Orbis Tertius, vol. XXV, nº 31, e153, mayo-octubre 2020. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Las memorias abracivas1 en la poesía de hijos e hijas de la militancia setentista. Una discusión conceptual

Emiliano Tavernini

Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales-CONICET, Argentina

Cita recomendada: Tavernini, E. (2020). Las memorias abracivas en la poesía de hijos e hijas de la militancia setentista. Una discusión conceptual. Orbis Tertius, 25(31), e153. https://doi.org/10.24215/18517811e153

Resumen: En este artículo discutimos con la conceptualización de las producciones artísticas de la generación de hijos e hijas de la militancia setentista como vehículos de transmisión de una posmemoria. Consideramos necesario recurrir a otra definición para dar cuenta de la especificidad de estas producciones, y proponemos la noción de “memorias abracivas”.

Palabras clave: Literatura argentina, Posmemoria, Hijos e hijas de desaparecidos.

“Abraciva1 memories” in poetry by Seventies militancy’s children: a conceptual discussion

Abstract: In this article we will question the conceptualization of artistic productions by the generation of Seventies militancy’s children as transmission vehicles for a post-memory. We consider it necessary to resort to a different definition to account for the specificity of these productions: thus we propose the notion of "abraciva memories".

Keywords: Argentine literature, Post-memory, Children of disappeared persons.


“Te encarnaste en mí, para que viviera lo que viviste, y así fue”
Fuente: Lucero Maturano, “Volviste”(1993)

1. El lugar del testimonio en las poéticas de hijos e hijas

En los últimos años, distintos investigadores se han preocupado por reconstruir la historia de la organización H.I.J.O.S. (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), mientras que han surgido, no con menos fuerza, abordajes teórico-críticos centrados en las manifestaciones artísticas producidas por los propios hijos2 ya sea en cine, fotografía, teatro, artes visuales o narrativa. En general, los investigadores coinciden en observar que en las intervenciones artísticas de hijos e hijas, un rasgo recurrente está dado por el hecho de que ellos dejan de pensarse en términos de casos de víctimas, o de testimonio, y pasan a enunciarse, en primer lugar, en su condición de escritores o artistas. Otra cuestión señalada en muchos de estos análisis sobre producciones de soporte audiovisual3 , teatral4 , narrativo5 , fotográfico6 , pictórico7 o lírico8 , es la presencia común en estas producciones, de una enunciación en primera persona con insistentes inflexiones autorreferenciales que tematizan cierta dificultad o reparo para retomar el legado político de la generación de los padres. Por lo general se ha estudiado el modo en que las producciones artísticas constituyen en sí mismas un espacio performático en el que se tematiza la búsqueda identitaria, a la vez que se realiza.

En este apartado intentaremos responder a preguntas que hacen a la cuestión de cómo la poesía, la narrativa o las artes visuales construyen memoria para ir introduciéndonos en los problemas que atañen a la definición de estas producciones como “poéticas de la posmemoria”: ¿puede la poesía testimoniar? Y si es así, ¿lo hace en función de la memoria? ¿En qué consistiría precisamente un testimonio que apela a la desubjetivación y al extrañamiento del lenguaje? ¿La poesía es autónoma o cumple una función?

Intentaremos esbozar una respuesta en dos momentos, el primero referido al plano de composición del poema y el rol que cumple en ella la memoria del autor, y un segundo momento, en el que intentaremos establecer las relaciones de la obra con la elaboración que hace de ella el lector, para intentar comprender cómo se relaciona ésta con los marcos sociales de la memoria (Halbwach, 2004).

Para resolver la primera cuestión, nos resultan imprescindibles los desarrollos teóricos de Gilles Deleuze y Félix Guattari en ¿Qué es la filosofía?. Los autores postulan que lo realmente distintivo del arte es su poder de conservar bloques de sensaciones, en una composición de afectos y perceptos. Los perceptos no son percepciones, son independientes del estado de quienes las experimentan, mientras que los afectos ya no son sentimientos o afecciones, desbordando la fuerza de aquellas que les dieron origen y los atraviesan. Dirán, a modo de máxima, que “se pinta, se esculpe, se compone, se escribe con sensaciones. Se pintan, se esculpen, se componen, se escriben sensaciones” (1995, p. 167). Por ende, la finalidad del arte, con los medios del material que se utilice, sería arrancar perceptos a las percepciones de objeto y de los estados de un sujeto percibiente, y afectos a las afecciones, como paso de un estado ontológico a otro.

Ahora bien, en un trabajo que se propone abordar los vínculos entre las producciones artísticas y la memoria, conviene detenerse en la idea provocativa de los autores según la cual la memoria interviene muy poco en el arte o, como afirman “no hace falta memoria, sino un material complejo que no se encuentra en la memoria, sino en las palabras, en los sonidos” (1995, p. 169). Continuando la tradición teórica de Henri Bergson (2013), esta perspectiva no se corresponde con la concepción hoy hegemónica en los Estudios sobre memoria, según la cual el recuerdo anclado en el presente busca en el pasado aquello que puede servirle –modelo anamnésico y restitutivo de la memoria. Para ellos pues, el presente es siempre pasado que actúa pero no es, porque es un continuo devenir, mientras que el pasado es aunque no actúa, porque para realizarse debe irrumpir en el presente.

Consideramos que aquí se funda la potencialidad libertaria que asignan Deleuze y Guattari a la obra de arte. Esta resulta pertinente para pensar las producciones poéticas de hijos de desaparecidos no como meros testimonios de los efectos de las prácticas sociales genocidas (Feierstein, 2007) sino como producciones autónomas, cuyo valor excede -o al menos no se corresponde con- una declaración judicial, porque se rige por otra lógica. Este reordenamiento que propone el arte, de los marcos normativos de organización, esta intervención en la partición de lo sensible –podríamos decir siguiendo a Jacques Rancière (2017)- nos permite alejarnos de algunas aproximaciones críticas que apelan a la psicología o a la historia como clave de lectura de ciertos ejercicios miméticos que construirían las novelas, cuentos o poemarios. Al considerar la obra de arte como un monumento que no conmemora el pasado sino en tanto bloque de sensaciones presentes que no se rigen por la memoria sino por la fabulación, podríamos abordar por ejemplo esas voces infantiles tan frecuentes en la narrativa de hijos e hijas, no como recuerdos de la infancia sino como bloques de infancia que son devenires niño del presente (Deleuze y Guattari, 1995, p. 169).

