Orbis Tertius, vol. XXII, nº 25, e037, junio 2017. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria


Entrevista/Interview



Pero en el rincón maltrecho, y sin embargo liberador de la escritura, gana el poeta.” Conversación con Pablo Montoya


por Mónica Marinone (Universidad Nacional de Mar del Plata), Enrique Foffani (IdIHCS-Universidad Nacional de La Plata) y
Carolina Sancholuz (
IdIHCS-Universidad Nacional de La Plata)

 

 

CITA SUGERIDA
Marinone, M., Foffani, E. y Sancholuz, C. (2017). “Pero en el rincón maltrecho, y sin embargo liberador de la escritura, gana el poeta.”Conversación con Pablo Montoya. Orbis Tertius, 22(25), e037. https://doi.org/10.24215/18517811e037


 

La presente entrevista se realizó a Pablo Montoya el día 4 de mayo de este año. Sin dudas, una de las escrituras más potentes de la literatura latinoamericana actual, la obra de Montoya ha sido galardonada en el año 2015 con el premio Rómulo Gallegos por su novela Tríptico de la infamia; en el año 2016 recibió el premio José Donoso por su trayectoria como autor y en el año 2017 el premio de narrativa José María Arguedas, de Casa de las Américas. En esta conversación polifónica el escritor nos permite recorrer gran parte de sus textos, caracterizados por difuminar y expandir los límites de lo que tradicionalmente concebimos como géneros literarios y potenciar los diálogos entre distintos lenguajes artísticos. En sus novelas, donde sobresale la prosa poética, los personajes históricos y la violencia del pasado iluminan las zonas oscuras y grises de nuestra compleja contemporaneidad.1



Mónica Marinone: Me interesan tus formas de trabajar el tiempo y la pregunta sería cómo te posicionás, cómo enfrentas cada vez esta categoría significativa de cualquier relato cuando, si la narrativa es tu gesto preferido, la poesía es tu motor. Lo pregunto porque pienso que esta categoría te importa si se repara en tu lectura intensa de la novela histórica, sobre la cual has escrito un ensayo de largo aliento, en tu insistencia en la bio-grafía, que arrastra la noción de tiempo en sí misma, en los modos organizativos de tus novelas (Los derrotados es el mejor ejemplo), pero además en tus operatorias de escritura cuando de decidir se trata. Me refiero, por ejemplo, a tu gusto por escribir esas breves semblanzas (de nuevo la biografía) que para mí son episodios de lenguaje, casi centros de energía en tu producción, o bien y en los textos mayores, a la composición de escenas y de instancias puramente descriptivas hacia la contemplación.

La noción de tiempo que más me interesa es la que tiene que ver con el pasado. Este, de algún modo, es la ruina, el vestigio, el fragmento. Y creo que no hay una realidad más susceptible a la poesía que aquello que manifiesta, derruidamente, el paso del tiempo por la vida de los hombres. Cuando abordo lo sucedido desde la literatura tengo conciencia de esta circunstancia implacable. Tanto la vida de un individuo como de una nación o de un imperio que, como tú sabes, pretenden permanecer, las define una coyuntura de transitoriedad y fin. La escritura nos hace creer, sin embargo, que entramos, comprendiéndolo, a eso que ha pasado. La sensación es tan fuerte como sutil porque leemos algo y, a veces, sentimos hasta olores que, en rigor, no existen en las oraciones escritas. Todos los textos que conforman, por ejemplo, Terceto (las prosas poéticas que he dedicado a viajeros, pintores y músicos), están sustentados en una doble certeza: el hombre existe en el tiempo, en esa ilusión devastadora, y deja una huella que se desvanece. Y es la poesía, como motor de mi escritura, la que intenta dar cuenta de esa condición. Ahora bien, al pensar en ese tipo de posición de la escritura frente al tiempo, se presenta en mí un pálpito bipartito que trato, por lo demás, de transmitir al lector: por un lado, está el vital dato del archivo, la aparente permanencia activa de la investigación del pasado, la idea de que hay una inmersión en el ayer a partir de un trabajo de minuciosa erudición. Pero surge, por otro lado, la convicción de que esa pesquisa es limitada, que guarda en su seno la impotencia, y que no logra sino rozar el núcleo de lo ocurrido. Por tal razón eso que llamas “episodios de lenguaje” creo que se acerca con justeza al fragmentado paisaje de mis libros que se ocupan del pasado. Piénsese en mis novelas y sus modos en que las épocas transcurridas aparecen: Lejos de Roma construye un imperio desde la poesía de un exiliado; La sed del ojo se enfrenta al París del Segundo imperio para mostrarlo a partir de daguerrotipos y fotografías eróticas; Los derrotados intenta recuperar una nación, la colombiana, desde las anotaciones de un botánico y las fotografías de un reportero de guerra; y, finalmente, Tríptico de la infamia que asume el siglo XVI desde unas imágenes pictóricas crueles.

