Orbis Tertius, vol. XXII, nº 26, e065, diciembre 2017. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria



Reseña / Review

 

Javier Planas, Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares en la Argentina.

Buenos Aires, Ampersand, 2017, Scripta Manent, 320 páginas.


 

CITA SUGERIDA
Labra, D. (2017). [Revisión del libro Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares en la Argentina por Javier Planas]. Orbis Tertius, 22(26), e065. https://doi.org/10.24215/18517811e065

 


 

La historia de la bibliotecas en la Argentina, como señalan Alejando Parada y Carolina Sancholuz en el prólogo de Libros, lectores y sociabilidades de lectura, tiene más deudas que volúmenes en su haber. Esto es cierto aún hoy, más que una década después que autores como Graciela Batticuore, José Luis de Diego y el mismo Parada, entre otros, instalaran mediante su producción el problema de la circulación de los impresos y la lectura como un tópico relevante en la agenda de las ciencias sociales autóctonas. Es justo, entonces, que sea un investigador de formación en bibliotecología quien responda al llamado y comience a llenar los muchos vacíos en nuestro conocimiento del devenir histórico de las bibliotecas en la Argentina.

En este libro Javier Planas (2017) regresa a un momento inaugural de esa historia, al rastrear y analizar el surgimiento, auge y decadencia de la primera experiencia de bibliotecas populares en el país. Pero no lo hace desde un lugar estrictamente bibliotecológico, sino que incorpora elementos de las discusiones historiográficas recientes sobre el libro y el impreso en la Argentina decimonónica, y fuera de ella también. En particular se nutre de la tradición “chartiana” de la historia de lectura, proponiéndose reconstruir lo mejor posible, mediante las fuentes disponibles, las prácticas de lectura en las que incurrían los asistentes a las bibliotecas populares hace ciento cincuenta años. Siempre citado, la labor de Roger Chartier y los demás historiadores de la lectura franceses es un faro perenne a la producción vernácula sobre el tema, aunque a menudo no pasa de la enunciación y el citado. En este caso, sin embargo, el nombre del historiador no es invocado en vano.

Si bien no reflejado en su índice, el libro se compone de dos partes. La primera de ellas se concentra en la creación y expansión de las bibliotecas populares bajo el fomento de la ley 419, sancionada en 1870. La misma crea “la actual Comisión Nacional de Bibliotecas Populares” (p. 17), al servicio de la protección y fomento de estas instituciones como un asunto de Estado. La segunda parte rastrea el devenir de dichas instituciones tras la reglamentación de la ley 800 de 1876, que puso un punto final a la experiencia en un contexto de crisis política y económica. Para 1895, de los 156 establecimientos presentes en 133 pueblos que se alcanzaron en el momento más álgido (p. 58), “quedaban menos de una veintena de bibliotecas” (p. 18).

El relato historiográfico se concentra en el capítulo 1 para la primera parte, y el capítulo 6 para la segunda. En ambos la figura y pensamiento de Domingo Faustino Sarmiento proyecta una larga sombra, en calidad de responsable del “diseño intelectual” de la iniciativa (p. 22), e instrumental en su discontinuación desde una banca del Senado (p. 18). Mediante el trabajo sobre un gran caudal de editoriales, artículos, ensayos y algunas controversias se reconstruye el pensamiento bibliotecológico del sanjuanino, para quien la difusión de los libros y lectura fue una verdadera cruzada. Inspirado en el hacer de su admirado Benjamín Franklin, Sarmiento persiguió la difusión de la práctica de la lectura por muchas avenidas, desde su labor periodística hasta su ejercicio en la función pública. Sus ideas no son presentadas como una doctrina cerrada, sino que se las reconoce en su espectro diacrónico. Introduciendo en el capítulo 6 tanto los desacuerdos con la aplicación de la ley que él mismo había propiciado, así como la maduración de sus ideas. En particular, una progresiva posición con respecto a las mujeres lectoras, que encontró al sanjuanino relajando sus prejuicios con el paso de los años (p. 210-214).

