Orbis Tertius, vol. XXII, nº 25, e047, junio 2017. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria

Reseña/Review

 

Soledad Quereilhac, Cuando la ciencia despertaba fantasías: prensa, literatura y ocultismo en la Argentina de entresiglos.

Buenos Aires, Siglo XXI, 2016, Metamorfosis, 301 páginas.

 

CITA SUGERIDA
Stavisky, S. (2017). [Revisión del libro Cuando la ciencia despertaba fantasías: prensa, literatura y ocultismo en la Argentina de entresiglos por Soledad Quereilhac]. Orbis Tertius, 22(25), e047. https://doi.org/10.24215/18517811e047

 



Reescritura de una tesis doctoral defendida en diciembre de 2010, Cuando la ciencia despertaba fantasías indaga en las tensiones y porosidades que el inusitado desarrollo de la ciencia a lo largo del siglo XIX produjo en el modo por el cual fue interpretada y experimentada su relación de contigüidad con los espiritualismos y ocultismos del período de entresiglos en Argentina. Recuperando el concepto de “estructura del sentir” de Raymond Williams, su autora, Soledad Quereilhac, se pregunta por los rastros de las experiencias sobrenaturales que, a través de particulares usos y apropiaciones de los discursos y métodos de las ciencias positivas, comenzaron a ser pensadas como posibles. Es por ello que Quereilhac asume la decisión de trabajar no con la categoría de ciencia, sino de “lo científico”, entendiendo por ésta a “una dimensión del imaginario científico generada y retroalimentada por ámbitos no científicos y en la que convergían saberes heterogéneos, de jerarquía simbólica muy dispar” (p. 20). Aunque no explícitamente diferenciadas, el libro bien podría dividirse en dos partes: una primera en que las principales fuentes de indagación son los artículos de divulgación publicados en los periódicos La Nación y La Prensa, el semanario Caras y Caretas, y publicaciones espiritistas, teosóficas y magnetológicas como Constancia, Philadelphia y la Revista Magnetológica, entre otras; y una segunda en que el objeto de interés se desplaza hacia la influencia de las ciencias ocultas en las obras de literatura fantástica de Eduardo Holmberg, Leopoldo Lugones, Atilio Chiáppori y Horacio Quiroga, en gran parte publicadas por vez primera en los mismos periódicos y semanarios recién referidos.

En el primer capítulo de su trabajo —que funcionaría a modo de introducción a la primera parte del libro—, la autora demuestra cómo los avances en el desarrollo de las ciencias se convirtieron, hacia el último cuarto del siglo XIX, en objeto de divulgación periodística capaz de generar asombro entre los lectores. Sin embargo, tal efecto producido sobre la “estructura del sentir” no fue el resultado exclusivo de los progresos tecnológicos y conocimientos de lo que hoy podríamos caracterizar invariablemente como científico, sino también del recurso echado a sus métodos analíticos y formaciones discursivas para informar fenómenos que, en la actualidad, ubicaríamos sin vacilaciones dentro del mundo de la magia y la curandería. De esta forma, en la categoría de “lo científico” —como refiere Quereilhac— “se incluían tanto la reseña de los descubrimientos y de nuevas teorías, como también espectaculares notas sobre casos raros de la biología, la psicología o la técnica, y referencias al posible carácter científico de prácticas ocultistas” (p. 30).

Uno de los tópicos a los cuales recurre la autora para examinar el modo en que su divulgación vulgarizada —si se me permite la redundancia— buscó despertar el interés asombrado de los lectores fueron las teorías evolucionistas de Charles Darwin y Alfred R. Wallace, que inspirarían también varios cuentos de literatura fantástica de autores como Lugones y Quiroga, abordados más adelante en el libro. Quereilhac analiza los efectos producidos por la relación de contigüidad entre notas periodísticas que reproducían las discusiones que ambos naturalistas mantenían con sus correligionarios, y aquellas que informaban sobre descubrimientos de supuestos eslabones perdidos con vida, sean monos portadores de caracteres culturales o humanos con rasgos simiescos. Asimismo, el trabajo recupera la figura del “experimentador ocultista” (p. 58) como una suerte de emblema del zigzagueante universo de “lo científico”, encarnada por reconocidos profesionales en ciencias que mostraron particular interés por incluir en sus investigaciones asuntos vinculados al espiritismo y la mediumnidad. Algunos de ellos fueron el criminólogo italiano Cesare Lombroso, el químico inglés William Crookes y el propio Alfred Wallace —sobre cuyos desarrollos y experimentos Quereilhac vuelve en el segundo capítulo de su libro. En varios de sus trabajos es posible reconocer un interés por desentrañar las paradojas inherentes a la materialización de lo espiritual y la naturalización de lo sobrenatural, sintetizadas en la prensa del período por la fórmula de lo “increíble pero real”, cuyo análisis reviste de singular importancia en el libro.

