Orbis Tertius, vol. XX, nº21, 2015. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
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Reseña/Review

Gabriel Giorgi, Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica.

Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014, 302 páginas.

El libro de Gabriel Giorgi está dividido en cuatro capítulos, una introducción y una coda, en la que se afirma que en el libro hay dos insistencias que marcan las intersecciones entre vida y política bajo el signo animal: por un lado, la definición y la figura del individuo, la cual es tensada bajo el signo de la multiplicidad; y por otro, la pregunta por la relación entre vida y propiedad, donde los cuerpos aparecen como mercancías. En efecto, el libro elabora una serie de lecturas desde y hacia la noción de biopolítica, en la que confluyen preocupaciones ligadas tanto a la economía como a la política como formas de control de las poblaciones, tal como la definía Michel Foucault. Sin ceder a la tentación de reducir los materiales estéticos a la función de ejemplo, Giorgi va tejiendo con maestría propuestas teóricas y análisis textual, llevando la atención a la materialidad de los cuerpos y de la escritura.

En la introducción de Formas comunes se postula que a partir de los años 60 aparece una nueva contigüidad y proximidad con la vida animal, que empieza a irrumpir en el interior de las casas. La vida animal emerge como un “campo expansivo” que abandona el marco de esa naturaleza que la volvía inteligible y que la definía en su contraposición a la vida humana, social y tecnológica. Ese animal que había funcionado como el signo de una alteridad heterogénea y sobre el que se habían proyectado jerarquías y exclusiones raciales, de clase, sexuales, de género y culturales, se vuelve interior, próximo, contiguo, reordenando las distribuciones de los cuerpos. La oposición ontológica y binarista entre humano y animal, que fue una matriz de muchos sueños civilizatorios del humanismo, y que en el contexto latinoamericano estuvo encarnada en la oposición civilización y barbarie, es reemplazada en el contexto contemporáneo por la distribución y el juego biopolítico, arbitrario e inestable, entre persona y no-persona, entre vidas reconocibles y legibles socialmente, entre las vidas a proteger –“o futurizar” como señala el autor–, y vidas a abandonar.

En “La rebelión animal” se aborda el cuento de Guimarães Rosa, “Mi tío el jaguareté”, en el que el animal tiene un doble signo: como resistencia al ordenamiento de los cuerpos en la modernidad (orden jerárquico de razas, clases, especies sobre el que se proyecta la idea de nación moderna), y el de una comunidad alternativa cuya exterioridad pasa por la alianza entre humanos y animales. Siguiendo a Haroldo de Campos, Giorgi afirma que en ese texto Guimarães “minoriza” el portugués, mezclándolo con el tupí guaraní, creando una síntesis lingüística y poniendo en variación radical el orden de la lengua dominante; pero al mismo tiempo –agrega el autor– cruza esa lengua menor con onomatopeyas animales, tensando el lenguaje mismo hacia una materialidad en el límite del sentido. Así, a partir de la voz surge la idea de “devenir animal” deleuziano y se configura la idea de una “comunidad alternativa”, de otro modo de pensar e imaginar la comunidad que no pasa necesariamente por las identidades culturales, sino por la reinvención de universos biopolíticos y una reconfiguración de lo común y de la comunidad. De este modo, Guimarães estaría articulando una idea de pueblo por venir, que no coincide con la idea de propiedad, ni con las clasificaciones de los cuerpos y el capital.

Lo doméstico, el espacio de la casa –el domus– se analiza en Clarice Lispector a partir de La pasión según G.H en el capítulo titulado “Una nueva proximidad: Las casas, los mataderos, el pueblo”. Allí las jerarquizaciones sociales que construyen la figura del trabajo doméstico son analizadas a partir del marco biopolítico, pero también a partir de la propia escritura de Lispector, quien en Agua viva escribe en contra de la autobiografía al señalar: “quiero ser bio”. Giorgi lee esta cita, siguiendo a Roberto Esposito, bajo el signo de lo impersonal, del bios como lo no propio, como lo inapropiable, lo común, lo que está en la base de toda comunidad. También trabaja otra figura espacial, el matadero, a partir de una comparación entre el texto fundacional de Echeverría, la reescritura del mismo texto por parte de Martín Kohan y de la novela Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued, donde el animal aparece en versión espectral, mediatizado por el espectáculo televisivo. Según Giorgi, el matadero como espacio busca poner a distancia lo animal de lo humano y la vida de la muerte: busca aislar la vida eliminable, consumible, de la vida protegida, reforzar su distinción evitando que la muerte animal se mezcle, contagie e irrumpa en la vida de la comunidad. Lo que Giorgi llama “los mataderos de la cultura”, en cambio, son heterotopías estético-políticas que se organizan en torno al fracaso de esta demarcación y de esa zona: son contagiosos, expansivos y difusos. La noción de pueblo, menos espacial y más simbólica, se trabaja a partir de la escritura de Osvaldo Lamborghini, y su primer texto publicado en 1969: el “El fiord”, donde el animal se instala en el centro de la imaginación de lo político, en el borde entre lo que Giorgio Agamben definió con las categorías de vida calificada (bios) y vida nuda (zoe).

