Orbis Tertius, vol. XXIII, nº 28, e104, diciembre 2018. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Libros

Pablo Ansolabehere, Homero Manzi va al cine.

Buenos Aires, Libraria, 2018, Los escritores van al cine, 176 páginas

Cita recomendada: Suárez, N. (2018). [Revisión del libro Homero Manzi va al cine por Pablo Ansolabehere]. Orbis Tertius, 23 (28), e104. https://doi.org/10.24215/18517811e104

Homero Manzi va al cine es el quinto volumen de la colección Los escritores van al cine, que dirige Gonzalo Aguilar y constituye una apuesta fuerte por la alta divulgación. Al igual que los anteriores libros de la colección, el de Ansolabehere es fruto de un intenso trabajo de archivo y está escrito con gran rigor crítico pero a la vez con una prosa fluida, profusamente ilustrada con fotografías y documentos de época. Es, por ello, un libro que tiene la ambición de llegar no solo a especialistas en temas de historia intelectual, cine o literatura, sino también a un público algo más amplio, de lectores que no sean necesariamente expertos en esas áreas. Dentro de la serie de Los escritores van al cine, sin embargo, este nuevo libro presenta algunas particularidades que permiten diferenciarlo. Ante todo, porque aquí ya no se trata tanto de tomar a un escritor cinéfilo e indagar de qué manera ir al cine repercute sobre su propia escritura. Luego de la lectura del libro de Ansolabehere, en cambio, uno tiene la sensación de que Manzi va tanto al cine que en rigor ya está en el cine. Y eso introduce una cuestión fundamental: ¿qué clase de escritor es Manzi? No es un escritor como los otros de la colección: Arlt, Bioy Casares, Borges o Victoria Ocampo, figuras canónicas que llegan al cine (o cuya llegada al cine nos llega a nosotros) con el prestigio de la literatura. Manzi encarna otro tipo de intelectual, que es el escritor de la industria cultural. Por eso, en su caso, “ir al cine” adquiere un sentido distinto. Se trata de ir al cine como ritual recreativo, pero también como trabajo. Manzi va al cine y en ese verbo ir hay un desplazamiento que podría pensarse que es el cine mismo: movimiento de las imágenes y también del espectador, dado que el cine es fundamentalmente un lugar a donde uno va. Esa es la imagen de Manzi que trasluce el libro de Ansolabehere: la de un intelectual inquieto, movedizo, que tiene una relación multifacética con el cine. No es solo la figura del espectador o el crítico que eventualmente escribe algún guion, sino también la del letrista de canciones para cine, el director e incluso el productor.

Manzi, además, pivotea entre el cine y la canción popular, el cine y el ensayo político, el cine y la crítica de espectáculos, el cine y la militancia. Esto habilita a inscribir el libro en una segunda serie, la de las biografías intelectuales de Manzi, entre las que se destacan la de Aníbal Ford (publicada por el CEAL en 1971 dentro de la colección “Vida y milagros de nuestro pueblo”, que estaba muy influida por la mirada del peronismo revisionista), la de Horacio Salas (centrada en la labor de Manzi como letrista) y un estudio de Abel Posadas sobre Manzi y la productora Artistas Argentinos Asociados. Se trata, pues, de abordajes parciales de la relación de Manzi con el cine o bien de miradas de soslayo en las que esa relación suele limitarse a algún capítulo final de textos consagrados a estudiar otras facetas de su producción. De todas formas, el denominador común es que son abordajes en los que la política constituye un punto de partida para llegar al cine de Manzi. Ansolabehere modifica esa relación, la complejiza. El libro va y viene entre arte y política, y ese es uno de los logros que tiene.

