Orbis Tertius, vol. XXIII, nº 28, e096, diciembre 2018. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Libros

Manuel Vicent, Travesía literaria. Raquel Macciuci, Iconografía.

Madrid, Del Centro Editores, 2017, 207 páginas

Cita recomendada: de Diego, J. L.(2018). [Revisión del libro Travesía literaria, Iconografía por Manuel Vicent y Raquel Macciuci]. Orbis Tertius, 23 (28), e096. https://doi.org/10.24215/18517811e096

El 8 de octubre de 2014, el escritor y periodista Manuel Vicent fue distinguido como Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de La Plata. Después de los discursos de las autoridades, Vicent se dispuso a pronunciar su discurso de recepción. Parecía algo agotado por el reciente viaje en avión, algo incómodo en situación de homenajeado y con corbata infrecuente. A poco de iniciar sus palabras, en esa tarde calurosa de primavera, supimos que aquello no era un discurso de ocasión, para cumplir con las formalidades de la gratitud y el reconocimiento; aquello era otra cosa. Era la puesta en escena de una prosa deslumbrante, original y seductora, quizás inesperada en un lugar en donde suele regir el protocolo que regula las firmas, las palabras y las fotos. La vieja estilística nos convenció de que la lengua de algunos escritores tiene marcas que permiten identificarlo, y para eso utilizó una metáfora visual y táctil: el relieve. La voz de Vicent, su lectura, no pecaba de ausencia de relieve, como si fuera una llanura de tedio; pero tampoco del énfasis sobreactuado de los discursos montañosos; iba modulando pausadamente la densidad de las palabras, seguramente convencido de que en ese relieve de prados, valles y amables colinas se encuentra el mejor asilo para una escritura que ha hecho del sutil cruce de sensualidad y melancolía su mejor argumento, su manera de situarse con derecho pleno en las conflictivas tradiciones que laten en la lengua, en la literatura y en el periodismo. No era novedad esa prosa, ni la voz de Vicent, ni esa tarde de primavera en La Plata, ni siquiera lo era el hipnótico texto que estábamos escuchando; pero todo junto tuvo algo de epifanía, de experiencia estética irrepetible, de esos momentos que uno sabe que no se podrán contar, y menos olvidar. Esa misma tarde, terminada la clase magistral, convinimos con Raquel Macciuci —la gestora y artífice de aquella distinción y de la visita de Vicent— en que ese texto merecía una publicación digna, un espacio material que lo cobijara y difundiera para todos los que en aquella oportunidad no lo habían escuchado. Primero circuló en versión digital, pero no era suficiente; quienes aún creemos que el arte de la palabra, cuando es bueno, merece una vida en papel, pensamos que allí había un libro por hacer. La obstinación y el esfuerzo de Raquel hicieron el resto.

Hay veces que vale la pena agotar la paciencia de los editores hasta dar con el justo, con aquel que era el indicado para esa tarea. Claudio Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón son dos argentinos que en 2002 se radicaron en Madrid, en el barrio de Argüelles, para producir textos artesanales y montaron, además, un estupendo Museo del Escritor. La confluencia del tipo de publicación que Raquel quería componer con el texto de Vicent y la maestría de los editores de Argüelles acabó por producir el libro que aquí reseñamos. Con una tapa roja de cuero entelado y una sobria foto del escritor adolescente, leyendo una revista, la portada nos invita a un recorrido por la mejor tradición bibliofílica. El libro no tiene lomo; sus tapas y páginas están unidas por un hilo y parecen remedar un códice, como si el cuidado artesanal, el deleite por el ejemplar único, dejara, por añadidura, un regusto antiguo. Papel crema para los textos, papel blanco para las fotografías, sólo impresos en las páginas impares, con generosos blancos y tipografía hospitalaria, el libro es un conjunto de aciertos, en el que textos, imágenes y soporte material se han articulado en una armonía poco frecuente.

La primera parte se abre con un prólogo de Miguel Corella, profesor de Estética de la Universidad Politécnica de Valencia. Su intervención transita por algunos de los tópicos consolidados en la crítica sobre el escritor castellonense: la calificación de su escritura como “impresionista” (apuntes, marcas de la luz, confluencia de los sentidos); su literatura como “radicalmente antimetafísica”, inmanente y terrenal; la configuración de una “moral mínima, sin dogma alguno, pragmática y escéptica”; la presencia en su obra de cierta tradición valenciana en la representación del mundo (Sorolla, Blasco Ibáñez); la “estructura mítica” de sus momentos narrativos; la marca indeleble que supone la Guerra civil en las construcciones de carácter autoficcional.

