Orbis Tertius, vol. XX, nº21, 2015. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
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Reseña/Review

Alejandra Laera, Ficciones del dinero. Argentina 1890-2001.

Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2014, 395 páginas.1

¿Podría haber encontrado Ficciones del dinero momento más indicado para su publicación que estos últimos meses de 2014 en Argentina? ¿Podría haber previsto mejor caja de resonancia? Si la imposición creciente de la razón económica, antes que histórica y política, es, según dice Alejandra Laera, lo que tienen en común los dos períodos en los que se escriben las novelas de las que se ocupa centralmente el libro –las novelas argentinas de la debacle financiera del fin de siglo XIX y las de la crisis total de fin del siglo XX–, pero además, si las ficciones escritas entre 1990 y 2001 y que constituyen, en rigor, la lente principal del libro (El aire, de Sergio Chejfec, Wasabi, de Alan Pauls, Varamo, de César Aira, Plata quemada, de Ricardo Piglia, La experiencia sensible, de Fogwill), se escriben mientras se atraviesa una de las grandes ficciones económico-sociales de Argentina como fue la paridad peso-dólar, ¿no resulta interesante, y hasta increíble, casi como un signo de justicia poética, que Ficciones del dinero se publique justo cuando, después de una década que postuló la reconquista de la razón política por sobre la económica, el peso argentino se diversifica, al menos en la pizarra que lo acredita diariamente, en cotizaciones múltiples? Dólar oficial, dólar blue, dólar ahorro, dólar tarjeta, dólar soja, dólar bolsa. El contexto, lo sé, no es de crisis, como sí lo fue para los dos corpus de ficciones del dinero de los que se ocupa el libro, pero tal vez podamos ver en el episodio un signo, indirecto y azaroso, del diálogo con el presente que en la crítica de Alejandra siempre es, no importa cuál sea la materia de la que se ocupe, no sólo un objeto sino una ética del pensamiento y de la escritura.

Me interesa, entonces, comenzar por subrayar la autenticidad de este diálogo que, mientras se aleja de todas las simplificaciones del “presentismo” (más aún, “presente” debe ser de las palabras menos utilizadas en el libro), opta por un método heterocrónico que, lejos también de las modas teóricas, se concibe como una organización impura donde encontrar una lógica para la contigüidad entre temporalidades diferentes y para la aproximación entre conjuntos distantes de novelas, acontecimientos culturales y situaciones. Este método es una de las herramientas más eficaces del libro. Y esa eficacia se prueba no solo en la productiva reorganización de las series históricas sino también en el tratamiento de los dos ciclos propuestos según unos alcances que van más allá de la categoría central del libro. Porque si las “ficciones del dinero” son las que hacen del dinero el motor de la trama, las que sirven tanto “para procesar su circulación real” como “para negociar la relación con su experiencia”, la crítica de Alejandra no solo las convierte en “matrices” para “iluminar zonas veladas de espacios y temporalidades de la Argentina contemporánea a través de la ficción” sino también en los enclaves desde donde releer y reorganizar la historia de la novela argentina.

De este modo, liberándose de la limitación de leer las “novelas de la Bolsa” solo por su inmediata relación con “los culpables del 90”, y ampliando a su vez, sensiblemente, el ya clásico mapa de posibilidades trazado por Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo para el campo intelectual de la Argentina del Centenario, Alejandra define el ciclo que va de 1890 a 1930 como un período al cabo del cual, con Arlt, y pasando por Darío, Payró, Mansilla, Gálvez, Wast y las vanguardias del 20, termina por constituirse un campo literario moderno y por consolidarse un mercado de bienes culturales. Del otro lado, entre principios de los años 90 y el comienzo del siglo XXI, identifica un ciclo comprimido en el que se transforman aceleradamente tanto la lógica del mercado como el campo mismo de los valores literarios y en el que, desde la plata quemada de Piglia al billete falso del Varamo de Aira, los escritores imaginan situaciones de evanescencia o disvalor total del dinero mientras ofrecen, a su vez, alegorías finales de la novela argentina. Siempre pensé, y podría seguir sosteniéndolo, que fue la lógica propia de la “operación César Aira”, su máquina de superproducción, la que a partir de 1990 conmocionó, transmutando su verosímil, el sistema de valores en el sistema literario argentino. Pero el recorte que propone Alejandra de estos diez años –una década que la perspectiva moderna de Beatriz Sarlo parece no concebir sino como la prolongación de sus definitivos años 80 y que la posautónoma de Josefina Ludmer visualiza apenas como un paréntesis entre la autonomía de los años 60-70 y la transmutación de los 2000– le da cuerpo a una temporalidad compleja en la que el dinero, ahora en estado de licuefacción, habilita unas alegorías módicas aunque contundentes (la alegoría urbana, el quiste, el billete falso, la plata quemada, el casino de Las Vegas) que remiten a su vez a la autoconsumición de la novela moderna. Por esto, y también porque “la vida del dinero” se trama en la emergencia misma del género, Ficciones del dinero. Argentina 1890-2001 debe leerse como una continuación, o como un complemento, de El tiempo vacío de la ficción. Las novelas argentinas de Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres que Alejandra publicó diez años atrás, en 2004. Pero además, y porque la operación crítica apuesta fuertemente en este libro por pensar las posibilidades de la novela hoy, Ficciones del dinero debe leerse a su vez, más allá de sus alcances nacionales, como una teoría sobre la narración contemporánea.