Este vaivén constante se puede apreciar en la organización del texto, que se estructura en cuatro capítulos (Boedo antigua, El cine va al tango, El escritor de cine y Nacional y popular) enmarcados por una introducción y un epílogo. En el capítulo introductorio, La marca del Zorro, se presentan las múltiples relaciones de Manzi con el cine, sus distintos modos de ir al cine. Para ello, Ansolabehere rescata una oda que Manzi publicó luego de la muerte de Douglas Fairbanks, héroe de las películas de aventuras que el poeta había disfrutado en su infancia. Las palabras que Ansolabehere usa para caracterizar esa biografía en versos hablan no menos del texto de Manzi que del suyo. Si cambiamos Douglas Fairbanks —que es el título del poema— por Homero Manzi va al cine, tenemos una descripción bastante precisa del libro de Ansolabehere: Homero Manzi va al cine “es, sin duda, un ejercicio nostálgico sobre un tiempo que se fue, lleno de inocencia y maravillas, pero también una indagación amorosa y a la vez descarnada sobre un ídolo popular” (p. 9). Podría decirse que todo el libro está transido de esa doble nostalgia: la nostalgia de Manzi hacia las películas de la infancia, hacia el barrio del tango; y la nostalgia de Ansolabehere hacia ese modelo de escritor movedizo, que es capaz de desplazarse entre distintas esferas de la cultura popular y que hoy estaría en vías de extinción, si no definitivamente extinto. Manzi, entonces, mira con nostalgia las películas mudas de Fairbanks, las calles de Boedo o a los payadores de comienzos del siglo XX, y Ansolabehere también nos muestra con nostalgia ese tiempo desde el que escribía Manzi.

Esa imagen del escritor multifacético de la industria cultural no solo estaba anclada en un tiempo histórico sino también en un espacio concreto, que se describe en el capítulo uno. Allí se muestra el tipo de sociabilidad barrial en la que podía formarse un escritor como Manzi, en quien confluían mundos tan diversos como la literatura, el periodismo, la política, la vida bohemia, el tango, el cine y el fútbol. El barrio de Boedo donde Manzi creció se configura, así, como epítome de esa mistificación cultural que Adrián Gorelik denominó el barrio pintoresco. Para buscar las huellas de esa articulación sobre la obra de Manzi, Ansolabehere se detiene en la figura de José González Castillo, que fue central para la construcción cultural de Boedo y, a la vez, una suerte de mentor y modelo de intelectual para Manzi, no solo por la doble condición de letristas y guionistas que ambos ostentaron sino también por su actividad militante. En el caso de González Castillo, se trató de una militancia vinculada al anarquismo, mientras que, en el de Manzi, al yrigoyenismo y luego al peronismo (previo paso por FORJA). Este cotejo permite insertar el libro en otra serie, la de la propia obra de Ansolabehere, con su Literatura y anarquismo en Argentina (2011), que termina justamente donde Homero Manzi va al cine empieza: en 1919, con la Semana Trágica, se cerraba el libro anterior y hacia 1920, especulando con un Manzi adolescente que iba al cine a ver las películas de Fairbanks, se abre este.

El segundo capítulo, de carácter más informativo que el resto, se dedica a mapear la escena de la cultura de masas en la Argentina de los años treinta y, específicamente, el modo en que la llegada del cine sonoro propicia el ingreso de Manzi a la industria cinematográfica como letrista de canciones primero y guionista después. En un ida y vuelta entre música y cine, Ansolabehere analiza cómo ambas esferas se retroalimentan, tanto en términos de sinergia comercial como de fomento de la diversidad genérica. Este fenómeno, con todo, no era exclusivo de la obra de Manzi, aunque en su faceta de crítico cultural él fue especialmente consciente de sus alcances y limitaciones, como demuestra Ansolabehere al explorar la visión negativa que Manzi tenía del modo en que la imagen de Gardel, en tanto estrella rutilante de la música argentina, había sido explotada por el cine foráneo.