El acto de la fabulación creadora, dicen los autores, nada tiene que ver con un recuerdo incluso amplificado, ni con una obsesión. El artista es un vidente porque es alguien que deviene otros, realizando un atletismo afectivo, convirtiéndose él mismo en un espectro plástico de su escritura, que le permite devenir más que humano. Un poeta, desde esta perspectiva, sería ante todo un artista que inventa afectos desconocidos o mal conocidos y los saca a la luz, añadiendo variedades nuevas al mundo que van a permitir a los lectores devenir con ellas. Por lo tanto, la obra de arte en tanto monumento “no conmemora, susurra al oído del porvenir las sensaciones persistentes que encarnan el acontecimiento” (1995, p. 178).

La idea de Deleuze y Guattari nos resulta imprescindible para comprender qué es un yo lírico. La sensación compuesta9, que combina perceptos y afectos, desterritorializa el sistema de la opinión del autor, que reunía las afecciones y percepciones sociohistóricas que lo constituyen como ser humano. Pero todo lo que hay de histórico y experiencial en esta composición de sensaciones, se reterritorializa en el plano de la composición, en la obra artística, en tanto huella que (se) resiste. Al mismo tiempo, el plano de composición “arrastra la sensación a una desterritorialización haciéndola pasar por una especie de desmarcaje que la abre y la hiende en un cosmos infinito (…) Tal vez sea esto lo propio del arte, pasar por lo finito, para volver a encontrar, volver a dar lo infinito” (1995, p. 199)10.

Así es que, partiendo del antirrepresentacionismo de esta perspectiva, podemos valorar las manifestaciones estéticas de esta generación como obras de arte autónomas pero no por ello menos monumentarias, dado que intervienen en la reconstrucción de la memoria histórica y en la elaboración social del genocidio, al poner a circular nuevos sentidos, imágenes, figuras semánticas, metáforas para comprender nuestro pasado en el presente del acontecimiento estético. Como señala Dalmaroni, “el lenguaje no es un sustituto fatal de la intocable experiencia sino una práctica que interviene en la producción de la experiencia” (2005, p. 7); en este sentido, el arte y la literatura presentan vínculos disimétricos en relación con las políticas de memoria edificantes, construyen y elaboran con el filo indeterminado de la lengua.

Como ya señalaba Bajtín (1986), el espacio dialógico de la literatura abre la grieta de la ambigüe­dad y por ese resquicio la mirada sobre el pasado deja de ser un bloque monolítico para transformarse en un espacio en permanente construcción, reconstrucción y disputa. En este sentido, quizá lo más cercano a una manifestación material de la memoria sea la voz poética, en tanto lugar privilegiado de la memoria, una memoria que lejos de ser pasiva construye y reconstruye realidades, y sobre todo subjetividades que fundan nuestras praxis políticas e ideológicas.

Que muchos poetas crean que pueden hacer un libro con las percepciones y afecciones propias no quiere decir que éstas no persistan e insistan en tanto huellas susceptibles de ser recuperadas a partir de una lectura crítica. Pero esto no tiene nada que ver con leer las producciones en clave autobiográfica, testimonial o representativa y mimética. Más allá de que algunos de los autores consideren por ejemplo la escritura como una elaboración del duelo, incluso con fines terapéuticos, éste nunca logra ser del todo gestionado en el sentido de ofrecer una respuesta que alivie el deseo del autor, mucho menos en el arte, que abre más y más preguntas que escapan a la idea de cierre. En este sentido, nos interesa recordar la afirmación de Jorge Monteleone cuando dice que “el lenguaje es testamentario, el habla de un muerto, repliegue del yo, nuestro fantasma, el fantasma que seremos habla ya, a la luz del día, por esta boca” (2016, p. 69). Esta condición testamentaria del lenguaje brindará la oportunidad a los hijos de que, por medio de sus creaciones literarias o artísticas, puedan dialogar con los progenitores, particularmente en los instantes que interpretamos como construcciones de memorias abracivas.

Por lo tanto, esta perspectiva permite desplazar el eje de los trabajos que, no exentos de polémicas, intentaron pensar cómo “representar lo irrepresentable” en debates en torno a lo ocurrido en los campos de exterminio nazis y que fueron importados para pensar el caso argentino. La resolución de este dilema resultaría innecesaria si tenemos en consideración la propuesta de Deleuze y Guattari, dado que no da cuenta de una especificidad histórica –la situación límite de los campos de exterminio- sino que hace a la especificidad de todo arte, al enfrentamiento del creador con sus propias limitaciones. Otra cuestión, distinta por naturaleza, es el pensamiento político y la postura ética que implica el acto de ficcionalizar o estetizar estas experiencias y los resultados palpables en términos de la política de la literatura que expresan los textos11 , los cuales pueden ser celebrados o discutidos.

En todo texto literario se entrecruzan distintos tiempos sociales e individuales que hacen al anacronismo de toda obra, la cual estará condicionada por contextos de producción y circulación que habilitarán diferentes claves de lecturas. Lector y autor se convierten en co-creadores de la obra puesto que, como dice Eagleton, el primero “queda atrapado por los recovecos de la sintaxis y lucha por arrebatarle un significado al autor” (2016, p. 143). De este modo se tornan improductivos los intentos por parte de una crítica deudora del imaginario romántico, de reponer una clave de lectura autoral o que se correspondería con la experiencia del poeta, pues “el lenguaje en poesía es una realidad en sí misma, no un mero vehículo para llegar a algo distinto. La experiencia que importa es la que proporciona el propio poema” (2016, p. 154). No se trata tanto de que la obra tenga un significado, sino de que lo despliegue.

Otro problema fundamental que hace a la relación del testimonio y la poesía lo plantea José Luis de Diego (2014) cuando señala que la relación entre la literatura y la memoria colectiva –que preferimos denominar marcos sociales de la memoria-, residiría en la capacidad de traer al presente una memoria involuntaria del pasado, la cual activaría recuerdos olvidados por los lectores, permitiendo la elaboración, por ejemplo, de un hecho tan catastrófico como el genocidio. La práctica social genocida, su realización simbólica y sus efectos sociales son un material que lejos está de ser agotado, más allá de que algunos crean que el tema satura.12 Incluso Fogwill, que renegaba de las novelas de la “desapariciología” –como polémicamente las definía, en alusión a obras de Alan Pauls o Martín Kohan– publica en 2001 En otro orden de cosas, una novela que resulta fundamental para abordar aspectos que todavía no estaban presentes en la literatura sobre los años Setenta, vinculados a la vida cotidiana de un sujeto que simpatiza con la tendencia revolucionaria y que, con la misma candidez, pasa a trabajar en la construcción de las autopistas de Cacciatore.

