Orbis Tertius, vol. XXV, nº 31, e151, mayo-octubre 2020. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Artículos

La búsqueda en el espacio del poema: los casos de Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas1

Enzo Cárcano

CONICET, Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas Dr. Amado Alonso, Universidad de Buenos Aires - Universidad del Salvador, Argentina

Cita recomendada: Cárcano, E. (2020). La búsqueda en el espacio del poema: los casos de Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas. Orbis Tertius, 25(31), e151. https://doi.org/10.24215/18517811e151

Resumen: Las obras líricas de Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas pueden ser leídas, a pesar de las diferencias generacionales, como tres originales proyectos anti-dogmáticos de indagación ontológica, es decir, como singulares búsquedas o aperturas, en y por la poesía misma, del ser, de Dios o, en general, de aquello que hace a la propia humanidad pero que escapa comprensión racional. Si bien los derroteros que cada poética sigue para plasmar tal inquietud son distintos, comparten la concepción del poema mismo como el lugar de la exploración. Propongo entonces un acercamiento y cotejo de las modalidades de trabajo con la espacialidad que se dan en cada caso para ver qué “ritmos espaciales” (Jitrik), es decir, qué originales “puntuaciones” (Meschonnic), las rigen y qué sentidos se pueden pensar a partir de ellos. Palabras clave: Poesía argentina, Ritmo espacial, Mujica, Lojo, Solinas Search and Opening in the Space of the Poem: the case of Hugo Mujica, María Rosa Lojo and Enrique Solinas

Palabras clave: Poesía argentina, Ritmo espacial, Mujica, Lojo, Solinas.

Search and Opening in the Space of the Poem: the case of Hugo Mujica, María Rosa Lojo and Enrique Solinas

Abstract: Hugo Mujica, María Rosa Lojo and Enrique Solinas’s lyrical works can be read, despite generational differences, as three original anti-dogmatic projects of ontological pursuit: that is, as singular searches or openings, in and through poetry itself, for the being, God or, in general, that which constitutes humanity itself but escapes rational understanding. Although their poetics express that concern differently, they share the conception of the poem itself as the place of exploration. Thus, I propose a comparison of spatial work modalities in each poet to study what kind of “spatial rhythms” (Jitrik), of original “punctuations” (Meschonnic), govern them and what meanings could be thought arising from them.

Keywords: Argentine Poetry, Spatial Rhythm, Mujica, Lojo, Solinas.

La poesía es, además, imagen. Es la conjunción de pensamiento e imagen; de los giros inesperados del pensamiento y la imagen que se transmite como un relámpago, como una perspectiva, como una apertura.

(Juarroz 1994: 19)

1. Introducción

Desde su aparición en los años ochenta, las obras líricas de Hugo Mujica, María Rosa Lojo y Enrique Solinas, no obstante las diferencias generacionales entre ellos y las modulaciones particulares que cada una adopta, se perfilaron como tres voces singulares que se inscriben en lo que he llamado, con intencionado afán abarcativo y anti-dogmático, poesía de indagación ontológica (Cárcano, 2018, pp. 9-16), línea que cuenta con numerosos antecedentes en nuestra tradición literaria.2 No se trata únicamente de la tematización de una búsqueda del ser, de lo trascendente, de Dios o, en general, de aquello que nos constituye pero que escapa a la comprensión, sino, más bien, de la concepción de la poesía misma como vía privilegiada para emprender esa exploración y del poema como el sitio donde tiene lugar. La espacialidad cobra entonces notable interés, ya que la indagación no debe entenderse únicamente como un ir-hacia, sino también como un abrirse-para; el poema no es tanto lo aprehendido en él, sino, principalmente, lo que en él tiene lugar, en línea con el heideggeriano acontecer del ser en lenguaje (2006, pp. 11-12), postulado que subyace en la siguiente afirmación de José Ángel Valente de comienzos de los sesenta: “La poesía aparece así, de modo primario, como revelación de un aspecto de la realidad para el cual no hay más vía de acceso que el conocimiento poético. Ese conocimiento se produce a través del lenguaje poético y tiene su realización en el poema” (1994, pp. 25). El foco, como se advierte, está puesto sobre el poder cognoscitivo de la lírica, que se distancia de la moderna idea de adecuación palabra-objeto, y que, por el contrario, postula al poema como su lugar. En síntesis, con la categoría “poesía de indagación ontológica” (que prefiero a otras, como “poesía religiosa”, más ligadas a cierta ortodoxia) me refiero a un modo de hacer y comprender la lírica –que se perfila con el paso de un absoluto religioso a uno poético (Piña, 2018, pp. 103-106)– en tanto conocimiento del ser, entendido, de modo general, como aquello, a la vez, más propio y más irreductible para el humano.

