Orbis Tertius, vol. XX, nº 22, diciembre 2015. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/

Artículo/Article

Estrategias para entrar y salir del mercado. La revista Bibliograma (1953-1957) y la renovación de la crítica argentina en los años ’50

por Guido Herzovich

(Columbia University, Estados Unidos)

RESUMEN
El estudio de la renovación crítica de los años ’50 en Argentina ha tendido a hacer énfasis en unas pocas publicaciones emblemáticas-ante todo Contorno (1953-9)-, pero este conjunto es la punta de un iceberg proliferante de actividad crítica y reseñística. El análisis de la revista Bibliograma (1953-57) permite advertir, en un momento en que la rápida industrialización de la producción y distribución de libros obligaba a redefinir el estatuto y la legitimidad de las prácticas asociadas a la literatura, algunas de las principales esperanzas y temores que hicieron entonces de la crítica un espacio de militancia.

Palabras clave: Bibliograma – crítica– mercado – saturación – sociabilidad

ABSTRACT
The study of the renovation of literary criticism in 1950s Argentina has tended to focus on a few emblematic publications, such as Contorno (1953-9), which represented but the tip of an iceberg of proliferating criticism during that period. In a time when the rapid massification of book production and circulation required the redefinition of the status and the legitimacy of literary practices, the analysis of Bibliograma (1953-7) offers key insights into the hopes and fears that turned criticism into a ground for activism.

Keywords: Bibliograma – criticism – market – saturation – sociability


De la escasez a la saturación

Al aparecer en 1928, La literatura argentina -la revista bibliográfica del impresor L.J. Rosso1 -prometía ocuparse de todo lo concerniente al libro, aunque con una salvedad: “Dejaremos a los críticos la tarea de discutirlo. A nosotros nos interesa fomentar la fecundidad del ingenio, como al buen agricultor le interesa aumentar la feracidad del suelo” (s/n). A los editores de la revista Señales -la revista de “orientación bibliográfica” que comienza a salir veinte años después, en 1949- les preocupa igualmente la fecundidad, pero por razones opuestas: “El alud de publicaciones nos arrolla. El tiempo es corto, no se puede perder. Hay que elegir, pues, para no errar el camino ni desperdiciar el don. Elegir porque se tiene la responsabilidad de leer” (citado en Pereyra 2008: 452).

Entre la aparente escasez -que invita a recibir todo nuevo libro argentino como un acto patriótico- y la saturación -que promoverá más bien una actitud de sospecha generalizada- ha tenido lugar una transformación editorial que se suele referir con el nombre algo equívoco de “época de oro del libro argentino”. Entre el comienzo de la Guerra Civil, que paraliza la industria editorial española, y mitad de los años ‘50, en que la competencia de México y la recuperación de España hacen declinar su hegemonía, Buenos Aires se convierte en el primer productor y exportador de libros en castellano. Jalonado en buena medida por editores españoles de experiencia internacional y fuertes inversiones de la burguesía argentina, el país sextuplicó la cantidad de títulos y multiplicó por 17 la cantidad de ejemplares impresos (Rivera 1998: 101).Como se exportaba en estos años cerca de un 40% de la producción, la participación local en ese crecimiento debe adjudicarse a la ampliación de las clases medias urbanas, la formación de lectores que venía produciéndose en la escuela y la prensa popular, las políticas laborales que favorecieron el poder adquisitivo y el tiempo de ocio -en particular durante el gobierno peronista (1946-55)- y también (en términos socioculturales) la difusión amplia del valor de la letra y la lectura por parte de actores muy diversos (Germani 1950 y 1955; Prieto 1956).

La expansión editorial de estos años -en que se fundaron las editoriales argentinas más poderosas del siglo: Losada, Sudamericana, Emecé- ha recibido atención crítica abundante, incluso reciente2. La relación de estos cambios con la transformación de otros espacios y discursos contiguos, en cambio, ha generado mucha menos bibliografía. Unánimemente reconocida3, la renovación de la crítica literaria durante los años ’50 -que suele simbolizar la emblemática revista Contorno (1953-59)- no ha sido vinculada en profundidad con la transformación del espacio editorial. Como parte de un proyecto más amplio, este artículo investiga, a partir del corpus dela revista Bibliograma (1953-57), las aristas a menudo ambiguas de la impronta militante que adquirió la crítica literaria en este período, en el cual su acción pareció más urgente y polémica que nunca.

Entre fines de los ’40 y principios de los ’50 aparecen tres publicaciones independientes de “orientación bibliográfica”, según el subtítulo de una de ellas:4 además de Señales (1949-77), Libros de hoy (1951-55) y Bibliograma (1953-57). Las tres diagnostican un mercado saturado, de visibilidad muy baja, frente al que se ofrecen como instrumento de navegación. Libros de hoy -que aparece en 1951- trae un slogan de vocación internacionalista: “Books of To-day - Librid’Oggi - Livros de Hoje – Livres d’Aujourd’hui - Bücher von Heute”. Poniendo “en contacto permanente a autores, editores, libreros y lectores”, aspira a cubrir las necesidades de todos los eslabones de la cadena editorial, que presenta y resuelve como sigue:

LIBROS DE HOY se distribuirá por todos los países latinoamericanos ofreciendo así a autores y editores la seguridad de que sus producciones serán conocidas, a través de comentarios constructivos, por el público a quien están destinadas; a editores, un vehículo ideal que llevará su producción a conocimiento de los más interesados en adquirirla, a su vez que informaciones susceptibles a ensanchar sus actividades; a los libreros, un instrumento de consulta al día que les permita enterarse rápidamente de los datos indispensables para la mejor eficacia de su tarea; al público, en fin, la información no sólo literaria, sino bibliográfica en general, que pueda servirle de orientación en sus adquisiciones y lecturas (Rovira Armengol y Simón 1951: 12).