En síntesis, proponemos pensar y trabajar sobre las producciones estéticas de hijos e hijas como dispositivos autónomos que se rigen por otros regímenes de verdad, distintos de los del testimonio judicial y que sin embargo alteran las representaciones sociales acerca del pasado reciente, activando tanto recuerdos voluntarios como involuntarios que permiten discutir el pasado en el marco social de su presente. En todo caso, la literatura no es un testimonio individual y privado, sino un testimonio histórico y social que escribe el porvenir. Le podemos llegar a cuestionar su mala factura compositiva, pero no el olvido. Mientras haya literatura, no habrá olvido.

La práctica de la poesía no es sencilla en la posdictadura y parte de su intervención política consistirá en deconstruir los andamiajes en los que se fundaron los acuerdos inconscientes narcisistas, de duplicación, perversos y paranoicos entre sociedad civil y Estado (Puget, 1991, p. 44) a través de una lengua vejada y corrompida. Por otro lado, al operar en los márgenes de los usos comunicativos regulados del lenguaje, la poesía adquiere potencialmente la capacidad de inventar un lenguaje de la democracia o incluso superador de ésta en su modelo liberal-republicano, que se resista a toda nueva forma de construcción simbólica que genere consensos capaces de imponer una nueva práctica social genocida.

2. Limitaciones del concepto de “posmemoria” para pensar el caso argentino

El concepto de posmemoria propuesto por la académica estadounidense Marianne Hirsch ha tenido una profusa circulación entre los estudios que han abordado la generación de hijos en nuestro país. Hirsch atribuye el origen del interés en los Estudios sobre memoria y transmisión generacional a los estudios sobre la “segunda generación” que comienzan a desarrollarse en la academia norteamericana a partir de la publicación en la década del setenta de Living after the Holocaust (1975) de Arlene Stein y Children of the Holocaust (1979) de Helen Epstein. Esos trabajos motivaron la conformación del primer grupo de apoyo para hijos de supervivientes del Holocausto en Estados Unidos. Llamativamente, al analizar la dicotomía Historia y Memoria, la autora remarca que la poesía es sólo una de las muchas formas de transmisión, por lo que se va a centrar en otras manifestaciones que considera más relegadas, tales como la historia oral, la fotografía y la performance. En nuestro país, por el contrario, asistimos a un interés inverso, en tanto la poesía, de alguna forma, queda siempre relegada de los trabajos que analizan la transmisión y problematización del pasado reciente.

La autora se sitúa en un campo que, si bien se circunscribe a los Estudios sobre Memoria, es subsidiario en gran medida de los Estudios de la performance, los Estudios de Género y el Psicoanálisis. Nos preguntamos si es posible conceptualizar al colectivo de hijos de militantes setentistas bajo el concepto de posmemoria, teniendo en cuenta que para ella, esta generación “se propone reactivar e individualizar de nuevo estructuras memoriales políticas y culturales más distantes, re-invistiéndolas con formas de expresión estética y de mediación familiar enriquecedora” (Hirsch, 2015, p. 58). En efecto, rastrea en varios teóricos los intentos por definir la especificidad de la particular relación con el pasado que establece la segunda generación, en especial con la memoria de los padres, en algo que se ha considerado un síndrome tardío, y ha recibido las siguientes denominaciones según cada autor: “memoria ausente (Ellen Fine), memoria heredada, memoria tardía, memoria prostática (Celie Lury, Alison Landsberg), memoria trouée (Henry Rczymow, mémoire des cendres (Nadine Fresco), testimonio vicario (Froma Zeitlin), historia recibida (James Young), legado espectral (Gabriel Schwab)” (Hirsch, 2015, p. 16-17). Cabe mencionar que Michel Pollak también llamaba la atención sobre los acontecimientos vividos en términos de “efecto dominó”, según la traducción de Ludmila Da Silva Catela, que se oponen a aquellos vividos personalmente, en el sentido de que la persona puede no haber participado en ellos pero sus representaciones ocupan un espacio como si los hubiese vivido (Da Silva Catela, 2002, p. 65).

La posmemoria, dice Hirsch, no es idéntica a la memoria, se asemeja en su fuerza afectiva y en sus efectos psíquicos, pero no son recuerdos, son destellos de imaginación, ritornellos quebrados, un lenguaje del cuerpo. En este sentido, la considera una estructura de transmisión generacional inserta en varias formas de mediación que darían cuenta de una experiencia traumática intergeneracional y transgeneracional. Sin embargo, resulta problemático el modo en que considera que la conexión de la posmemoria con el pasado está mediada por el recuerdo y por la imaginación y la creación. En efecto, cabe preguntarse si acaso ésta no es la ontología de toda memoria.

Beatriz Sarlo por su parte, señalaba ya en una temprana recepción-impugnación que hace de Hirsch en nuestro país, que no hay un rasgo específico que muestre la necesidad del concepto de posmemoria: “se dice como novedad algo que pertenece al orden de lo evidente […] es obvio que toda reconstrucción del pasado es vicaria e hipermediada, excepto la experiencia que ha tocado el cuerpo y la sensibilidad del sujeto” (2005, pp. 128-129). Incluso, para la autora, habría que sospechar o al menos tener en cuenta que muchas veces las mediaciones se confunden con la experiencia de lo vivido. Este fenómeno lo encontramos analizado en profundidad en el trabajo con testimonios de familias en las que un abuelo fue soldado o funcionario nazi, realizado por Welzer, Moller y Tschuggnall (2012), con la intención de comprender cómo trabaja la transmisión de memoria generacional al interior de una familia. Los autores señalan que las ficciones, libros o películas se presentan como marcos fidedignos de referencia y modelos de interpretación de cómo sucedieron los hechos históricos y además permiten comprender y narrar la propia historia de vida. En las entrevistas que realizan, observan una tendencia a intercalar o mezclar imágenes y escenas de películas y documentales con los fragmentos autobiográficos “por otro lado, los entrevistados interpretan las imágenes y relatos de medios audiovisuales y especialmente de películas de ficción como hechos verídicos del pasado” (2012, p. 128). En neurociencias, este fenómeno se denomina “amnesia de la fuente”: si bien el testigo brinda un relato coherente, confunde la fuente de donde proviene dicho recuerdo.