Si en Mujica predomina la concepción de la lírica como apertura que busca alojar el ser, en Lojo y Solinas suele prevalecer la idea de la palabra poética como exploración en el sentido de búsqueda activa, de tránsito, aunque no siempre. En el presente trabajo, propongo entonces una aproximación a las modalidades que la indagación ontológica adopta para ver cómo determinan un particular “ritmo espacial”, es decir, una singular “puntuación” en cada caso, y qué sentidos se pueden pensar a partir de ellos: el predominio del blanco y los versos escalonados en el extremo inferior de la página de Mujica; la solidez y compacidad de la prosa de Lojo; y la verticalidad pulsada de Solinas.

2. Una aproximación al “ritmo espacial”

En su ya clásico “Ritmo y sintaxis”, leído originalmente en una reunión del Opoiaz, en 1920, y publicado recién siete años después, Osip Brik se quejaba ya del pobre entendimiento del ritmo que tenían muchos de sus contemporáneos y señalaba la necesidad de comprender esta noción no como la mera disposición alternada de medidas y sílabas, sino como el movimiento productor de tal distribución, como discurso poético. Agregaba, además, que en cada época se advierten dos actitudes posibles frente a la lírica: o bien se privilegia el aspecto rítmico, o bien el semántico. Extremar estas modalidades lleva, por un lado, a la poesía trans-racional que olvida lo lingüístico y se detiene exclusivamente en los sonidos; por el otro, a una lengua deslucida y demasiado corriente. “La actitud correcta es concebir el verso como un complejo necesariamente lingüístico pero que reposa sobre leyes particulares que no coinciden con las de la lengua hablada” (1978, p. 113), escribe Brik. Según se advierte, para este formalista ruso el ritmo es ese algo individual que pone en tensión, en el discurso poético, al código social: “En el poeta aparece primero la imagen indefinida de un complejo lírico dotado de estructura fónica y rítmica y sólo a posteriori esta estructura trans-racional se articula en palabras significantes” (1978, p. 112). Décadas más tarde, Émile Benveniste3 también ensayaba una rectificación y sentaba las bases para toda una serie de trabajos que repiensan el ritmo: contra la versión platónica que imperó en la tradición occidental y que lo asocia con el orden y el número, el sentido original –pre-platónico– del ritmo designaba, por el contrario, a “la forme improvisée, momentanée, modifiable”,4 es decir, a “la forme dans l’instant qu’elle est assumée par ce qui est mouvant, mobile, fluide” (1966, p. 333).5 A partir este antiguo y a la vez novedoso sentido, Henri Meschonnic impugna la teoría del signo clásica sostenida sobre binarismos, y afirma que “el ritmo no es una alternancia, sino una organización del movimiento de la palabra” (2000, p. 17), y que, como tal, “es una actividad y un producto, y es necesariamente la actividad de un sujeto” (2000: 20). Entonces, para este pensador, el ritmo –que se libera ahora de sus lastres métricos– es una configuración del sujeto en el discurso, las marcas que hacen único un discurso, que lo singularizan en la historia y que, al mismo tiempo, lo hacen accesible, a través de la reenunciación, como una forma específica de sujeto entre las tantas posibles.6 En palabras de Meschonnic:

El sujeto de la enunciación es una relación. Una dialéctica de lo único y de lo social. Noción lingüística, literaria, antropológica, no se debe confundir con la de individuo, que es cultural, histórica, del dominio de las historias de la individuación. El sujeto es un universal lingüístico ahistórico: siempre hubo sujeto, en todas partes donde hubo lenguaje. El individuo es histórico: no siempre hubo. De allí una historia de las relaciones entre sujeto e individuo. En el discurso, el sujeto del discurso es histórico, socialmente e individualmente.

La escritura, que expone el estado político del sujeto en una sociedad, muestra y hace del sujeto de la escritura un trans-sujeto. Pero sólo hay sujeto de la escritura cuando hay transformación del sujeto de la escritura en sujeto de renunciación (2007, p. 72).

