Orbis Tertius, vol. XX, nº21, 2015. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/

Reseña/Review

Andrea Ostrov, Espacios de ficción. Espacio, poder y escritura en la literatura latinoamericana.

Villa María (Córdoba), EDUVIM, 2014, 224 páginas.

Para empezar, una serie de coincidencias felices. El título del libro de Andrea Ostrov, Espacios de ficción. Espacio, poder y escritura en la literatura latinoamericana, encastra de forma casi perfecta en el título de la colección que dirige Roxana Patiño, Zona crítica. Se trata, entonces, de espacios y de zonas, de ficción y de crítica. De pensar espacios para la reflexión crítica que derivan en preguntas ineludibles: ¿qué espacio hay hoy para la crítica?, ¿qué zonas ficcionales o reales sometemos a la mirada crítica?

Hay quienes creen que la crítica literaria es un género en extinción y que la práctica que ejercemos nos hace seres inactuales. Acuerdo parcialmente con estos diagnósticos que anuncian un inminente fin. Pero, en gesto que evidencia rechazo de toda caída melancólica, me vienen a la mente las palabras de Borges, tan bellas y tan verdaderas (quizás bellas porque verdaderas) cuando en “La supersticiosa ética del lector”, ensayo incluido en Discusión (1932) dice: “Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin” (205). El origen y el final de la literatura se dan en la conjunción de la contradicción y el riesgo: anticipar, hablar sobre la mudez, vengarse de la virtud, aniquilarla y amar, jugar con la muerte. Me gusta pensar en estos términos las prácticas teórica y crítica.

Porque creo que más que de muertes, se trata de cambios; más que de adecuaciones, de propuestas que impliquen atreverse a imaginar modos diferentes de acercarse al territorio, cada vez más amplio e impreciso, de la literatura. Territorio lábil que comprende, de un tiempo a esta parte, además del soporte libro, la escritura digital. Así como Benjamin reflexionó sobre el tipo de percepción distraída que correspondía a la modernidad, la introducción de las nuevas tecnologías –que modifican necesariamente las formas de escribir y de leer– debería llevarnos a pensar nuevas cuestiones y nuevos modos de acercarnos a las viejas.

Espacios de ficción trabaja un corpus más tradicional, que incluye un abanico de escritores latinoamericanos consagrados del siglo XX: Juan Rulfo, Felisberto Hernández, Pablo Palacio, José Donoso, Pedro Lemebel, Augusto Roa Bastos, Vicente Huidobro, César Vallejo. Y un espectro de géneros que van de la crónica y la poesía a la novela y el cuento. La autora propone una clara articulación entre espacio y escritura, señalando allí una posición de lectura afiliada a ciertas líneas teóricas del posestructuralismo y al análisis pormenorizado del texto literario junto con otros debates más actuales. En el pasaje siguiente brilla una concepción autónoma y poderosa de la literatura envuelta en ecos deleuzianos y derridianos: “Todo texto escrito crea y configura un espacio. La escritura es una operación esencialmente espaciliazadora, territorializante, al menos en dos sentidos. En tanto incisión, marca o recorrido, el trazo instala la posibilidad misma del espacio. En la medida en que el signo escrito avanza materialmente sobre la página en blanco, la organización temporal del lenguaje cede ante el privilegio de la organización espacial: juegos con el significante perceptibles únicamente a través de la mirada; rupturas de la linealidad del texto; alteraciones tipográficas; ocupación arbitraria del espacio de la página, constituyen procedimientos que –principalmente en la poesía– desmantelan la linealidad temporal y contribuyen a hacer visible la dimensión espacial del lenguaje y del discurso. Pero además, los relatos construyen un espacio –textual, ficcional– organizado y regido por leyes propias. En función de esto, las narraciones ratifican, anulan, re-configuran, subvierten, re-marcan o inventan un determinado orden espacial” (13-14).

Espacios de ficción está compuesto por una introducción y cuatro capítulos en los que además del concepto mismo de espacio, que es el centro indiscutido de la reflexión, otras nociones acuden para armar una constelación que entrelaza y sostiene los argumentos: poder, cuerpo, ley, representación. A partir de probables entrecruzamientos de términos, se abren juegos proteicos y líneas de deriva crítica. Ostrov elige como guías a Foucault y de Certeau para organizar la trama teórica. Descarta el espacio como simple escenario y diferencia entre lugar y espacio. Cita las palabras de Foucault que refutan la prevalencia de la dimensión temporal considerada como fecunda y dialéctica por sobre la dimensión espacial tachada de inmóvil y muerta.