En este sentido, sería imposible llamar la atención, como quisiera, sobre todos los hallazgos de Ficciones del dinero, que son múltiples. Me detendré, entonces, en algunas de sus operaciones y en algunos momentos especialmente luminosos para mí.

En primer lugar, la estructura tan compleja como firme del libro. Diría: respondiendo formalmente a la exigencia de su objeto, el ejercicio crítico adopta la estructura misma de un relato. Y esa estructura, organizada en torno de cuatro problemas capitales (de la modernización a la circulación, pasando por las posiciones del escritor ante el dinero y ante el valor) y tramada en el salto temporal como principio constructivo (por caso, de la ciudad de El aire a la de La Bolsa, de las figuras de escritor en Varamo y Wasabi a las posiciones de Arlt), asume el desafío de postular y sostener cada vez su propio verosímil. Se trata de una práctica de lectura que, mientras muestra como insuficientes las explicaciones apoyadas en clisés de interpretación histórica (el capítulo segundo que amplía y precisa los alcances, y también los límites, de ese hito de nuestra historia literaria como es el de la profesionalización del escritor es, en este sentido, ejemplar), se exige elaborar cada vez, para cada coyuntura, las condiciones de posibilidad para los posicionamientos del escritor, para las prácticas culturales, para las representaciones literarias. Véase, por ejemplo, el notable tramo del tercer capítulo dedicado a dar cuenta de las singulares razones que en los años 90 vuelven inviable el rechazo al mercado como práctica cultural y según las cuales la protección esteticista individual que propone Wasabi se explicaría menos como táctica del escritor que en función de los dominios de la imaginación. Se trata también de un ejercicio crítico que al mismo tiempo que observa —como quien cuida de una práctica— el montaje de temporalidades y textualidades heterogéneas, se vale, en algunos de sus mejores momentos, de lo que nos acostumbramos a llamar close reading. Las páginas dedicadas a la famosa causerie de Mansilla, “De cómo el hambre me hizo escritor”, exhiben al máximo la articulación de ambas prácticas: una lectura del detalle que explota con los mejores resultados las más clásicas armas de la crítica literaria y una lectura con telescopio que, una vez reconstruido el clima de 1890, recoloca y resignifica la primera ficción de dinero en la historia de la literatura argentina.

Pero donde se aprecian de un modo especial, creo yo, los efectos de esta reconfiguración es en la lectura de las ficciones de Arlt y de Borges. Quiero decir, si esperábamos que Arlt fuera tratado en el capítulo titulado “El escritor frente al dinero”, lo encontramos en cambio cerrando las hipótesis en torno del escritor frente al valor, para abrir luego, inmediatamente, el capítulo dedicado a la circulación en el mercado de bienes culturales. Se trata de un desplazamiento que, sin refutar ni discutir con el clásico “La ficción del dinero” de Ricardo Piglia (por el contrario, se lo asume como un pretexto), se funda en una de las tantas hipótesis originales del libro como es la que dice que hacia los años 30, y aun cuando sigue apostando a escribir por dinero, Arlt pone a la escritura literaria al resguardo de las motivaciones económicas y apunta a su consagración en el porvenir. Lo mismo, y al revés, sucede con Borges. ¿No tenía Borges que articular, al menos integrar, el capítulo sobre el valor? Pues no, en Ficciones del dinero Borges es nada menos que un escritor ante el dinero y oficia, en el capítulo dedicado a la circulación, como una suerte de puente entre las literaturas de Arlt, Piglia, Fogwill. Es, podríamos decir, el resultado de una revisión de la concepción borgiana de la ficción a la luz de la dimensión material de la economía, que Alejandra acomete a través de una magnífica relectura de “El Zahir”. Una relectura con la que prueba que el mundo borgiano pone en evidencia que las ficciones se vuelven, con mucha frecuencia y en zonas impensadas, hacia el mundo económico para reflexionar sobre sus orígenes, sus instancias de producción, sus modos de circulación.