Se trata, podemos decir, de una solución propiamente liberal para un mercado cuya visibilidad se percibe baja: crear un espacio donde estén todos representados y volver accesible la información a nivel horizontal y vertical, de modo que la visibilidad sea idealmente completa; cada participante podrá tomar entonces una decisión racional informada. A juzgar por la importancia que cobró la crítica literaria en los años ’50, sin embargo, podemos dudar de que fuera únicamente información lo que estaba haciendo falta en el espacio literario argentino.

El proceso de masificación del libro había implicado mucho más que una expansión cuantitativa. Hasta las primeras décadas del siglo, existía todavía una separación material relativamente clara entre lo que podemos llamar circuito “letrado” (librerías selectas, libreros enciclopédicos, libros europeos en lengua original y cuidadas ediciones de autor argentino) y el circuito popular (ediciones baratas de clásicos cultos y populares, poesía popular y narrativa folletinesca en cuadernillos precarios, distribución en kioscos y establecimientos misceláneos). La masificación de fines de los años ’30 le asestó el golpe de gracia a esta separación, que venían debilitando sucesivos emprendimientos desde la década anterior5. A la proliferación inédita de títulos y ejemplares, se sumó, en la mayoría de las nuevas casas, una línea editorial crecientemente ecléctica, que tendió a hacer convivir, bajo los mismos sellos, colecciones y espacios de venta, títulos y por lo tanto públicos tenidos hasta entonces por incompatibles6. Clásicos de todo origen, maestros europeos, novedades precedidas de un éxito rutilante en varios países, figuras del establishment argentino y de la “literatura social”, novelas ya llevadas al cine, literaturas periféricas mediadas por la industria metropolitana, autores de vanguardia consensuados por la crítica internacional, policiales de todo tenor, manuales de autoayuda: un flujo crecientemente unificado que iba ampliando la heterogeneidad de su caudal. Estos textos y objetos parecían ofrecerse a modos también heterogéneos de apropiación,7 que tenían ahora una visibilidad recíproca inédita. Adolfo Prieto, que fue uno de los críticos más sensibles al impacto de estas transformaciones, observó su heterogeneidad y legitimidad creciente en Sociología del público argentino (1956) y en la introducción a su Encuesta: la crítica literaria en Argentina (1963). Los lectores iban hacia los libros con una variedad de motivaciones: “el entretenimiento, la simple información, o el elemento desencadenante de profundas experiencias en lectores aislados y dispersos” (1963:6); pero también el deseo de ostentarlos en los estantes, cuya importancia no podía ser ignorada por la “extraordinaria agilitación que este nuevo público ha impreso al movimiento editorial” (1956:80-1). Frente a esta dispersión, lamenta Prieto, la figura del gran crítico como formador de gusto para una comunidad lectora más o menos cohesionada-papel que habría desempeñado un Paul Groussac a principios de siglo- estaría declinando irremediablemente (1963: 7).

En ese contexto, dirigirse a un “lector general” abstracto -como parecía proponer el primer editorial de Libros de hoy- iba resultando cada vez menos efectivo. El salto de visibilidad y de relevancia social que vive la crítica literaria en los años ’508 es inexplicable sin este estado de cosas, que potenció las disputas por los modos legítimos de apropiación de los libros y los textos literarios. La necesidad de expropiar la experiencia literaria al círculo de élite que la había dominado hasta entonces entraba en conflicto con la amenaza de una mercantilización masiva.

Esquizofrenia funcional: la revista Bibliograma

La tercera revista bibliográfica de estos años sale inicialmente como Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino en junio-julio del ’53, un trimestre antes que Contorno (1953-59) y Letra y Línea (1953-54), dos de las revistas más emblemáticas de la década; desde fines de ’56 circula brevemente como Bibliograma9. Casi la totalidad de sus páginas -que aumentan de 16 a 64 en los primeros dos años- está dedicada al comentario de novedades literarias de autor casi siempre argentino, en forma de artículos, reseñas organizadas por género y “libros recibidos”; el resto, en intervenciones breves que suelen abrir cada número, a aquilatar los desafíos y elaborar (en sentido freudiano) el malestar que les producía a los escritores locales -particularmente a los de izquierda, que pertenecían por lo general a las clases medias en ascenso- la conversión del libro en mercancía masificada.