Volviendo a Sarlo, coincidimos en que no habría una diferencia productiva entre memoria y posmemoria, tal como propone Hirsch. Más aun teniendo en cuenta las características que da al fenómeno: el carácter mediado de los recuerdos, el vínculo afectivo con el objeto, la fragmentariedad en la elaboración de las narraciones sobre ese pasado. Sarlo sostiene que la única distinción efectiva estaría únicamente en la implicación subjetiva y psicológica de ser hijos de una víctima del genocidio.13

En este sentido, su crítica se podría asociar con los postulados teóricos de Dominick LaCapra (2009) referidos a los procesos complejos imbricados con el duelo y la elaboración del trauma – o catástrofe identitaria, preferimos decir nosotros- que implican reconvertir el acting out y la memoria que no ha sido reelaborada en manifestaciones estéticas. LaCapra establece relaciones entre psicoanálisis e historia y distingue entre lo que denomina memoria primaria y memoria secundaria. La primera sería la de aquella persona que ha experimentado un acontecimiento pasado y lo recuerda de una manera determinada, mientras que el segundo es el resultado del trabajo crítico sobre la memoria primaria, tarea que está a cargo de quien pasó por la experiencia relevante o por un analista, observador o testigo secundario. Sarlo plantea, algo similar, aunque sin hacer referencia al autor, cuando dice que “bastaría con denominar memoria a la captura en relato o en argumento de esos hechos del pasado que no exceden la duración de una vida. Éste es el sentido restringido de memoria” (2005, p. 128); en su versión extensiva, esta memoria puede convertirse en un discurso producido en segundo grado “con fuentes secundarias que no provienen de la experiencia de quien ejerce esa memoria” (2005, p. 128). La ventaja del desarrollo de LaCapra radica en que permite pensar la relación entre generaciones no como diferencia tajante (a diferencia de lo que ocurre con la idea de posmemoria), dado que una gran cantidad de hijos e hijas fueron testigos directos del secuestro de sus padres o de su militancia clandestina, de la apropiación por militares o cómplices civiles, víctimas de torturas14 en casos en los que fueron secuestrados y llevados a los Centros Clandestinos para interrogar a los padres (por eso la Justicia les permite declarar hoy como víctimas y testigos directos en los juicios por Crímenes de Lesa Humanidad o Genocidio), e incluso asesinados.

Así, por ejemplo, el poeta y editor Julián Axat tenía siete meses cuando secuestraron a sus padres. Cuando declaró como testigo en el juicio por el Centro Clandestino de Detención “La Cacha” expresó:

Es raro que los hijos de los desaparecidos, que vivimos pocos años o meses con ellos seamos testigos. Los verdaderos testigos son los que no están […] Nuestros cuerpos de algún modo percibieron o sintieron esto que hicieron las patotas. Si yo tenía 7 meses y lloré, el sólo hecho de haber estado ahí me hace ser un testigo legítimo y ello revalida la posición de los hijos en este juicio (“Julián Axat”, 2014).

Aquí se plantea el problema de determinar, no ya si hay alguna especificidad que diferencie las memorias de los hijos de otras memorias, sino de cómo dar cuenta de sus experiencias en tanto víctimas; ¿si denominarlas segunda generación es totalmente erróneo, por qué seguir reproduciendo estos conceptos? La misma crítica realiza Ciancio:

No sería el concepto de segunda generación en el sentido que lo utiliza Hirsch, sino, en todo caso, aquel con el que Susan Rubin Suleiman llama a los niños pequeños que sobrevivieron la Shoa: la generación 1.5. Porque estuvieron allí pero no tendrían recuerdos posibles de los hechos traumáticos debido a la edad que tenían. Aunque en el caso de la generación de hijos en la Argentina muchos sí recuerdan el momento en que secuestraron o mataron a sus padres, un núcleo temático que no es reductible al reembodiment, o performance del recuerdo como el que supone el trabajo de la postmemoria (2013, p. 6).

Esta extrapolación de la idea de segunda generación a un contexto histórico-social diferente provoca la impugnación15 de algunos investigadores16 , pero también de las víctimas directas de la última dictadura cívico-militar; en todo caso, podríamos pensar como segunda generación recién a los nietos de los desaparecidos. Con motivo del suicidio de Virginia Ogando, hija de desaparecidos que estaba buscando desde hacía 35 años a Martín Ogando, su hermano, nacido en un Centro Clandestino de Detención, la escritora Mariana Eva Pérez, también hija de desaparecidos y hermana de un nieto recuperado expresó con profundo dolor y patetismo en un artículo difundido por diversos medios del país:

Que me digan ahora que los hijos son la segunda generación de afectados o que son portadores de una ‘post-memoria’, categorías extrapoladas del Holocausto que sólo sirven para evitar pensar en el alcance directo del accionar genocida sobre los hijos. Que me digan ahora que los hijos ya recibimos nuestra reparación, que el Estado no nos debe nada, que esa deuda fue saldada con títulos públicos. Que me digan ahora que es más urgente ocuparse de las víctimas del paco que de los hijos de desaparecidos. La muerte de Virginia nos confronta con la necesidad y la urgencia de pensar en los efectos en el presente de eso que amenaza con volverse pasado épico, mito fundante, discurso en el fondo vacío si disociamos a los desaparecidos de las familias que aún hoy sufren su ausencia (Pérez, 2011).

Por lo tanto, en lo que hace a la denominación generacional, tal como planteamos más arriba, preferimos seguir hablando de hijos adoptando un posicionamiento ético y político explícito. Consideramos que la indeterminación o confusión que puede generar en una persona no cercana al tema, es necesaria incluso para que en su reposición se siga diciendo, formulando, en un acto de transmisión, la importancia de no olvidar la catástrofe que implica un genocidio en las generaciones posteriores. Seguimos hablando de hijos, abuelas, madres sin modificadores indirectos porque el origen de nuestra sociedad actual se relaciona con ese acontecimiento trágico, con ese vacío que dejó la dictadura.

3. Las memorias abracivas como intervención afectiva, estética y política

Ahora bien, un problema se plantea cuando encontramos que tres poetas hijos hacen uso del concepto de posmemoria en distintos trabajos críticos, paradójicamente retomándolo de la lectura que realiza Sarlo en Tiempo pasado17, sólo que asignándole una valoración positiva18 . Y si bien problematizan en algunos casos la utilización del término, lo incorporan al vocabulario para dar cuenta de su experiencia generacional, por no encontrar una alternativa más acorde. Julián Axat reafirma la especificidad precisamente en esa diferencia que implica la intensidad de la dimensión subjetiva que los aleja, tal como señalaba Sarlo, de madres, abuelas, historiadores y jueces. Hay un deseo de búsqueda que choca continuamente con una historia negada en el ámbito familiar pero también en la sociedad, y volvemos de alguna forma a la génesis de la posmemoria, deudora de la idea de trauma más general usada en psicoanálisis19 . Axat coloca la catástrofe identitaria en el centro de la escena:

La implicancia subjetiva del hijo es el deseo de búsqueda que lo caracteriza. Ese deseo se encarna en una suerte de peregrinaje (u odisea) para recobrar/retomar una palabra o artificio (sustituto) que calme o ayude a soportar el dolor de la ausencia de los seres queridos arrancados por el terror. La cicatrización de las heridas por medio del hallazgo de ese relato mediador es re-invención de memoria perdida y olvidada (2013, p. 2)

