Orbis Tertius, vol. XXV, nº 31, e152, mayo-octubre 2020. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

Kitsch, modernismo y tradición literaria en un retrofuturo americano: inmediaciones estéticas para la comunión universal

Alejandro Goldzycher

Universidad de Buenos Aires / CONICET, Argentina

Cita recomendada: Goldzycher, A. (2020). Kitsch, modernismo y tradición literaria en un retrofuturo americano: inmediaciones estéticas para la comunión universal. Orbis Tertius, 25(31), e152. https://doi.org/10.24215/18517811e152

Resumen: En The Dream of Perpetual Motion (2010), el estadounidense Dexter Palmer ficcionaliza en clave retrofuturista los discursos en torno a la “Gran División” entre alta cultura y cultura masiva que históricamente atravesaron el debate modernista y en torno al modernismo. Este artículo dilucida las conexiones intertextuales que la novela establece con este entramado conceptual y polémico. En un siglo XX alternativo, el kitsch aporta un sentido de comunión universal en medio del creciente Ruido del mundo. Para ello simula el ideal de una transparencia total de la comunicación (“inmediatez”) capaz de resolver la alienación del individuo moderno. Entre la moral del modernismo y la ironía posmoderna, un escritor fracasado y un inventor consagrado se vuelven sobre la tradición literaria en pos de una “restauración” genuina de este horizonte estético idealizado.

Palabras clave: Kitsch, Modernismo, Tradición literaria, Retrofuturismo, Inmediatez.

Kitsch, modernism and literary tradition in an American retrofuture: aesthetic immediacies towards universal communion

Abstract: In The Dream of Perpetual Motion (2010), American writer Dexter Palmer turns to retrofuturism as a means to fictionalize discourses on the ‘Great Divide’ between high and mass culture that have historically marked the debates of and on modernism. This essay analyzes the intertextual connections the novel establishes with this controversial conceptual framework. In an alternative twentieth century, kitsch provides a sense of universal communion in the midst of the growing Noise of the world. To this aim it simulates the ideal of a total communicational transparency (‘immediacy’) which can overcome the modern individual’s alienation. Between modernism morals and postmodern irony, a failed writer and a renowned inventor turn to literary tradition in search of a genuine ‘restoration’ of this idealized aesthetic horizon.

Keywords: Kitsch, Modernism, Literary tradition, Retrofuturism, Immediacy.

Be not afeard; the isle is full of noises,
Sounds and sweet airs, that give delight and hurt not.
Caliban. The Tempest, III.2

“En el siglo diecinueve, con la invención de las máquinas, nació el Ruido. Hoy, el Ruido triunfa y domina soberano” (Russolo, 1996, p. 9). En su manifiesto “L'arte dei Rumori”, escrito en 1913, el pintor y artista sonoro Luigi Russolo compuso un relato mítico para una nueva sensibilidad musical, desde la antigua sacralidad del sonido y la evolución de la polifonía hasta la educación acústica que habría impuesto la vida moderna. Dos décadas después, el científico alemán Paul Lueg patenta un sistema analógico de control activo del ruido. Ruido y anti-ruido –misma amplitud y frecuencia, fases opuestas– se cancelan mutuamente y producen una zona de silencio. Desde las clases de “Física para poetas” en la universidad, el fenómeno de la interferencia destructiva obsesiona a Harold Winslow, narrador y protagonista de la opera prima de Dexter Palmer. En The Dream of Perpetual Motion (2010), los intereses académicos del escritor estadounidense –cuya tesis doctoral versó sobre la “novela enciclopédica” de Joyce, Pynchon y Gaddis– se cruzaron con los recursos de la ciencia ficción, entre los de otros géneros ficcionales, para producir un singular marco de reflexión en torno a problemáticas vinculadas a la teoría literaria, la crítica cultural y el pensamiento estético del siglo XX. En un panel junto a William Gibson y China Miéville, Palmer ratificó las declaraciones que hiciera a la revista Bull Spec tiempo atrás (2010b): su despliegue de una cronología retrofuturista había sido funcional a su intención de examinar, “among other things, the difference between information and meaning and the way that mass reproduction of texts alters our perception of what they mean” (2012, “23:’15-“23:’24). No es otra la inquietud que subyace al apocalíptico razonamiento del protagonista. Cada día nacen miles de nuevos sonidos. Se inventan nuevas máquinas para las que se crean nombres nuevos. Cada una trae consigo un ruido propio. ¿Qué pasaría si, en un futuro quizás no muy lejano, todos los ruidos posibles sonaran a la vez, cancelándose los unos a los otros?

La novela imagina un 1900 transfigurado por los inventos de Prospero Taligent, venerado genio de la ciudad de Xeroville, creador del hombre mecánico y, según dicen, la persona más rica del mundo. La inspiración surgió de unas ilustraciones de la época –recopiladas por Asimov en el volumen Futuredays– que imaginaban la vida “En L’An 2000”. La caracterización del siglo como una “era del Ruido” aparece en boca de varios personajes. Antaño, contaba a Harold su padre, la fe en Dios garantizaba la fe en el lenguaje. Hoy, las palabras no ofrecen otra garantía que su materia, y quizás ni siquiera eso: ondas sonoras, trazos de tinta. Prospero enfatiza otro factor de la comunicación: el contacto. Para el inventor, se trata especialmente del fin de las narraciones. Ya nadie tiene paciencia para escucharlas, dice. Y aunque así fuera, difícilmente podríamos hacerlo en medio del Ruido del mundo. Harold mismo, en fin, lamenta la caótica fragmentación de los mensajes en un mundo cuya saturación cacofónica amenaza restaurar el silencio primordial. Del triunfo del Ruido aflora la nostalgia por una comunicación infantil idealizada. Con la adultez llegan los rituales verbales, las calculadas variaciones de registro, los silencios incómodos, las capas de sentido. Utopía de una comunicación sin mediaciones: Harold y su hermana Astrid fantasean con saber qué siente una persona con solo mirarla a la cara (en las páginas 142 y 260 de la novela); Allan, el padre, añora esa “voz interior” que lo convencía de la relación entre la palabra escrita y las cosas, libre de las inflexiones paralingüísticas que para él enturbian –más que enriquecen o modalizan– los mensajes que otros leen en voz alta (Palmer, 2010, p. 167). En la escuela, el saber enciclopédico se descarga directamente en los cerebros de los alumnos, como en una de las viejas ilustraciones francesas (p. 110). ¿Y cómo se evalúan las composiciones de los estudiantes de la carrera de Escritura Creativa? Con una máquina que registra las reacciones fisiológicas de un receptor, evitándose la mediación “subjetiva” del discurso crítico (pp. 150-1).