 

M.M.: Por otra parte quiero que comentes el peso que asume la música en tus relatos, en general y respecto de tus ritmos compositivos, de tus “entonaciones” (de nuevo surge el tiempo). Recuerdo por ejemplo en La sed del ojo, la parte cuando de modo sutil la música ingresa por la visita al teatro. Lo contado, es decir, la pura descripción de la vivencia cobra una densidad notable a través de pocas palabras, de referencias que si parecen pinceladas operan como zonas de pasajea otro dominio que también significaentretejido a la anécdota, tensando tu escritura: no en vano se trata de Berlioz (un músico sobre el que has escrito en Música de pájarosy después, en Programa de mano), no en vano de su Sinfonía Fantástica, no en vano de un baile de máscaras (“Un baile” es el título del segundo movimiento de la Sinfonía).

Cuando era estudiante de música en Tunja, alguien me dijo que lo normal era que yo escribiera sobre mi realidad más cercana. La mía era la música. Estudiaba teoría y flauta en una escuela, casi todos mis compañeros eran músicos y vivía a toda hora sumergido en eso que llamamos el arte organizado de los sonidos. Comencé a escribir, entonces, los que serían mis primeros cuentos. Ellos están dedicados a la música clásica. La mayor parte de estas historias se sitúan en Tunja, pero hay también puentes con otras territorialidades. Algunos de esos cuentos hablan de Schumann, de Berlioz, de Mozart, de Bach, de Stradella. Pero cuando los publiqué empecé a tener problemas con el nacionalismo literario colombiano que, generalmente, mira con sospecha a aquellos escritores que indagan en otras realidades. Eran, además, los años ochenta del siglo pasado en los que el gran modelo a seguir era García Márquez y su poética de la realidad mágica y la cultura popular. Lo que yo hacía, un poco voluntariamente, era separarme de esa influencia y encontrar mi voz bebiendo de esa tradición musical y literaria que inicia con Hoffmann y Balzac en el siglo XIX, y se continúa en el siglo XX con Rolland, Mann, Carpentier, Cortázar y Felisberto Hernández. Desde entonces, no le he cerrado las puertas de mis libros a la música. La invito como herramienta que ayuda a construir un estilo de escritura, así como contenido capaz de ampliar la sensibilidad, la imaginación y el conocimiento. En la medida en que mi obra plantea un diálogo entre literatura y arte, la música es crucial. Además que su condición me parece paradigmática a la hora de entender los fenómenos mismos de la creación artística. La verdad es que a veces pienso que quien escribe mis libros es un músico que no pudo componer en los planos del pentagrama, sino en el campo de la escritura literaria. Y cuando mencionas a Berlioz, que es uno de los compositores románticos que más me interesan, no vacilo en decir que su música me ha ayudado a enlazar esos dos discursos artísticos. En La sed del ojo es la “Sinfonía fantástica” la que permite comprender cómo funciona la persecución de la belleza femenina que el fotógrafo plasma en sus daguerrotipos “obscenos”. Y en la novela que acabo de terminar, La escuela de música, su “Réquiem” ayuda a que se realice una especie de duelo colectivo por los desaparecidos y asesinados en la Colombia de los años ochenta del siglo XX.