Nuevamente, según se ve, el ritmo comporta, o más bien es, el modo en el que se tensan lo estable y lo novedoso. Entonces, si el ritmo es organización que produce una semántica distinta del significado léxico, en el caso del poema resulta de suma relevancia el estudio de lo espacial en tanto configuración singular, pero no como si se tratara de una pintura, sino como una particular puntuación del lenguaje. Dice el pensador francés en una entrevista con Gérard Dessons7 a propósito de la visualidad de los poemas:

[…] encontré una codificación que visualiza la oralidad: y encuentro que el problema poético –pero es algo que aparece desde que uno abre una página de Maïakovski, por ejemplo– es tener la dicción de nuestra visión y la visualización de nuestra dicción. La dicción no en el sentido de la realización fónica individual, sino en el sentido de la organización del movimiento de la palabra. Es decir, la definición de ritmo que propuse en Critique du rythme, en 1982. No hay por consiguiente nada gratuito, nada arbitrario, y al mismo tiempo es una crítica de la confusión grosera entre puntuación y signos de puntuación. Jacques Drillon […] Cree que Apollinaire suprimió la puntuación, y no, él suprimió los signos de puntuación. Los espacios blancos siguen siendo, evidentemente, una puntuación. La palabra «puntuación» es profundamente perversa, porque es de origen latina. Viene de punctus, que es el picado del estilete sobre la tablilla de cera. Nadie piensa en mirar cómo se decía en griego. Aristóteles habla de diastizein, es decir: preservar intervalos. Lo que deja ver que una ruptura, o sea una separación aparente, es una forma muy fuerte de vincular (2002).

La visualidad del poema, entonces, como una forma singular de puntuar, entendido este verbo como modo de vincular, de hacer ritmo, de organizar el movimiento de la palabra.

Desde hace algunos años, numerosos estudiosos de las relaciones interestéticas comprendieron la necesidad de trasponer el marco del comparatismo clásico entre imagen y palabra, ya que esta técnica de análisis, si bien segura, resulta, al mismo tiempo, ciertamente limitada. Uno de los nombres más destacados en este afán reformista es, sin dudas, W. J. T. Mitchell, quien, ya en Iconology y luego en Picture Theory, reflexiona extensamente sobre el tema. Allí, el autor propone que, en esta era del “pictorial turn” (1994, p. 88), hay que correr el foco de la mera comparación, que supone dos entes autónomos y distintos que se relacionan de algún modo, al estudio de las tensiones que la palabra y la imagen –“literalness and materiality” (1994, p. 90)– generan hacia el interior de una misma obra: “The image/text problem is not just something constructed ‘between’ the arts, the media, or different forms of representation, but an unavoidable issue within the individual arts and media. In short, all arts are ‘composite’ arts (both text and image)” (1994, p. 94-95).8

Siguiendo esta premisa de nuevas “formas de pensar la complejidad” (Monegal, 2003, p. 43), aunque no directamente alineado con la metodología propuesta por Mitchell, Noé Jitrik, en su artículo “La figura que reside en el poema”, sugiere que el ritmo “se genera y halla no en la carga o el efecto fonético de las sentencias pronunciadas, sino en el espacio escrito mismo” (2001, p. 31). Jitrik, claro, no sostiene que sea posible soslayar por completo el aspecto sonoro en favor del visual, pero afirma que la búsqueda de la comprensión –parcial e imperfecta, necesariamente– del “ritmo espacial” mediante el trazado de una figura constituye una instancia posible de aproximación a los sentidos, siempre esquivos, del poema. No se trata de poesía visual en la acepción más extendida de la expresión, puesto que no se presume, en la instancia de composición, una afán declarado de perfilar una imagen determinada y reconocible, lo que no quita que haya efectivamente un trabajo con y en el espacio, cuyo resultado puede ser leído e interpretado a la luz de una figura que pertenezca al código cultural del lector. Esta aproximación, Jitrik lo reconoce, “puede parecer caprichosa y arbitraria” (2001, p. 24), pero, aun así, tiene el potencial de señalar un camino hermenéutico distinto y mucho más sugerente que los del comparatismo más tradicional. Luego de confrontar la figura que obtiene a partir de la rotación y del sombreado de la superficie que cubre la letra de un poema con la fisonomía de algunas urbes “modernas” tal como aparecen en la pintura de Roberto Aizemberg y en una maqueta de César Pelli y de constatar el parecido (Figuras 1 y 2), Jitrik descarta la homologación tajante y concluye:

[…] con independencia de lo anecdótico, bulle y actúa un significante al que solo nos podemos acercar por sucesivas aproximaciones, algunas de las cuales bien pueden ser comparaciones que van de lo evidente a lo oculto. La significación del poema, en consecuencia, surgiría de todos estos cruces, incluso de relaciones incompletas e imperfectas, pero semióticamente ricas en la medida en que convocan a una inestabilidad discursiva en la que reside lo que se aprehende y lo que se escapa del poema (2001, p. 33).