Bolter y Grusin (2000) llamaron “inmediatez” al ideal consistente en el borramiento de todas las mediaciones, en la transparencia total de la comunicación. El gran naturalismo de los diálogos de Palmer –con su patente esmero en reproducir las marcas del habla coloquial– por un lado subraya el espesor medial de la comunicación oral. Pero lo que muchas de esas inflexiones y accidentes expresan es justamente el esfuerzo de los personajes por transmitir sus mensajes de la manera más “transparente” posible. En sus Ensayos de lingüística general, Jakobson (1984 [1958]) describió sus famosas seis funciones del lenguaje. Una es la “fática”, que sirve para establecer, prolongar o interrumpir la comunicación, verificar que el canal esté operando, llamar la atención del interlocutor o confirmar si su atención se mantiene. La ilustra ya el primer epígrafe de la novela. “Dost thou hear?”, pregunta a su hija el Prospero de The Tempest, modelo explícito del inventor palmeriano. Así también el mismo Shakespeare buscaba asegurar la concentración del público ante el extenso parlamento del mago. Lo advirtió Malinowski antes que Jakobson: el habla fática no es ruido, sino “comunión” (1946 [1923], p. 315). Palmer exacerba esta preocupación al señalar la palabra significante no tanto como ruptura del silencio cuanto como accidente del ruido (o, subamos la apuesta, como accidente de ruido). En el artículo que fundó la teoría de la información, Claude E. Shannon señaló la conveniencia de cierta redundancia para combatir el ruido (1948, p. 24). Así, la nueva ciencia del ruido creó sus monstruos. Como recuerda Parikka, “[those] forms of redundancy actually turned out to be part of the noise of later technical media in the form of programmatic redundancy, such as mass spamming or viral programs” (2012, p. 98). En el campo de la estética, ciertas formas de redundancia han desbordado sus antiguos límites espaciales e institucionales, han penetrado los recintos más sagrados y colonizado cada rincón de la vida, tal vez camino a convertirse –como vaticinó Clement Greenberg en los años treinta– en una cultura universal. Su nombre colectivo es “kitsch”.

I. La afectividad en la cárcel del género

Si la era del Ruido ha implicado una crisis de los sentimientos de comunidad, si la semántica ha perdido su respaldo divino para devenir posibilidad infinita, el kitsch ofrece regularidades tranquilizadoras y sentimientos ritualizados. En sus productos hay algo de círculo vicioso, como el que notó Eco a propósito de un irónico pastiche poético de Walther Killy: los estímulos se reiteran y se acumulan para compensar el desgaste de cada elemento y así garantizar el efecto (1984, p. 83). El kitsch asume una lógica similar, si no idéntica, a la del Ruido en su modo de enfrentarlo. En definitiva, también lo realimenta. La novela de Palmer elude las referencias históricas precisas. Ni siquiera la mención de la música incidental de Sibelius para The Tempest –quizás otro de tantos anacronismos– ofrece un criterio de datación fiable. Pero sabemos que la acción transcurre en un siglo XX alternativo; uno que, al menos en la infancia del narrador, todavía se siente nuevo (Palmer, 2010, p. 32). No estaríamos lejos, entonces, de lo que en su libro de 1971 Abraham Moles consideró el “gran período” de génesis del sistema kitsch (1889-1914) (1990, p. 142). En esta cronología, al igual que en nuestro mundo “real”, el kitsch se vale de fórmulas mecanizadas para satisfacer el consumo repetitivo de lo que Harold llama “simulations of the motions of the heart” (p. 247). Él mismo se gana la vida confeccionando textos para tarjetas de saludo. Los trabajadores de la Xeroville Greeting-card Works disponen de un repertorio de rimas y pareados organizados en torno a temas genéricos, que combinan y adaptan según el modelo de destinatario y la finalidad: agradecimientos, enhorabuenas, mensajes amorosos, condolencias. Como en el caso histórico, las tarjetas “function not so much to excite introspective feelings as to domesticate the experience of empathy, absorbing the complexity of caring and compassion into the exercise of routines and ceremonies” (Binkley, 2000, p. 144). Viene a la mente lo que Saul Friedländer (1990) llamó “kitsch común” para distinguirlo del kitsch más obviamente ideológico o partidario. Si no sabemos qué sentir, cómo sentir ni cómo expresarlo, las tarjetas remedan una utopía comunicacional: univocidad, comunión sentimental, armonía universal.