Carolina Sancholuz: Si la música cobra una notable presencia en tu obra, no es menor la relación entre imágenes y escritura que varios de tus textos plantean. Tengo presentes libros-objeto, casi a modo de preciosos catálogos de museo, como Trazos y Sólo una luz de agua, donde las reproducciones de las pinturas se acompañan de breves prosas poéticas que las complementan, pero también pienso, por ejemplo, en otro tipo de operaciones como sucede con el archivo fotográfico de Jesús Abad Colorado en Los derrotados y las pinturas y grabados de Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry en Tríptico de la infamia. En estas dos novelas los lectores no accedemos a la galería de imágenes sino a través del recurso de la ekphrasis, como representación verbal de lo visual. ¿Cómo explicarías este particular vínculo entre letra e imagen en tu obra?

Cuando recuerdo los días en que escribí Trazos (esa breve, poética y personal historia de la pintura) y Sólo una luz de agua, el libro dedicado a los frescos que Giotto hizo sobre la vida de Francisco de Asís, concluyo que me empujaba una inmensa curiosidad por la representación de lo visual. Sentía, luego de mi trashumancia por la música, que tenía un vacío en el terreno de las imágenes que me era necesario llenar. París y su red de museos, revistas y colecciones dedicadas a la pintura, me abrió sus puertas para que yo entrara, sediento de luz, a esos ámbitos tan inasibles como ciertos. Para ello, por supuesto, tuve guías magníficos: Baudelaire, Elie Faure, Malraux, Paz. Entonces cuando empecé a llenar esas lagunas me dije que era indispensable dar cuenta de esa perplejidad tan estimulada por las imágenes y tan colmada por ellas mismas. El proceso se efectuaba así: veía una pintura y me sentaba a escribir lo que ella me decía. De este modo, el diálogo que se entabla en esos libros míos sobre la pintura tiene que ver con la imagen misma, con su proceso de formación, con el artista que la hizo y con mi propia mirada que no es más que un deseo de captar la visibilidad sabiendo que más allá está la invisibilidad. Pero confieso que cuando escribí estos textos no sabía mayor cosa sobre el concepto de ekphrasis. La teoría verbal de lo visual la encontré después. Yo, en realidad, era y lo sigo siendo, frente a la imagen, y como dice la prosa que dediqué a Edward Hopper en Viajeros: un hombre que mira la noche, mira los astros, mira el tiempo, mira la nada, se mira a sí mismo desde la quietud y se mira partiendo. Un hombre que mira la historia diluida en el pasado, diluida en el futuro, diluyéndose en el presente. Un hombre que es un trazo de tinta y mira.

 

Enrique Foffani: En línea con Lejos de Roma, la clave alegórica desarrolla su potencial también enLa sed del ojo: el fotógrafo se construye a través de cierta imagen baudelaireana, de poeta maldito, y de manera similar a la segunda novela se duplican los planos: por un lado, el fotógrafo reconoce en sí el dilema del artista (incluso la novela espejea el debate estético que se basa en la desconsideración de la fotografía como arte) y por el otro se trata de un policial (entre otros géneros que la escritura concita) cuya prosa deja de ser prosaica, como si pudiera concebirse la posibilidad de un policial lírico, esto es, no sólo develar el misterio del género con sus pistas falsas sino pensar el género policial como misterio poético. Y es esta última posibilidad en la que “la alegoría de la lectura” desestabiliza el género y produce efectos de sentido pero siempre orientados hacia la esfera del arte: poesía, fotografía, pintura, música. Por tanto ¿qué alegorizaría esa apuesta constante por el arte?