La autora cuestiona un tipo de crítica literaria que apela a la categoría de paisaje o naturaleza, concluyendo: “Esta consideración del espacio como superficie, escenario o mero decorado promueve una visión estática y naturalizada del mismo que disimula tanto las operaciones mediante las cuales ha sido construido como las determinaciones que toda organización espacial prescribe” (12). Por el contrario, los espacios que prefiere la autora tienen que ver con los recorridos que realizan los sujetos, los modos y estrategias de ocupación y las experiencias que en ellos se desarrollan. En sus argumentaciones, es tarea del crítico hacer visibles las operaciones y procesos de construcción del espacio puesto que lo contrario deja intocadas las relaciones de poder. “El poder –sostiene Foucault– se ejerce en el espacio, requiere un espacio para desplegarse” (12), recuerda. Así, el poder es el otro eje que liga las lecturas del corpus armadas alrededor no a partir de datos cronológicos sino de núcleos o problemas. Espacio y poder configuran dos constantes críticas a las que se agregan algunas variantes: alienación, cuerpo, legalidad, representación.

Quisiera destacar la habilidad de la que hace gala la autora en cada uno de sus análisis. Efectivamente, el libro propone y despliega modelos sofisticados de lectura. Una lectura muchas veces minimalista que toma elementos a primera vista insignificantes. La mirada crítica, como la lupa enfocada sobre el insecto, torna de grandes dimensiones lo pequeño para culminar en una interpretación abarcadora. Yo diría que éste es un libro concebido para un público académico y que agradecerán especialmente los docentes y alumnos de Letras. En este sentido, cabría poner de relieve su utilidad, o su ejemplaridad. La utilidad como valor. Todos nosotros tenemos experiencias de haber transitado textos muy elaborados desde el punto de vista teórico pero que se revelan ineficaces en el instante de abordar un texto de ficción.

A modo de ilustración, y por cuestión de gusto, me detengo en las páginas dedicadas a las crónicas urbanas de Lemebel y a Yo el Supremo de Roa Bastos. En Loco afán. Crónicas de un sidario, Ostrov establece relaciones entre enfermedad y dictadura; las crónicas politizan la epidemia y “proponen una verdadera ‘contaminación’ en el plano de la escritura mediante la cual se explicitan los vínculos entre la dictadura y el contagio, entre la represión política y el ‘peligro’ sexual” (82). La prosa analiza el uso de una estética camp que desencadena una serie de procedimientos paródicos que culminan en la descripción del cadáver de la travesti arreglado y embellecido de modo de borrar los signos visibles de la enfermedad.

Por otra parte, Roa Bastos está presente doblemente. Con Hijo de hombre y con la monumental Yo el Supremo. Ostrov reconoce la dificultad de escribir sobre Yo el Supremo. Sin embargo, sale bien parada de la ardua tarea prestando mucho oído al texto que, según explica, “parece construido sobre un principio fundamental que consistiría en poner en escena a la vez la afirmación y su negación, el hacerse y el deshacerse, la presencia y la ausencia. Se trata de una escritura que se instala en el punto exacto de la imposibilidad, en el inaprensible instante de la simultaneidad, tensando al máximo la incomodidad de la contradicción, de la duplicidad, de lo indecidible” (149).

Las operaciones críticas siguen de cerca la letra de Roa, rastreando las distintas formas discursivas de El Supremo que aparece continuamente interrumpido por notas del Compilador y por otras voces. Ostrov despliega una instigante hipótesis interpretativa: la novela surge “como un espacio donde El Supremo disputa la propiedad del sentido y del territorio, tanto en la página como en la nación paraguaya” (150). Ficción e historia se encuentran en la trama.

El análisis textual se completa y se refina en análisis cultural. Así, además de explorar las nociones que configuran la lógica novelística –identidad, historia, poder, espacio, representación– la argumentación se detiene en examinar el imaginario cultural guaraní. Los universos conceptuales se atan en el final del capítulo al juntar pautas culturales guaraníes con el psicoanálisis en el poder máximo del significante.

Para terminar, quisiera simplemente aludir al título del último capítulo, “Heterotopías”, donde se examinan obras de Huidobro y Vallejo. Es sintomático el título final así como resulta especialmente relevante que sea este el espacio dedicado a la poesía. Sabemos que para Foucault las heterotopías son espacios reales que se oponen a otros espacios: los pueblos en tiempos de vacaciones, los museos, las bibliotecas, las fiestas. En ellos, rige un tiempo que suspende el tiempo cotidiano. Foucault habla de espacios diferentes, “que son una especie de contestación a la vez mística y real del espacio en que vivimos”. En este sentido, la autora sostiene que el espacio literario configura una heterotopía, afirmando así el derecho y el deber de la literatura a la supervivencia, a pesar de pronósticos tremendistas y catástrofes diferidas.

Adriana Rodríguez Pérsico

 

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