A pesar de la neutralidad de los nombres, seguramente estratégica, la revista tiene cierta línea estética vinculada al realismo, a la representación de los humildes, en algunos casos católica y nacionalista, en general más miserabilista que revolucionaria; pero se trata ante todo de una revista tolerante y cordial, donde prima la promoción del libro de autor argentino. Varias de sus firmas, empezando por la del director -Aristóbulo Echegaray (1904-1986)- eran frecuentes en la revista Claridad (1926-41), de la que hereda la estructura anárquica y una retórica de solidaridad entre camaradas por una causa común.10

La comparación es significativa. Nada de lo humano le era ajeno al socialismo internacionalista de Claridad, según observó Graciela Montaldo (1987); pero la crítica literaria y en particular la reseña tuvieron un lugar, si bien variable a lo largo de su dilatada y más dinámica historia, siempre menor.11 Bibliograma, en cambio, digiere todos los formatos de artículo con la condición de que reseñen un libro reciente o reeditado, anuncien uno que está por salir, o ponderen las dificultades concretas que enfrenta el escritor argentino para insertarse en el mundo editorial. La preocupación por el “libro argentino” (al que declaran amistad) y más precisamente por el libro de autor argentino, no se extiende sin embargo a la cuestión de la “literatura nacional”; o acaso, la distancia antaño incesantemente conmensurada entre ésta y la que no lo era, ha sido remplazada ahora por otra, que requiere por lo tanto otra escala de medición. Bajo el título de “Las dos literaturas”, en la tapa del número 5, el escritor y crítico Roger Pla (1912-1982) conceptualiza la nueva dicotomía ordenadora: “¿Qué diferencia específica existe entre la literatura de creación -la llamada "gran" o "verdadera" literatura- y la comercial?” (1954: 1).

Pensando en esto, me parece que la tal diferencia específica entre ambas literaturas cobra violento relieve si se considera que ellas configuran distintas bases psicológicas -y podría decirse sin temor, metafísicas-, para cada una de estas actividades. En otros términos, el autor, el hombre, el escritor que produce cada uno de estos tipos de libros -sea cual fuere la “calidad” que logre en ellos- pertenece a distintos “tipos psicológicos” casi siempre -pues hay, bajo presiones económicas, deslices frecuentes del primero al segundo-; y siempre, de modo invariable, una actitud psicológica radicalmente opuesta. Podría decirse que mientras la literatura de creación (vamos a llamarla así), es siempre un problema del ser, la literatura comercial es un problema del mero hacer (Pla 1954: 2).

La primera consecuencia de este quiebre es notable para el estudio literario: la Sociología de la novela de Roger Caillois, que considera (nos dice Pla) las novelas de Ponson du Terrail junto con las de Balzac -las de William Faulkner lado a lado con las de Edgar Wallace-, a la vez que “toda conclusión sociológica -o de cualquier otro tipo- que se saque de ellas considerándolas como un todo homogéneo, ha de invalidarse por la simple razón de que son heterogéneas” (2).12 Esta heterogeneidad “esencial”, por supuesto, diseña ya una tarea para el ejercicio crítico, que estará encargado de revelarla en cada caso particular.

Los signos que en apariencia permitirían delatar una y otra psicología, sin embargo, reciben matices importantes en notas posteriores de la revista, lo cual las vuelve sin duda más difíciles de distinguir. En el número 9, el escritor y crítico Bernardo Verbitsky -responsable durante años de la sección bibliográfica del vespertino Noticias gráficas- sale a discutir las objeciones que se vienen haciendo de boca en boca a los “coloridos afiches” que anuncian por esos días, en Buenos Aires, las novelas de un escritor argentino: “no pocos escritores creen que cualquier publicidad es indeseable”; él, en cambio, no cree “en sí misma” su “actitud” merezca censura.13 “[L]as cosas han llegado a un extremo tal que tampoco puede aprobarse la actitud contraria, la pasividad total de los escritores frente al problema de difundir la propia obra. Hay que hacer algo, aunque no sepamos bien qué es posible hacer” (Verbitsky 1955: 3). En el número 15 -de julio-agosto del ‘56-, a Julio A. Como se le ocurre una cosa que es posible hacer: recurre nuevamente a la “psicología”, pero esta vez para ofrecer a los escritores argentinos rudimentos de estrategia publicitaria para volver más atractivo el título de los libros: “Onomatopeya, afiche y slogan son tres vértices que otorgan al título: vibración oral, graficismo visual y limpia concisión, mas hay que llenar todo un proceso psicológico antes que el objetivo se haya cumplido (...)” (Como 1956: 28). Promediando el artículo, debe hacerse cargo de la inquietud que su propuesta tenía que causar entre los lectores:

¿Debe privar el criterio mercantil o artístico cuando se estructura el título? Entendemos que el período de la torre de marfil ya ha desaparecido para el autor. Su mensaje ha de llegar a más lectores en el menor tiempo. Por ello, el título será esencialmente mercantil, pero no a costa del contenido o del engaño al lector (Como 1956:28).

La comparación es por supuesto insidiosa: afuera de la torre de marfil -de la que tiene que abjurar una revista de izquierda como Bibliograma- creíamos que estaba la lucha de clases, no una clase de marketing.