Alegoriza al hombre y a la poesía misma. En mis libros casi todos sus protagonistas son artistas. Son estimulados por lo que podría llamarse el secreto de la belleza que no es más, a mi juicio, que el misterio poético. Todo esto lo he tenido más claro sobre todo en este último período dedicado a la escritura de las novelas. Poner en el centro de la narración a artistas (un fotógrafo, un poeta, un botánico, un pintor) y someterlos a aprendizajes técnicos y a prácticas de su arte rebeldes para edificar mejor una confrontación entre individuo y sociedad y donde la misma rebeldía tenga en la expresión poética su máxima elongación. Esto es lo que he tratado de hacer en mis cuatro novelas. Ahora bien, en un medio literario como el latinoamericano donde la novela negra o policial es hoy una constante y en la que predomina la utilería periodística, una obra como la mía resulta rara (aquí me apoyo, por supuesto, en la noción de Darío); y La sed del ojo es del todo insular. Pero hombre, en ella no hay muerto, me reclamó alguien cuando le dije que esta novela era un policial poético. Le respondí al crítico que el supuesto muerto, el crimen o delito, en La sed del ojo era el sexo femenino fotografiado.

 

C.S: Querría retomar otros aspectos de este vínculo entre la imagen y la letra, deteniéndome en tu última novela publicada. Tríptico de la infamia revisita el pasado, nos sumerge en la traumática experiencia de la Conquista de América, a través de la peculiar mirada de tres pintores protestantes del siglo XVI. Archivo, memoria y pasado se traman para señalar una violencia atroz que continúa en el presente, no solo en Colombia sino en el mapa más amplio de América Latina. En un momento Théodore de Bry, como personaje central de la narración, expresa la conmoción inevitable que le produce la lectura de laBrevísima relación de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de la Casas, cuando se pregunta: “¿Qué significa la muerte violenta y qué la representación de esa muerte? ¿Cómo aproximar los derramamientos de la sangre a nuestro diario vivir y hacer que ellos vulneren nuestra comodidad?” (p. 278). ¿Te parece que la literatura y en términos amplios el arte hoy en día tienen la capacidad de interpelarnos a los lectores, espectadores y vulnerar así nuestra zona de confortabilidad?

Esta necesidad de interpelación se la debo, en parte, a la condición de colombiano que cargo sobre mis espaldas. Integro una construcción nacional que está fundada en el equívoco, en la injusticia, en el engaño y el crimen. La situación de mi país, en este sentido, es literalmente espantosa. Hay más de siete millones de desplazados internos a quienes han expulsado de sus tierras los diferentes ejércitos colombianos, desde los oficiales hasta los paramilitares; hay aproximadamente seis millones de exiliados desparramados por el mundo; acabamos de saber la cifra de los desaparecidos en las guerras entre narcos, paramilitares, guerrilla y ejército: son casi setenta mil; tenemos más de cuatro mil miembros asesinados de un partido político de izquierda; casi cinco mil jóvenes de extracción popular ultimados por los militares oficiales colombianos y pasados por falsos guerrilleros para justificar una política siniestra de seguridad democrática; y además de esto, Colombia posee una buena parte de su geografía rural llena de cultivos de coca y minas “quiebrapatas”; y, para acabar de mencionar este prontuario de la ignominia, la corrupción política y la impunidad judicial son tan gigantescas como grotescas. Desconocer este hondo desequilibrio social sería un desatino. Pero lo paradójico es que cuando he señalado esto en mis intervenciones públicas hay sectores de la población colombiana que se sienten indignados por estas denuncias. Esa amnesia, ese aquí nunca ha pasado nada, es una verdadera calamidad ética y moral. Considero que la literatura sirve para muchas cosas – sé que para algunos escritores ella no sirve para nada salvo para efectuar ejercicios de estilo o faenas ociosas-, pero para mí es una posibilidad de referirse a estos asuntos y una tentativa de que la palabra literaria se hunda en esas heridas para cicatrizarlas. Por tal razón, en el complejísimo proceso de paz que le espera a Colombia, es fundamental señalar a los victimarios y nombrar a las víctimas. Es obligatorio saber todo el horror y quiénes lo provocaron. Es necesario no solo para quienes ya han muerto, sino para nosotros que estamos vivos y para quienes vivirán después. Estoy convencido de que la literatura y el arte tienen una tremenda responsabilidad en asuntos de esta índole. O al menos esa es la literatura que yo intento hacer cuando me enfrento a recrear el país que me ha correspondido. Pero si esta condición colombiana me pone de cara ante la injusticia y su posible denuncia, también sé que mi aprendizaje de la tradición literaria latinoamericana está en parte definido y justificado por esta función crítica de la sociedad. Desde los cronistas de Indias, particularmente desde Bartolomé de las Casas, hasta las más recientes voces, los escritores de esta parte del planeta hemos estados presenciando las maneras en que el mal histórico, es decir, la represión de la expresión libertaria, ha prevalecido siempre en América como una peste.

