía interior. Porque como afirma el poema (Rodríguez 2004: 30):

.
[...]
todo al final vuela, deja paso a la guerra
pero una mosca
es un ser interior
como el perro que chumba
pero la mosca zumba en su interior
ya profanado, de paso
en el camino hacia la escuela,
en una inmensidad desierta
el zumbido es la única música
los grillos
se callaron todos:
lampiño está hundido en el silencio
como una ampolla: el único zumbido.

“lampiño, en patas, lampiño el del sueño crecido” (Rodríguez 2004: 21) es el heredero del derrumbe del Mundo, del Sentido, de la Historia y también de lo Literario. Aquel que, expulsado por la guerra pública y privada, se ve forzado a salir, conquistar y bautizar una tierra nueva:

.
decirlo desde el principio:
al final las guerras (las guerras familiares,
o las guerras de guerrilla)
de la casa hacen un templo
que pronto decide su expulsión
en consenso de espíritus:
lampiño queda fuera. y antes de irse promete
decir unas palabras, y va hasta el río
de las palabras lujosas,
a la orilla donde duerme, su amigo,
el cristiano layo,
a pescar algo menos vulgar que
lo que tiene a mano,
y qué pesca?
nada (con mala leche empieza)
todo sigue ahí, intacto,
en su cabeza, sin significado. (Rodríguez 2004: 15)

Pero no lo hace como un soldado, esa figura excesivamente humana de la historia. Su nombre, lampiño, anuncia ya una carencia en la que se afirma una virtud para su tiempo: él es el mejor adaptado a la oscuridad del presente, el imberbe más próximo al origen infantil del hombre capaz de conquistar lo que nace, riendo. “entre las piedras, una sonrisa/ a la intemperie” (Rodríguez 2004: 63) que, “como la luz mala se le ocurre resplandecer/ en una risa fosforescente” (Rodríguez 2004: 29) de hiena.

Se supo acaso, lampiño, como afirman los versos, “el amante de la gracia de lo nuevo?/ o un ángel criado en algodón/ que hace de la guerra/ su nueva santidad?” (Rodríguez 2004: 16). Con “plumaje de niño nuevo” (Rodríguez 2004: 60) lampiño supo recomenzar en el derrumbe jugando con los restos, trazando nuevas relaciones entre ellos. Y así “todo empezó a nacer/ con ese rubor fugaz,/con esa ilusión efímera,/ fruto del vientre hinchado” (Rodríguez 2004: 68)

Como en la mayoría de los libros que conforman la obra poética de Martín Rodríguez, el agua parece ser el elemento privilegiado que hace posible trazar nuevas mezclas con lo que hay. Como un eco espejado de los versos que en Natatorio (2001: 19) afirmaban que “el agua mezcla/ no lava”, en Lampiño se repite nuevamente que en el horizonte del fin lo único que resta como posible es navegar:

en un cementerio con flores artificiales: navegar
con los brazos y las piernas ortopédicas: navegar
con los dientes de leche: navegar
con el motor del nebulizador: navegar
en la cama: navegar
en charcos de la primera sangre: navegar
el sol como ilusión: navegar
en la corrupción de la herencia: navegar (Rodríguez 2004: 56)

De este modo, la escritura de Rodríguez recupera los restos de los grandes relatos y saberes heredados pero como partículas flotantes que han dejado atrás la pesadez solidificada de lo consolidado (del Saber, la Verdad, la Historia, el Sentido). Sin embargo, ya no encuentra allí motivos para un canto melancólico sino tan solo la posibilidad de recomenzar con ellos, lúdicamente, como un niño que juega con los desechos del derrumbe. Como ya lo afirmaba Benjamin en el pasaje de Dirección única (1987: 25) “Terreno en construcción”, son los niños quienes se sienten atraídos a los residuos y los “utilizan no tanto para reproducir las obras de los adultos, como para relacionar entre sí, de manera nueva y caprichosa, materiales de muy diverso tipo, gracias a lo que con ellos elaboran en su juego”. Rodríguez juega, entonces, en el desierto heredado del Mundo, la Historia y la Literatura y escribe literalmente sin mayúsculas, como si esta elección indicara que los elementos que en Lampiño aparecen recuperados se encuentran “minusculizados”, conservados como restos, escombros de una construcción de sentido milenaria ahora derrumbada pero cuyas ruinas aún conservan la potencia de trazar un recomienzo, una nueva praxis del sentido, las palabras y el mundo signada por una alegre afirmación infantil.

En esta lectura conjunta de los textos de Giannuzzi y Rodríguez resuenan las palabras con que Nietzsche en Así habló Zaratustra ilustraba las tres transformaciones que el espíritu debía sufrir para poder conquistar para sí un nuevo mundo. No basta, decía con la respetuosa actitud del camello que acepta cargar en el desierto con las cosas más pesadas, en nombre de la Verdad, de héroes que nos desprecian o de fantasmas que quieren “causarnos miedo” (Nietzsche 1997: 50). Tampoco alcanza con la actitud del león que conquista su libertad afirmando su deseo contra el gran dragón del deber y de los “valores milenarios” que brillan en sus escamas, que opone su palabra al Sentido insensato establecido de la Historia, la Literatura y el Mundo. ¿Qué es capaz, se pregunta, de hacer el niño entonces que ni el poder del león ha logrado?

Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí.
Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir si: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo.

Bibliografía

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Rodríguez, Martín (2001). Natatorio, Buenos Aires, Siesta.

Rodríguez, Martín (2004). Lampiño, Buenos Aires, Siesta.

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