En su misma incompletitud, la propuesta de Jitrik puede servir de marco para un acercamiento espacial a las diferentes modulaciones que la indagación ontológica adopta en las obras de Mujica, Lojo y Solinas, tan próximas en cuanto hacen de esta un proyecto estético que escapa a lo ortodoxo, doctrinal o confesional; una apuesta en pos de restituir, en la poesía, una pérdida, una ausencia. El referido trabajo del autor de Muerte y resurrección de Facundo, si bien no presenta una metodología precisa, tiene el mérito de habilitar e incentivar otras aproximaciones al estudio del espacio en lírica. Por mi parte, debo hacer la salvedad de que, a diferencia de Jitrik, no pretendo obviar lo semántico en favor de lo espacial, sino estudiar cómo ambos planos se implican en el ritmo, y no solo a partir de un poema, sino de algunos esquemas figurales que se repiten.

Si, como sostiene Jorge Monteleone en línea con Meschonnic, una “historia del ritmo de la poesía argentina […] no sería una historia de la métrica y de la versificación, sino de todos los elementos rupturistas que el ritmo introdujo en la lengua de la sociedad de su tiempo” (2004, p. 258), una aproximación al “ritmo espacial” de las poéticas que aquí considero a partir de ciertas figuras permitirá comprender mejor esa singular puntuación que las hace únicas en el contexto actual.

3. Figuras

A propósito de la relación significante entre el blanco de la página y la letra que en ella se imprime, sostiene Jitrik en el referido artículo:

[…] en su inscripción […], la letra modifica lo que antes estaba ahí, una incisión en un tronco, una grabación en una piedra, una letra en una página, eso que estaba antes pierde y vuelve a ganar definición, muestra una potencia significante relacionada con la modificación propia del trabajo humano. El blanco pugna por no ceder a la inscripción que, al producirse, crea un ritmo específico y, en lo que subsiste, pone en evidencia que no es tan solo el sitio pasivo en el que se realiza la inscripción, sino un “fondo” que le permite constituirse. El espacio, entonces, se resignifica en el ritmo que se crea, para la mirada, entre lo que la inscripción intenta cubrir y el intento de hacerlo: el ritmo es lo que “significa” (2001, pp. 17-18).

Con un breve interregno marcado por Para albergar una ausencia (1995) y Noche abierta (1999), en los que la página está conquistada desde el borde superior, y sobre todo desde Sed adentro (2001), en la obra poética de Mujica predomina el trazado desde la mitad de la hoja hacia el margen inferior y de forma escalonada, como si cada verso avanzara un poco más que el anterior, o zigzagueante, como si dicha grada recomenzara en el inicio de cada estrofa. En esta sucesión, las letras van atravesando el espacio de izquierda a derecha, lo que suele darle a las composiciones una pendiente más o menos pronunciada.

Ante un poema como “Poética”, de Casi el silencio (2004), por ejemplo, se advierte enseguida, como en tantas piezas mujicanas, que el blanco domina el espacio (Figura 3).9 De algún modo contradiciendo el razonamiento de Jitrik, parecería que aquí la letra no debiera abrirse paso en el vacío de la hoja, sino que cediera o tendiera a él; muestra, en suma, su propio desvanecerse. Los tres versos de este poema, cuya brevedad y rotundidad remedan los de un haiku, apuntan –podría pensarse– en la misma dirección:



Un relámpago
en la noche que dilata
alumbra su mismo apagarse.
(Mujica 2017, p. 221)

La palabra poética como destello, como resplandor efímero y enérgico que subraya su misma tendencia al misterio, a lo que, en palabras de Heidegger, se muestra ocultándose. Y también como hendidura, como rastro y sed de lo Otro en el ser humano, como afán doliente de silencio, principio y fin de toda la lírica mujicana. Cabe conjeturar que, a la manera de una escalera, no hay una dirección única y obligatoria, sino que ambos recorridos –ascendente o descendente– son posibles, ya que el sentido se conserva. Este hecho podría ser interpretado como una propuesta de lectura que, en sí, sugiere la conexión entre el plano superior y el inferior, también implicada en la figura del rayo. Precisamente estas dos figuras, la del relámpago y la de la grieta, tan recurrentes en la poética del autor, pueden servir para acercarse a la forma que adoptan composiciones como “Más hondo”, de Y siempre después el viento (2011) (Figura 4):



Hay vidas
en las que el alma
se abre
más hondo
que donde esas vidas laten,



se abre como un relámpago
sin cielo ni trueno,



como una herida sin pecho



o un abismo
(Mujica, 2017, p. 245)