 

C.S: ¿Se podría pensar este efecto desestabilizador de la lectura en el Tríptico de la infamia, especialmente en momentos donde el pasado salta hasta nuestro aquí y ahora, como, por ejemplo, cuando el narrador califica al español que tortura al indígena como “sicario”?

La lectura de los grabados que Théodore de Bry hace sobre la Brevísima destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas, con que termina Tríptico de la infamia, es quizás el ejemplo más claro de cómo, en esa novela, dialoga la crueldad de la conquista de América con nuestros días. Allí hay un narrador metaficcional que elabora una mirada ensayística sobre esas imágenes del horror. Recuerdo que al acabar de escribir ese capítulo, el más largo de la novela, y acaso el más terrible por su dosis de tortura, salí a caminar por la unidad residencial agreste donde vivía en ese entonces. Veía esa naturaleza lujuriante en que vivo y veía a los niños jugar en una piscina y sentía alivio de no sentirme parte de esa maldad que había enfrentado en la novela. Pero también entendía, mientras observaba el cielo resplandeciente de Envigado, que me decía mentiras. La continuidad del mal humano irremediablemente nos atañe y él atraviesa las fronteras de las épocas como Pedro por su casa. Esos grabados siempre los estuve mirando, además, desde mi perspectiva no solamente colombiana, sino latinoamericana y planetaria actual. Hay un grabado insoportable: el de las fosas llenas de estacas adonde los conquistadores españoles lanzan a los indios. Al observarlo, con la minucia que me otorgaba la lupa, no dejaba de pensar en las innumerables fosas comunes que hay en mi país; y lo mismo sucedió con el grabado que representa el desplazamiento de los indígenas obligados a dejar sus tierras por la violencia de los conquistadores. Al observar este último yo tenía ante mí el paisaje desolado de los millones de desplazados que han provocado los ejércitos colombianos en los últimos años. De ahí que también me haya atrevido a hablar de sicarios en la conquista y de grupos paramilitares porque sabemos que los hombres que llegaron con Colón fueron los primeros que armaron esos grupos de la muerte que actuaron escudados en el cuento de que traían la civilización, la lengua y la religión. Pero este puente entre el siglo XVI y el nuestro, o entre los personajes Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry y los narradores de la novela, yo lo edifiqué, en gran parte, a través del anacronismo, que no es más que una intromisión del tiempo y la realidad del autor en el pasado que recrea. De este modo, Le Moyne cuando observa las pinturas corporales de los indígenas está vehiculando conceptos estructuralistas de Lévi-Strauss. Dubois cuando habla de su relación con el silencio en la pintura, y de su deseo de no intervenir como testigo de la infamia, está apoyándose en la pintura silenciosa del siglo XX, tan asociada a lo que hizo John Cage con la música. Y de Bry está a toda hora dialogando con nuestro tiempo a través de un tejido de intertextos que van desde Michel de Montaigne hasta Walter Mignolo.

 

EF: Es evidente la incidencia que lo poético adquiere en el empleo de la prosa. Incluso puede plantearse en muchos textos una auténtica disolución de los géneros que ha suscitado en algunos críticos nociones como prosa poética o poema en prosa. Ante esta inestabilidad genérica, aparece en primer lugar la dimensión de la escritura, modos de formalización de la lengua más orientada al polo de la nominación poética que referencial. Lejos de Roma es una novela que (más allá de la discusión de su estatuto de novela histórica) da una vuelta completa en la ecuación prosa/poesía: no sólo es una prosa poética [o más exactamente una prosa apoyada en un ritmo poético] sino que la voz que habla es de hecho la de un poeta, nada menos que Ovidio, figura emblemática si las hay en la historia de la poesía. La elección de Ovidio como el poeta desterrado debe ser leída en clave alegórica de la situación del escritor del presente, esto es, el narrador/escritor está siempre, de alguna manera, desterrado a un margen, a un espacio de confinamiento. En última instancia: ¿qué dice esta novela al presente histórico de la escritura?