Así como abreva muy libremente en las teorías de la comunicación, Palmer invoca aquí diversos topoi característicos del debate modernista o en torno al modernismo. Empleamos este término según la acepción general que Andreas Huyssen sintetizó al asociarlo a ese tipo de discurso que sostiene una distinción categórica (una “Gran División”) entre arte elevado y cultura de masas. Se refería, sobre todo, a su versión inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, “cuando el evangelio modernista y la condena del kitsch se convirtieron en algo equivalente al Estado unipartidista en el reino de la estética” (1986, p. 107). Los años del “debate posmoderno” dieron nueva fuerza y resonancia a la discusión sobre el kitsch, con miradas que van desde una obstinada reprobación hasta la celebración más exaltada. Desde entonces ha cobrado forma un auténtico canon “kitschográfico” de textos en inglés o traducidos a esa lengua –nuestro principal marco de referencia y, presumimos, también el de Palmer– tras décadas de virtual monopolio germánico en la materia. Pese a la multiplicidad de perspectivas y de matices semánticos, las definiciones de lo kitsch suelen congeniar entre sí mucho más de lo que a veces se pretende. Esto incluye su recurrente concepción como falsificación del arte o de la vida misma. Lo muestran aproximaciones clásicas como las de Greenberg (“vicarious experience and fake sensations”, 1986 [1939], p. 12), Broch (“el kitsch es mentira”, 1970 [1955], p. 15), Giesz (“tan falaz que no necesita expresar algo falso en particular”, 1973 [1960], p. 92), Macdonald (“ante todo lo espurio del academicismo y la Midcult, pues habría cierta sinceridad en otras formas de kitsch”, 2011 [1962]), Eco (“una forma de mentira artística”, 1984 [1964], p. 84), Dorfles (“false, sentimental”, 1970 [1968], p. 29), Kundera (“le mensonge intelligible”, 1984, p. 319) y Călinescu (“a specifically aesthetic form of lying”, 2003 [1987], p. 229). Entre kitsch y realidad se declara una relación conflictiva. Pero en una sociedad donde lo kitsch se ha impuesto como “sistema estético de comunicación masiva” (Moles 1990, p. 79), ¿cuáles no serían los alcances de este consensus gentium como productor de realidad? O, dicho a la inversa: ¿hasta qué punto cabría hablar aún de un “más allá” del kitsch?

Entre la década de 1860 y la del Treinta, la producción de tarjetas de saludo alcanzó una escala industrial. Los preceptos que guían el trabajo de Harold son básicamente los mismos que preconizan los manuales tradicionales. En un volumen que el narrador podría haber consultado en “nuestra” cronología, se subraya que el mensaje en una tarjeta “should appeal to thousands of people”, debiendo expresarse “as clearly and directly as possible” (Chase, 1956 [1926], p. 16). Otro recomienda que el elemento “poético” no vaya mucho más allá del verso y la rima, que tampoco debe ser gratuita sino funcional a la comunicación (Chadwick, 1968, p. 20). “People –admite Harold– are more likely to assign emotional meaning to statements when they rhyme” (Palmer, 2010, p. 246). Eco absolvió del cargo de “kitsch” a la provocación de efectos por la publicidad. Exceptuó asimismo los préstamos “elevados” en obras sin tales pretensiones, como las novelas de Salgari (1984, pp. 93-94). Para Marlon Giddings, colega y antiguo condiscípulo de Harold, las tarjetas que él mismo ayuda a producir también quedarían a salvo siguiendo esta definición. Si algunos se dejan ilusionar por sueños, allá ellos. Todo cuanto él ha recibido en su lugar es “shit” (p. 248). Para Kundera, cuya propia obra ha sido a veces calificada de “kitsch”, kitsch es justamente el ideal estético que niega la mierda (1984, p. 311). Según Marlon, la gente apenas lee las tarjetas; luego las descarta. “They’re just placeholders for thoughts that people didn’t have the balls to think for themselves” (p. 249). Philip Dick acuñó el vocablo “kipple” para designar “useless objects, like junk mail or match folders after you use the last match or gum wrappers […]. When nobody's around, kipple reproduces itself” (1968, p. 65). Así también las tarjetas se volverían ingredientes de esa entropía verbal en que se ahoga un mundo donde, según pregona un mito de esta nueva era, la viscosa y banal acumulación de escrituras residuales se ha impuesto sobre la efímera, aurática palabra oral.

En el polo opuesto al de Marlon encontramos a la prolífica Ophelia Flavin. Su máxima “You have to believe in your dreams if you want to practice this art” (Palmer, 2010, p. 248) coincide con la primera gran condición que Macdonald atribuyó a la “producción exitosa de kitsch: la sinceridad” (2011, p. 28). Para Macdonald, el productor ideal de kitsch no es un cínico codicioso, sino alguien genuinamente interesado en transmitir una verdad. Kubrick mismo –contaba el crítico– le había confiado algo similar en una reciente visita a Hollywood: detrás de las malas películas no siempre hay puro materialismo; a veces la falla no está en los corazones, sino en las mentes (cf. p. 30). La Ophelia de Palmer cree en su trabajo, como lo hacía el famoso ilustrador Norman Rockwell según Macdonald. En sus tapas para el Saturday Evening Post, el artista envolvía su exaltación de los “valores tradicionales americanos” en un manto de ternura, nostalgia y toques de crítica social entretejido con admirable destreza técnica. Todo indica que el talento de Miss Flavin es mucho más modesto. Esto no la hace menos sincera. Al cumplimiento de esta primera condición macdonaldiana suma el de la segunda: tiene mucho de “hombre-masa” ella misma. Harold la imagina sola, desnuda frente al espejo, obsesionada con las marcas que el tiempo va dejando en su belleza (p. 19). Para esta versión madura de la Girl at the Mirror de Rockwell, ya no se trata del trauma del despertar sexual, sino de contar los segundos que conducen a la muerte. “[K]itsch –propone Călinescu– may be viewed as a reaction against the ‘terror’ of change and the meaninglessness of chronological time” (1987, p. 248). No extraña que Ophelia se especialice en tarjetas de cumpleaños, sobre todo para aquellas edades con que identificamos el pasaje a la vejez. ¿Y qué es su atención a la musicalidad del verso, sino el involuntario remedo de un ideal formalista?