El segundo, tercero y cuarto capítulos se alejan ya de la prensa masiva para adentrarse en las publicaciones de las sociedades espiritistas, magnetológicas y teosóficas respectivamente. Tanto por su singularidad en tanto cosmogonía de carácter sincrética, como por la importancia que asume en el libro y la escasez de trabajos dedicados al fenómeno en el país —que supo tener entre sus filas a importantes escritores como Lugones, dirigentes socialistas como Alfredo Palacios y, años más tarde, escritores con afinidades anarquistas como Salvadora Medina Onrubia y Arturo Montesano—, quisiera referirme particularmente al capítulo dedicado a la última de estas experiencias de religiosidad con pretensiones cientificistas: la teosofía. En una primera instancia, Quereilhac traza una breve historia del modo en que, hacia la década de 1870 y por iniciativa de un grupo de iniciados en prácticas espiritistas, comenzó a articularse el heterogéneo y abigarrado conjunto de saberes que componen la teosofía, que incluye elementos de las ciencias materiales, de filosofía antigua y oriental, y de distintas religiones de Asia y Europa. Luego continúa con las peripecias que llevaron a que la experiencia recalara en Argentina, la fundación de las primeras sociedades teosóficas en el país, las publicaciones con que la misma se dio a conocer y mantuvo relaciones con otras sedes, y el particular modo en que Leopoldo Lugones utilizó los conocimientos provistos por ella para reflexionar en torno a la figura del gaucho como espíritu alegórico de la nación. A lo largo de su exposición, Quereilhac se detiene en algunas particularidades diferenciales de la teosofía con respecto al espiritismo y la magnetología, lo que le permite a través de ella trazar una lectura transversal de las ciencias ocultas en el período. Entre estas particularidades se encuentra la elaboración de un pensamiento más elaborado de carácter aristocrático, su tendencia a no buscar el referente material de lo sobrenatural sino, por el contrario, a postular lo espiritual como fundamento último de todo lo existente, y la búsqueda por establecer, en la articulación de elementos de las disciplinas religiosas, filosóficas y científicas de las que se nutrió, una síntesis superadora de todas ellas.

El capítulo sobre la historia de la teosofía cierra lo que una posible lectura del libro podría interpretar como su primera parte, a la cual le siguen los capítulos explícitamente dedicados a abordar las influencias del ocultismo en las obras literarias de autores más o menos canónicos del período. Sin embargo, para matizar el corte señalado, cabe precisar que el modo de abordaje de los cuentos y novelas que atiende Quereilhac no remite a su interpretación como un mero epifenómeno de una estructura de sentimientos que la subyacería, sino como elemento constitutivo de la producción y reproducción cultural del universo de “lo científico”. La precisión de tal perspectiva analítica es el objeto del quinto capítulo del libro, dedicado también a explicitar la forma en que la autora comprende las obras de literatura fantástica sobre las que tratará en tanto “fantasías científicas”, sintagma que le permite señalar “su vínculo estructural con las ciencias y su carácter distintivo dentro de lo fantástico en general” (p. 170). Al respecto, cabe señalar que, en una entrevista realizada recientemente por la revista de ensayo y crónica HUMO, la escritora Mariana Enríquez refiere al libro de Quereilhac para sustentar su hipótesis de que, en Argentina, no existe una tradición de literatura de terror, hallando una de sus posibles razones en el hecho de que, mientras en otros países ésta se encuentra íntimamente ligada a una mitología popular, aquí los primeros cuentos de terror resultaron más cientificistas. Uno de los ejemplos más ilustrativos de ello tal vez sea el relato La casa endiablada de Eduardo Holmberg, analizado por Quereilhac hacia el final del capítulo dedicado al autor (pp. 199-201).

Si, como señalé previamente, los primeros capítulos del libro se dedican, entre otras cuestiones, a dar cuenta de los efectos de asombro producidos por la divulgación de trabajos científicos —o con pretensiones de tal— que buscaron desentrañar las paradojas de la materialización de lo espiritual y naturalización de lo sobrenatural, en aquellos dedicados a abordar las obras fantásticas de Holmberg, Lugones, Chiáppori y Quiroga la autora muestra la capacidad expresada por la literatura no sólo para dar forma a las experiencias espirituales y científicas colectivas, también para ofrecer posibles respuestas simbólicas a las contradicciones inherentes entre ambos términos. El análisis de Quereilhac se centra entonces en indagar el modo en que los cuentos y novelas de los que trata construyeron el “ideologema de lo material-espiritual” como herramienta narrativa capaz de corroborar lo increíble pero real (p. 163). Este tipo de literatura fantástica es definido por la autora a partir del concepto de conjeturalidad desarrollado por Umberto Eco para el análisis de la ciencia ficción, aunque también resulte un modo posible de acercarse a otros géneros literarios como el policial, tributario de muchos de los relatos de los autores analizados en el libro. Si, efectivamente, la conjeturalidad remite a la esencia de la ciencia, es posible observar a través del trabajo de Quereilhac cómo su estatuto privilegiado en las formas de producción de verdad hacia fines del siglo XIX y principios del XX impregnó experiencias colectivas que excedían lo estrictamente científico. Es decir, se constituyó en un elemento inherente a la “estructura del sentir” de una época en la cual la ciencia fue, antes que una práctica reservada a especialistas, los lentes desde los cuales mirar y las herramientas con las cuales trabajar un mundo en que espíritu y materia, más que adversarios irreconciliables, resultaron los artífices de un vínculo extrañamente solidario.

Para finalizar, sólo me resta señalar que Cuando la ciencia despertaba fantasías constituye un trabajo fundamental sobre un momento inaugural en la historia de las ciencias en Argentina, al mismo tiempo que una invitación a preguntarnos cuánto de fantasía científica existe aún hoy no sólo de manera residual en la literatura, sino también en nuestras propias configuraciones subjetivas.

 

Sebastián Stavisky

 

 

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