Orbis Tertius, vol. XXIII, nº 27, e081, junio 2018. ISSN 1851-7811
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Reseña

Guglielmo Cavallo, Escribir, leer, conservar. Tipologías y prácticas de lo escrito, de la Antigüedad al Medioevo.

Buenos Aires, Ampersand, 2017, Scripta Manent, 376 páginas 1

Leonardo Funes
(Universidad de Buenos Aires)
Cita recomendada: Funes, L. (2018). [Revisión del libro Escribir, leer, conservar. Tipologías y prácticas de lo escrito, de la Antigüedad al Medioevo por Guglielmo Cavallo]. Orbis Tertius, 23 (27), e081. https://doi.org/10.24215/18517811e081

Agradezco la invitación de Renata Prati y la oportunidad de hablar aquí de un libro en particular, pero también de lo que en Facebook llamé la “extraña maravilla” de contar en el panorama editorial argentino con un sello editor como Ampersand, y en especial para el mundo académico y el público lector culto con una colección como “Scripta manent”.

Quisiera comenzar refiriéndome al contexto intelectual, tanto el inmediato como el global, en el que aparece un libro como el de Guglielmo Cavallo.

Cuando comencé a dedicarme a la literatura medieval, a principios de los ochenta, ya mi maestro, Germán Orduna, me introdujo en el mundo de los manuscritos como primer paso necesario en mi formación. Yo venía con el ímpetu del análisis literario de las ediciones disponibles de obras medievales y de pronto me vi sumergido en el desciframiento de caligrafías abstrusas y la lenta asimilación de sistemas de abreviaturas. Pero el tiempo y el esfuerzo empeñados en ese aprendizaje dieron sus frutos: así pude alcanzar una comprensión más fina de lo que implicaba la naturaleza manuscrita de esa literatura. Leer los textos medievales a partir de los testimonios manuscritos nos llevaba en el Seminario de Edición y Crítica Textual (SECRIT) a prestar atención a la dimensión material básica de esos textos, que es el soporte que ha permitido su registro, conservación y transmisión hasta nuestros días.

Dedicarse a eso era hacer filología; algo que, bien mirado, aludía a un saber técnico y muy restringido de los textos, y, mal mirado, se refería a una disciplina pasada de moda y absolutamente marginal frente al resurgir de la teoría literaria que volvía por sus fueros en los años de la pos-dictadura.

Como suele ocurrir en nuestro medio, ciertos enfoques y ciertas prácticas intelectuales necesitan una validación desde el exterior —y si es desde Francia, mejor— para ser aceptados como dignos de atención. Los libros de Roger Chartier cumplieron esa función a fines de los ochenta y principios de los noventa. Desde entonces, por vía de la Historia del Libro o de la llamada Bibliografía Material, con los aportes de autores como Robert Darnton y Anthony Grafton (uno de cuyos libros está publicado en esta misma colección), fue posible que —por carácter transitivo— los estudios de la cultura manuscrita antigua y medieval fueran ganando en consideración por nuestros pares locales (y aquí, al menos para el medio argentino, los nombres de Armando Petrucci y M. B. Parkes fueron fundamentales).

El medio local quedó así incorporado a una corriente internacional de creciente interés en este campo, lo que se debe, a mi entender, al drástico cambio cultural que provocó en muy corto tiempo la expansión del mundo digital: desde las computadoras personales hasta los teléfonos inteligentes, más la apertura a una nueva dimensión que significó Internet. Todo esto nos volvió muy sensibles a las transformaciones tecnológicas y su impacto en la producción y circulación de discursos sociales, a la vez que nos enfrentó al desafío de ver cómo el medio digital cambiaba los parámetros de la escritura, la lectura y la conservación de los textos.

Como tantas veces ocurre, es una interpelación del presente la que nos lleva a volver la mirada hacia el pasado. Prestar atención a los períodos de pasaje (del mundo oral al mundo de la escritura, del rollo de papiro al códice de pergamino, del libro manuscrito al libro impreso, de la imprenta artesanal a la imprenta industrial) nos permite entender la condición histórica de ciertas categorías que la teoría literaria nos presenta como universales: texto, autor, lectura.