En “Series” Giorgi trabaja las figuras del cadáver y de sexualidades no normativas, cruzadas por la figura animal. El cadáver es una entidad difusa que no es ya humana, pero tampoco animal, aunque sí orgánica, que aparece de manera profusa en obras como 2666 de Roberto Bolaño, en el documental Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán y en las instalaciones de la artista mexicana Teresa Margolles. En la sección “Pedagogías queer” se plantea un cruce entre cine y escritura a partir de la novela de Manuel Puig El beso de la mujer araña, que cita a su vez la película de 1942 Cat People de Jacques Tourneur. La rareza que encierra la protagonista de la película –“la rareza de la mujer rara”– es algo que está fuera de la heterosexualidad y de la especie humana. Giorgi propone que salirse del género es, en cierta medida, salirse de la especie, ya que las sexualidades no normativas son una amenaza para el principio de reproducción. Este tipo de ficciones tensan los modos de representar, percibir, visibilizar los cuerpos para ensayar producciones de subjetividad que pasan por cuerpos en relación, y por nuevos modos de “hacer” cuerpos. Desde allí surge la idea de líneas de pasaje, contagio, metamorfosis y de mutación, que se desarrolla luego en la lectura de Joao Gilberto Noll y sus personajes acéfalos, y en las experiencias de sexualidad múltiple en Misales de Marosa de Giorgio. El animal aparece entonces bajo una nueva luz, no como índice de un pasado de exclusión, sino como la instancia de otra temporalidad y de otros sentidos potenciales de la sexualidad. Se trata aquí del animal como una ontología débil, que se sitúa entre lo biológico y lo tecnológico, ocupando el espacio de lo virtual.

Finalmente, el capítulo “Rebelión animal (2)” está dedicado a La ciudad de las ratas de Copi, que resulta una suerte de espejo –de ahí la duplicación del título– de la operación instalada por Guimarães Rosa con “Mi tío el jaguareté”: los animales toman la palabra, o más bien el lugar del “ruido” indescifrable, y disputan los ordenamientos políticos de cuerpos, razas y especies.

Sin duda, el gran acierto de Formas comunes es reunir una lectura del signo animal en el contexto latinoamericano, trazando líneas no teleológicas que parten en el siglo XIX, con la construcción de las naciones en el continente, y que culminan en inscripciones más contemporáneas, y digo “inscripciones” porque la figura del animal traspasa los límites de la letra y se presenta en formatos que exceden la escritura, como las instalaciones de Margolles, el documental de Guzmán o la película de Tourneur, entre otras muchas otras que pudieron formar parte del proyecto en el contexto latinoamericano. El animal es una figura sobre la que confluyen distintos discursos, que usualmente representa un quiebre en el campo de la representación –como lo demuestra la idea del “devenir animal” y su aparición espectral, o la voz gutural que se apodera del narrador en el cuento de Guimarães o en la obra de Copi–, y también es un espacio de virtualidad, que presenta la potencialidad de nuevos cuerpos, sexualidades y nuevas formas de comunidad.

La lectura biopolítica no es, por cierto, el único modo de aproximarse a lo animal en el contexto contemporáneo, de hecho el tema de los derechos animales, tan en boga en el mundo anglosajón, está ausente en la propuesta que es Formas comunes. Sin embargo, la lectura que propone Giorgi ofrece distintos niveles de lectura, en el que el biopolítico aparece como una opción que pretende interrogar el presente y contribuir a imaginar, desde lo estético, formas alternativas de articular lo común, desafiando las jerarquías antropocéntricas y las normativas hegemónicas. En ese sentido, Formas comunes es un libro que realiza dos operaciones simultáneas: abrir el horizonte de los estudios biopolíticos a las humanidades, resistiendo la definición misma de “humanismo”, y proponer la validez de los discursos culturales para interrogar, desafiar e imaginar el terreno de lo común, es decir, la política.

Valeria de los Ríos

 

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