Orbis Tertius, vol. XX, nº21, 2015. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria
http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/

Artículo/Article

Imágenes de la ciudad en la obra completa de Hugo Foguet

por Isabel Aráoz

(Universidad Nacional de Tucumán, Argentina)

RESUMEN
El trabajo aborda las modulaciones de la ciudad en la obra completa del escritor Hugo Foguet: un recorrido diacrónico por su producción literaria que aspira a construir una genealogía de la ciudad y explorar las variaciones del cronotopo urbano a fin de señalar las características de su proyecto poético y las tradiciones literarias a las que se adscribe. El análisis está focalizado en la figura del caminante. El enunciado postulado en Pretérito perfecto de “la ciudad-personaje” funciona como síntesis y señala una continuidad en su propuesta literaria.

Palabras clave: ciudad- Hugo Foguet- proyecto poético

ABSTRACT
This work deals with the variations of the city in the complete work of the writer Hugo Foguet. It involves a diachronic itinerary along his literary output and which expects to build a genealogy of the city and to explore the variations of the urban chronotope in order to determine the characteristics of Foguet`s poetic project and the literary traditions that are illustrated. The analysis is focused on the figure of the walker. Thus, the proposed statement in Pretérito perfecto about the “city-character” functions as a synthesis and points out a continuity in his literary proposal.

Keywords: city- Hugo Foguet- poetic project


Pretérito perfecto, la novela del escritor Hugo Foguet, plantea que “La ciudad es el espacio sagrado donde se cumple el destino de los personajes” (1983: 131), creencia que el autor explicita en una entrevista: “En cuanto a la ciudad como factor recurrente, el hábitat del hombre moderno es la ciudad, y el contrapunto entre presente y pasado, que aparece en la literatura latinoamericana, tal vez porque los latinoamericanos no hemos resuelto nuestro pasado (1983 S/N). El enunciado de “la ciudad personaje” funciona como síntesis de su poética y señala una continuidad en su propuesta literaria. Las observaciones de David Lagmanovich sobre los primeros cuentos del escritor son afines respecto de esta constante que identificamos; ya sea la ciudad de San Miguel de Tucumán, o bien, una anónima, estos cuentos se apoyan en tres momentos: “la ciudad”; “el hombre de la ciudad” y “las posibilidades que esperan al hombre y a la ciudad que ha creado” (1974: 67).

La serie contempla tres cuentos de su primer libro Hay una isla para usted y otros cuentos de 1963 (“La ciudad subterránea”; “La peste” y “Radioactividad”) que construyen una cartografía innominada con pocas pinceladas. Otros cuatro, incluidos en Advenimiento de la bomba (1965?): el cuento homónimo; “Bienvenido Felsemburg!”1; “Otro vendrá en su nombre” y “La Barricada”. Tres textos publicados en La Gaceta de Tucumán: “Un pájaro enjaulado que canta” (1965); “La-ventana-que-mira-al-futuro” (1967) y “Esperando el diluvio” (1968) que se circunscriben a la pequeña capital tucumana; además, “Intermezzo Interrotto” de Convergencias (1986) que compone su historia sobre el friso de una vieja ciudad europea. Añadimos a éstos, otros dos textos de su poemario que se ciñen al espacio de la ciudad: “A las tipas y lapachos de la avenida Mate de Luna, talados por la Municipalidad de San Miguel de Tucumán, en los meses del verano de 1973” y “De la memoria” (2010).

Advertimos una primera distinción en la imagen de la ciudad como cronotopo (Bajtín 1989): en algunos casos se trata de espacios anónimos, en otros se nombra y se caracteriza a San Miguel de Tucumán a partir del uso de ciertas referencias de la “ciudad física” (Romero 2009) o bien, otras urbes del mundo. Proponemos organizar la serie en tres grupos: “las ciudades del futuro”; “la ciudad presente” y “ciudades del pasado”, a partir de las reflexiones que lleva a cabo Émile Benveniste sobre el tiempo y el lenguaje. Según Benveniste, las categorías de persona y tiempo son fundamentales para el discurso; las formas lingüísticas para expresar este último son sumamente variadas y ricas. El “tiempo crónico” que “engloba nuestra vida en la sucesión de aconteceres” puede ser apreciado objetiva y subjetivamente; la primera apreciación se encarna socialmente, por ejemplo, en el calendario, que instituye un grado cero en el cómputo del tiempo (condición “estativa”); de allí, se desprende su condición “directiva” que se expresa por medio de términos opuestos, “antes/ después”, respecto al eje de referencia enunciado en presente: yo-aquí (1977: 73). Benveniste señala también un “tiempo lingüístico” que entrama la vivencia humana del tiempo y que tiene lugar a través del discurso, en presente: el acontecimiento dicho queda situado en la contemporaneidad de la palabra. A partir de aquí, es posible delinear dos oposiciones: cuando el suceso ha dejado de ser simultáneo al discurso, deberá ser evocado por la memoria, en pasado, a diferencia de si el hecho surge en prospección, es decir, en futuro (1977: 77, los subrayados son nuestros). En los textos de Foguet ya citados, la ciudad se transforma, por medio de la escritura, en el centro de la experiencia del mundo que se articula en diferentes coordenadas temporales.