Pero esto que impacta como discrepancia -entre Pla y Como-, o en todo caso contradicción en el seno de la revista, supone tal vez una estrategia menos esquizofrénica de lo que parece, o en todo caso deliberadamente esquizofrénica: estrategias para entrar y salir del mercado. Por un lado, procedimientos de mercantilización para poner en circulación la escritura; por el otro, procedimientos de desmercantilización como modo de apropiación de los textos, que ya circulan, en apariencia, masivamente mercantilizados.

No es inusual encontrar reseñas, dentro y fuera de Bibliograma, que ilustran puntualmente esta segunda operación. A modo de entrada en tema, comienzan de manera muy explícita por arrancarle el texto al packaging: “Imposible comentar este primer premio Emecé 1955 [Tierra de nadie, de Federico Peltzer], sin referirse al texto de su inevitable y anónima solapa” (Griskan 1956: 32). Otra, aparecida sin firma en el semanario De Frente14, después de afirmar que “discrepamos con la calificación de ‘genial escritor’ que arriesgan los editores” para Ramón Gómez de la Serna, propone incluso definir la función de la crítica en relación directa con los discursos del marketing editorial: “Toca a la crítica literaria ejercer una labor de policía, procurando restablecer la justicia en la adjudicación de adjetivos” (“Ramón Gómez de la Serna” 1955: 33).

Se consagra así la sinergia entre discurso publicitario y discurso crítico: al distanciarse de lo que podríamos llamar “modo de apropiación sugerido” por el editor -parafraseando el más común “precio sugerido”-, la reseña crea el espacio para desarrollar otros, más acordes a la ficción de soberanía que exige del lector “culto” el campo literario.

La crítica como militancia

Exagerando muy poco, se podría decir que “crítica literaria”, en la entonación militante que conlleva en un número grande de revistas de estos años15, es el nombre genérico que toman esas estrategias de desmercantilización. La primera preocupación de Bibliograma no es ya, como hubiéramos esperado años atrás en una publicación con sus prioridades, ni la falta de editores ni la carencia de público, ni siquiera el desinterés de editores, libreros y lectores -una queja contemporánea- por la literatura argentina.16 Lo que obsesiona a la revista es la función y el funcionamiento de la crítica; los artículos sobre este tema se suceden uno tras otro, solicitados por la dirección casi con toda seguridad, ocupando siempre las primeras páginas. “Ventura y desventura del crítico”, de López de Molina (nº 8); “Frente a la crítica”, de Norma Dumas (nº 11); “Sobre la crítica firmada”, de Raúl Larra (nº 12); “Pequeña crónica sobre la camarillas literarias”, de Max Dickmann (nº 12); “Crisis de la crítica literaria”, de Horacio Esteban Ratti (nº 13); “Crítica y literatura”, de Celia de Diego (nº 13); “Recuperación de la crítica”, de Luis Emilio Soto (nº 14); “La crítica anónima”, de Álvaro Yunque (nº 15); “Notas de un crítico”, de Juan Carlos Ghiano (nº 16), entre los principales. Por “crítica” entienden ante todo la reseña, en tanto los impulsa una voluntad de intervenir sobre la circulación. Su bête noir es lo que llaman “crítica anónima”: los comentarios sin firma que suelen ofrecer de manera proverbial los diarios y revistas de gran tiraje (a veces en compañía de otros tantos firmados).17 Su proliferación y regularización-tanto como su devenir problema- delataban, en rigor, la participación del discurso crítico en el aparato publicitario de una industria editorial masificada; después de todo, la reseña sin firma había tenido hasta entonces una existencia larga y muy poco polémica.

La impugnación, sin embargo, se suele formular en términos morales. Todos los convocados por Bibliograma están convencidos de que “hay que terminar con la gacetilla anónima tras la cual se esconden los resentidos, los venenosos, los serviles y genuflexos” (Larra 1956: 4). Pero “abolir de raíz el feo vicio del comentario bibliográfico anónimo” (Ratti 1956: 3) era sólo la mitad del problema. La otra mitad era jerarquizar la firma:

Quizás las literaturas evolucionadas pueden permitirse el lujo de contar con una dotación de especialistas, depositarios de la confianza del autor y el lector así como también investidos del rango funcional que estimula. Mientras tanto la crítica está abierta a la buena voluntad, al discernimiento y al espíritu de camaradería de todos los escritores sin distinción de géneros. (...) Nuestro medio literario reclama la contribución de todos para desvanecer los prejuicios y la hostilidad contra el juicio independiente. (Soto 1956: 9)

Esta invitación es de Luis Emilio Soto, uno de los pocos críticos de oficio que colabora en Bibliograma.18 El ideal -un “lujo”- sería una “dotación de especialistas” equidistante del productor y el receptor, cuya “confianza” doble pudiera darles (diremos nosotros) la inmunidad que es requisito del juicio imparcial.19 La “malquerencia que inspira el género globalmente” obligaba en cambio a cargar la tarea crítica a la cuenta del “espíritu de camaradería” de los propios escritores, a quienes Soto asumía comprometidos en “la misma ofensiva contra el complot del silencio” (9). Reclamándoles igualmente que reseñaran más, Verbitsky les había pedido ya “tener más conciencia de equipo. Algunos de ellos creen que escribir una nota bibliográfica señalando al interés del lector los méritos de un buen libro local, es tarea indigna de un artista (...)” (1955: 3). Recordad a Leopoldo Lugones, pedía Soto: “pródigo en espaldarazos” (1956: 9).