Nicolás Prividera dedica un apartado de El país del cine. Para una historia política del Nuevo Cine Argentino a pensar los vínculos entre cine y posmemoria. Allí reflexiona sobre en qué consistiría esta distancia entre las memorias de primera mano y las de la generación de hijos en el cine sobre los ’70, se pregunta qué hay en su film M (2006) que lo distancia tanto de Cazadores de utopías (1994)y que lo acerca, más allá de sus críticas y diferencias, a Los rubios (2004) de Albertina Carri. Prividera, al igual que Axat, lo resuelve en cierta implicación subjetiva muy marcada, de la que sin embargo se propone escapar: “es en esa tensión (entre la memoria personal y la social, lo privado y lo público) donde se juega la suerte de estas películas, su afirmación personalísima (y por eso mismo profundamente cuestionadora), su pregunta inquietante sobre (lo que hacemos con) la memoria” (2014, p. 277). El autor justifica desde su propia experiencia como creador la elección tan marcada entre los autores hijos –y tal vez su rasgo distintivo- de la autoficción20 . Esta estrategia surge tanto de la imposibilidad del realismo, por más documental que intente ser, de representar el horror; como del documental, por más ficcional que éste sea, de eludir ciertos lugares comunes de la monumentalización de la memoria, particularmente la elegía y la épica (Prividera, 2014, p. 275). La única salida que, en sus proyectos, se ofrece al interrogante de cómo hablar de los ausentes sin hablar de ellos mismos, es poniendo el cuerpo “en la búsqueda de ese otro cuerpo perdido” (2014, p. 276). Por último, destaca que este hacer memoria de los hijos estaría marcado por incertidumbres y dudas, que contrastan fuertemente con las certezas y la versión triunfalista de la militancia de los ’70.

Por su parte, Emiliano Bustos utiliza y piensa la proyección de esta posmemoria de un modo más amplio que el estrictamente familiar (incorporando la dimensión afiliativa, tal como la formula Hirsch). De alguna manera el autor da cuenta de los efectos de la práctica social genocida en el conjunto de la sociedad y de cómo nos afecta hasta hoy la ausencia del grupo nacional exterminado: “el concepto de posmemoria, aun puesto en crisis, impacta en un espacio social, histórico y político mucho más amplio. En cierto modo, la diáspora de la posmemoria abarca todas las producciones poéticas posteriores a la dictadura” (2018).

Siguiendo a Bustos, podríamos abordar todas las representaciones literarias sobre los setenta, de escritores de esta generación, a partir de la afectación que les produjo en sus memorias personales la dictadura cívico-militar. Teniendo en cuenta la mirada de Prividera y la de Bustos, estaríamos ante lo que Drucaroff (2011) señala como dos de las manchas temáticas más importantes que atraviesan la literatura de la posdictadura: el “trauma” del pasado reciente y las certezas del cuerpo. Y sin embargo, el recurso de la autoficción en la literatura de hijos es uno de los procedimientos más extendidos y al que recurre la gran mayoría de los autores, al menos en sus primeras obras.

Para discutir la categoría de posmemoria y la idea de segunda generación que ésta implica, Luz Souto propuso pensar la particularidad de los hijos a partir de la noción de intermemoria. Entendida como memorias entre o en medio de dos experiencias, la intermemoria consiste en “una reconstrucción escalonada, gradual, que afecta directamente a quien la enuncia y que va cambiando a través de los años, modificándose tanto por los aspectos colectivos […] como por la maduración personal” (2015, p. 192). Esta propuesta nos resulta más adecuada que la de Hirsch porque contempla la dimensión política que constituye a estas producciones. En este sentido, Souto sostiene que: “ancladas en el relato de los otros pero también en sus experiencias concretas, construye un arte político que se enfrenta a la ‘memoria falsa’” (2015, p. 206), es decir a las memorias de la denegación social, sea bajo la forma de “teoría de los dos demonios” o de “teoría de la reconciliación nacional”.

De esta manera, en relación al problema teórico-metodológico que planteamos, podemos pensar la diferencia que expresan las memorias artísticas de la generación de hijos e hijas a partir del dialogismo que implica la noción de intermemoria, dado que el diálogo con el fantasma de los padres posibilita, en diversos contextos, la transformación de la propia identidad pero también la memoria que de ellos se tiene. Resulta importante señalar que desde esta perspectiva, el pasado nunca logra determinar el presente, sino que posibilita encuentros, al modo de citas que se figuran en obras artísticas, las cuales en su proceso de desubjetivación permiten extender el propio cuerpo como un gesto de acercamiento a las experiencias de los padres. En esta línea, Lucas Saporosi analiza en las escenas amorosas de encuentro una serialidad que le permite conformar un archivo afectivo sobre los setenta: “la dimensión amorosa [en este corpus] asume la forma idílica de una experiencia corporal, donde el acto de tocar, acariciar y besar, produce un acontecimiento singular e ‘inactual’” (2018, p. 138).

Sin embargo, nos parece que la noción de intermemoria no logra dar cuenta, al menos nominalmente,21 de lo nuevo que se produce en esos encuentros y que se expresa en imágenes que exceden una dimensión racional de búsqueda identitaria, dado que en ellas prevalece la ambigüedad afectiva. Consideramos que lo que sí predomina en estas producciones es una de las variedades de compuestos de sensación que Deleuze y Guattari señalaban como uno de los grandes tipos monumentarios de composición artística: el abrazo, que se produce “cuando dos sensaciones resuenan una dentro de la otra entrelazándose tan estrechamente en un cuerpo a cuerpo que tan sólo es ya de ‘energías’” (1995, p. 169). Teniendo en cuenta esta “energía” es que podríamos definir estos dispositivos poéticos como memorias abracivas, en el sentido de que transmiten calor (abrasan), producen un tipo de energía que enciende y quema en un abrazo22, un afecto, una pasión, porque implican una sobrevida del asesinado y una vida también contrafáctica de los hijos, imposible de ser vivida. Tal como señala la cita de Maturano que encabeza este artículo, en el acontecimiento de la escritura poética se vivencia de modo indirecto, desubjetivante y anacrónico esta fusión, mientras se construyen nuevas memorias en torno al pasado reciente y nuevos posicionamientos políticos en el presente.