Abordaremos el análisis del primer grupo –“las ciudades del futuro”- a partir de la hipótesis de que éste propone una vista prospectiva del espacio urbano y de los diversos modos de destrucción como “paradigma fáustico de la modernidad”. Retomamos los lineamientos de Marshall Berman a la hora de analizar “el Fausto de Goethe” como metáfora de “la tragedia del desarrollo” (1994: 28): la transformación del hombre (moderno) se realiza, necesariamente, junto con la metamorfosis del mundo físico, social y moral (1994: 31), y supone, paradójicamente, un poder creativo cuyo reverso es su capacidad destructiva: la devastación es inherente al desarrollo. En la narrativa breve de Foguet, el impulso del progreso y de la tecnificación, cada vez más acelerada, entraña la propia ruina de la humanidad. Las metrópolis del futuro están disciplinadas bajo un control oculto y carecen de arte; ya no se trata de la “pérdida de la aureola” (Berman: 112) sino de su muerte (el subrayado es nuestro). Presentamos dos cuentos como prototipos de la ciudad ulterior: “La ciudad subterránea” y “La-ventana-que-mira-al-futuro”.

El primer relato nos advierte, desde sus primeras líneas, sobre el desastre nuclear: “las últimas explosiones atómicas de 1983” (Foguet 1963a: 83). La superficie terrestre se ha convertido en un espacio inhabitable: “Las praderas eran páramos, y en el mejor de los casos, sabanas de pastos duros y filosos; y los bosques y las selvas se habían vuelto impenetrables, lóbregos, curiosamente fétidos (Foguet 1963a: 84)”. Ya acaecido el apocalipsis moderno, la humanidad deberá organizarse nuevamente para asegurar su supervivencia: “Las nuevas ciudades fueron excavadas debajo de las antiguas o próximas a ellas” y se denominaron “Hábitat” (Foguet 1963a: 84):

Un hábitat era exactamente igual a otro hábitat. La singularidad y originalidad eran meros datos estadísticos […] En realidad el hábitat era todo el mundo; el ámbito donde se nacía y, con el tiempo, podía morirse. Estos dos términos no eran necesariamente dramáticos. El nacimiento era casi una cuestión de laboratorio y la muerte un trámite burocrático. La misma palabra muerte había caído en desuso. El nuevo vocablo equivalía al “cesante por razones de mejor servicio” (Foguet 1963a: 85).

El espacio nuevo donde esta sociedad post-atómica se despliega requiere una nomenclatura diferente para poder referirse a la nueva forma de vida de sus habitantes subterráneos. La relación entre (algunas) palabras y las cosas se han transformado también: “nacimiento” y “muerte” adquieren otros sentidos, acorde con la sociedad que expresan. El cuento, en clave de ciencia ficción, focaliza no sólo los efectos ambientales que han devenido luego de la destrucción total, sino que pone atención sobre otros efectos, de carácter sociopolítico. La tecnología y la ciencia están problematizadas en función de la supremacía de la razón instrumental sobre la condición del hombre.

La metrópoli-topo es una sociedad totalitaria regida por “un cerebro electrónico“, “juez supremo” del hábitat (Foguet 1963a: 87) que controla a todos los individuos. El nuevo ordenamiento requiere el ejercicio del castigo para contrarrestar cualquier indicio de resistencia: el personaje de Mario Claudio es acusado de llevar a cabo herejía del lenguaje debido a “una práctica abusiva de arcaísmos” que no corresponden al “estilo de la ciudad”-hábitat” (1963A: 87). La amenaza toma cuerpo en “palabras simples como lluvia, primavera, sed” vedadas a los habitantes (Foguet 1963a: 88). La medida aleccionadora será la expulsión de Mario Claudio “por la boca sexta”. Una vez en la superficie terrestre, el protagonista podrá ver junto a “las ruinas de Buenos Aires” y el osario (Foguet 1963a: 89) a una mujer a la que llamará Alma; el gesto adánico de otorgarle un nombre será la última actuación de su condición humana.