Fuente: donde la belleza es alba

Se advierte aquí la apertura hacia una profundidad atópica y atemporal, sin sitio ni tiempo, que se abisma en lo más profundo del ser humano. Esta “herida sin pecho” remeda, de algún modo, la tendencia del propio poema a la desrealización, a la desnudez, al desvanecimiento en el blanco, al silencio. También en “VI”, de Cuando todo calla (2013) (Figura 5), hallamos ese poder creador del callar, ese hálito que es, a la vez, fractura y develamiento:



Hay una hendidura
en la palabra
hendidura,



un desgarro donde
cada palabra calla,
donde todo callar crea;



es lo que en el decir es aliento
no sonido,
es donde en cada palabra
nos escuchamos revelados
(Mujica, 2017, p. 249)

Por último, en “XI”, de Barro desnudo (2016) (Figura 6), la palabra intenta revestir el silencio, el vacío, ser abertura y sendero ella misma:



Son las grietas
en los muros
las que insinúan
otros senderos,



y es esa sed
que llamamos alma
la que nos transparenta
lejanías,
la que siempre
pide más vida
para encarnar
su vacío.
(Mujica, 2017, p. 266)

En síntesis, en el blanco de la hoja que no llegan a cubrir, las letras se disponen como el resplandor efímero e insonoro del rayo, o como una pequeña grieta que señala (“Son las grietas/ en los muros/ las que insinúan/ otros senderos”) un plano otro que no acaba de decir (“un desgarro donde/ cada palabra calla”). En ambos casos, la palabra es herida profunda, apertura silenciosa y fugaz en el abismo (“se abre como un relámpago/ sin cielo ni trueno”). Lo que parecen rezumar, en fin, estas formas levemente zigzagueantes y escalonadas de los poemas de Mujica es, a la vez, profundidad y avance,10 esto es, un movimiento penetrativo, a pesar de la fugacidad o pequeñez que sugiere su ubicación sobre el borde inferior de la página.11 Precisamente, la predominancia del blanco lleva al lector a observar con especial atención la letra, que cobra así una visualidad inusitada.

Las trazas que se pueden delinear a partir de muchos de los poemas de Solinas se asemejan a las mujicanas, pero las composiciones del primero cubren toda la página, resultan mucho más extensas, y suelen incorporar la letra cursiva, que dialoga con la redonda, y estrofas alineadas alternativamente a izquierda, centradas o justificadas. Si bien resulta difícil pensar una única figura de las piezas solinasianas –más allá de algún carmen figurantum como el así titulado, con forma de cruz, incluido en Corazón sagrado (2014, p. 17) (Figura 7)–, creo que se puede aventurar un esquema figural de pulsación, es decir, similar al de un movimiento continuo y ondulante: la letra oscila entre un extremo y el otro de la página en una suerte de vaivén dialógico, en ocasiones interceptado por una palabra otra –o una voz desdoblada–, tipográficamente marcada, que se interpone en el medio de la hoja o que continúa con el vaivén. Más recurrentes en los primeros libros –Signos oscuros (1995), El gruñido (1997), El lugar del principio (1998) y Jardín en movimiento (2003)–, estas formas, desde Noche de San Juan (2008) en adelante –Corazón sagrado (2014), Barcas sobre la zarza ardiente (2016) y El libro de las plegarias (2019)–, aunque todavía presentes, merman en cantidad de ocurrencias.

La referida ondulación incesante hace, de algunas de las figuras líricas en cuestión, recorridos sinuosos y arduos, por momentos casi laberínticos, como si los poemas fuesen en sí mismos una búsqueda casi a tientas.12 Así, en “Este escriba” (Signos oscuros) (Figura 8) –título que combina la doble acepción de copista y de experto e intérprete de la ley entre los hebreos–, la composición misma se propone como un derrotero trabajoso en pos de una palabra que diga la verdad. Las voces del hablante lírico, en letra redonda, y la del mismo amanuense, en cursiva, se intercalan, mientras la letra se desplaza a un lado y a otro en ese transcurrir de “los días y las noches”, en ese intento de asir la verdad o el amor, que no son “eso”, sino “otras cosas”, según sentencia el hablante –que sabe, pero no halla las palabras para expresar verbalmente su saber– en los versos finales:



porque la vida es eso
y además otra cosa.