En cuanto al narrador, el éxito no le ha sido totalmente esquivo. Su especialidad son las tarjetas para chicos de nueve a dieciséis años. Se ha sugerido que el kitsch es repetitivo en varios sentidos: suele emular otros productos culturales; participa de lo repetitivo de la cotidianidad misma; eleva lo sentimental al cuadrado –lo ama per se– y así aspira al valor universal que atribuye a la alta cultura (Binkley, 2000, p. 142). Pero ahí donde esto es todo cuanto se espera, Harold siente la necesidad de que la Musa venga a rescatarlo de la escritura maquinizada. Con ello persigue un doble ideal, del todo ajeno al propósito de una fábrica de tarjetas: originalidad de las formas y de los conceptos; comunicación de una experiencia genuina tras la “segunda naturaleza” de la frase hecha, la emoción prefabricada e introyectada, la fantasía compensatoria de lo kitsch. Barthes desglosó esta articulación con gran claridad. Queremos expresar nuestra condolencia a un amigo que ha perdido a un ser querido. Pero las frases que espontáneamente le escribimos no nos satisfacen. ¿Cómo declarar los afectos más íntimos con palabras? En principio, lo que deseamos transmitir podría reducirse a una breve frase: Recibe mi pésame. Pero este “mensaje primero” suena frío y trivial, justamente lo contrario del sentido que buscamos darle. En esto, Harold estaría de acuerdo con el semiólogo francés: “[P]ara dar vida a mi mensaje (…), es preciso no sólo que lo varíe, sino además que esta variación sea original y como inventada” (2003, p. 13). El escrúpulo del joven redactor de tarjetas –su búsqueda de esa palabra exacta capaz de comunicar la intimidad– lo impulsa hacia la literatura. Su angustia de la trivialidad atañe no solo a este mensaje primero, que por demasiado directo suena falso. La originalidad literaria se constituye como conjuro contra lo kitsch, doblemente falso por cuanto a su trivialidad suma la pretensión de autenticidad.

Entre lo trivial de lo demasiado directo y lo original de lo demasiado indirecto, Barthes distinguió ese cuerpo de figuras llamado “retórica”. En toda literatura, en toda comunicación, la retórica es el modo en que hacemos ver al otro que lo reconocemos. Que lo kitsch tiene una retórica propia –o, al menos, que existen retóricas típicamente kitsch– parece indudable. Pero el poder de su retórica consistiría, precisamente, en remedar ese reconocimiento del otro. Un atajo fraudulento hacia la expresión de una intimidad supuestamente irreductible al repertorio kitsch. Una falsificación, bajo formas confortables, de lo que Moles llamó el ideal de ausencia de alienación: el esfuerzo hacia una “relación directa, no mediatizada, con las cosas y con los hombres” (1990, pp. 44-45). Harold no podría estar más lejos de la ingenuidad de Ophelia. No por eso comparte el cinismo de Marlon. A su modo cumple la primera condición de Macdonald (la sinceridad), pero no la segunda (la participación del gusto masivo). Los cubículos de sus colegas rebosan estímulos a una inspiración ritualizada (es decir, falseada). Daguerrotipos de seres queridos, máximas rimadas sobre el trabajo en equipo y el éxito, caricaturas y plegarias. Hacia allí se vuelven una y otra vez los trabajadores a lo largo de la jornada: “the same dumb puerile things, (…) staying the same” (Palmer, 2010, p. 246). No así Harold. Salvo una copia de la lista de rimas con la que todos cuentan, la pared de su cubículo está desnuda, como si su ocupante se negara a recubrir su arte “con los despojos de otras experiencias” (Eco, 1984, p. 132). Como si quisiera aislarse del Ruido de lo cotidiano para expresar tanto más exactamente la realidad. Es esta pulsión –y no necesariamente una actitud snob o elitista– lo que lo aproxima a los apocalípticos de Eco: la cultura como “hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre” (p. 12). Se entiende que, en esta escala, Ophelia le parezca “a horrible writer” (Palmer, 2010, p. 248). Que la verdadera literatura no tiene género ha sido un postulado común desde los románticos. Escritor fracasado, Harold reivindica este valor en la tierra más hostil.

En la teoría de Bolter y Grusin (2000), el ideal de inmediatez se complementa con el fenómeno inverso: la hipermediación. La primacía de esta segunda lógica –la que multiplica o realza las señales de la opacidad del medio– fue uno de los rasgos definitorios de la estética modernista, con sus modos específicos de cultivar lo que Jakobson llamó “la función poética” del lenguaje (1984, pp. 358-361). Sobre la estructura misma de los significantes, decía Eco, se enfoca la comunicación artística en general para afirmarse “como operación autónoma” (1984, pp. 112-113). No de otra manera Harold busca organizar los signos en formas no previstas por el código habitual y así arrancar sus mensajes al Ruido cotidiano. Pero su gesto también sirve a un ideal de “inmediatez”: el que promete esa palabra exacta capaz de abrirse paso entre los signos enviscados. Normalmente las tarjetas participan de esta doble lógica medial, pero lo hacen en otro sentido. Las ilustraciones que acompañan el texto, la caligrafía ahogada en florituras, la “poeticidad” misma de los versos, componen un aparato hipermedial altamente redundante en términos tanto de la estructura interna del mensaje como de la previsibilidad que le confiere su codificación genérica. Pero la función de este aparato es justamente reforzar el efecto de una comunicación “inmediata” de los afectos ahí donde lo kitsch quizás no comunica más que sí mismo. Harold, en cambio, podría hacer suyo el dictum barthesiano: “cuando menos ‘falso’ quiero ser, tanto más ‘original’ tengo que ser” (2003, p. 13). Esto lo vuelve un trabajador ineficiente. En toda una jornada no consigue producir más que un pareado, insatisfactorio en este marco como también podría serlo, desde otros parámetros, en uno “literario”. “Forced rhymes cause disquiet in the stomach of the potential purchaser”, advierte el supervisor (Palmer, 2010, p. 249). Invocando el lado opuesto de la “Gran División”, otro personaje describirá la “incomodidad” como el valor supremo del gusto de élite contemporáneo: una moral estética que denigra el disfrutar la belleza de “the simple things of the world […], like sunrises and grins and starlight” (p. 288). La industria de las emociones enlatadas niega este tabú estético, pero reafirma otro (“la mierda”). Simula así el retorno a un Paraíso perdido: el disfrute universal de una belleza simple, dada y evidente.