La literatura, en este caso, se anticipa a los conceptos que formulan las ciencias sociales: Ángela Urondo Raboy expresaba sintéticamente esta idea en ¿Quién te crees que sos?: “Soy mi madre que aún me abraza” (2012, p. 216); en El sexo de las piedras Fernando Araldi Oesterheld, por su parte, la trabajaba como “memoria radiactiva” (2014, p. 50) que etimológicamente daría cuenta de la capacidad de despedir rayos de luz, energía, calor: “mi nombre, el tuyo // cosidos por ese latido que a plena luz del día / se deja imaginar: // impacto hermafrodita” (2014, p. 34). Esta memoria radiactiva (abraciva) se opone en el poema a la “memoria náusea” (2014, p. 50), que enferma porque no propone nada nuevo, es redundante: “es lineal lo que no se dice” (2014, p. 46). Encontramos una concepción semejante a la de Araldi en Falada, de Emiliano Bustos, cuando expresa en “Renacer de un lenguaje”: “en estos tiempos / consagro mi sucesión de tiempos / a renacer de un lenguaje, / un lenguaje anterior / que me iluminó por sí mismo, / desde el rotor. La velocidad fabricada en la confusión. / El lenguaje anterior / me contó entre sus enanos / y me iluminó su sol rojo / de rayos negros” (2001, p. 15), Más adelante, arribará a una conclusión semejante a la de Urondo Raboy: “La luz protege” (2001, p. 82).

Las imágenes luminosas dentro de este corpus son el indicio de la fusión, pero también permiten la toma de una posición política respecto del pasado, en el sentido en que lo señala Didi-Huberman: “tomar posición es desear, es exigir algo, es situarse en el presente y aspirar a un futuro” (2008, p. 11). De esta manera, en Alejandra Szir, la energía lumínica permite la transmisión generacional de la memoria, aun reconociendo sus discontinuidades, como sucede en el poema “Entre las olas” incluido en Cuaderno. Allí leemos: “El sol entra siempre / entre gritos de la beba / me sumerjo en el sueño / océano tibio reparador / no te abandono por completo / resurjo / a tu llamado” (2009, p. 44). Julián Axat, por su parte, también hace de la luz un portal de acceso a la fusión abraciva en ylumynarya: “puerta abierta / entre / sol/llama de una vela / sale rostro genio/masa de energía / sobrante / vacuo espectro azul/carne/dios / perturbación eléctrica de/los // otros (electro-dos)” (2008, p. 14). Incluso en el poema más antiguo publicado por un hijo que encontramos, acontece la memoria abraciva en una superposición de tiempo, calor y voces que anuncia toda la serie; Mariano Goitía dice en “Soy tu voz…”: “y es mi piel tu piel de fuego / y es mi grito tu grito nuevo” (1984, p. 76).

Finalmente, destacamos que un aspecto fundamental de la noción de memorias abracivas radica en que no habría una esencia en los hijos que los defina de una vez y para siempre en las producciones que realizan, algo que sí sugiere la idea de una “generación de la posmemoria”. Esta noción permite abordar la aparición de estas memorias que abrazan/abrasan sólo en aquellos casos específicos en los que se funden y devienen una luz indistinguible con la generación asesinada en los setenta –tal como vimos en esta pequeña muestra–. Son intentos comunicativos que ponen en juego una serie de técnicas, posicionamientos políticos y éticos que actúan en el marco de la producción estética.

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Notas

1 Desarrollaremos este neologismo en el apartado 3. El mismo deriva del verbo ‘abrazar’ y se diferencia del adjetivo ‘abrasivo’, el cual deriva de ‘abrasión’ (acción de desgastar un material por fricción). ‘Abrasivo’ además, cuando se utiliza como calificativo de seres humanos reviste una valoración negativa, dado que denota capacidad de irritar, herir o provocar discordia en otras personas, todo lo contrario de lo que proponemos en este trabajo.

This neologism will be discussed in Section 3: derived from the Spanish verb abrazar, to embrace, and punning on the adjective abrasivo, abrasive, from abrasion, the action of wearing down a material by friction. In addition, abrasivo carries a negative connotation when it qualifies a human being, as it denotes the capacity to annoy, hurt or create discord in others, the exact opposite of what is proposed here.