Si debiese elevarse una crítica al libro, esta sería que la reconstrucción historiográfica en la primer parte aparece mucho más enfocada que la segunda. Esto es, en parte, inherente al objeto estudiado. La discusión en torno a la ley 419, su sanción e implementación presenta un objeto de estudio con un contorno más definido que el devenir de las bibliotecas populares a posteriori de su derogación. Pero el punto fuerte del análisis de Planas no descansa en su historización del proceso. La cual es de por sí un aporte relevante, dejando asentada una cronología bien documentada en un campo que aparece mayormente vacante. El libro destaca en la vívida reconstrucción sociológica de las prácticas de bibliotecarios y lectores en el entorno de las bibliotecas, que ocupa la mayor parte del libro.

En el segundo capítulo, se explora la articulación entre la Comisión Protectora fundada por la ley 419, las bibliotecas populares y los lectores al momento de poner en vigencia la iniciativa. A partir de relatos fundacionales, se reconstruye el proceso de fundación y reglamentación de las bibliotecas. Planas de detiene especialmente en las cartas de lectores publicadas en el Boletín de las Bibliotecas populares, a través de las cuales estudia lo que denomina la “sociabilidad asociativa” (p. 85) de los participantes, producto de apoyarse las instituciones sobre el “movimiento asociacionista” que prodigaba en el país por esas décadas.

En los siguientes dos capítulos el eje analítico esta puesto en la reconstrucción de las prácticas lectoras de los usuarios de las bibliotecas. En el tercero, el foco se pone en la lectura fuera de la biblioteca, es decir, la “innovación bibliotecaria” el sistema de préstamo domiciliario (p. 100). En parte, infiere Planas, la posibilidad de llevarse el libro a casa fue una cuestión práctica, producto del poco espacio con que por regla general contaban las bibliotecas populares (p. 108). Pero de fondo, esta innovación venía a representar una decisión política sobre las prácticas del lector y la circulación del libro, en sintonía con el ideario del ideólogo Sarmiento. Su prédica del valor de la “lectura libre”, que Planas rastrea hasta sus editoriales en el exilio chileno de los 1840, aparece como una invitación a una lectura más amena y distendida que se permitía relajar ante los imperativos pedagógicos que pesaban sobre la práctica. “Cuando en 1872 los editores de la publicación [Boletín de las Bibliotecas Populares] exoneraron a las malas novelas del poder insinuante con el que estaban investidas para el público popular, no pretendían de ninguna manera relativizar las jerarquías establecidas en el ámbito literario, sino elaborar una política pedagógica con la amplitud y la potencia suficientes para acercar a las bibliotecas a la mayor cantidad posible de usuarios” (p. 244). Esta vocación, señala el autor, es codificada en los reglamentos de las bibliotecas, y guía la selección de títulos que cada asociación civil estaba en la libertad de realizar bajo el fomento de la ley 419 (p. 155)

Estos mismos reglamentos, algunos reproducidos en el mismo Boletín, son analizados en el capítulo cuatro. Allí Planas ensaya decodificarlos, extrapolando de sus normativas las prácticas de lectura llevadas adelante por los usuarios en la misma biblioteca. Se explora la biblioteca como un “espacio público”, donde diversos niveles de sociabilidad se cruzan, desde el consumo particular de un lector al ofrecimiento de “lecturas públicas” a viva voz, permitiendo otro acceso al texto impreso. Como bien se señala, la misma materialidad de la biblioteca disponía los hábitos y prácticas que se desarrollaban dentro. Por ejemplo, el mobiliario planteaba una forma específica de sentarse, de leer, y de interactuar con otros usuarios. La normatividad de las reglas y la performatividad que responde a la disposición material de la institución no solo afectaba a los lectores, sino también del otro lado del mostrador, a bibliotecarios. El análisis explicita que la lectura fue difundida como una práctica regulada, atada por normas acerca de cómo y cómo no ejercerla. En otras palabras, las prácticas lectoras fueron, y esto es particularmente cierto dentro del recinto de una biblioteca, creadas de una manera específica por razones específicas. En este caso, la “biblioteca popular [actuaba] como filtro de lectura” que condensaba el “verdadero sentimiento de época” hacia la lectura como un ejercicio que debía “ilustrar” a quien la practicara (p. 247).

