Orbis Tertius, vol. XX, nº21, 2015. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/

Reseña/Review

Cristina Iglesia y Loreley El Jaber (dirs.), Una patria literaria.

Buenos Aires, Emecé, Historia crítica de la literatura argentina (dirigida por Noé Jitrik), 2014, 531 páginas.

El ansia de comer y el ansia de robar recorren esta Historia que va desde la Colonia hasta el Rosismo y concibe ese arco menos como un tiempo que como un espacio donde recurren problemáticas y escenas que la Revolución de Mayo (que en Una patria literaria no aparece ni al comienzo ni al final) no puede, no alcanza a explicar como parteaguas histórico. El ansia de comer y el ansia de robar están en la desesperación de los viajeros coloniales al Río de la Plata que sin encontrar nada, absolutamente nada para sostenerse, se ven obligados a mascar cuero y a tomar orina, y se encuentra también en el desafío del decano Rodolfo Rivarola cuando le sugiere a Ricardo Rojas, después de escuchar el discurso inaugural de la Cátedra de Literatura Argentina, que su temor, aun viviendo en el país del ganado y de las mieses, es seguir pasando hambre. “Usted acaba de prometer—dice Rivarola a Rojas, y así lo citan Cristina Iglesia y Loreley El Jaber—un riquísimo guiso de liebre. Quisiera saber de dónde va a sacar la liebre…” (17). Y frente a esa puesta en cuestión, directa, irónica pero no menos preocupante e incómoda, Rojas tiene que salir como proveedor y garante de la supervivencia: “Créame, señor decano, que salí a cazarlas hace tiempo” (17).

Ese prometido guiso de presa, en cualquier caso, es la literatura argentina y necesita cazadores porque su materia se esconde, es esquiva y vive enterrada. La literatura no aparece aquí como nutriente, como en la imagen cristalizada, sino como algo más dramático y extremo. Forma parte de la retórica del hambre como trauma histórico que requiere de renovadas promesas: un hambre de carnívoros, un hambre textual. Las palabras de Rivarola señalan un arrastre y es sobre ese arrastre, sobre esa serie de perduraciones (que no pueden ser pensadas, que no quieren ser pensadas como anacronismos ni como residuos), que está tramado el relato que propone este libro desde el artículo inaugural de Loreley El Jaber. Como haciéndose eco de la principal hipótesis de La ciudad letrada, el pasado es en Una patria literaria más un espacio que un tiempo.

Para que haya comida hay que salir a buscar y, a veces, salir a robar. Los robos de archivos atraviesan Una patria literaria: son anteriores al asalto de la biblioteca de Silvio Astier, y vienen de lejos. Fuera del que perpetran los oficiales que entran en la casa de Álvar Núñez Cabeza de Vaca y desarman las arcas cerradas con tres llaves apoderándose de “todas las escripturas que en ellas estaban” (32) y de los procesos que se habían hecho en su contra, el saqueo textual tiene como protagonistas a todos los grandes críticos que forman parte de esta historia. Porque Una patria literaria es un libro tanto sobre críticos como sobre la búsqueda y la creación de un archivo por parte de esos críticos. En este marco se ancla el relato de Ricardo Rojas, que aun sabiendo que la Universidad de Córdoba iba a publicar un códice de Luis de Tejeda bajo la supervisión de Enrique Martínez Paz, se adelanta y un año antes saca su propia versión en La Biblioteca Argentina, colección de clásicos que él mismo dirigía, y así se hace con el tesoro colonial, con el título de descubridor y con uno de los poemas del origen. Y está el hambre textual de Pedro de Angelis quien, desde su puesto de archivero segundo de la Provincia de Buenos Aires, trafica y se apodera de documentos públicos y privados para su biblioteca personal: biblioteca robada de textos coloniales que, paradójicamente, una vez caído Rosas, el Estado no quiere adquirir, ni tampoco sus acusadores, y su mayor interesado es el gobierno imperial de Brasil, que los compra para la Biblioteca Nacional en Río de Janeiro, la más grande de América Latina, la séptima del mundo.

Pero si Rojas y de Angelis son figuras recurrentes de numerosos capítulos de Una patria literaria, otros artículos vuelven sobre el arco tendido entre la colonia y Echeverría por vía del archivo. Y es en este punto, subrayo, donde este volumen realiza su máxima apuesta para el campo. En el centro de ese arco está Juan María Gutiérrez, el crítico de la colonia y de sus contemporáneos, que de alguna manera es el maestro de las operaciones textuales con las que hay que lidiar y sin las cuales no es posible volver a enfrentar esos temas. Una patria literaria es, en el fondo, en la trama tácita que lo articula, me atrevo a sugerir, un libro sobre el legado de Gutiérrez, de de Angelis y de Rojas, y con ellos, y en contra de ellos, un libro sobre los comienzos del archivo.