En rigor los escritores, sobre todo los jóvenes, no sólo reseñaban: accedían a menudo a la letra de molde a través de la reseña, así como los de la generación anterior empezaban por enviar un poema a alguna redacción. Pero no perdían oportunidad de explicar que su “remoto emparentamiento con esa discutible disciplina [la crítica] es fortuito”, como afirmará el joven Abelardo Castillo en 195920 (1959b: 19). El espíritu de camaradería era difícilmente el ánimo hegemónico en el arte de reseñar, atravesado en estos años por una virulencia inédita y significativa; sí se lo advertía, en cambio, puertas adentro: en el comentario sistemático que solían hacer las revistas de los libros de sus colaboradores.

Ubicua y practicada por una multitud de autoridades -a menudo anónimas- la reseña era un género ambiguo. “[E]s cierto que la nota bibliográfica anónima se ha hecho un poco ‘industria’ al amparo de las editoriales que dominan el mercado”, observaba Horacio Esteban Ratti (1956: 4). Pero ella era a la vez el espacio que ofrecía las mejores chances de intervención para los que no detentaban capacidad logística o financiera:

Sin duda la publicidad puede hacer vender a plazo corto no sólo un libro sino cualquier producto -reconocía el escritor y crítico Raúl Larra (1913-2001), miembro conspicuo del PC y autor de la primera biografía de Roberto Arlt-. Pero hay medios sencillos de publicidad, de ninguna erogación para el autor, cuya eficacia podría ser superior a la de avisos y murales. Nos referimos a la gacetilla crítica de los diarios y periódicos. Si esa gacetilla se hiciera con gente de responsabilidad, que avalara con su firma el comentario, podría contribuir grandemente a la difusión que se persigue. La firma al pie de la gacetilla evitaría el bombo o el brulote, suscitaría confianza y orientación en el público lector. En cambio todavía -en 1956- seguimos padeciendo una crítica anónima, fácil, anodina, que cuando no usa el texto de la solapa adereza juicios interesados o malévolos (1956: 4).

La reseña quiere así convertirse en el Dr. Jeckyll de ese Mr. Hyde que es la publicidad; quiere ser su forma recta y noble: cara y contracara, en tanto raramente (todavía) se hallará una sin otra. Cuando la reseña (a juicio de los críticos) no cumple ese papel, la juzgan “cooptada” y cargan contra ella enarbolando ética y deontología de la función pública: exigen responsabilidad, imparcialidad, honestidad, rigor; nada de “sensibilidad” o “talento” -como se pedía antes-, capacidades cuya misma ontología obliga a considerarlas escasas, ajenas a la buena voluntad, irreproducibles. Bajo la conveniente apariencia de objetividad, sin embargo, quedan sepultadas las diferencias de criterio; las operaciones de desmercantilización, como veremos, tocan en este punto su costado conservador.

Los límites de la sociabilidad literaria

Las reseñas que salen a impugnar, desde las pequeñas revistas, las notas bibliográficas de las publicaciones más masivas -un exordio no inusual- tienen siempre a mano la acusación de “mala fe”. Como el crítico y escritor W.G. Weyland en el número 5 de Bibliograma, responden bajo “el deber inexcusable de reaccionar, de señalarlos (dentro de las limitadas posibilidades que nos permite su anonimato) con dedo candente”,

no para salir en defensa del autor agraviado sino del lector, ese lector generoso y bien pensante al que hemos aludido, para evitar que sea víctima de su inocencia. Porque nos ponemos en su lugar, y si ha leído el suelto anónimo que la revista “De Frente” le dedica en su número del 14 de octubre último a la novela de Pablo Rojas Paz, titulada Mármoles bajo la lluvia (Ed. Losada), nos lo imaginamos haciéndole la cruz, prometiéndose no gastar sus pesos en adquirir un ejemplar ni su precioso tiempo en leerla, todo porque un irresponsable (en cuanto anónimo) y mendaz, convicto de falsía y mala fe, lo previno contra ella (Weyland 1954: 10).

La militancia por el nombre propio, que dice querer hurtarle al mercado un escondite, impugna a la vez la relativa indiferenciación (el relativo anonimato) que la masificación mercantil, lo mismo que en los libros, conlleva entre las personas: la “irresponsabilidad” de la reseña anónima deriva también de su peligrosa disposición a anonimizar al libro y al autor reseñados. Después de más de dos páginas de diatriba feroz -“su anonimato, su falsedad y mala fe nos liberan de todo escrúpulo”-, Weyland cierra así su contrareseña:

Y para éste [el redactor de la reseña impugnada], para cuando su mediocridad inflada de suficiencia lo incite a otra arbitraria agresión, un sano consejo: antes de incurrir en un nuevo e injusto desmán, deténgase primero a reflexionar en lo que significan la vida y la obra del autor contra el cual siente impulsos de desmandarse, como debió reflexionar en los treinta años dedicados por Rojas Paz a escribir, con vocación fervorosa y austera, con probidad pocas veces vista y con talento sin jactancia, y en sus veinte y tantos libros estimables, auténticos y sinceros, producidos con doloroso desgarramiento creador, que han enriquecido nuestra literatura (Weyland 1954: 31).