Girar en círculos de fiebre
al mismo tiempo que se busca
(Solinas, 2011, p. 37)

En ocasiones, esta búsqueda sin recompensas se torna doliente y angustiosa, como puede advertirse a lo largo de todo El gruñido, poemario que, en sí mismo, es la representación de un vértigo y quizá por eso el más experimental desde lo espacial. En “XI” (Figura 9), por ejemplo, aparece nuevamente la idea de una vida que se escapa y de un aquí-y-ahora hostil, tortuoso en el sentido más propio del término: la única certeza es el sufrimiento –“dolor”, “electroshock”, “guerra”– y el odio ubicuo que gobierna el mundo; la única comprensión, la de la pérdida del fundamento y la fragmentación resultante, que atañe también al hablante lírico, desdoblado en una tipografía redonda alineada a izquierda, y en una cursiva y entrecomillada, que se “mueve” por la página. O quizá sea el blanco –entidad activa– el que se mueve, tal como parecen sugerir los versos “esa gotita de tinta/ que es atravesada por papeles de color perfecto”, que proponen una inversión interesante. En cualquier caso, no hay término feliz para la exploración, porque la palabra se quiebra y la realidad se irrealiza:



Todo es un gran dolor sin límites.
Me pusieron dos cables en la cabeza
porque la realidad no era lo que me parecía.
La realidad es todo lo que se desvanece.
La realidad es irreal”.
(Solinas, 2011, p.23)

El miedo –su terrible padecimiento, signado por un campo semántico compacto: “horror”, “puñales”, “desesperación”, “temor”, “temblor”, “torturas”– también vertebra el poema homónimo incluido en Jardín en movimiento (Figuras 10 y 11), y no hay conjuro al que el hablante pueda apelar para ahuyentarlo: el sintagma se repite al comienzo de la hoja como una obsesión flotante, que inmediatamente cubre la página de izquierda a derecha para aparecer luego, en el centro, en una voz otra, acuciante, acechante, agorera: “Caerán en otoño las hojas de tus libros. Caerán. Y no podrás entender. La soledad será en tu vida lo que el agua a la piedra. Solo el poema es seguro y el dolor, y la muerte” (Solinas 2011, p. 69), dice. Y el hablante contesta con una plegaria por el olvido, para combatir la memoria de la infancia y la soledad. Otra vez, el poema es el sitio de un viaje zigzagueante que busca comprender algo que es un puro escaparse, como ese miedo que quizá deje “… de ser un arma/ para convertirse en voz”, pero quizá “se transforme en dragón.// Porque así son los miedos” (Solinas, 2011, p. 71). Lo que la letra no alcanza a asir, el cuerpo del poema parece sugerirlo en su movimiento doliente.

A primera vista, en relación con la lírica de María Rosa Lojo, la cuestión del ritmo espacial parecería particularmente compleja, ya que se inscribe en lo que tradicionalmente se denominó “prosa poética” o en lo que se ha dado en llamar, más recientemente, “microficción”. La autora misma ha aceptado de buen grado este marbete en Bosque de ojos, libro que reúne sus cuatro antologías líricas y que reza, debajo del título mismo, “microficciones y otros textos breves”, si bien los tres primeros libros, Visiones (1984), Forma oculta del mundo (1991) y Esperan la mañana verde (1998), se dieron a conocer como “poesía lírica”. La oposición entre prosa y poesía, sin embargo, desde una perspectiva como la de Meschonnic, que no está concebida en términos formales, no se considera operativa.13

La figura que parece caracterizar los textos lojianos es –no sorprende– similar a la de un bloque suspendido en el centro de la página, lo que remite, en primera medida, a la solidez y la compacidad. Pero, si más que en los bloques en sí, nos detenemos a considerar cómo estos están construidos, veremos que abundan, al menos en los dos poemarios iniciales, aquellos que están compuestos por un único párrafo, subdividido en numerosas oraciones de diversa extensión. Si a esto, además, agregamos que, en buena medida, la enunciación está a cargo de un hablante lírico que se desdobla en un “tú” al que se refiere en tono por momentos profético, cabe conjeturar que el ritmo espacial aquí semeja al de la visión –aglutinación de tiempo y espacio–: se trata de mensajes proferidos casi en rapto, de una sola vez, como si el “yo” fuese un poeta-médium que entreviera, en una suerte de kairós, una realidad otra que angustiosa y enigmáticamente revela. La tensión de la palabra del hablante subraya esa densidad que se adivina en la figura de bloque. El cuarto poema (Figura 12) del apartado “Los avatares” del libro Visiones es un buen ejemplo:

Sobre un metal que las aguas han oxidado y que los sueños denuncian con su lámpara oscura, allí donde la vida y la muerte intercambian sus túnicas en la noche profunda, y sus sandalias para danzar repiten los mismos pasos solemnes; allí has visto nuevamente tu rostro de niño, tu rostro de hombre, tu rostro de anciano contra la imagen dorada, contra el modelo que fue desde el principio y que tu mano inhábil no llegó a dibujar.