Esta desaparición de las fronteras que separan a los géneros y que también es una constante en mi escritura, hace de la lectura, como tú dices, una experiencia conflictiva. ¿Desde qué genero leemos? ¿Cuál es el valor de la intriga y cuál el de la trama? Al proponer el referente poético como fundamento de la narrativa todos estos códigos literarios se estremecen. Esto, por supuesto, yo lo aprendí de los modernistas latinoamericanos y por ello siempre he pensado que Lejos de Roma es una novela que le debe mucho a esta tradición latinoamericana. Aunque su escritura esté tan apoyada en el estilo poético de los escritores latinos. Porque leer a los latinos es tener la experiencia milagrosa de la transparencia estilística. Pocas literaturas como la latina tan claras en su forma y tan profunda en su contenido. La poetización de la literatura, por lo demás, me ha parecido casi una consigna obligatoria en un panorama narrativo contemporáneo donde se ha expulsado, por desgracia, el estremecimiento poético. Y es que ella, la poesía, es uno de los espacios más singulares para entender y enfrentar el desarraigo del hombre contemporáneo. Pero quizás sea mejor decir que es la escritura literaria la que me permite asumir el inevitable desamparo humano frente a las categorías de corruptibilidad orgánica y frente al devenir casi siempre brutal de las sociedades humanas. Cuando leí el discurso del premio Rómulo Gallegos, que gira en torno al desamparo del artista y su relación con su oficio y con los otros, un escritor de mi entorno cuestionó mis palabras al decir que qué desamparo podía haber en un escritor como yo que tenía trabajo en la universidad, tenía esposa e hijas y amigos, etcétera. Creo que en esta consideración hay un problema de comprensión de la escritura misma. Sé que hay una gran cantidad de gente que escribe hoy pensando en el bienestar que otorga la escritura y el arte. Pero para mí siempre estas instancias han sido conflictivas. En realidad, yo creo que escribir, así tengas grandes premios literarios en tus manos, es habitar coordenadas de suprema fragilidad y profundo desarraigo. Mis libros, por lo tanto, han sido escritos en situaciones así. De un modo parecido fue como escribí Lejos de Roma que trata sobre el exilio de Ovidio, pero también trata de mi propio exilio y el de muchos exiliados de ahora. Ahora bien, ¿por qué haber escogido a Ovidio para referirme sobre la situación del hombre contemporáneo? La verdad es que seguí el camino propuesto por Yourcenar que enfrentó el caos y la guerra de su época con una novela donde se impone el orden del mundo romano desde la razón, la exquisitez y la paz. A mi modo, enfrenté el exilio, esa constante tan apabullante del siglo XX y que lo seguirá siendo en el XXI, desde una figura ejemplar de las letras. Así, yéndome hacia el pasado, y recreando una figura que en apariencia no tiene nada que ver con nuestros días, pude representar esa oposición entre artista solitario y dictador supremo. Y yo sé, faltaba más, que en la realidad real quien gana es el poderoso. Pero en el rincón maltrecho, y sin embargo liberador de la escritura, gana el poeta.

 

M.M: Y volviendo a la literatura y la música, ¿podrías contarnos sobre la novela que estás escribiendo que, me has dicho, es sobre la música?