II. Gesamtkunstwerk: ¿el Paraíso recobrado?

La noción de un pasado encantado está en la base de la cronología de Palmer. El triunfo del Ruido marca una cesura catastrófica del tiempo histórico: la que opone la presente Edad de las Máquinas a una idealizada Edad de los Milagros. Se pone aquí en juego uno de los principales intertextos de la novela, procedente del canon de la literatura estadounidense: la obra autobiográfica The Education of Henry Adams (1907). Entre las máquinas de la Exposición Universal de 1900, el historiador bostoniano había vislumbrado un plano suprasensorial de colisiones azarosas –el del átomo y los rayos X– cuya evidencia hacía zozobrar la idea de un mundo hecho a la medida del ser humano. La Virgen había sido la fuerza y el misterio que erigiera Chartres y que aún se sentía en Lourdes. La Dínamo irrumpía hoy como una nueva fuerza moral, expresando energías no menos misteriosas. A través de la fraguada anécdota de un secuaz del inventor, Palmer imprime un contenido hasta cierto punto diferente y más claramente contrastivo a este dualismo. La Dínamo representa ahora el deseo de saber que explica la lógica tras el “milagro” y encuentra orden en un caos aparente. La Virgen, o la libertad de no saber, se identifica con el instinto, el arte, lo aleatorio, la fe, valores asociados con un pasado del que solo nos llegan imágenes mediadas por la nostalgia de ciertos personajes. De ahí la paradoja: si, en lo incomprensible del milagro, personas como el padre de Harold encuentran la garantía de un Orden superior, el horizonte de una comprensión científica total sume al universo en el sinsentido (“la tierra enteramente ilustrada –escriben Adorno y Horkheimer– resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”, 1998, p. 59). El mito de un tiempo sin mitos se lee aquí como índice pero también como factor de la mentada crisis de los axiomas de la vida social. No en vano Broch vinculó los florecimientos históricos del kitsch con períodos de disgregación de los valores (1973, pp. 13-14). En la novela de Palmer, el desencantamiento del mundo y la sensación de anomia componen un supuesto fondo de normalidad desde donde lo kitsch recorta su fuga hacia un mundo mejor, idílico y seguro.

En la fritzlangesca Torre Taligent, la hija adoptiva de Prospero tiene su sala de juegos: una compleja simulación que evoca la mágica isla concebida por el Bardo. Sofisticados autómatas, piezas de biotecnología, actores y actrices profesionales, efectos atmosféricos y un paisaje siempre cambiante aseguran la ilusión. De su edénica (o psicodélica) hiperestesia emana un efecto de inocencia restaurada. Refunde las parcelas del sensorium al tiempo que extrema nuevos estímulos. Con el shock inicial, la prosa de Harold se vuelve enumeración caótica y parataxis. “It always hurts like this the first time”, lo tranquiliza Miranda (Palmer, 2010, p. 123). Los principios de acumulación y sinestesia se confunden aquí con otro rasgo no infrecuente en las caracterizaciones de lo kitsch: la regresión infantil. La sala de juegos lleva esa infantilización literalmente hasta la náusea. La reedición del trauma del nacimiento se vuelve la condición paradójica de un ansiado regressus ad uterum, arquetipo que también asediará al narrador como pesadillesca vagina dentada. Los síntomas son comparables a los que producía la máquina de enseñar en los escolares. Pero el ideal de “inmediatez” se persigue ahora mediante la inmersión en un entorno sinestésico y participativo. Los términos son de Serroy y Lipovetsky; el referente, nada sorprendente, son los feéricos ambientes de Disneylandia. Y es que, a despecho de su pretexto shakespeariano, la isla de Miranda no deja de emular la utopía última del kitsch: “un universo sin conflictos, sin sufrimiento, sin odio ni tragedias” (2013, p. 317). Años antes de abrir sus parques, Walt Disney ya había planeado una forma de experiencia inmersiva en ocasión del estreno de Fantasia (1940), cuya proyección concibió originalmente como “an all-consuming sensory experience” (Smith 2007, pp. 119, 120). Pero no es tanto que Disneylandia nos engañe haciéndose pasar por lo real, reza un gastado pasaje baudrillardiano (1981, p. 26). Más bien reafirma la ficción de que el exterior sí es “real”, y así salvaguarda el principio de realidad.