Weyland se esfuerza por presentar esa intervención con todos los rasgos de lo incivilizado: arbitraria, impulsiva, es “agresión”, es un “desmán”. La virulencia de su contrareseña queda en cambio justificada por el anonimato y la “mala fe” de aquélla. Entre líneas, sin embargo, se lee otra disputa, vinculada de otra manera a la cuestión del nombre propio: la que opone un modo de apropiación fuertemente identitario del texto literario -la “verdadera literatura” como un problema del “ser”, según Roger Pla-, a otro modo de apropiación en apariencia heterogéneo, adecentado por un número creciente de lectores anónimos. Así, la “actitud psicológica” que Weyland le adjudica a Rojas Paz -que por otra parte no era ningún Artaud según el registro histórico21- cobra todo su sentido en contraposición con las exigencias del reseñista anónimo, que pedía entre otras cosas “‘una narración ajustada estrictamente a una época y a lugares geográficos precisos, un cierto verismo no desprovisto de realidad’, añadiendo que ‘también es necesaria una relativa tensión, una agilidad imprescindible para su lectura’” (10, subrayado original). Pedirle “agilidad” a uno que escribe con “doloroso desgarro” es sin duda testimonio de pasiones muy bajas; o en todo caso, de que se tiene la “suficiencia” de considerar el entretenimiento como un modo legítimo de apropiación.

A diferencia de las revistas de la “joven generación”22 -Centro (1951-9), Las ciento y una (1953), Contorno (1953-59), pero también Letra y Línea (1953-4), Gaceta Literaria (1956-60), El Grillo de Papel (1959-60)-, y a pesar de la aparente parresía que profesan las reflexiones sobre la crítica que recaudó, en la práctica a Bibliograma -cuyo director y principales colaboradores pasaban la cincuentena- le preocupaba más la creciente virulencia del discurso crítico, que los excesos de indulgencia que pudieran derivarse de la “amistad” que promovían sus editores hacia el “libro argentino”, que no era el “libro argentino” de los editores argentinos -a menudo traducido- sino el libro de autor argentino, cuya amistad valoraban igualmente:

A UN LECTOR. - Capital: Nos dice usted que no comprende cómo atacamos a Vicente Barbieri y a Ernesto Sábato, siendo que ambos figuran en nuestro cuerpo de colaboradores. Observe que no atacamos. Otro de nuestros colaboradores, Carlos Serfaty23, descubre o cree descubrir una perla en una composición de Barbieri, y la señala; también pesca algo en la intención de una glosa de Sábato, y protesta. Aparte de que cada compañero nuestro opina por su cuenta y riesgo, creemos que la obra de uno y otro de los atacados, subsiste tan obra con o sin esas objeciones; y con o sin ellas, Vicente Barbieri y Ernesto Sábato son y siguen siendo amigos intelectuales y personales nuestros. - El Director (Echegaray 1955: 2).

Lo que les preocupaba, en definitiva, era el lugar de los autores argentinos en una industria que les daba todavía un lugar bastante marginal (De Sagastizábal 1995, de Diego 2006). Bibliograma prefiere por lo general hacer “crítica de aliento”24 y no se propone objetos de escarnio ni reivindicaciones programáticos, de modo que la proporción de reseñas negativas es baja; cuando incurren en ellas, como el enemigo último es siempre “el complot del silencio”, están muy dispuestos a darle al perjudicado la última palabra.25

No dejaban de advertir, sin embargo, que la crítica que proliferaba con niveles inéditos de visibilidad, no parecía inspirada por el “espíritu de camaradería” al que confiaba Luis Emilio Soto su poder de convocatoria. En Espiga, en Centro, en Letra y Línea, en Contorno, jóvenes que se volcaban a la crítica como una plataforma privilegiada de intervención -hoy acaso diríamos “cultural”, ellos decían “política”- parecían tensionar con su virulencia los límites de la sociabilidad literaria. El co-director de Contorno, Ismael Viñas (en la revista Ficción [2004: 68]) y el director de Letra y Línea, Aldo Pellegrini (1953: 16), se hicieron eco de las reacciones y justificaron de diversos modos sus “malas maneras”. A principios de 1960, en el tercer número El Grillo de Papel -la revista que capitaliza y reformula para los años ’60 el legado de esas otras publicaciones-, el joven Abelardo Castillo (25 años recién cumplidos) confiesa que Bernardo Verbitsky (de 52) le ha reprochado en privado la “severidad” de una reseña suya.26 Verbitsky-a quien vimos defender en Bibliograma el uso de la publicidad masiva-desconfía de los nuevos críticos que se erigen en émulos del “joven Catón”; a Castillo, en cambio, le daba más miedo el peligro opuesto.