El segundo cuento, “La-ventana-que-mira-al-futuro”2, construye una ciudad ulterior y le otorga una identidad: una “pobrecita ciudad del Arcángel San Miguel, ‘sepulcro de los tiranos’, ‘cuna de la libertad’, ‘jardín del Inca’, ‘novia de azahares coronada’”. Allí, su Excelencia inaugura La Ventana-Que-Mira-Al-Futuro3 “en los fondos de una casa colonial ruidosa y deshabitada, con el aljibe seco y yuyos crecidos en los saledizos de las tejas”. La maquinaria “deslumbraba de puro moderna: hormigón, acero inoxidable y cristal templado, ‘obra de una pureza clásica de líneas’ o ‘un alto exponente de arquitectura funcional’”. La obra pública dirigida a los “eternos descontentos, los descreídos, y maledicentes, ‘los opositores de café’ ofrece, por medio de un pago, a quien desee “asomarse al futuro sin dudas ni temores”. Los protagonistas del cuento, Aberasturi y Shapiro deciden experimentar los alcances del artefacto del “Proyecto Futura” y ver la ciudad programada que “surgió espléndida y fría. Solitaria y como muerta, San Miguel de Tucumán”, “limpia y climatizada como un quirófano”, “a la medida para no desear nada, para no pensar en nada, para no dolerse de nada”. Luego de un intervalo, los personajes visualizan la urbe como una “quesera de vidrio” que contiene “La Gran–Com-Pu-Ta-Do-Ra” que digita la vida, “ahorra sueldos y elecciones, inspectores de réditos, protocolo, honorarios, viáticos y cuestiones de privilegio”. Todo está regulado y previsto:

La computadora nos releva de pensar, movernos, de los hijos y de la gracia santificante […] Afuera, en el parque, los idiotas seguían chorreándose la camisa empapada […] Uno, dos, uno, dos: los limpios, sanos e inodoros soldados del futuro; el hombre de la estadística, el numerito que consume tanto de tanto (Foguet 1967).

Una vez roto el encantamiento futurista, los protagonistas podrán regresar a La Cosechera donde otros personajes discuten sobre “la guerra de Vietnam, Ionesco, los seiscientos millones del proyecto Futura”.

Otros cuentos exponen diversos modos de expulsión y destrucción del espacio urbano. “La peste” narra la irrupción de una misteriosa plaga que causa estragos en la población urbana y provoca, finalmente, la clausura de la ciudad: “las cincos grandes puertas […] fueron cerradas y pelotones con ametralladoras rechazaban los intentos de los pretendían huir” (Foguet 1963b: 124). El aislamiento sanitario se transformará en un método de adiestramiento civil; la ciudad se ha convertido en un panóptico. “Otro vendrá en su nombre” (Foguet 1965?d), en cambio, la urbe teme la inminente invasión de un enemigo desconocido y se prepara para resistir en nombre de un “encendido patriotismo”; finalmente, se producirá el éxodo de sus habitantes: “Contra la espalda de la muchedumbre estaba la ciudad”.

Por su parte, “Radioactividad”, “Advenimiento de la Bomba” y “Bienvenido Felsemburg!” comprenden la experiencia de la ciudad futurista a partir de la amenaza nuclear; versiones disfóricas del mundo que vendrá. “Radioactividad” plantea el problema ético de los usos y los fines de la tecnociencia: un científico dedicado a la construcción de la bomba atómica es sordo a las múltiples advertencias de Transelino, su sobrino, aun cuando la destrucción sea evidente detrás de la ventana:

Afuera, un inverosímil montón de escombros reemplazaba, sin mayores ventajas, a la ciudad. El muchacho vio unos árboles negros y retorcidos, unas ropas meciéndose melancólicamente de una cuerda, un perro flaco, con la cola entre las patas, olisqueando los escombros. En el horizonte, un sol sucio y amarillo, colgaba como un limón podrido sobre los campos. Una garúa de cenizas corrompía su luz (Foguet 1963c: 53).

A pesar de las pruebas empíricas del poder devastador del artefacto nuclear el científico niega haber cometido “la gran macana” y enuncia entusiasmado: “Con una simple ecuación he puesto en mundo a mis pies. ¡Soy el amo del mundo!” (Foguet 1963c: 54). El personaje sintetiza una visión positivista de la tecnología y la ciencia cuya razón instrumental está exenta de responsabilidad humanitaria:

-Mirá: primero fue el hacha de piedra, después el arco, más adelante la catapulta; cuando trajeron la pólvora de China las cosas empezaron a caminar más rápido. Al principio los cañoncitos no hacían más daño que un rompeportones; pero andando el tiempo, la técnica fue perfeccionándose (Foguet 1963c: 55).

El progreso será entendido en esa dirección; el potencial de la ciencia entraña un falso optimismo tecnológico que se revela en la imposibilidad de controlar las consecuencias nefastas. En sintonía, el cuento “Advenimiento de la bomba” combina la catástrofe nuclear con la imposición de un nuevo orden social:

La presión, al cabo de una hora, fue declinando gradualmente. Las últimas ondas fueron de un período mucho más largo y prolongado y murieron a mayor distancia de la máquina, de manera que cuando hubo concluido quedó entre el artefacto y el público un círculo de radio considerable. Allí […] crecía la forma, elemental como un tótem de acero y de un bello y frío color azul. La muchedumbre, ahora disciplinada por esta presencia terrible, comenzaba el desfile ( Foguet 1965?a).