En el capítulo que casi da nombre a todo el volumen, “Echeverría: la patria literaria”, Cristina Iglesia posiciona a Echeverría contra Gutiérrez, y en ésta, como en otras ocasiones en el libro, Echeverría no sale muy bien parado. Gutiérrez, escribe Iglesia, ordena las obras de Echeverría y mientras ordena, oculta materiales centrales y jerarquiza trozos apenas legibles, y en ese proceso también escribe el final de “El matadero”. Gutiérrez es lo contrario de Echeverría: Echeverría es el archivista incapaz que, si bien conoce la importancia que los románticos otorgan a las antiguas canciones populares y colabora activamente con Juan Pedro Esnaola, muestra una “ignorancia o el desinterés—dice Cristina Iglesia—por las tradiciones rioplatenses … que hicieron que no pudiera escuchar ni incorporar la música y las letras que lo rodeaban en Los Talas … El equipaje del viajero —agrega— no … lo impulsó a conocer y a investigar, como después lo haría Gutiérrez, por ejemplo, el vasto acervo de los que habitaron por siglos el suelo americano y las nuevas voces, temas y metros que los habitantes de la campaña estaban ensayando” (365).

Pero ése no es el único archivo sobre el que trabaja Gutiérrez. Gutiérrez, en el caso de un Echeverría sobre el que fallan otras figuraciones del escritor romántico (su relación con la vida pública es una de ellas), “inventa no solamente un autor que nace patriota sino una poesía que nace nacional” (354). Y logra que le creamos. Que creamos, por ejemplo, que los escritos inéditos de Echeverría incluidos en las Obras Completas, en particular las hoy famosas lecturas del Salón Literario (de las que no existe evidencia firme de que hayan ocurrido), sean pruebas de patriotismo y de nacionalidad. Cristina Iglesia escribe entonces una frase decisiva sobre el archivo de Echeverría que maneja Gutiérrez, pero que opera como noción clave para toda la noción de archivo que cuestiona Una patria literaria: “No es imposible entonces que generaciones de críticos de posturas diversas, ansiosos también por asirnos a esa escena iniciática que marcaba nuestro modo de ingresar a la cultura de los tiempos modernos … hayamos leído [en Echeverría] lo que Gutiérrez quiso que leyéramos y hayamos pasado por alto lo que Gutiérrez quiso que olvidáramos. No sería, como vimos, la primera vez que actuamos de este modo, pero tampoco, como veremos, sería la última” (377, el subrayado es mío).

Es el ansia de modernidad que definió la relación con el archivo en la cultura argentina (que nos dio una confianza ciega en el crítico que parecía garantizarla, manipulándola, y que nos inmovilizó frente a cualquier sospecha), lo que este volumen viene a subrayar y a cuestionar: ansia de modernidad que generó lo creíble y la creencia, y en última instancia la noción de archivo. De hecho, la necesidad de poner “entre paréntesis las certidumbres de las que solíamos partir” (383), como escribe Cristina Iglesia, está en la base de la perspectiva crítica que sostiene Una patria literaria.

Porque Una patria literaria es un libro que trabaja el arco que va desde la Colonia hasta el Rosismo, pero al mismo tiempo también es un libro que piensa cómo trabajar ese arco. En el texto, la pregunta por el archivo genera no sólo nuevas articulaciones entre Echeverría y sus contemporáneos, entre Echeverría y el Rosismo, sino que desarma, hacia atrás, el relato de la Revolución de Mayo sobre la colonia como “la época ahistórica que era necesario olvidar” (463), según la versión de sus letrados. Los historiadores subrayaron hace tiempo las pautas de antigua data que regularon creencias colectivas enteramente ajenas al discurso de los sectores letrados que, en 1810, se autorepresentaron como portadores de “nuevas ideas”; la tesis de Mariátegui sobre la que Rama trabajó en La ciudad letrada —la Colonia pervivió en la República— fue, de hecho, pasada por alto por una crítica demasiado pendiente, demasiado ansiosa, de sostener una teleología de lo moderno. Pero desde el artículo de Loreley El Jaber que inaugura el libro, y lo empuja críticamente hacia adelante, en un gesto que enmarca y da sentido a otros textos del volumen, Una patria literaria ve la colonia como un espacio anterior que ancla y hace reverberar una serie de tópicos y figuras forjados en Asunción, en las Islas del Maluco, en Saldán, en Córdoba, en la Guardia del Monte, y cuyos relatores son navegantes, lazarillos, caminantes, peregrinos, inspectores —sujetos itinerantes que hacen política y cultura fuera de la biblioteca y de la tienda de campaña: que la hacen en medio de indios, de marineros, de curas, de puebleros. Y donde el motín y la rebelión se presentan, de algún modo, como un relato inaugural situado por fuera de las ideas de la Ilustración, pero que no corresponden menos a instancias de emancipación, de disrupción y de contestación. Porque atan lazos sociales, corporizan hábitos, generan retóricas en una historia de largo plazo hacia los costados y hacia abajo, anclada sobre otra noción de soberanía, sobre otra noción de participación, sobre otras prácticas identificatorias, sobre otras formas de legibilidad que hoy todavía resuenan.

Fernando Degiovanni

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