(Lojo, 1984, p. 30)

En un párrafo, una visión súbita de un plano otro, imprecisable, pero percibido por el hablante como esencial (“la imagen dorada”), atemporal (“el modelo que fue desde el principio”) e inefable (“que tu mano inhábil no llegó a dibujar”), donde vida y muerte se igualan. Si bien el tiempo empleado es el pretérito perfecto compuesto, el tono, sereno y cadencioso, tiene algo de presagio, porque es un caer en la cuenta, una certeza –de la propia insuficiencia–, lo que le da a esta composición notable rotundidad. La misma contundencia la hallamos en el segundo poemario lojiano, en una composición como “El cuadro” (Figura 13):

Sentada contra un paisaje sin fin, quisieras apresar lo lejano, dar de comer al pájaro que canta sobre el roble intangible, en una tela blanca. No hace falta pincel. Con el dedo del corazón vas trazando colores que no existen en el marco vacío, el único escenario a tu medida, profundo y silencioso como el deseo. Cierras los ojos para que el mundo crezca en la soledad de tu sueño y cuando ha florecido en la corona de una rosa absoluta quieres ver, otra vez, la tierra nueva. Sobre la tela, ese rostro desconocido, tu rostro, heredado de un Dios que todo lo abandonó, y en tus ojos el pájaro incesante que lo recuerda.

(Lojo 1991: 68)

Nuevamente, la impotencia: el hablante se dirige a un tú –o a un yo desdoblado– que intenta retener una visión distante evocando, sobre un lienzo imposible, la “tierra nueva”, pero se encuentra con su propio rostro incógnito, legado por un Dios ajeno. Y otra vez, como en Visiones, el ritmo pausado y grave del poema, que le da un carácter terminante.

4. Aperturas

La aproximación al trabajo espacial que hay en parte la obra lírica de Mujica, Lojo y Solinas permite pensar, desde un ángulo hasta ahora poco explorado, qué perfil adquiere cada proyecto artístico en el marco de la poesía de indagación ontológica, vertiente que agrupa aquellas propuestas que hacen de la palabra poética el medio de exploración de los misterios que trascienden y constituyen al ser humano, y del poema, el lugar de tal búsqueda-apertura. La delineación de figuras o esquemas figurales culturalmente reconocibles a partir de la visualidad de las composiciones, y su puesta en relación con lo semántico, sirve para captar las modulaciones propias de cada poética a partir del “ritmo espacial” que resulta de la interacción entre el blanco y la letra, considerada en su materialidad, pero también en los sentidos que invoca, es decir, a partir de su singular puntuación del lenguaje. Del cotejo que he ensayado aquí entre piezas de los tres autores, además de advertirse la recurrencia de espacios de coordenadas imprecisas –el relativo “donde”, el demostrativo “aquí”, el “barrio preciso que nadie quiere descubrir”–, puede decirse que, mientras que la letra mujicana penetra profunda pero apaciguadamente –pequeña grieta, instante luminoso– en el vacío silencioso de la página, al que –abriéndose– aspira y se entrega; la solinasiana, más vertiginosa y angustiada, se debate y desdobla con ansiedad entre un margen y el otro; y la lojiana se impone, maciza y segura, como la certidumbre del que ha contemplado inmediatamente un misterio terrible e insondable. Tales diferencias en cuanto al “ritmo espacial”, esto es, en cuanto a su particular puntuación como modo de organizar la lengua, echan luz sobre la relación que los sujetos poéticos configurados en los poemas establecen con aquello que buscan o intentan alojar. De este modo, las presentes reflexiones pueden servir de claves para explorar o calibrar otras aristas de estos proyectos, de los que aquí solo he considerado un momento. Se trata, en definitiva, de abrir el abanico de enfoques hacia uno más dispuesto a asumir las complejidades y de promover nuevas interpretaciones.

Referencias

Bachelard, G. (2002). Instante poético e instante metafísico. En La intuición del instante (93-101). Jorge Ferreiro (Trad.). México: Fondo de Cultura Económica.

Benveniste, É. (1966). La notion de «rhytme» dans son expression linguistique. En Problémes de linguistique générale, 1 (327-335). Paris, Francia: Éditions Gallimard.