Curiosamente, la ciudad del futuro “regresó lentamente a un estadio primitivo y atroz. La Bomba fue el ídolo, el tótem”. Se puede observar que la fundación de una sociedad adiestrada se consolida alrededor de un falso profeta; la ciencia ha dejado de ser la cara opuesta a la magia y la ha suplantado: “Diez y nueve consejos no decidían nada sin antes sacrificar al ídolo. Apareció una casta entre los funcionarios: mirad científica, mitad brujos […] El artefacto encarnaba el poder de esa raza insondable, los Superiores, que preparaban así su retorno a la Tierra”. La ciencia se ha transformado en el fundamento del mito originario: Logos y mythos se confunden. “Advenimiento de la bomba” deja ver la construcción del relato inaugural de esta comunidad “atómica” y la conformación de una nueva burocracia gobernante que combina ciencia y magia en función del poder.

Foguet postula en estas narraciones un marcado antiutopismo que se expresa como una crítica desde el presente de la enunciación. Resultan ser mundos distópicos y disfóricos porque la utopía proyectada en un tiempo y espacio futuros son visiones apocalípticas, que combinan la subordinación de la humanidad a la razón instrumental de la tecnociencia con sociedades totalitarias que vaticinan el fin de la humanidad. En los cuentos subyace una concepción unidireccional entre tecnología, ciencia y sociedad: las primeras se desarrollan según sus propias leyes y existe una profunda incertidumbre sobre los resultados que provocan y la imposibilidad de control. En Foguet, esa vacilación se resuelve por medio de una conclusión catastrófica; de allí, el impedimento de ver a la ciencia como un factor de cambio positivo -físico, moral y político- sin su poder destructivo o, como formulamos al inicio, como el paradigma fáustico de la modernidad.

Por otro lado, el autor construye en Pretérito perfecto dos imágenes (de apertura al texto y de cierre) circunscriptas al espacio de San Miguel de Tucumán: la primera, en clave onírica, proyecta un tiempo de apocalipsis, “Porque precisamente es el último día del siglo” (Foguet 1983: 13) donde “los amigos muertos, el mundo vacío” y un espacio urbano desolado porque “no tiene calles, ningún vehículo circula por entre los altísimos prismas blancos”, “mujeres ninguna, no sé por qué… extinguidas… como los dinosaurios” (Foguet 1983:14). La ciudad convertida en cartón condensa la versión del fin del mundo que el personaje de Maximiliano sueña y que narra en su carta a Montañita4. Del mismo modo, el capítulo final retoma la carta (interrumpida por una extensa segunda parte); se trata de un tiempo que es otro:

Compréndeme, Montañita (hacía tiempo que no te llamaba así), en el Hotel del Cisne ya nadie hace el amor (otra costumbre perdida y suman) y después de las siete los bomberos patrullan las calles. ¡Guay! De perseguir sombras queridas, remontar volantines, o templarse el coto bajo el naranjo. Ahí nomás te caen con todo el peso de la ley, siempre contundente como nuestro ingatigable5 Molinuevo, y terminás en un baldío con las costillas rotas y los huevos reventados a patadas. Especialistas en torturas sexuales. Los hombres-perros queman libros, mutilan películas (no se pudo ver la última de Russell) y pegan tiras negras en el sexo de los desnudos (Foguet 1983: 416).

El sueño tiene el poder de mezclar, fundir, condensar y expandir el tiempo en imágenes. Furcade y Maximiliano caminan mientras el mar ha regresado, “descalzos recorreremos la playa en la bajamar recogiendo almejas, estrellas y caracolitos, inventariando los desechos de una civilización que termina” (Foguet 1983: 419). Se desliza la imagen de un animal monstruoso:

[…] el langostón girando infatigable sus aspas de noche y de día, suspendido sobre los campos y ciudades como una conciencia supernumeraria. El ruidito no por monótono resulta menos siniestro. Estás desayunando o en la letrina, picando cebolla o haciendo el amor y sabés, positivamente, que el saltamontes está colgado, como la araña del hilo, sobre tu techo o tu azotea. Pero existe otra alternativa para tu sobresalto: las explosiones nocturnas. Revientan vaya a saber uno dónde, haciéndote sentar en la cama y preguntándote despavorido qué a quién le habrá tocado y si mañana (Foguet 1983: 421).

Es un tiempo social oscuro, incierto y violento. La ciudad se ha convertido en un espacio vigilado y represivo. Todo puede desplomarse: “la sede de un partido, una iglesia disidente, o una biblioteca para ciegos” (Ibíd.). El presente de ahora, el que sueña Maximiliano, es un tiempo donde no existe “ningún paraíso, ninguna edad de la inocencia que recuperar, ningún destino ulterior, ninguna meta” (Foguet 1983: 429). El futuro se ha secado.

A diferencia de los espacios urbanos del futuro, los cuentos “Un pájaro enjaulado que canta” (Foguet 1965?e) y “Esperando el diluvio” (Foguet 1968) narran la singularidad de una ciudad, en un tiempo presente, que ya se define con un nombre: San Miguel de Tucumán. El primero de ellos postula la identidad entramada en las características irrepetibles que posee el espacio y que comparten a sus habitantes:

Una ciudad tiene siempre algo que la distingue, el elemento que sirve a la compañía de aviación para hacer la propaganda: una calle de casas del siglo diecisiete, un paseo a la orilla del mar o de un río muy ancho, la torre del reloj, los puentes. Nuestra ciudad tiene un esqueleto y dentro de esqueleto otro, mucho más pequeño, como un pájaro en su jaula (Foguet 1965?e).