Lo que encontramos fuera del paraíso artificial de Miranda es una sociedad que –según exagera el protagonista– ya ni siquiera se molesta en distinguir “between events in real life and the dramas of fictional worlds” (Palmer, 2010, p. 233). Es la sujeción pasiva y hasta inconsciente del comportamiento y de los pensamientos de las personas a matrices de percepción y de sentido, a patrones de conducta, a horizontes de expectativas emanados de la gran maquinaria de los géneros de masas. Entronizada como matriz de subjetivación del ciudadano medio, la industria cultural se vuelve la norma respecto de la cual la vida se entiende, se mide y se vive. Las comparaciones son reveladoras: “horror-film vixenish”, “like a pulp-fiction master criminal”, “like actors in a radio play”, “like a vaudeville team” (pp. 118, 194, 206, 208). Pero hay especialmente un género que, envolviendo los otros con fuerza iconográfica más que argumental, domina el theatrum mundi de esta cotidianidad. Los inventos y las acciones de Prospero han hecho que la gente se sienta, efectivamente, en un mundo de ciencia ficción. Son patentes los ecos de la era Gernsback, con su tecnoeufórico “sentido de la maravilla”. En la escala Disney, es el pasaje de Fantasyland a Tomorrowland. Pero bajo este ropaje futurista se embosca la misma pretensión de restaurar un sentido de armonía y de inteligibilidad cósmica a la medida de lo humano. Incluso los “misterios” que este futuro trae consigo son oposición controlada, una parte más del plan. Así también sus peligros, como un supuesto rayo de la muerte, se encuadran en un tranquilizador margen de previsibilidad: el que garantiza la propia codificación genérica. “Imposing an aesthetic pattern or structure on material –escribe Fiske– […] is one way of decreasing entropy and increasing redundancy” (2011, p. 11). Si Dios ha muerto, Prospero reclama el rol de demiurgo para convertir el Ruido en patrones, sentido, relato. Honrando la archicitada Tercera Ley de Clarke (“cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”), su genio suple los milagros de un pasado encantado.

Gesamtkunstwerk: en el proyecto wagneriano de “la obra de arte total”, la síntesis de las artes integra una perspectiva más amplia según la cual “sólo desde una vida comunitaria [puede] surgir el impulso hacia una objetivación que, en la obra de arte, proporcione inteligibilidad a esa vida” (Wagner, 2011, p. 137). El año en que apareció su novela, Palmer reseñó la producción de la Tetralogía por La Fura dels Baus. Más tarde recordó cómo la puesta en escena –con su evocación de productos como Metropolis, la Dune de David Lynch, Star Wars, Battlefield Earth o las películas clase B de los años cincuenta– había llamado la atención sobre la persistencia del legado wagneriano en el cine de fantasy y de ciencia ficción (2010b). De la mano de Prospero, sus caminos vuelven a cruzarse. Él aporta la escenografía, supervisa la obra y actúa su parte. Pero el género es preexistente. Aquí más que nunca, por “género” entendemos mucho más que una taxonomía convencional. En términos cognitivos, puede decirse que los géneros proyectan mundos: “relatively bounded and schematic domain[s] of meanings, values, and affects, accompanied by a set of instructions for handling them” (Frow, 2006, pp. 85-86). Harold habla de una sociedad especialmente proclive a confundir ficción y realidad. Pero no menos cierto es que, merced a la “magia” de Prospero, la brecha entre lo ideal y lo real parece haberse vuelto más estrecha que nunca… y por eso tanto más cruel es la irrupción, aquí y allá, de irreductibles “excedentes” de realidad. Pero lejos de una Edad de los Milagros que tal vez jamás existió, el efecto de una encantada comunión cósmica se revela –dentro y fuera de la isla de Miranda– como producto de una calculada y perfectamente inteligible ingeniería humana. Por eso el padre de Harold niega que las invenciones de Prospero sean realmente milagrosas (Palmer, 2010, pp. 36-37). Nostálgico crónico, entiende que un auténtico milagro supone un misterio inaccesible para todos excepto para Dios. Es tranquilizador, pues conlleva la necesidad de un Plan divino. Los inventos admiten iniciados. Y el simple hecho de que alguien tenga acceso a ese saber –o, peor, que pueda producir “milagros” él mismo– bastaría para arrojarnos a un caos cósmico y existencial.

C. E. Emmer vio el kitsch y la industria del entretenimiento como formas complementarias de paliar la complejidad, la inestabilidad y la fragmentación del mundo moderno. El primero lo haría mediante un efecto de estabilidad; la segunda, con un tipo diferente –elegido, calculado– de inestabilidad (1998, pp. 63-64). Harold da a entender que, para muchos, el encanto es real. Pero tanto él como Prospero creen ver demasiado bien lo que hay detrás: “artifice and simulation” (Palmer, 2010, p.133). La fuerza cohesiva de la ilusión sucumbe a lo que Italo Calvino llamó la revancha de la discontinuidad: fenómenos otrora entendidos por medio de metáforas “fluidas” se vuelven traducibles a unidades finitas, formulaciones numéricas, descripciones cuantitativas (1982 [1967], p. 10). Resuena aquí el análisis que hizo Adorno del “drama del futuro” wagneriano, en cuya economía total señalaba elementos particularmente susceptibles de descontextualización, arreglo y popularización. Wagner protesta contra la fragmentación del arte y de la vida, pero en cambio produce una falsa totalidad “sujeta a desintegrarse desde su propio interior” (Huyssen, 1986, p. 84). Una disposición crítica comparable se atisba en la desagregación de la atmósfera “lírica” del kitsch por parte de Eco (1984, p. 83). En la novela de Palmer, ni los contenidos de la sala de juegos de Miranda ni los de la industria cultural hacen más que simular la supuesta organicidad de un pasado idealizado. Su efecto de totalidad resulta de la combinación tecnificada de unidades culturales mercantilizadas, sean los topoi de la tradición literaria, la mitología y el romance o sus precipitados en el kitsch y la industria del entretenimiento, “consumación sarcástica” del proyecto wagneriano (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 169). Si Harold a veces cree sentir destellos de esa soñada reconciliación con el mundo, esto sucede en otro contexto: el momento exacto del despertar, antes de que el Ruido lo devuelva al sinsentido (Palmer, 2010, pp. 238-239). En cuanto a Prospero, su “magia” obra sus encantos para los demás mientras él se hunde en la decepción y el hastío. El triunfo del Ruido nos ha dejado con nada más que fórmulas gastadas, mensajes astillados, fragmentos de un legado cultural hecho trizas. ¿Es que queda margen para una verdadera “inmediación” estética?