En fin, me detuve en estas generalidades porque quería enfatizar una manera de acercarse a este libro de Cavallo que no fuera la del especialista en paleografía, codicología o lo que un colega inglés llama “socio-filología”, sino la del lector intrigado por lo que pudieron ser las prácticas intelectuales muchos siglos atrás. Y es la propia disposición del texto, en este libro, con un discurso despojado de notas eruditas, con todas las referencias bibliográficas reunidas en un apartado final, y por tanto, con una andadura cercana a lo ensayístico, la que invita a la lectura desde la curiosidad por fenómenos culturales del pasado con claras proyecciones en nuestro presente.

El libro nos habla de una manera amena y con la dosis de erudición imprescindible, de las actividades básicas de la escritura, la lectura y la conservación de los textos. El tema parece demasiado amplio para las dimensiones del libro, pero el dato clave aquí está al final del subtítulo: Cavallo se circunscribe al período de pasaje de la Antigüedad al Medioevo; es decir, no pretende decirnos todo sobre el escribir, leer y conservar en las Edades Antigua y Media completas, sino que se enfoca en el tiempo de la transición, por una parte, prestando especial atención al período helenístico como eslabón entre los períodos áureos de Atenas y de Roma, y por otra parte, cubriendo desde la Antigüedad tardía hasta la Alta Edad Media. Se nos da, obviamente, un panorama inicial del mundo clásico greco-latino, y se alude al final a las proyecciones del proceso estudiado en la Plena Edad Media (las transformaciones que provocó la actividad de las órdenes mendicantes en el siglo XIII, particularmente); pero el análisis detallado se detiene a mediados del siglo XII, es decir, en los umbrales de esa gran revolución de la cultura europea occidental que fue el llamado “Renacimiento del siglo XII” —una interpretación histórica quizás demasiado galo-céntrica a los ojos de un especialista italiano.

Las páginas dedicadas a la Atenas de la Edad Clásica en el primer capítulo son un modelo de síntesis y le sirven fundamentalmente como término de contraste con la cultura helenística que se aborda en el segundo capítulo de modo mucho más extenso. Junto con el capítulo tercero, dedicado a la Roma republicana e imperial (de Augusto a Trajano), conforma esta primera parte una presentación muy atractiva del mundo antiguo que se convierte, a su vez, en término de contraste para el largo capítulo 4 dedicado a la Antigüedad tardía y a la inexorable transformación cultural que provocó el cristianismo en la civilización de la cuencia del Mediterráneo.

El capítulo 5 nos ofrece un extenso y pormenorizado recorrido por los monasterios italianos y sus bibliotecas y scriptoria, con mucha información sobre la localización actual de numerosos códices, cada uno altamente significativo por su materia o por su factura o por indicar la dirección de la curiosidad intelectual de abades, bibliotecarios, copistas y comentadores. En este caso, estamos ante una cantera de datos, ideal para la consulta puntual, pero terreno árido para la lectura continua; sin embargo, este es el fundamento imprescindible para la interpretación final del proceso que se despliega en el capítulo 6, dedicado a reflexionar sobre alfabetismos y prácticas de lectura entre Oriente y Occidente desde el siglo VIII al siglo XII.

Más allá de cuanto puede haber de intencional por parte del autor, creo posible detectar una resonancia ético-política en la manera de comprender el impacto cultural de las prácticas de lo escrito. Así, por ejemplo, el énfasis con que se marca la relación entre democracia y transparencia, a su vez conectadas con la proliferación en Atenas de la escritura expuesta o epigráfica o pública, con la que se cumple el deber de divulgación de los actos de gobierno. Algo que se contrasta con la anécdota extraída de Suetonio, en la que el emperador Calígula hace escribir nuevas leyes en lugares inaccesibles y con letra ilegible para provocar contravenciones y recaudar multas. O también la oposición que se remarca entre la asociación libre de las instituciones atenienses, que combinan investigación y docencia pública amplia, y la fundación regia del Museo en Alejandría, propiedad del soberano y sólo dedicada a la investigación. O el fino análisis de la empresa cultural alejandrina, donde lee la voluntad de tomar distancia de lo que se considera la barbarie y de mantener incontaminada una herencia cultural reverenciada, como es la griega. Cavallo hace suya también la interpretación de la reproducción de centros culturales en el Mediterráneo oriental como frutos del afán por compensar con una centralidad simbólica la marginalidad geográfica o geo-política o aún la ansiedad por superar el complejo de inferioridad que resulta de la lejanía con respecto a una Atenas que se sigue viendo como paradigma del prestigio cultural.