El doble esqueleto que designa al lugar tiene su propia historia: una ballena “auténtica del no lejano sur” a la que bautizaron Moby Dick “pasaba por los cañaverales y frente a los caseríos” y “en la ciudad dieron la vuelta por los bulevares, deteniéndose en las esquinas”. Una vez perdido el entusiasmo de la gente, el cetáceo fue comprado por Divo (pájaro y gobernante) con el propósito de incluirlo en su campaña política, sin prestar atención a la progresiva putrefacción de su enorme cuerpo:

En tanto, como una mosca de plomo, Divo penetraba lentamente la carne gelatinosa de la ballena. Mientras descendía adoptó una postura y toco fondo.

Y ahora es blanco y fino dentro de la osamenta formidable. Por contraste parece hecho de filigrana. Es Divo, nuestro pájaro; él nos trae el canto, la lluvia y las elecciones y le estamos agradecidos (Foguet 1965?e).

Del mismo modo, “Esperando el diluvio” traza, línea a línea, el plano de la ciudad y a través del diálogo de sus personajes, narra las anécdotas vinculadas al espacio urbano:

Hacíamos la yuta en el cementerio del Norte cuando las cañas estaban maduras: lo mirábamos un rato al vigilante de yeso de la entrada y contábamos los exvotos de la tumba de Bazán Frías: después algunos de nosotros escribía unos versos malos que nos parecían irremediablemente buenos (Foguet 1968).

Mientras los temas de conversación se van hilvanando unos a otros (“el pasado glorioso”, “el problema de la generación futura”, “la libertad como un sonajero para entretenerse”) la lluvia se anuncia en el aire:

Es el diluvio. Primero engordarán las quebradas, después crecerán los ríos y cuando desborden sobre la ciudad, el agua socavará el pavimento de las calles, tumbará los automóviles, inundará los patios, remontará las escaleras, hará estallar los cristales y se precipitará en gruesos chorros blancos por las ventanas (Foguet 1968).

El contador Lamórtola y sus amigos deberán construir el arca en secreto puesto que será su última oportunidad. Ambos relatos “trasladan”, de diversas formas, el mar a Tucumán; ya sea con el traslado de “una ballena aquí, lejos del mar, en un país de montaña y donde los ríos son también ríos de montaña” o por medio de una tormenta de dimensiones colosales que será “un espejo de agua que reflejará la soledad del cielo”.

Por último, “La Barricada” (Foguet 1965?c) e “Intermezzo Interrotto” (Foguet 986), primer cuento de Convergencia fundan poéticamente el espacio ciudadano en clave de pasado. La vista puesta sobre la urbe se construye en contrapunto con el presente; la ciudad convertida en texto, que se recuerda y que se reconoce sólo en parte, es también la narración de una memoria.

La barricada funciona como el punto de vista desde donde se narra la historia: “Peleamos, no recuerdo cuánto tiempo, pero peleamos bien. Tal vez aquello no duró más que algunos días; pero bien pudo ser que durase meses”. El muro fue hecho de “bolsas de arena de una obra, las apilamos y dejamos huecos y mirillas para nuestros fusiles”; el resto de la ciudad se observa desde esta área recortada: “Se veía desierta, mojada por la lluvia de la noche, las paredes de las casas oscurecidas, las puertas todavía cerradas” al igual que “hacia aquel lado, el de nuestra retaguardia, la calle se veía desierta”. La trinchera condensa todo el espacio e impone su propia lógica: “Para nosotros la ciudad, mejor dicho el mundo es ahora este pedazo de calle que hemos cerrado, si se quiere simbólicamente, con esa muralla de cosas que en el montón y fuera de su lugar han perdido todo prestigio”. El muro edificado en la calle divide unos de otros: “insensatos, locos, locura, engañados” de un lado, “La puerca vida privada, el puto individualismo y también en relámpago en los ojos, la mano que se crispa”. La pugna se instaura entre cuerpos, ideas y voces: “-Mañana nos llamarán bandidos, cobardes, extremistas […] Tenemos que terminar con la retórica, con las palabras sagradas, con los globos de colores, cortarles las amarras”.