III. Ecos de Frankenstein, o el mundo reconciliado

De todos los misterios que Prospero se ha propuesto desentrañar, uno sigue resultándole impenetrable: la mente humana. Montado a partir de cadáveres y productos de vivisección, el mismísimo Caliban es, aquí, un temprano producto de ese proyecto. De toda la imaginería de lo fragmentario que atraviesa la novela, la reescritura de Frankenstein sirve como la más clara alegoría de la cultura del Ruido: “All we have left to us are possible permutations of the building blocks of fossilized ideas and dead sentences” (Palmer, 2010, p. 150). Así hablaba un profesor de Harold mientras impartía la consigna: los estudiantes debían recortar palabras de un ejemplar de The Tempest y reorganizarlas para que el producto reflejara el “espíritu” del nuevo siglo. En este sentido, el principio constructivo de las tarjetas de saludo –con su montaje kitsch de fragmentos poéticos descontextualizados– sería básicamente el mismo que rige la cultura toda. Palmer no solo tematiza esta idea. También juega a materializarla. Prácticamente no hay reseña de su novela que no ceda inmediatamente al impulso de rastrear los ingredientes de su magma intertextual. A los más explícitos se suman otras resonancias, algunas posibles, otras obvias: las ficciones de Angela Carter, Neal Stephenson, Roald Dahl y Vladimir Nabokov, los films de Terry Gilliam y Tim Burton, The Wizard of Oz, las caricaturas de Rube Goldberg, las series de Flash Gordon, el animé… (ver, por ejemplo, Hand, 2010; Menon, 2011; Vandermeer, 2010; Wesselman, 2010). El propio Palmer ha citado entre sus referencias los manuales psiquiátricos de 1850, las animaciones en blanco y negro de Disney, los videoclips de Mark Romanek y el cine mudo de ciencia ficción (2010a). También ha acusado recibo de la inclusión de su novela en el canon del retrofuturismo neovictoriano (“steampunk”), con sus inventores, dirigibles, maquinarias barrocas y anacronismos. Como puesta en abismo y alegoría metaficcional, el frankensteinesco Caliban encuentra su doble en la mitológica Eco, cuya mención reescribe a su vez el intertexto ovidiano. La cruda materialidad del monstruo se refracta en la etérea voz de la ninfa, condenada a repetir fragmentos de discursos ajenos, incapaz de decir nada orgánico y original.

Al transcurrir la acción en las primeras décadas de un siglo XX alternativo, se entiende que esta terminología vuelva nuestra atención hacia ciertos diagnósticos culturales que se hicieron oír por aquellos años en “nuestra” cronología. Greenberg creyó vivir una época de decadencia en que la sociedad se había vuelto cada vez menos convincente como “segunda naturaleza” (1986, p. 6). Al menos hasta entonces, decía, estas situaciones se habían expresado culturalmente en una merma de la actividad creativa y en la variación mecánica sobre los mismos temas, sin producirse nada nuevo. Ya Ortega y Gasset había señalado el “agotamiento” de los estilos hasta entonces imperantes y la presente “esterilidad” de sus formas exhaustas (1966, p. 360). Pero ambos también señalaron una fuente revitalizadora: el arte de vanguardia, entendido aquí en términos mucho más próximos o incluso idénticos a los de la estética autonomista del “modernismo” –según la definió Huyssen al revisar los usos norteamericanos del término (1986, p. 163)– que a los de la caracterización de las “vanguardias históricas” por Peter Bürger como crítica radical del status del arte en la sociedad burguesa (2000). En el mundo de Palmer, sin embargo, el arte ha seguido otro curso, o al menos ha acelerado su desarrollo “real”. Los ejemplos con que el retratista del inventor identificaba el gusto de élite de su tiempo remiten claramente a la neovanguardia de nuestros años sesenta, setenta y ochenta, correlatos contrafácticos del arte pop, las latas de Merda d’artista de Manzoni y el Piss Christ de Andrés Serrano (188). También el arte de Astrid, la hermana de Harold, evoca el mismo escenario, que Bürger censuró –su tesis es debatible– como repetición espuria e institucionalizada del proyecto vanguardista. En suma, la caracterización de la era del Ruido como una en que “[e]verything has already been said” (Palmer, 2010, p. 150) no recuerda tanto los diagnósticos de inicios de siglo como las miradas más pesimistas de “lo posmoderno” –prefiguradas en la teoría bürgeriana– como cultura del residuo y el sinsentido, de entropía y agotamiento. La novela misma reconoce en este panorama sus propias condiciones de producción, pero en su caso también lo abraza como desafío y como potencia.