La desconfianza no es absurda. Hay, en efecto, repentinos censores que, sin la menor autoridad intelectual, nada de criterio y mucho desparpajo, enarbolan cualquier ligero despropósito como quien decide imperiosamente: Delanda est Carthago. Al temor de Verbitsky agregamos éste, que es nuestro: nos estremece pensar que la crítica argentina es, también, esa otra cosa híbrida, conformista, amabilísima, cuya expresión más acabada puede hallarse en cualquier rotograbado dominical donde uno descubre, con alegría, que todas las señoras son finas prosistas (1960: 19).

Notas

1 Rosso, entre muchos otros emprendimientos, fue socio de José Ingenieros en la segunda época (1922-25) de La Cultura Argentina, su colección de textos nacionales. Cf. Degiovanni 2007 (en especial p. 157, nota 29); también Pierini 2012: 357.

2 Los estudios “clásicos” sobre el tema, escritos desde una perspectiva industrialista -superadora de la inclinación bibliófila hegemónica hasta entonces en historia del libro-, aparecieron a mitad de los años ’60: Bottaro 1964, García 1965, Peña Lillo 1965. Rivera 1998, De Sagastizábal 1995 y el conjunto de trabajos reunidos en De Diego 2006 -hoy el libro de referencia, con una reedición ampliada en 2015- privilegian el impacto sobre la literatura y el escritor argentinos de esta (y otras) transformaciones de la industria editorial.

3 Cf., entre otros, Cella 1999, Avaro y Capdevila 2004, Peller 2014.

4 A partir del número 90, la revista Señales se subtitula “revista de orientación bibliográfica”; el anterior era “En la ruta de nuestra cultura” (Pereyra 2008: 452-3).

5 Proyectos editoriales como La Cultura Argentina (1915-25) de José Ingenieros (cf. Degiovanni 2007), editoriales como Babel (desde 1922) de Samuel Glusberg -y la revista homónima (1921-29)- habían avanzado, entre otros, una popularización del libro “culto” (Buonocore 1974: 101; Tarcus 1997). La prolífica Tor, inversamente, produjo una visibilización mayor de la literatura “popular”, jalonada por su organización en series (Abraham 2012).

6 Para el caso de las novedosas colecciones de bolsillo de Espasa-Calpe y Losada, cf. Larraz 2009.

7 Entiendo que “modo de apropiación”, término corriente en sociología de la cultura, supone un uso más o menos socialmente regulado, que en tanto se vuelve “reconocible” -estableciendo relaciones más o menos precisas con otros usos- puede cumplir una función identitaria.

8 Sobre esta rápida visibilidad, cf. el ensayo pionero de Emir Rodríguez Monegal, El juicio de los parricidas (1956). También la introducción a Avaro y Capdevila 2004.

9 Por ser más breve, lo utilizo como nombre genérico para todos los números, a pesar de la condena estética del crítico Roberto Giusti (“¡Oh qué nombre feo!”, opinó en una carta de solidaridad que reprodujo la revista [Giusti 1956: 55]). El Instituto publicaba libros, que sus socios (pagando una cuota anual) obtenían con un descuento del 40%; también les ofrecían descuento en libros de otras editoriales. Lo dirigían Germán Berdiales (1896-1975, recordado como autor de literatura infantil), Carlos Carlino (1910-1981, poeta y dramaturgo) y Aristóbulo Echegaray. Cinco años después del último número de su primera época (el 17, en junio de 1957), Bibliograma comenzó a publicarse nuevamente.

10 Colaboraron en la revista, entre otros muchos, Bernardo Verbitsky, Roger Pla, Beatriz Guido, Leónidas Barletta, Álvaro Yunque, Antonio Di Benedetto, Haroldo Conti, Luis Emilio Soto, César Tiempo, Juan Carlos Portantiero, Juan Carlos Ghiano, Max Dickmann, W.G. Weyland, J. Salas Subirat, F.J. Solero, José Nun, Rafael Alberto Arrieta, J.J. Hernández Arregui.

11 En el número 242, de enero de 1932, hay por ejemplo dos reseñas. La primera empieza por impugnar la actividad que está por acometer: “Si el erudito improductivo es el usurero capitalista de los bienes culturales, el crítico de arte suele ser algo peor aún: el disector de las obras y esfuerzos ajenos. (...) nunca nos han atraído ni la crítica ni los críticos, cuando ambos se erigen en profesión sistematizada, en tendencia, en costumbre, en vicio” (Giudici 1932: s/n). El artista trabaja, igual que el obrero; el crítico (como el burgués) lo parasita. Ernesto Giudici -entonces militante socialista (Kohan 2000: 135)- firma esta reseña en Montevideo, donde nos explica que está exiliado; ahí conoció al autor del libro. La otra, de Héctor P. Agosti -que será años después el principal ideólogo cultural del Partido Comunista-, refiere una novela de Boris Pilniak. Al pie, se lee: “Cárcel de Villa Devoto. Diciembre de 1931” (Agosti 1932: s/n). Sólo la imposibilidad de actuar -parecería- justifica entregarse al comentario.

12 Sociología de la novela fue editado por la Editorial Sur en 1942. Sobre la polémica entre Caillois y Borges a cuento de sus consideraciones sobre la novela policial, cf. Capdevila 1995. Entre los “deslices” hacia la “literatura comercial”, el propio Pla contaba probablemente La diosa de la venganza llora, la novela policial que publicó en 1954 bajo el seudónimo Roger Ivnnes.