El enfrentamiento final se establece entre fuerzas desiguales: el tanque “solitario y poderoso como un animal de pelea […] trotando por el centro de la calle y en derechura hacia nosotros, los de la barricada […] nos arrasó limpiamente”. El narrador señala “esta es la historia de la barricada. No existe otra versión. Yo conté a los muertos…”; la legitimidad de su voz se encuentra en su condición de único sobreviviente; su testimonio no está ligado solamente al carácter pretérito de los sucesos, sino al presente que funciona como grado cero de la memoria: “Estos recuerdos me llegan casi siempre de noche, cuando la ciudad duerme y las casas y las calles tienen el aire de las cosas abandonadas hace tiempo”. El cuento articula, en términos de Benveniste, “una vista del pasado”, “Me digo entonces que la barricada no ha sido destruida, que se mantiene en pie y que sólo la ingratitud puede cambiar el nombre de las cosas”.6

“Intermezzo Interrotto” construye relato y ciudad en un mismo gesto escriturario; al decir de Michel De Certeau (1990), la mirada y el pie construyen una sintaxis del espacio urbano que se convierte en texto. El ver y el andar componen un recorrido de canales, calles y edificios de Venecia; Valdivieso observa, desde el buque próximo a encallar, el paisaje que se extiende en su horizonte. El orden de la narración está enlazado a la memoria del protagonista, y a las huellas del pasado presentes en el espacio, que se desenvuelve a partir de recuerdos, que florecen aparentemente “dispersos y sin mayores conexiones” (Foguet 1986: 13). Primero, “el nombre Jugolinija que no había despertado en su memoria otros recuerdos que el de unas calles del Split donde la fachada del antiguo palacio de Diocleciano surgía” (Foguet 1986: 12); luego el título de una novela, Adriana Zumarán, de Carlos Alberto Leumann cuya ilustración de la primera edición “lo había acompañado todo el tiempo escondida en un secreto lugar de la memoria” (Ibíd.). Un tercer recuerdo, hasta entonces sepultado, “el detalle” de los leones y, finalmente, “el entierro, que sin duda doblaría en el rio di Noale para luego continuar hasta San Michelle por la laguna, [que] le pareció tan funesto que de rebote hubo de pensar en el otro cortejo” (Foguet 1986: 15).

Como podemos observar los recuerdos se encuentran disponibles en una especie de memoria subterránea; en este sentido, toda la ciudad funciona a la manera de la magdalena proustiana que evoca el pasado del protagonista, siempre vinculado con las características y detalles del espacio. Valdivieso superpone en su relato (aquel que el narrador anónimo ofrece, a su vez, al lector) tres estadías en Venecia a lo largo de su experiencia de marino: la primera como cadete: “con un barco surto en el Bacino della Stazione Marittima y en un invierno frío y negro, con nevadas espesas que sumergieron las techumbres de los palazzi y amontonaron bloques de hielo en el patio del Palacio Zecca” (Foguet 1986: 16); la segunda como capitán “entre el 55 y el 60, en que anduvo cargando cemento en la costa dálmata, cuando hacíamos la línea al Mediterráneo y ya nadie llamaba Fiume al Fiume y Spalato a Spalato” (Foguet 1986: 12) y la última, cercano a su retiro “en ese invierno del 80, cuando regresaba en un vaporino de San Lazzaro” (Foguet 1986: 13). La construcción de la sucesión de los recuerdos y del sentido de la historia que Valdivieso narra sólo es posible en la distancia temporal que marca el presente.

El foco del pasado se ubica en el segundo viaje a la isla del Venetto: en esa oportunidad, el capitán entablará amistad con el matrimonio de los Bodganovich que ha sido objeto del escrutinio de su mirada. Los sucesivos encuentros desde el primero -“en el pequeño cementerio de los guerrilleros excavado en la ladera del monte” (Foguet 1986: 24)- hasta ese último día, acompañando el cortejo fúnebre de Carlos Bodganovich (Foguet 1968: 39), van conformando las piezas de la historia. La figura de su viuda, Adriana (cuyo nombre corresponde a la novela que recordó al inicio) resulta inquietante para Valdivieso y se convierte en su relato en “un blanco móvil, incitante” (Foguet 1986: 21); en cambio, la descripción de Carlos Bodganovich está sujeta al discurso que éste elabora sobre Venecia y que “de alguna manera el personificaba”, la ciudad enferma:

No morirá sepultada por el mar, como andan diciendo los agoreros… sucumbirá un día, si, pero derrotada por otros males… morirá vencida por los insidiosos, secretos y complicados males que se instalan un día en el espíritu… […] compréndame, Valdivieso… la enfermedad de Venecia está en al aire del siglo… (Foguet 1986: 20).

El personaje se identifica con el espacio: ambos envejecen y se muestran incapaces de adaptarse a los tiempos venideros. Es posible leer en el espacio de la ciudad no sólo los lugares de la memoria, sino también, su reverso, es decir, las zonas del olvido; la cartografía veneciana borra algunas huellas:

Años después, recorriendo esos mismos lugares con el matrimonio Bodganovich, y quizás porque en verano la ciudad fuera otra cosa, no pudo describir el patio de la estatua y las columnas ennegrecidas por la lluvia que en su memoria continuaba ocupado por una ingente piedra de hielo (Foguet 1986: 16).