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Anexo: Figuras

Figura 1
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Figura 2
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Notas

1 El presente artículo se inscribe en el marco del Programa de Posdoctorado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad de Buenos Aires, dentro del grupo de investigación UBACyT “Los territorios comparatistas: Literaturas nacionales/Regiones culturales/Literaturas extranjeras/Límites. La comparación como metodología y disciplina”, dirigido por la Dra. Susana Cella.
2 Por ejemplo, en el número monográfico Poesía Argentina de Indagación Ontológica que edité como invitado para la revista Gramma (primer semestre de 2018), en el que participaron Cristina Piña, Gustavo Zonana, Susana Cella, Carolina Depetris, Gabriela Milone, María Elena Legaz, María Isabel Calle Romero y Tomás Vera Barros, aparecen artículos de investigación sobre Alejandra Pizarnik, Juan Gelman, Olga Orozco, Juan L. Ortiz, Oscar Del Barco, Amelia Biagioni, Jacobo Fijman y la propia María Rosa Lojo.
3 El trabajo “La notion de ‘rhytme’ dans son expression linguistique” está incluido en la versión original del primer volumen de los Problémes de linguistique générale, pero no en la traducción castellana del libro.
4 “la forma improvisada, imprevista, modificable” (la traducción es mía).
5 “la forma en el instante que es asumida por aquello moviente, móvil, fluido” (la traducción es mía).
6 “No hay pues un sujeto como parece suponerlo la expresión de la-cuestión-del-sujeto. Distingo más de una docena de sujetos pero estoy seguro de que se pueden encontrar otros” (2000, p. 21). Entre los muchos posibles, se halla “el sujeto del poema –y del arte– específicamente. Que defino como una subjetivación del discurso en un sistema de discurso. No un autor. No se trata de sicología” (p. 22).
7 La entrevista, originalmente titulada “Henri Meschonnic, ‘Ecrire le silence, le poème et la Bible’. Entretien avec Gérard Dessons”, apareció en septiembre de 2002, en la revista Nu(e), n° 18, pp. 5-23.
8 “El problema imagen/texto no es solo algo construido ‘entre’ las artes, los medios o diferentes formas de representación, sino una cuestión inevitable dentro de cada arte y cada medio individual. En síntesis, todas las artes son ‘compuestas’ (al mismo tiempo texto e imagen)” (la traducción es mía; el destacado es de Mitchell).
9 De hecho, en las ediciones, reediciones y antologías de la poesía mujicana, suelen omitirse los números de las páginas (en Al alba los pájaros, por ejemplo, solo aparecen en las pares) para que en estas prevalezca el blanco sin más inscripciones que el propio poema que allí aparece.
10 En este sentido, las figuras mujicanas evocan lejanamente los poemas de Crawl, libro en el que Héctor Viel Temperley, según comentó en una entrevista, quiso plasmar las brazadas del nadador: “Si mirás Crawl arriba es como un cuerpo que va nadando. Yo desplegaba el poema en el suelo y me paraba en una silla para ver dónde había algo que se saliera del dibujo. Me pasaba horas arriba de la silla fumando y mirando, y corrigiendo para que tuviera esa forma. Incluso trato de que las estrofas no tengan puntos hasta la tercera parte, porque quería que fuera un respirar, quería que cada brazada fuera una respiración. Solamente al final, cuando habla con otros hombres, hay puntos y cortes. Pero, donde es pura natación, son estrofas” (Bizzio, 1987, p. 58).
11 Cabe recordar lo que, en La intuición del instante, Gastón Bachelard sostiene a propósito del tiempo poético: “… mientras que el tiempo de la prosodia es horizontal, el tiempo de la poesía es vertical. […]. El fin es la verticalidad, la profundidad o la altura; es el instante estabilizado en que, ordenándose, las simultaneidades demuestran que el instante poético tiene perspectiva metafísica” (2002, p. 94; el destacado es de Bachelard). Siguiendo este razonamiento, podría pensarse que el ritmo de la lírica mujicana –y la de Solinas– cumple, también desde lo espacial, con este principio de verticalidad.
12 Resulta interesante comparar esta figura con la idea de la poesía como “jardín en movimiento” que dio título a un poemario (Jardín en movimiento, 2003) y a un ensayo homónimos. En este último, Solinas expresó, a propósito de las dificultades que entraña lo poético: “A medida que la poesía va realizando sus movimientos de aparición y retirada, siempre hay algo que no termina de materializarse. En tanto el jardín se va construyendo, altera el punto de percepción, se transforma, influido por el aquí y ahora. […]. Como todo ente vivo, siempre se nos escapa o escabulle. […]. Se trata de un jardín en movimiento que, a medida que va expresándose, reelabora su cuerpo y dirección” (2010, pp. 114-115; el destacado es de Solinas).
13 “…si el ritmo-poema es una forma-sujeto, el ritmo no es ya una noción formal, la forma misma no es ya una noción formal, la del signo, sino una forma de historización, una forma de individuación. […]. Es poema todo aquello que, en el lenguaje, realiza ese recitativo que es una subjetivación máxima del discurso. Prosa, verso o línea” (2000: 50).
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