Una pregunta recurrente en todos los historiadores del libro y de la lectura es ¿quién lee en un determinado lugar, en una determinada época? La respuesta obvia será siempre: la élite que detenta alguna forma de poder (político, jurídico, religioso, cultural). Pero en una sociedad inmersa en una cultura escrita se supone que el rango de los usuarios de lo escrito desborda esos núcleos del poder y del saber. Pero, ¿cuánto más amplio es ese público con capacidad lectora?

No hay forma de arribar a conclusiones firmes sobre estas cuestiones en la medida en que la información estadística disponible sólo comienza con la cultura impresa. Los datos sobre los períodos pre-modernos son fragmentarios y cuantitativamente pobres. Sólo queda el camino del análisis cualitativo de ese caudal fragmentario de testimonios, lo que requiere imaginación histórica, capacidad de análisis y sensibilidad para captar el detalle —me atrevería a decir, fineza para detectar el “universal concreto” del que hablaba Benjamin.

De todo esto hace gala Guglielmo Cavallo, lo que es fácil de comprobar al ver su trabajo interpretativo de las representaciones plásticas (pinturas, miniaturas, esculturas, dibujos en utensilios). La selección de imágenes que acompañan al texto es impecable, de un poder explicativo sorprendente (y luego la selección que se imprime a todo color en el pliego central del libro revela también un excelente criterio). Esta capacidad para el análisis cualitativo también se comprueba en las pocas citas de las fuentes que se transcriben.

Traigo a colación un solo ejemplo. Cavallo nos cuenta que, con la propagación de las fundaciones monásticas durante los siglos oscuros (no hay forma de llamar de otro modo a los siglos V a VII en el Occidente europeo), la lectura resulta una imposición regular para monjes que en muchos casos viven esa práctica como mortificación y no pierden oportunidad de mostrar su renuencia a someterse al sacrificio. Trae a colación entonces una cita de Evagrio (del siglo IV, pero evidentemente muy apropiada para el período que le interesa ilustrar):

El monje perezoso, cuando lee, bosteza continuamente y, desganado, se entrega al sueño, se refriega los ojos y estira las manos, y distrayendo la mirada del libro, mira la pared y, volviendo a leer, continúa por poco tiempo y se da ánimo en vano hojeando el volumen para ver cuánto le falta para el final del escrito. Cuenta las páginas, calcula los fascículos, culpa a la escritura y el ornato, y por último, luego de haberlo cerrado, se pone el libro debajo de la cabeza y dormita.

Cuando leí esto no pude dejar de pensar en estudiantes en la sala de lectura de la biblioteca de mi Facultad, o en mi propia hija de 11 años leyendo las páginas del manual que le han dado de tarea. Ciertas conductas atraviesan los siglos…

En todo caso, es notable el poder evocador de la cita que nos permite visualizar inmediatamente las tribulaciones de los monjes de la Temprana Edad Media.

Los capítulos finales, que describen y explican con minucia el modo en que colapsó una sociedad altamente alfabetizada y una cultura escrita de horizontes amplísimos, así como la manera en que se produce una lentísima recuperación desde el fondo de la barbarie en el Occidente europeo, estos capítulos finales, digo, son el lugar en que Cavallo mejor aprovecha la selección de anécdotas extraídas de las fuentes para ofrecernos una visión exacta de lo que debió de ser un mundo letrado de una precariedad alarmante.

El pasaje del mundo pagano al mundo cristiano, de las grandes bibliotecas públicas a las modestas bibliotecas monásticas, del rollo al códice, de la lectura en voz alta a la lectura silenciosa, de la sala de lectura al armarium que sólo funciona como depósito y resguardo. De todo esto Cavallo nos ofrece un panorama actualizado, que aprovecha el aporte de la última bibliografía, que confirma opiniones ya establecidas y relativiza otras o las vuelve a poner en discusión.

En suma, este libro es altamente disfrutable por el lector no especializado y muy provechoso para el investigador dedicado a estos temas por la cantidad de referencias actualizadas y comentadas que aparecen en el apéndice final. Es un orgullo para todos que Guglielmo Cavallo haya decidido publicar esta obra en español y en una editorial argentina. Felicitaciones para Ampersand y muchas gracias a ustedes.

Notas

1 Se reproduce la presentación del libro realizada por Leonardo Funes el día 8 de noviembre de 2017 en la Librería del Fondo y Centro Cultural "Arnaldo Orfila Reynal", CABA.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
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