La Venecia de su juventud no es la misma a su primer regreso; espacio y sujeto han cambiado con el paso del tiempo. De igual modo, el capitán próximo a retirarse camina nuevamente por sus calles y atraviesa sus canales en busca de otros lugares del pasado: “busqué por un rayo en los alrededores del Campo de la Santa Giustina la heladería que obviamente no encontré; habían transcurrido veinte años” (Foguet 1986: 28). Valdivieso no puede recordarlo todo, la voz de los protagonistas se han perdido irremediablemente a pesar de su empeño: “la voz de Adriana, ya definitivamente perdida” (Foguet 1986: 30), “las excusas, si es que las hubo, se habían borrado” (Foguet 1986: 32), “la frase exacta, las palabras pronunciadas en un dudoso italiano” de una vieja gitana que lee el porvenir funesto de Carlos Bodganovich (Foguet 1986: 42).

Dos textos de nuestra serie conjugan ciudad, memoria y poesía; la construcción del espacio urbano utiliza referencias que pertenecen al espacio físico de San Miguel de Tucumán. La mirada que construye la voz del poema se cierne sobre la ciudad y entrama, junto a esa imagen, vínculos de la propia experiencia. A partir de estos breves “relatos” vivenciales, marcados por un tiempo presente desde donde se recuerda, el poeta cimienta su propia pertenencia a la ciudad convertida en lengua. El primero “A las tipas y lapachos de la avenida Mate de Luna talados por la Municipalidad de San Miguel de Tucumán, en los meses del verano de 1973”:

Ha olvidado demasiado pronto una infancia de/ patios con aljibes y naranjos, / de tropas de mula que oscurecían con sus cascos/ el sol de la tarde. / Su juventud de apenas cuatrocientos años/ tiene el mal gusto y la estridencia de los afiches de la Dirección de Turismo/ y los discursos de los funcionarios (Foguet 2010: 105).

La ciudad de la infancia resguardada en el espacio sagrado del recuerdo nos muestra su rostro presente. El poema se articula en una antítesis: el árbol, símbolo de ese pasado cálido frente a una ciudad soberbia y ciega que no reconoce su falso orgullo de destrozos y podredumbre; muerto el árbol, la ciudad se ha olvidado de sí misma. El texto permite el anclaje de algunas marcas referenciales: un tiempo determinado (verano de 1973), un lugar preciso (la avenida Mate de Luna) y un responsable directo (la municipalidad de la ciudad de San Miguel de Tucumán). La voz del poeta emerge como palabra contestataria y la denuncia se hace más explícita frente a la ruina de una ciudad que supo de patios, aljibes y naranjos. La infancia de la ciudad se ha terminado: sólo quedan los vacíos, el pozo de aquellas raíces que estuvieron en otro tiempo. El poeta no puede reconocerse en la imagen que le devuelve este espacio que ha dejado de pertenecerle.

La muerte del árbol/ -ese destrozo inútil perpetrado/ en pleno mediodía/ con palas mecánicas y encarnizados mercenarios- apenas si dejará un recuerdo en los libros de Tesorería

La calle será como una encía despoblada/ que mostrará los huecos de la luz; el lugar donde las tipas levantaban su estructura, / donde los lapachos florecían al terminar el invierno (Foguet 2010: 106).

El poeta ya no logra una identificación con ese lugar que tanto se nombra. Si “lo más enfermo y frágil de un emigrado son las raíces” (Futoransky 2006: 119) ese deseo de “agarrarse” a la tierra de uno ocurre en las profundidades de la escritura como echar raíces en el poema. Expresión del extravío de un punto de partida, de una referencia, de una casa irrecuperable que es la ciudad del poeta; el universo afectivo que éste entrama en sus rincones, sus esquinas y sus calles. Elegía que habla del infortunio de algo perdido, del acontecimiento digno de ser llorado: la ciudad que se ha abandonado no será la misma.

El poema “De la memoria” brinda una escena de la expresión de una sentimentalidad: “Cuando al terminar julio florecen los lapachos, el cielo/ Todavía es azul/ Y las grandes nubes, que prestarán su sombra al verano/Esperan agazapadas detrás del San Javier” (Foguet 2010: 114). El yo del poema dibuja un espacio-tiempo singular que deja sus marcas en la naturaleza y en la subjetividad (la memoria) que habla. El poema se construye como si fuera el ojo del que regresa y se detiene en los pequeños detalles, que conjugan al mismo tiempo lo que fueron y lo que son:

los días/ que siguen de pie, como los escombros/ de una casa bombardeada,/ unos ojos que perdieron su color/ una sonrisa/ que quiere/ seguir siendo misteriosa todavía, al cabo de unos años/ una manera de volver la/ cabeza sobre el hombro/ de recitar parlamentos/ de enumerar fechas/ de coleccionar/ crepúsculos y enterrar escarabajos (Foguet 2010: 114).

El mundo mirado refleja el interior del yo (su pasado y su presente). El sujeto poético se proyecta hacia el espacio percibido y sentido como propio; el texto diseña una “retórica del caminar y del mirar” (De Certeau 1990) e imprime un sentimiento de pertenencia que se teje en el lenguaje del poema.