2 La propia definición de la “categoría” de hijos ha sido objeto de reflexiones en el campo de estudios sobre literatura y memoria. Los investigadores suelen realizan esfuerzos por clarificar a qué hacen referencia cuando hablan de hijos. Así por ejemplo Teresa Basile propone una diferenciación que resulta productiva analíticamente: “H.I.J.O.S.” (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) con puntos apunta a la organización de derechos humanos de un modo general, es decir, sin establecer diferencias entre las diversas agrupaciones; “HIJOS” alude a la generación como una instancia que va más allá de sus vías de institucionalización pero que exhibe lazos de pertenencia a partir de diversas experiencias compartidas –aunque carezcan de padres desaparecidos–; y finalmente “hijos” refiere al lazo familiar” (2017, p. 25). Sin embargo, en la ciudad de La Plata, la alusión a H.I.J.O.S. o a HIJOS tiene fuertes connotaciones políticas dado que se produjo una ruptura entre los hijos identificados con el peronismo y con ciertos sectores de la izquierda (H.I.J.O.S.) y los hijos identificados con el trotskismo y el anarquismo (HIJOS), particularmente en torno a las lecturas divergentes que realizaron de los gobiernos kirchneristas. Preferimos continuar hablando de hijos, madres y abuelas y en todo caso aclarar a qué grupo hacemos alusión, en consonancia con Eduardo Luis Duhalde quien al analizar cómo palabras habituales adquirieron otra significación en el contexto dictatorial y posdictatorial señalaba que “MADRES: referencia específica a las madres de los desaparecidos. (Lo mismo con las ABUELAS o FAMILIARES)” (1983, p. 139). Más allá de los reparos que pueda llegar a producir en los sujetos en cuestión, sobre todo en los mismos hijos e hijas, que deben seguir definiendo su identidad en relación a ser “hijo de…”, nos parece importante el mandato de no olvidar que habita esa indeterminación, la cual hace alusión al vacío dejado por la generación asesinada.
3 Papa Iván (2000) de María Inés Roqué, (H) Historias cotidianas (2001) y El (im)posible olvido (2016) de Andrés Habbeger, Los rubios (2003) y Cuatreros (2016) de Albertina Carri, Encontrando a Víctor (2004) de Natalia Bruchstein, M (2007) y Tierra de los padres (2011) de Nicolás Prividera, Cordero de dios (2008) de Lucía Cedrón, Infancia clandestina (2011) de Benjamín Ávila.
4 Las obras realizadas para el ciclo “Teatro x la identidad” de Abuelas de Plaza de Mayo como Instrucciones para un coleccionista de mariposas de Mariana Eva Pérez o Mi vida después de Lola Arias, interpretada por hijos de desaparecidos y exiliados.
5 Un corpus restringido estaría compuesto por hijos e hijas de desaparecidos y asesinados por el Estado genocida: Atravesando la noche. 79 sueños y testimonio del genocidio (1996) de Andrea Suárez Córica, El mar y la serpiente (2005) de Paula Bombara, 76 (2008), Los topos (2008), Barrefondo (2010) y Las chanchas (2014) de Félix Bruzzone, Pozo de Aire (2009) de Guadalupe Gaona, Soy un bravo piloto de la nueva China (2011) de Ernesto Semán, Diario de una princesa montonera. 110% verdad (2012) de Mariana Eva Pérez, Perder (2008) y Pequeños combatientes (2013) de Raquel Robles, ¿Quién te crees que sos? (2012) de Ángela Urondo, Aparecida (2015) de Marta Dillon, Cómo enterrar a un padre desaparecido (2012), crónica de Sebastián Hacher sobre la búsqueda de Mariana Corral y Magdalufi (2018) de Verónica Sánchez Viamonte. Incluye también las obras de hijos de militantes setentistas que sobrevivieron a los campos o se exiliaron, pero también novelas de hijos de simpatizantes o colaboracionistas con el gobierno dictatorial o autores de la misma generación cuyos padres eran indiferentes a los acontecimientos políticos: La casa de los conejos (2008), Los pasajeros del Anna C (2012), El azul de las abejas (2013) de Laura Alcoba, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron, Una misma noche (2012) de Leopoldo Brizuela, Papá (2003) de Federico Jeanmaire, Una muchacha muy bella de Julián López.
6 Arqueología de la ausencia (1999-2001) de Lucila Quieto, El rescate (2007) de Verónica Maggi, Recuerdos inventados (2006) de Gabriela Bettini y Fotos tuyas de Inés Ulanovsky
7 Las exposiciones de María Giuffra Los niños del proceso (2003), Exilio (2009) o Familia (2010), el ciclo de fotocollages de Julián Teubal And Polenta? (1992-1998), Elisa Ferreira López y la muestra Exilio (2017).
8 A modo de ejemplo mencionamos sólo algunos títulos porque el corpus es muy amplio: Subcutáneo (2012) de Juan Aiub; Entre dos orillas (2015), Estirpe de navegantes. Bitácora poética (2017), Corazones oprimidos (2018) de María Ester Alonso Morales; El sexo de las piedras (2014), Un veneno de sí (2016) de Fernando Araldi Oesterheld; Peso formidable (2003), Médium (2005), Servarios (2005), Ilumynarya (2008), Neo (2012), Musulmán o biopoética (2013), Rimbaud en la C.G.T. (2015), Offshore (2017) de Julián Axat; Trizas al cielo (1997), 56 Poemas (2005), Cheetah (2007), Gotas de crítica común (2011),Poemas hijos de Rosaura (2015) de Emiliano Bustos; Punctum (1995), Relapso+Angola (2004), Seudo / Dubitación (2013) de Martín Gambarotta; Estación de servicio (2012) y Tumbita (2017) de Miguel Martínez Naón; Extrañas palabras (1998), Suecia (2004), Cuaderno (2009) de Alejandra Szir.
9 Contra quienes cuestionan esta perspectiva por considerarla ahistórica, recordamos que Deleuze y Guattari (1995) reconocen que el plano de composición técnica y el plano de composición estética que confluyen en la obra no dejan de variar históricamente.
10 Lo mismo plantea Barthes cuando dice que son numerosos los elementos de la vida personal que se conservan de forma localizable en la obra, aunque esos elementos estarán en cierto modo “deportados”. La literatura se rige por un “principio de vacilación” que desorganiza la lógica ilusoria de la biografía, “lo que sucede en la obra es la vida del autor, pero una vida desorientada” (1994, p. 333). Nora Strejilevich por su parte, discute con la concepción hegemónica y jerarquizante del testimonio concentracionario como práctica narrativa despojada de visos reflexivos o artísticos. Propone asignarle a las expresiones noveladas o poéticas, en tanto voz singular y colectiva que se resiste al “monólogo armado” (2019, p. 18), el mismo valor que podría llegar a tener la palabra del testigo en el estrado judicial, porque “no hay recetas sobre cómo hacerlo” (2019, p. 18). El testimonio encuentra distintos cauces para poder expresarse, determinados por los condicionamientos materiales, el estado de ánimo del sujeto, el régimen social de audibilidad sobre determinado tema, etc.
11 Para Rancière la literatura interviene en el reparto de lo sensible, en el mundo como conflicto perpetuo, haciendo uso de sus propias armas: “La expresión “política de la literatura” implica, entonces, que la literatura interviene en tanto que literatura en ese recorte de los espacios y de los tiempos, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido. Interviene en la relación entre prácticas, entre formas de visibilidad y modos de decir que recortan uno o varios mundos comunes” (2005, p. 17)
12 Consideramos que lo que tantas veces se ha repetido a propósito de la saturación de memoria producida durante el período kirchnerista (2003-2015) no es más que una importación de debates de otros contextos que analizan otro tipo de fenómenos. Sin embargo, creemos que la gran debilidad de las políticas de memoria impulsadas por estos gobiernos radicó en haber documentalizado el pasado reciente y no haber apelado tanto a la ficción o a la poetización del acontecimiento. Ciertos lugares comunes, como asociar el comienzo del terror a la lectura del comunicado n° 1 de la Junta Militar, presente por cierto en la mayoría de los productos culturales diseñados para la televisión, contribuyeron a esa construcción simbólica homogeneizada. Al respecto, Didi-Huberman aborda el problema de lo que Régine Robin (2012) denomina “memoria saturada” en Remontajes del tiempo padecido diciendo que si la memoria de los campos de exterminio puede parecer saturada en la actualidad, es porque “ya no es capaz de poner en relación singularidades históricas y se fija, por lo tanto – cuando no es simplemente negada-, en aquello que Anette Wieviorka llama ´concepto´: la Shoa como acontecimiento histórico se vuelve ´la Shoa´ como abstracción y límite absoluto de lo nombrable, de lo pensable y de lo imaginable” (2015, p. 17).