A continuación, se extiende la Travesía literaria de Vicent, su clase magistral. El escritor ha sabido deslindar, en sus dos partes, el relato de formación, la Bildung de un narrador maduro, y la mirada aguda del periodista; en la primera se privilegia la génesis de una estética; en la segunda, la consolidación de un moral. Vicent nos cuenta cómo se hizo escritor mediante una serie de breves relatos, narraciones que nos hablan del nacimiento de un modo de experimentar el mundo. El año de su nacimiento, 1936, tiene la densidad de un lacre ardiente, y su primer recuerdo lleva el ruido de la entrada en su pueblo de las tropas franquistas y del estampido de una esquirla que arruinó el potaje de su abuela Roseta: “Aquel desaguisado me ha hecho antimilitarista”. Así avanza la escritura: nunca cede a las tentaciones del ensayo o de la argumentación especulativa; son las experiencias, las marcas del mundo sobre la sensibilidad las que van modulando una posición frente a los demás y frente a las cosas: certezas acaso intuitivas que irán siendo convicciones, principios, conducta. Un hotel de veraneo, en la playa, lo pone en contacto con el cine —allí estaba filmando García Berlanga— y con un viejo profesor humanista y republicano; supo entonces que “la guerra civil no era como me la habían contado”. Y cuando la campana de la iglesia convocaba los domingos, “por primera vez sustituí la misa por el baño en el mar creyendo que este rito era más sagrado”. El antimilitarismo, las simpatías republicanas, el laicismo anticlerical, son el resultado moral de estas historias de infancia, nunca proclamado en voz alta, siempre atenuado a través de breves pinceladas que operan como lítotes, como si el escritor desconfiara de las afirmaciones enfáticas. En el cierre de la primera parte, el narrador descubre en Villa Valeria, en donde se gestaba el espíritu del 68, la literatura de Albert Camus, pero, una vez más, el Prometeo que diseña el argelino parece demasiado abstracto; la libertad, la rebelión del hombre ante los dioses, estará mejor representada en esa cabra enredada en una zarza, que cuanto más busca liberarse, más se lastima y sufre. “Bajo estas amenazas morales se desarrollaba la imaginación”, y la creación estará siempre asediada por el peso de una prohibición y la rebelión de los sentidos; así nacerán Contra paraíso, Tranvía a la Malvarrosa, Jardín de Villa Valeria, Verás el cielo abierto, León de ojos verdes…

La segunda parte de la clase, “El periodismo bajo el imperio del verbo”, según dijimos, en tanto se aleja de la primera persona y de la melancólica evocación de la infancia y juventud, se acerca a su característica prosa de periódicos. Vicent piensa su trabajo en una larga tradición de articulistas literarios de quienes reconoce su magisterio. El hombre necesita estar informado, afirma, y siempre ha sido así; sin embargo, el periodismo moderno ha cambiado radicalmente desde que la información ha dejado de ir de arriba hacia abajo para recorrer el camino inverso. Pero el narrador necesita saber, una vez más, cuándo ocurrió, para poder pasar de la especulación a la narración, y conjetura que esa bisagra pudo haber acontecido en el instante en que un desconocido Abraham Zapruder logró fotografiar el exacto momento en el que asesinaban a John F. Kennedy, en noviembre de 1963. Allí el periodismo dio un vuelco, porque marca “la entrada en la historia del video-aficionado, un personaje invisible, que a partir de aquel hito estelar se ha ido apoderando del planeta para estar en todas partes y en ninguna”. En este contexto, la opción moral para el periodista parece reducirse a elegir la zona del cerebro del lector a la cual se dirige, ya que “el éxito de un periodista no consiste en ser leído, sino en ser creído. La credibilidad es su único patrimonio”.

La segunda parte del libro, la Iconografía, está prologada por Silvia Cárcamo, profesora de la Universidad Federal de Río de Janeiro; en su texto, Cárcamo focaliza en el tema de la memoria y define la autobiografía de Vicent como una “experiencia personal que deja exhibir las capas sumergidas de la cultura”. La intervención de la autora, Raquel Macciuci —que leemos a continuación—, consiste en la explicación de la génesis del trabajo de recopilación fotográfica, y más adelante se detiene en un análisis detallado y lúcido del retrato de Manuel Vicent que pintara Daniel Quintero en 1990, y que abre y cierra la galería de imágenes. La iconografía consta de 42 imágenes; salvo las dos reproducciones del cuadro de Quintero, se trata de fotografías y de algunos fotogramas de películas. La principal fuente resultó el hermano menor del escritor, el fotógrafo Joan Antoni Vicent, quien proveyó materiales propios y del “álbum familiar”; el resto son fotos de archivo —estupendas las del rodaje de la película de García Berlanga—, algún recorte de prensa, fotogramas de Tranvía a la Malvarrosa, la película de José Luis García Sánchez… Cada imagen está acompañada, debajo, de un fragmento del texto de Vicent, y quizás en esa articulación encuentra la iconografía su mayor mérito; ilustra el texto, es cierto, pero tiene, además, vida propia, como si en ese itinerario pudiera encontrarse algo de la fuerte impregnación visual que tienen las imágenes del escritor. La impresión que nos queda es que no se trata de fotos para el texto de Vicent; son fotos de ese texto.

El libro ha contado, además de los ya mencionados, con la colaboración de Federico Gerhardt y Marcos Bruzzoni (edición); y Jordi Socías y Julieta De Marziani (fotografías). El conjunto nos sitúa ante un notable aporte a la bibliografía de y sobre Manuel Vicent y ante un excelente trabajo de edición que da un adecuado marco a la clase magistral del escritor; en suma, ante un bellísimo libro.

José Luis de Diego



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