13 “Consideran muchos que es una propaganda excesiva para tan noble mercadería como es el libro. No he tenido aun la oportunidad de leer los de Dante Sierra y de este modo sólo puedo pensar que si son buenos, esa publicidad nos beneficia a todos, y a todos nos perjudica si son malos” (Verbitsky 1955: 3).

14 De Frente (1954-56) fue una revista política y cultural dirigida por John William Cooke, entonces diputado peronista y luego “delegado personal” en Argentina del líder en el destierro.

15 Para este trabajo -parte de mi tesis doctoral- revisé las siguientes publicaciones de la década del ‘50: Espiga (1947-55), Centro (1951-9), A partir de cero (1952-3), Buenos Aires Literaria (1952-4), Las ciento y una (1953), Letra y Línea (1953-4), Contorno (1953-9), Ciudad (1955-6), Gaceta Literaria (1956-60) y El Grillo de Papel (1959-60), además de los suplementos culturales de los diarios La Nación y La Prensa.

16 Para resolver este problema, Bibliograma se contenta con algunas viñetas superyoicas: “ES SU DEBER MORAL DE LECTOR COMPRAR Y LEER LIBROS DE AUTORES NACIONALES” (número 6, página 25); “ES SU DEBER DE LIBRERO EXHIBIR Y PROPAGAR LA LITERATURA ARGENTINA” (número 8, página 19).

17 Durante los años ’50, tanto La Nación como La Prensa -los principales diarios nacionales- transforman lentamente sus secciones bibliográficas semanales para regularizar, ampliar y jerarquizar las reseñas, incorporando en la segunda mitad de la década algunos comentarios firmados por figuras de prestigio en cada edición.

18 El sitio de la Biblioteca Nacional argentina, donde se conservan sus papeles personales, lo describe así: “Luis Emilio Soto -nacido en Buenos Aires el 21 de junio de 1902- fue uno de los críticos literarios más reconocidos de la escena cultural argentina entre las décadas del veinte y del cincuenta. Cursó estudios comerciales, trabajó en una compañía de electricidad, ingresó en la Contaduría General de la Nación y se convirtió en el crítico por antonomasia de la generación de Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada y Bernardo Canal Feijóo. (...) Por una selección de sus trabajos reunida bajo el título Crítica y estimación (1938) y publicada por Sur, obtuvo el Premio Municipal de Literatura en 1939. Su producción posterior se plasmó en infinidad de artículos, comentarios y ensayos que aparecerán en numerosas publicaciones argentinas y del exterior”.

19 La “confianza” como atributo de una figura “tradicional” de crítico reaparece en otros debates de estos años. Cf., en particular, el debate entre el crítico de arte Julio E. Payró y el crítico y poeta vanguardista Aldo Pellegrini en las páginas de la revista Letra y Línea (1953-54), que dirigía este último.

20 Bernardo Ezequiel Koremblit, a quien El Grillo de Papel presentaba en 1960 como responsable de “la singular sección bibliográfica de la revista Atlántida” (“Reportaje a B.E. Koremblit” 1960: 22), se sacude tres años después con esta fórmula el privilegio en apariencia dudoso de haber sido invitado a participar de la Encuesta: la crítica literaria en Argentina: “Todo esto [las actividades extra-críticas que ha venido reseñando] significa que para entender en bonae literae no es imprescindible morir ultimado por el pistoletazo de la definición: ‘ése es un crítico’” (Prieto 1964: 63).

21 “Rojas Paz, medido, academicista, neutral” (Lafleur et al. 2006: 100).

22 “‘Generación del 45’; ‘joven generación’; ‘nueva generación’; ‘denuncialistas’; ‘el grupo Contorno’; ‘contornistas’. Esos fueron algunos de los nombres con los que se identificó al grupo de intelectuales que. en los primeros años de la década del 50, se propusieron como meta la formación de una nueva izquierda cultural. Como resultado de la tarea emprendida para lograrlo definieron una figura de intelectual comprometido, inédita en más de un sentido en la Argentina, en la que se conjugaban una impronta fuertemente moral, casi voluntarista, y una firme inclinación a considerar las condiciones de su propia contemporaneidad a partir de una revisión minuciosa del pasado nacional” (Avaro y Capdevila 2004: 15).

23 Serfaty tenía una sección regular de misceláneas titulada “Pum...! en el libro” donde comentaba burlonamente boutades de los autores y acontecimientos de la vida literaria.

24 Los términos “crítica de aliento” y “crítica de exigencia” aparecen en el ensayo de Ángel Rama, “Rubén Darío: el poeta frente a la modernidad” (2006: 133).

25 Así, después de que en el número 12 sale una reseña negativa sobre Teléfono ocupado de Silvina Bullrich -novelista exitosa que solía retratar la alta burguesía (lo que motiva la polémica) y pertenecía a ella-, Celia de Diego la reivindica en el número 13 y en el 14 opina la propia Bullrich, en una nota que parece pedida por la dirección de la revista.

26 La reseña en cuestión es Castillo 1959a: 17.

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