Se trata de la primera novela que intenté escribir y que solo ahora he podido terminarla. Tengo anotaciones de esos primeros esbozos que datan de mi época de estudiante de música en Tunja, hacia 1984. Tengo otras de cuando vivía en París, en la década del 90. Hice como tres intentos, pero al cabo de unas páginas sentía que el proyecto me quedaba grande. En el 2015, cuando finalmente la abordé, pude entender que lo único que necesitaba para escribirla era la madurez. Es mi quinta novela y, una vez más, sus personajes van tras el aprendizaje del arte en medio de circunstancias turbulentas. Una vez más, por lo tanto, he escrito una novela de formación. Su asunto es muy sencillo: se narra la historia de un muchacho que va a estudiar música a una escuela en Tunja y que termina encontrando su vocación de escritor. A través de este hilo narrativo se dibuja una generación de jóvenes que le apostaron al aprendizaje de la música en medio de un país caótico, agresivo, represor que, moral y éticamente, se vino abajo. En esa década del 80 sucedió lo del Palacio de Justicia2, el fortalecimiento del narcotráfico y los grupos paramilitares, el genocidio de la Unión Patriótica y la tragedia de Armero. Fueron los años en que mi padre fue asesinado por un grupo de delincuentes asociados a las guerrillas urbanas. Es una novela nueva para mí porque he decidido contar un poco mi vida de esos años. Su protagonista es Pedro Cadavid, esa especie de alter ego mío, que, como sabemos, es también el personaje narrador de Los derrotados. En La escuela de música, ese es el título que he decidido ponerle, me ayudó mucho Thomas Mann y sus novelas La montaña mágica y Doktor Faustus. El epígrafe es un verso de Paul Verlaine: “De la musique encore et toujours”3. Y él le servirá al lector para entrar a un mundo novelesco colombiano anclado en la música.



NOTAS

1 Pablo Montoya (1963, Barrancabermeja, Santander, Colombia), es escritor, traductor, crítico y profesor de literatura en la Universidad de Antioquia, Medellín. Ha publicado libros de cuentos, entre ellos Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Habitantes (1999), Razia (2001), Réquiem por un fantasma (2006) y El beso de la noche (2010); los libros de prosas poéticas Viajeros (1999), Cuaderno de París (2006), Trazos (2007) y Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009); las semblanzas biográficas de Adiós a los próceres (2010); los ensayos Música de pájaros (2005), Novela histórica en Colombia 1988-2008. Entre la pompa y el fracaso (2009), donde desarrolla una perspectiva singular sobre el género que practica asimismo en sus propias novelas, La música en la obra de Alejo Carpentier (2013) y Un Robinson cercano. Diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX (2013). Sus novelas La sed del ojo (2004) y Lejos de Roma (2008) se desplazan en el tiempo y en el espacio. En un caso a París, como la capital del siglo XIX, donde se conjugan la pintura, la fotografía erótica y la trama policial; en el otro se recrea el exilio del poeta Ovidio, envejecido, enfermo, atrapado en la otredad del destierro y de la lengua ajena. En Los derrotados (2012), la novela se ancla en el territorio colombiano, tejiendo un contrapunto entre la figura histórica del malogrado botánico y héroe de la independencia Francisco José de Caldas y los avatares de tres jóvenes personajes cuyas vidas se entrecruzan en la militancia estudiantil, en la convulsionada década del ochenta. Tríptico de la infamia (2014) vuelve su mirada al pasado, a la traumática experiencia de la Conquista de América, a través de la peculiar perspectiva de tres pintores protestantes del siglo XVI. En el año 2016 se publica Terceto, reunión de tres libros que Pablo Montoya califica hermanos, Viajeros, Trazos y Programa de mano.

2 Pablo Montoya se refiere aquí a momentos y episodios muy dolorosos y violentos de la historia colombiana, entre ellos la toma del Palacio de Justicia de Bogotá, hecho también conocido como “Operación Antonio Nariño” sucedido el 6 de noviembre de 1985. Un comando del ejército guerrillero Movimiento 19 de abril (M-19) mantuvo durante 28 horas a 350 rehenes. Hubo al menos 98 muertos, entre ellos 11 magistrados y un número importante de desaparecidos, luego del atroz enfrentamiento entre las fuerzas militares y los guerrilleros.

3 El verso citado es del famoso poema de Paul Verlaine “Art Poétique” (1874).

 

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