El espacio se define por medio del caminar, que se asemeja al habla; ese andar define un aquí, un estar en el mundo que se sintetiza en la expresión “me gusta volver sobre mis huellas pisoteando esa cáscara oscura/ que la memoria desprendió en otro tiempo”. La enumeración de los siguientes versos es una lista de aquello que se preserva del olvido: unos días, unos ojos, una sonrisa, una forma de recitar, enumerar, coleccionar (Foguet 2010: 114); es un inventario vital, la experiencia queda cifrada en unas cuantas y pequeñas acciones que este yo guarda en su memoria: “mis huellas”. Como señala Paul Ricoeur “la búsqueda del recuerdo muestra efectivamente una de las finalidades principales del acto de la memoria: luchar contra el olvido, arrancar algunas migajas de recuerdo a la ‘rapacidad’ del tiempo” (2008: 50). En este sentido, leemos la breve escena que teje lo vivido fundido a un cuerpo y a su voz; el poema es la huella, indicio de una ausencia (de algo que se tuvo en un tiempo pasado), el resto que permite “sobrevivir a tanto sol y/ tanto polvo” (Foguet 2010: 114).

Estos poemas pueden pensarse como ficciones de regreso del autor; en ellos podemos leer que “lo cotidiano siempre deja una huella” en el recuerdo del poeta. Si el viaje es el umbral hacia el mundo, la escritura es en Foguet, el umbral hacia el pago (el subrayado es nuestro); el camino de vuelta hecho palabras refuerza una idea del estar adentro aunque se esté fuera. ¿Cuál es el pasado qué se recupera en estos poemas que tienen por objeto la ciudad que se ha perdido? Se trata de un tiempo atado al presente de una subjetividad que recuerda, en ellas el poeta se reconoce y establece un vínculo afectivo e intelectual. De esta ciudad en clave de pasado restan pequeños trozos de una historia cotidiana; la mirada del poeta eleva el detalle que se convierte en elemento relevante para la construcción del espacio singular, propio. En este sentido, Ricoeur precisa:

Es particularmente elocuente y precioso el recuerdo en tal casa de tal ciudad o el de haber viajado a tal parte del mundo; teje a la vez, una memoria íntima y una memoria compartida entre próximos: en estos recuerdos tipo, el espacio corporal está vinculado de modo inmediato al espacio del entorno, fragmentos de tierra habitable… (2008: 191).

La pérdida del espacio natal constituye el grado cero de la escritura de estos textos que intentan comunicar un sentimiento de familiaridad e invitan al lector a recomponer su cartografía.

Notas finales

El enunciado expresado en la “novela-centro” del autor argentino Hugo Foguet que define a la ciudad como el espacio sagrado y predilecto del género novelístico, puede ser entendido como una síntesis de su poética. A partir de esta hipótesis de lectura, se construyó una serie textual que toma en cuenta sus narraciones breves, poemas y en menor medida, Pretérito perfecto; el recorte diacrónico abarca veinte años de la producción literaria de Foguet. El análisis del corpus se organizó alrededor del concepto bajtiniano del cronotopo teniendo en cuenta, las diferentes modulaciones temporales (pasado, presente y futuro) que propone Émile Benveniste.

Es notable que la ciudad anónima de los primeros textos, se transforma en un espacio con nombre propio: la capital provinciana de San Miguel de Tucumán. La urbe se convierte en mapa literario, sus calles, sus esquinas y plazas son indicios para el caminante; de ese modo, la vivencia urbana se hace lengua (se escribe y se lee). Los espacios citadinos son “vistos” y valorados desde diferentes coordenadas temporales; así, las ciudades del pasado son atravesadas por las huellas de las ausencias y los cambios. A las del presente busca darles un nombre y con él, su identidad. Por último, las del futuro se construyen desde la mirada desencantada del andarín. Si la ciudad es “el ombligo del mundo” como nos recuerda Pretérito perfecto, es también el centro de la experiencia y de la escritura de gran parte de la obra de Foguet.

NOTAS

1 Se consigna el título tal como aparece en la copia mecanografiada del original.

2 Se consigna el título tal como aparece en el original. Cuento publicado en La Gaceta de Tucumán en 1967. La copia de archivo no dispone de número de página.

3 En este caso, el uso de mayúsculas (La Ventana-Que-Mira-Al-Futuro) se debe a un intento de representar un lenguaje técnico-científico propio de esta ciudad futurista, recurso estilístico que se repite más adelante al describir “La- Gran- Com-Pu-Ta-Do-Ra”.

4 Maximiliano (Max/Maxim) y Montañita (Berenice/Camila) son personajes que aparecen en la primera novela de Hugo Foguet, Frente al mar de Timor (1976). En Pretérito perfecto, Maximiliano es parte de un grupo de personajes que se dedican a pensar y discutir sobre la ciudad, la literatura, la política, la historia, etc.

5 Si bien la palabra correcta debería ser “infatigable”, se prefiere mantener la versión original.

6 Todas las citas pertenecen a copia mecanografiada del autor, sin número de página.

BIBLIOGRAFÍA

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