Los capítulos 7 y 8 expanden este análisis al período posterior a la derogación de la Comisión Protectora en 1876. En el séptimo, se relata el destino de las instituciones y los lectores en un período de profunda transformación en el mundo editorial porteño. Por aquellos años, el mercado editorial se encontraba en medio de una revolución producto de las ventas inusitadas de las cuales gozaba El Gaucho Martín Fierro de José Hernández, primer best-seller de la literatura local (p. 143). La sincronía entre la decadencia de estas instituciones y el auge comercial del poema no se le escapa a Planas, quien señala que “las bibliotecas populares atravesaron una severa crisis en el momento mismo en que su público potencial y los materiales de lectura disponibles en el mercado se multiplicaban progresivamente”. En el centro de ambos procesos se encuentra, como analiza Planas, los debates acerca del carácter tutelar de las bibliotecas como “filtro de la lectura” (p. 247) y los límites que definían las lecturas provechosas y las otras “insinuantes”.

El capítulo 8 se detiene en un sector particular del lectorado presente en las bibliotecas, las mujeres lectoras. El Boletín de las Bibliotecas Populares deja rastro de la sociabilidad lectora de mujeres que asisten, leen, e incluso envían cartas a la publicación. Su participación en la institución estuvo delimitada por el lugar que se reservaba a las mujeres en la sociedad argentina del siglo XIX. Lo público era reino de los hombres (p. 258), y la biblioteca era un lugar público, por lo que la participación de la mujeres se vio circunspecta a asociaciones femeninas permitidas como las llamadas “sociedades de beneficencia”. Por otro lado, “la posición social y cultural de privilegio que este conjunto de mujeres [de las clases acomodadas] detentaba”, las convertía en “potenciales formadores de bibliotecas” (pp. 258-259) y usuarios.

El análisis desplegado en el libro solo es posible a partir de una labor heurística que provee al primero de una base firme. La articulación entre las fuentes y la reconstrucción de las prácticas es más visible en el capítulo 5, donde el análisis de los catálogos de diversas bibliotecas populares sirve como base a una reflexión acerca de los criterios de selección y las prácticas de los bibliotecarios. En este sentido, la obra de Javier Planas es un trabajo historiográfico en el mejor sentido de la palabra, donde el trabajo sobre las fuentes permite dotar de vida a prácticas que hasta entonces estaban muertas. El entramado de sociabilidades es reconstruido en base a una amplia gama de documentos, entre los que se cuentan memorias, fuentes secundarias como los escritos de Sarmiento, publicaciones periódicas, catálogos de bibliotecas y las publicaciones institucionales de bibliotecas de ciudades y pueblos al interior de la provincia de Buenos Aires. El hallazgo documental es el Boletín de las Bibliotecas Populares (1872-1875), que en tan solo seis números ofrece un tesoro en información para pensar la experiencia de las bibliotecas populares bajo el auspicio de la Comisión Protectora.

El periódico, junto con el resto de las fuentes, le permiten a Planas sumergirse en el quehacer y el debate de la iniciativa de las bibliotecas populares. Reconstruirla como “la manifestación de una articulación entre el poder estructurante del Estado y el espacio creativo de la sociedad civil”. Las bibliotecas mismas son analizadas como “recinto[s] cuya estructura condiciona las prácticas de quiénes lo habitan y transitan” (p. 24), y relatar las prácticas “de los hombres y las mujeres que trabajaron para formar esas instituciones de lectura” (p. 18). Consecuentemente, la normativización de las prácticas lectoras es reunida y analizada, ejercida por el Estado, por intelectuales de la élite como Sarmiento o Vicente Quesada, y por la reglamentación de las asociaciones civiles, permite reconstruir cómo las prácticas lectoras eran concebidas y actualizadas. En este punto, el trabajo de Planas excede el interés de los preocupados por el problema específico de las bibliotecas, y aporta a la discusión de la historia de los libros, los impresos y la lectura en nuestro país. Una discusión, que hasta ahora, carecía de una reconstrucción tan detallada de la forma en que los lectores interactuaban con los libros en el siglo XIX.



Diego Labra

 

 

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