Greenberg atribuyó al poeta o al artista de vanguardia –léase: “modernista”– la ambición de crear algo válido en sus propios términos: “something given, increate, independent of meanings, similars or originals” (1986, p. 6). La pulsión de Harold por decir la realidad lo aproxima paradójicamente a esta noción de un absoluto artístico, no en vano invocada por Moles al definir el ideal de ausencia de alienación (1990, p. 45). La literatura, escribió Barthes, no es una cuestión de creación sino de variación y arreglo (2003, p. 18). Pero a Harold ninguna variación le parece lo bastante original, lo bastante incontaminada, lo bastante exacta para expresar el “mensaje primero” de una experiencia colonizada por el kitsch. Dice uno de sus intentos: “I love you when I’m throwing up on roller-coaster rides/ I love you when I’m dancing on the brink of suicide” (Palmer, 2010, p. 249). Producto a todas luces monstruoso como texto para una tarjeta, como monstruosa es la criatura ensamblada por Prospero. Fallidos engendros, cada uno a su modo, del sueño prometeico enunciado por el Retratista: “to breathe life back into the dead, sewed-together things of a damned, dead age” (p. 288). Harold busca ese aliento de vida en la literatura como obra de “ingeniería”, en el sentido que Lévi-Strauss dio al término: el ingénieur como quien concibe y obtiene instrumentos a la medida de su proyecto (1997, p. 36). Las soluciones posibles seguirían condicionadas por los conocimientos y los medios disponibles, pero tendiendo siempre a una apertura del conjunto. Y sin embargo, el mismo narrador proclama a viva voz una situación en la que el único arte posible es el del bricoleur: limitadas operaciones combinatorias a partir de conjuntos finitos de materiales heteróclitos, residuales y “pre-constreñidos”. La literatura se le aparece como una empresa irrenunciable y hasta compulsiva, pero a la vez cargada de hybris. Preso de esta aporía, no puede más que fantasear con un mundo donde ese “mensaje puro” que imaginó Barthes fuera posible (2003, p. 14). Uno en que la palabra ya no surgiera como dolorosa imposición sobre el kipple verbal del mundo. Uno en que la “inmediatez” no debiera pagarse con una hipermedialidad que siempre parece insuficiente ("their rhymes would never be forced", Palmer, 2010, p. 260). La alternativa utópica al Ruido no son rimas forzadas y más cacofonía, sino una forma de música.

A diferencia de Harold, Prospero no lucha contra el lugar común. Por el contrario, vuelca sus innegables dotes como ingénieur científico a la producción de “milagrosos” bricolages montados a base de motivos culturales profundamente arraigados en la cultura de masas. Sugirió Eco que, tal como el kitsch simula la actividad del ingénieur y así “reafirma la falsedad de una situación en que realmente todo ha sido ya dicho”, cierto arte de vanguardia –paradigmáticamente, el pop– encuentra en el bricolage una vía para superar una situación en la que todo parece dicho (Eco, 1984, p. 151). Barthes contó la ironía entre las técnicas mediante las cuales la literatura se define ante lo demasiado nombrado (2003, p. 18). Privadamente, Prospero mantiene esa actitud por puro cinismo y desencanto. El clímax de la novela consiste en una extensa secuencia en la que Harold se apresta a rescatar a Miranda de las garras de su padre, quien amenaza con llevársela en un enorme zeppelin para no volver jamás. El inventor ha “guionado” conscientemente su plan bajo la forma de un arquetípico relato heroico. Obsequia así al protagonista la posibilidad de encarnar literalmente un héroe popular mientras lo usa para sus propios fines. Su ahora explícita ironía metaficcional (“Here, after various trials and tribulations, the archvillain—myself—awaits”) subraya lo artificioso de una situación construida a imagen y semejanza de un cuadro situacional incontables veces reproducido en la cultura masiva (Palmer, 2010, p. 321). Para Prospero, no obstante, la ironía constituye un medio para insuflar vida a su propia fantasía. Lo ha dispuesto todo para que el protagonista, tras asesinarlo, lo suma en un estado de suspensión criónica –referencia obvia al conocido mito sobre Disney– del que lo despierten tras uno o dos siglos. Entonces podrá gozar ingenuamente del encanto de un futuro de ciencia ficción, de ese “sentido de la maravilla” que él mismo había inspirado en sus contemporáneos (p. 330). Harold no tardará en comprobar que la cámara de criopreservación donde ha guardado el cuerpo del inventor ha empezado a fallar. Sabe también que, incluso de haber funcionado su plan, lo que esperaba a Prospero era una decepción segura: ningún futuro realizado sería lo bastante maravilloso. Pero al menos había muerto sintiéndose, por una vez, en comunión con el universo.

En cuanto a Harold, su aislamiento a bordo de la nave Chrysalis junto a la incorpórea voz de Miranda, el cuerpo de Prospero y un ejército de asistentes robóticos le propina el empujón decisivo para concretar –aunque sea en un escenario completamente inesperado– su frustrado sueño de convertirse en escritor. Confiando en el aura del verbo manuscrito en una época dominada por la reproducción masiva de mensajes impersonales, el narrador busca en la redacción de sus memorias un hilo conductor capaz de revelarle el sentido de su vida. Como en la Education de Adams, la escritura autobiográfica se carga de la promesa de una anagnórisis terapéutica. Y Harold se vuelca a ella compulsivamente: un estado próximo a un fluir de conciencia que distrae su atención del paralizante imperativo de la palabra exacta. De este modo sigue, acaso inconscientemente, aquel consejo que su padre le diera veinte años atrás: “[W]rite down what you think happened, or what you believe happened, or something like what might have happened. All of these are better in the end than […] nothing at all” (p. 108). Y así como logra imponerse al tabú de la inexactitud, Harold también resuelve el problema comunicacional. Puede que se haya vuelto imposible escucharnos y hacernos entender en medio del Ruido del mundo. Pero él es su propio destinatario. Puede que ya no tengamos paciencia para las historias, que ya no quede ningún deseo de conectar pasado y futuro. Pero eso es precisamente lo que él se propone hacer. Lo que lo espera al final del camino no es el relato de heroísmo y amor verdadero que le hubiera gustado encontrar, sino la evidencia de su propio fracaso en escuchar la “música” del mundo en lugar de dejarse obsesionar por su Ruido. Consciente de la entropía que ha empezado a carcomer el aerostato, el narrador salda cuentas y firma la paz consigo mismo y con el mundo. Tras probar los frutos del modernismo y la ironía posmoderna, Harold descubre en su relato vital una transparente literalidad. Tal es la recompensa de su esfuerzo último por imponerse a la fatalidad que pesaría sobre la palabra: del Ruido viene y al Ruido volverá.

Referencias

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Recepción: 15 de agosto de 2019

Aprobación: 12 de marzo de 2020

Publicación: 11 de mayo de 2020

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