13 En la idea de Sarlo ronda la definición que Heinz Kohut piensa para el trauma en tanto concepto psicoeconómico que se refiere a la intensidad del afecto y no tanto al contenido representacional (Borghi y Copolechio, 2014, p. 69). Como el objetivo del presente artículo es discutir específicamente el concepto de posmemoria, dejamos de lado las críticas que se podrían formular a la operación política de Tiempo pasado, puesto que la autora produce un desplazamiento de la impugnación de la posmemoria, al rechazo de la dimensión cognocitiva sobre los eventos del pasado que implica el concepto de memoria, desautorizando así el relato de los testigos, los sobrevivientes y los familiares de víctimas del genocidio.
14 De hecho en los Manuales de contrainsurgencia de la CIA o en cursos como “Métodos de interrogatorio” de la Escuela de las Américas se recomendaba que para hacer hablar a las mujeres, lo mejor era torturar a los hijos delante de ellas (Duhalde, 1983, p. 42).
15 Eva Alberione va a criticar también la idea de segunda generación cuando es utilizada para referirse a los exiliados hijos: “Numerosos autores - aún a pesar de reconocer las limitaciones que plantea y su carácter controversial- utilizan la categoría ‘segunda generación’, justificando este recorte conceptual en que para los hijos se trataría de a una postexperiencia represiva, casi por lo general traumática. No obstante, se destaca que la noción resultaría pertinente no sólo por tratarse de los hijos de familias exiliadas, sino porque a pesar de vivenciar el exilio en primera persona, para ellos ‘las víctimas directas en términos oficiales y en su propia percepción fueron los padres’ […] En nuestro caso, preferimos trabajar con la noción de exiliados hijos […] ya que consideramos junto con la autora que referirse a los hijos como ‘segunda generación’ oculta e invisibiliza el hecho de que esos niños fueron víctimas en primera persona de la represión y el destierro. Creemos además que se trata de un trauma exiliar particular, diferente al de los padres, atravesado por cierta imposibilidad de comprender desde la mirada infantil la complejidad de lo que estaba ocurriendo” (2016, p. 5).
16 El psicólogo chileno David Becker señalaba hace varios años que “sería incorrecto hablar de ellos como segunda generación, ya que han experimentado y vivenciado la guerra y la persecución, las separaciones precoces y la amenaza directa a ellos mismos” (1994, p. 99).
17 Más allá de las críticas a Hirsch que hemos esbozado, percibimos algo distinto en las producciones de hijos que imposibilitan y cuestionan la comparación generacional que realiza Sarlo entre los hijos de la resistencia peronista y los hijos de desaparecidos, hijos del ’55, podríamos decir, e hijos de los ’70. En primer lugar, no son casos comparables porque la diferencia radica en la práctica social genocida. La renegación social que incide en un pacto denegativo familiar enfrenta a los hijos con el problema de los silencios, los huecos y los vacios en la transmisión de memoria, no provocados por diferendos político-ideológicos o creencias irreconciliables entre generaciones sino producto del terror causado por la dictadura militar y la reproducción e irradiación en el cuerpo social. En este sentido, la proscripción del peronismo formulada en el Decreto-Ley 4161 de la dictadura cívico-militar de 1955 habilitó, creemos, otro tipo de silenciamiento que nada tuvo que ver con la parálisis en el cuerpo social que supone el genocidio. Mientras que en el primer caso la sociedad atravesó un proceso de politización creciente que culminó con la militancia radicalizada de los ’70, en la sociedad de la posdictadura se visibiliza una creciente despolitización en sectores que una década atrás militaban en distintas organizaciones políticas. En esta posibilidad o no de articular un pensamiento político nos parece que se pone en juego la diferencia que hace al proceso social total de ambos contextos históricos.
18 Seguramente a raíz de la impugnación de la voz del testigo que propone el texto.
19 Preferimos tomar distancia de la utilización de la categoría de trauma para dar cuenta del pasado dictatorial por las consecuencias políticas que conlleva. Deshistoriza un acontecimiento social complejo como es la efectuación material de la práctica social genocida a costa de una desresponsabilización o “lavado de culpas” de amplios sectores de la sociedad que fueron cómplices del horror por acción u omisión. En este sentido la categoría psicoanalítica de trauma daría cuenta de una exterioridad que afecta a los sujetos y “provoca una penetración de material inelaborable en el interior del aparato psíquico” (Borghi y Copolechio, 2014, p. 71). Hugo Vezzetti establece una diferencia entre la utilización de la figura del trauma para hacer referencia al acontecimiento, que en algunos autores adoptará la fórmula ‘trauma vivido’; y por otro lado, su utilización en tanto formación de la memoria que algunos denominaran ‘trauma histórico’, y que hace a la duración a posteriori en la memoria, de un acontecimiento determinado. Vezzetti propone volver a conceptualizar los efectos del terrorismo de Estado como parte de una cultura del miedo, en el sentido en que la define Lechner (1992). Esta concepción permitiría abordar no sólo las emociones paralizantes producidas por el horror sino también la adscripción por parte del grueso de la población, por temor, a dar conformidad y obediencia a la dictadura militar: “con el ‘trauma’, al menos en el uso que vengo comentando, el peso de la experiencia se descarga sobre una violencia externa a la sociedad, que la sufre como una pura víctima” (2015).
20 Régine Robin retoma este concepto de Fils (1977) de Serge Douvrobsky y lo define como “Escritura trabajo de duelo, a la vez de deconstrucción de la ilusión biográfica y de reconstrucción, elaboración de un lugar distinto no aleatorio, lugar de verdad. Esta sería la tarea imposible de este objeto inasible que es la autoficción” (2002, p. 54).
21 El prefijo ‘inter’ denota la posición de algo dentro de otra cosa o en medio de otra cosa. En este sentido, nos parece inapropiada porque continúa contemplando la interacción de dos memorias diferenciadas, cuando lo que encontramos en este fenómeno, expresado por un amplio muestrario de imágenes poéticas, es una fusión que da lugar a una nueva memoria, la cual sugiere un salto a otro plano ontológico.
22 Una propuesta inicial contemplaba la posibilidad de unir en un mismo adjetivo: “abrazo” y “abrasar”, bajo la forma “abrasibas” (donde la “b” evitaría la homofonía con “abrasivas”), optamos por descartarla para no forzar demasiado la norma gramatical. Sin embargo, dicha forma transmite de manera más efectiva la idea de fusión, energía y luz que plantea el concepto dado que, como veíamos a propósito del prefijo “inter-”, semánticamente, el abrazo permitiría pensar en dos memorias diferenciadas. Por otra parte, en poesía castellana encontramos una larga tradición en la utilización homófona de verbo y sustantivo, por ejemplo en “Que al amor verdadero no le olvidan el tiempo ni la muerte. Escribe en seso”, de Lope de Vega: “Tan vivo está el jazmín, la pura rosa, / que blandamente ardiendo en azucena, / me abrasa el alma, de memorias llena, / ceniza de su fénix amorosa” (1989, p. 1381).

Recepción: 30 de julio de 2019

Aprobación: 19 de abril de 2020

Publicación: 11 de mayo de 2020

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