En “El escritor de cine”, tercer capítulo y núcleo del libro, se introduce una consideración sumamente novedosa de la obra de Manzi. Es un hallazgo, a este respecto, el concepto de “literatura cinematográfica”, que Manzi acuña y Ansolabehere retoma como noción clave para pensar la relación de Manzi con el cine. Desde esta concepción, la escritura para el cine que practica Manzi incluye no solo la creación de guiones sino también el quehacer crítico, principalmente a través de los artículos que escribió a fines de los treinta en el diario El Sol, como una presentación de credenciales para facilitar su inserción en la maquinaria del cine local. En estas notas, varias de las cuales no habían sido estudiadas hasta ahora, Manzi traza un diagnóstico del estado del cine argentino y un programa de acciones para modificarlo. En este sentido, Ansolabehere destaca la ponderación que Manzi hacía de la adaptación de textos literarios como camino a tomar para una industria cinematográfica local todavía en ciernes, que carecía de guionistas “serios” y, a la vez, precisaba granjearse algo del prestigio de la literatura. En la práctica, estos planes se concretaron mediante una modalidad de trabajo particular: la escritura colaborativa, que Manzi ejerció como letrista y también como guionista. Ansolabehere construye, de esta manera, un perfil intelectual de Manzi como escritor en colaboración, alguien que “puede tener una idea genial, […] pero que necesita […] de un lugarteniente expeditivo y ordenador, para poder transformar esa idea en libro” (p. 77). Estas reflexiones constituyen toda una invitación a nuevos estudios que indaguen en la escritura compartida como tendencia cultural de la época y, a la vez, como parte de una historia más amplia de las prácticas literarias en la Argentina.

En las páginas finales del libro, los avatares de la vida política argentina se intersecan cada vez más frecuentemente con la carrera de Manzi. De ahí que la relación entre estética y política sea un punto de llegada antes que de partida, como se advierte en el último capítulo, donde se deslinda la obra de Manzi de las miradas anacrónicas de un peronismo revisionista que no fue el que el que a él le tocó vivir y se rastrean las marcas de una reflexión muy intensa acerca de los significados de lo nacional y lo popular en su obra. Ansolabehere resume ese trabajo con la fórmula “repartir cultura” (p. 144), una propuesta de resonancias sarmientinas que le sirve para explicar el interés de Manzi por Sarmiento y, a su vez, entronca nuevamente con la tradición de la cultura de izquierda que a Manzi le llega por la vía de González Castillo. Lo nacional y lo popular, de esta forma, aparecen como conceptos que podían tener múltiples significados en la Argentina de las décadas del treinta y cuarenta, pero cuya valoración positiva no se discutía. En todo caso, lo que se debatía era cómo definirlos. Por este motivo, Ansolabehere se ocupa de seguir los modos en que Manzi deslinda el “buen” nacionalismo del “mal” nacionalismo y lo auténticamente popular de lo falsamente popular.

En este punto, se evidencia una operación constante a lo largo del texto, que es la intención de reenfocar el problema del nacionalismo cultural desde otra perspectiva que no sea la colocación ideológica y que permitiría situar el libro de Ansolabehere en una constelación de estudios recientes sobre la cultura masiva argentina de la primera mitad del siglo XX, entre los que se pueden incluir trabajos como los de Matthew Karush y Cecilia Gil Mariño. En Homero Manzi va al cine ese punto de vista es, según se enuncia en el epílogo, la concepción del cine como “lugar de trabajo” (p. 169). Una escena puntual resulta ilustrativa al respecto. Ansolabehere cuenta que la confitería El Ateneo era, a comienzos de los cuarenta, un punto de encuentro de la intelectualidad porteña. En una mesa se reunían los miembros de Artistas Argentinos Asociados (la productora que elevó, con gran éxito de masas, la calidad del cine argentino); en otra, los de FORJA. Manzi, detalla Ansolabehere, era una especie de comodín que se movía de una mesa a la otra. Entre la política y el cine. Ese mismo movimiento es el que hace Ansolabehere como biógrafo intelectual, desplazándose con soltura entre dos ámbitos que, gracias a una minuciosa reconstrucción crítica de las prácticas culturales, el lector percibe menos como esferas abstractas que como mesas de trabajo en las que pareciera que se milita y se escribe tanto como se come y se bebe.