Finalmente, quisiera referirme a una de las pruebas más interesantes, para mí, del rigor compositivo de esta nueva historia de la novela argentina, como es el hecho de que el libro se abra y se cierre con las lecturas de El aire y de La experiencia sensible, dos novelas que, situadas en los dos extremos del ciclo que va de 1990 a 2001, tienen en común algo muy particular, algo que las vuelve a ambas, y a cada una a su manera, ligeramente extrañas. Contadas desde la perspectiva de algo así como un cronista del futuro que, puesto a observar “la sociedad de aquella época” o las “tribus flotantes”, trata de captar sus leyes de comportamiento mientras ensaya hipótesis sobre la naturaleza y la forma de su lenguaje, ambas novelas requieren, y en especial El aire, en el comienzo del libro, de toda la destreza de la crítica para interpretar la premonición de un presente en el que se proyecta un futuro con aire de pasado como una suerte de testimonio avant la lettre de la crisis del 2001. Alejandra se demora todo lo que necesita para seguir, mientras esquiva todas las simplicidades de una lectura en clave de representación, los índices que señalan ese enrarecido vínculo con lo real. En el otro umbral, La experiencia sensible se lee como una novela –la última del ciclo de la novela moderna– en la que se resignifica la relación entre dos órdenes sobre la que reiteradamente se ocupó Ficciones del dinero: economía y política. Así como Los siete locos y Los lanzallamas cierran el ciclo de la modernización, allí mismo donde Arlt, dice Alejandra, cruzando por primera vez economía y política, politiza la ficción del dinero, así La experiencia sensible repolitiza la última ficción del dinero en las puertas de la crisis poniendo en evidencia, según ese modo tan sofisticado como realista con que solo podía hacerlo Fogwill, que la lógica del dinero ha impregnado también la de la política. Por esta vía Fogwill, ese autor que “sabe decir por su nombre lo que nadie dice explícitamente”, se nos revela finalmente como el auténtico heredero de Arlt.

Pero además, es precisamente a través de la circulación de billetes, apuestas y relatos, que La experiencia sensible cifra no sólo una época sino también, para Alejandra, una salida para la novela hacia los años 2000. Una salida que imagina, en los tramos finales de Ficciones del dinero, como vías de apertura hacia zonas de la experiencia que reconectan literatura y vida, y que nos invita, creo yo, a su vez, a otras derivas. De hecho, mientras uno va finalizando el libro puede ir viendo cuánto de lo que se articuló allí como problema y como conjetura deviene herramienta, instrumento crítico, para pensar nuevas coyunturas. Y en este sentido me pregunto: ¿Qué pasó después de La experiencia sensible? ¿No hubo más ficciones del dinero después del 2001? ¿Ya no se anudan dinero e invención en lo que va del 2001 al presente? ¿O es que tal vez, y si admitimos que en esta década el principio explicativo político volvió a desplazar el principio económico, debamos decir en lo que va del 2003 al presente? Como sea, Alejandra deslinda muy claramente las razones por las que novelas como El común olvido o Historia del dinero de Alan Pauls no formarían parte del corpus. Lo que no quita que podamos aprovechar todas las lecciones de Ficciones del dinero para leer, por ejemplo, esas ficciones del cirujeo y del trueque que procesan, pero como esquirlas del 2001, los restos y los desperdicios que dejaron los años 90 (pienso en La descomposición de Hernán Ronsino y en El desperdicio de Matilde Sánchez). O para pensar –otro ejemplo– esas economías literarias de superproducción, ocio y artesanía que se tramaron en unos relatos escritos por poetas (Cucurto, Casas, Incardona). O para pensar, para ser más estrictos con la conceptualización del libro, esas “ficciones del dinero” con las que cierta comunidad de artistas (directores de cine, guionistas, actores, bailarines, coreógrafos) viene dándole vueltas, de un modo tan desprejuiciado como absoluto, a la compleja relación entre arte y dinero, economía e invención. Pienso aquí en esas obras en las que el dinero, o el oro, o el problema del precio y del valor, se vuelve de algún modo protagonista: El escarabajo de oro de Alejo Moguillansky y Fia-Stina Sanlund, pero también La edad de oro de Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu, o Por el dinero de Luciana Acuña y Alejo Moguillansky, y hasta Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, con su trilogía de botín, apuesta y tesoro como motor de las tramas. Y pienso, naturalmente, en el teatro de Rafael Spregelburd: en La estupidez, escrita en su mayor parte entre 2000 y 2001 y terminada en enero 2002 durante los violentos episodios de fin de año en Argentina, en el cruce permanente entre dinero, valor, cotización y estupidez como núcleo de las cinco historias de la obra; en Todo, de 2010, y en esa escena en la que los empleados públicos, que vienen de jugar con el “dinero marcado” sobre el que Alejandra tan bien llama la atención en las novelas de Arlt (ese otro dramaturgo), queman un billete como forma de libertad. No se trataría, sin embargo, de preguntarnos por la pertinencia de integrar o no estas obras a la nueva historia que compone Ficciones del dinero. No solo porque el sólido verosímil del libro segrega esta temporalidad (aunque puedo imaginarme a Alejandra explorando y ensayando más de una hipótesis al respecto) sino porque puede ser más interesante preguntarnos, precisamente a partir de sus especulaciones finales, si no será que las ficciones del dinero de los años 2000 en adelante empezaron a transcurrir, por ahora, por fuera de la novela. El señalamiento de estas vías de salida –tanto para reescribir una historia de la novela argentina como para pensar los estados contemporáneos de la ficción– es otra de las lecciones, teóricas y críticas, de Ficciones del dinero.

Sandra Contreras

NOTAS

1 Texto leído como presentación del libro por Sandra Contreras el 26 de noviembre de 2014 en Libros del Pasaje, Ciudad de Buenos Aires.

 

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