Orbis Tertius, vol. XXII, nº 25, e032, junio 2017. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria


Artículo/Article



Retroescritura: el ensayo en los textos de Amir Hamed


por Teresa Basile
(Universidad Nacional de La Plata )



RESUMEN
Nos interesa analizar el ensayo del escritor uruguayo Amir Hamed, reunido en el volumen Retroescritura (1998), como una propuesta en el contexto de los años noventa, de la “gris democracia”, atravesado por las herencias de la derrota de la izquierda revolucionaria y de la dictadura (1973-1985). El ocaso de las épicas y la cancelación del futuro darán lugar a una maquinaria de escritura retro que vuelve al pasado no para reparar sus fallas sino para diseñar una plataforma de renuevo para la joven generación que asoma. Para el examen del ensayo de Hamed, consideramos ciertos momentos claves de la institucionalización del género en la vasta y compleja tradición del ensayo latinoamericano, en especial el “ensayo de interpretación nacional” y el “ensayo literario”, deteniéndonos en las producciones de José Lezama Lima y de Jorge Luis Borges.

Palabras clave: Amir Hamed – ensayo Retroescritura Artigas Blues Band literatura uruguaya



ABSTRACT
This paper analyzes the essays by Uruguayan writer Amir Hamed collected in Retroescritura (1981), as we consider them an aesthetic intervention during the so-called “grey democracy” in the 90s, traversed by the revolutionary left defeat and the dictatorship legacy (1973-1985). The decline of epics and the loss of hope in the future gave place to a “retro” writing machinery that looked back into the past with the aim of designing a platform for renewal for younger generations rather than fixing old failures. In order too study Hamed’s essay we consider certain key moments in the institutionalization of the genre within the vast and complex Latin American essay tradition, particularly the “national essay” and the “literary essay”, focusing on José Lezama Lima and Jorge Luis Borges production.

Keywords: Amir Hamed -Retroescritura - Essay- Artigas Blues Band- Uruguayan literature


CITA SUGERIDA
Basile, T. (2017). Retroescritura: el ensayo en los textos de Amir Hamed. Orbis Tertius, 22(25), e032. https://doi.org/10.24215/18517811e032


 

Introducirnos en la primera etapa de la producción literaria del uruguayo Amir Hamed (1962)1 nos permite avizorar algunas de las iniciativas de la generación de los 80-90, aquella que brota en democracia, aunque haya crecido durante la dictadura (1973-1985), los jóvenes que emergen en el contexto del fin de siglo y milenio. Acarreando la pesada herencia dejada por las heridas de la dictadura y por el retraimiento de las épicas que enturbian el futuro, arrastrando un pasado devastado e inhabitable que les ha caído en suerte y del cual no fueron del todo actores, ingresan al terreno de una democracia que perciben sin expectativas y falta de relatos. En Hamed hay conciencia de la derrota del proyecto revolucionario del MLN-Tupamaros en tanto constituye lo dado, la meseta en la cual están situados, pero no hay crítica ni menos autocrítica de un pasado en el que los miembros de su generación no fueron protagonistas, no hay una evaluación de los errores y fallas de la izquierda ni de la derecha dictatorial, no hay puesta al día ni repaso de los imaginarios nacionales. Por el contrario, es posible advertir el deseo de un corte con ese pasado, que se vehiculiza a través de dos intervenciones. Por un lado, Hamed configura en sus ensayos un nuevo relato en torno a la pérdida del universo de los 60-70 y la emergencia de otro nuevo y desconocido, un umbral que oficia como incipit de su escritura, como demarcación de un locus de enunciación para sus propios textos. Por el otro, a contracorriente del revisionismo por parte de la promoción anterior, propone en sus novelas históricas un juego irreverente con los saberes de la historia, para diseñar un espacio inapropiable, para edificar un lugar desde el cual proyectar los deseos y los relatos de los jóvenes, para dar lugar al pulso expectante de lo nuevo –un derecho y un desafío de toda generación que asoma.

En 1994 Amir Hamed publica Artigas Blues Band. Cuatro años más tarde reúne en Retroescritura (1998) una serie de ensayos escritos desde 1992, varios de los cuales aparecieron (entre 1993 y 1995) en “La República de Platón” –suplemento cultural del diario La República. A ello hay que añadir otra serie de artículos publicados en Insomnia. Ambos textos –ensayo y novela histórica– pueden ser leídos en diálogo. Si bien son diversos, los ensayos que componen Retroescritura abordan y acechan obsesivamente la “escritura” desde diversas perspectivas. Parten de la certeza de que todo es escritura: no sólo porque el lenguaje ya no es más transparente en tanto formatea lo “real”, tal como propuso el denominado giro lingüístico, sino porque además los acontecimientos mismos son escritura, van escribiendo los derroteros de la historia. Hamed interroga la condición de la escritura en la década de los 90, en los límites del fin del milenio y bajo los cambios epistémicos que el posestructuralismo introdujo (junto con los demás post). Lo hace diseñando un relato y creando una maquinaria de la escritura retro.

El relato comienza con la muerte del padre (del Padre, la Ley, el logos), acarreado por el fin de la historia, el declive de las utopías y de las macronarrativas que opacan el horizonte –todas condiciones que configuran el relato, que ofician de matriz primera de un nuevo orden. Lo cual da lugar a la sustitución del futuro por el pasado, en el escenario uruguayo doblemente atravesado por la caída del Muro de Berlín (1989), que puso fin al mundo bipolar de la Guerra Fría, y por la posdictadura (1985) que, a nivel local, también canceló los enfrentamientos radicales de las décadas anteriores. Tanto el futuro de un mundo mejor esgrimido por las propuestas revolucionarias de la izquierda insurrecta de los tupamaros, como la proyección fundacional de un Nuevo Uruguay por parte de los funcionarios de la dictadura, se disolvieron en el inicio de la gris democracia, en “esa resignación que eran los años noventa”. La suspensión del futuro y el desgaste de lo nuevo ponen a funcionar, entonces, una escritura que regresa al pasado y abreva en sus archivos, una retroescritura: “en [...] la Tierra, se habían acabado las novedades” (Hamed 1998: 7).

A través de la lectura de producciones culturales de diversa índole, Hamed trama este relato que –en el primer ensayo “Acechante en el umbral”– se inicia con Alien, la saga cinematográfica de ciencia ficción que comenzó en 1979. La muerte de Alien a manos de su madre, la teniente Ripley, funciona como metáfora de la voluntad por suprimir el brote, lo que está por nacer, la criatura, lo radicalmente desconocido, ese otro que procura regenerar el futuro. Alien es la primera figura de una larga serie de ogros que el texto consigna, y ocupa el lugar de la alteridad más absoluta, lo irreconocible que acecha en el umbral del vacío dejado por el derrumbe de la modernidad. Sin figuras paternas, con una madre que rechaza su engendro, este film es un emblema de las mutaciones en la episteme del fin del milenio. El constante deambular por los bordes del Universo desarticula el viaje lineal de las teleologías, ignora toda épica, no consigna ningún orden, no construye una historia patrilineal ni edifica una protopatria, ya que carece de génesis, de fundadores y de fines. Hamed lee en esta saga la representación del giro hacia el pasado, pero además la serie misma es una máquina retro –en una época “yerma de proyectos” (1998: 9)– en tanto vuelve sobre sí misma para producir nuevos films, incluso cuando ya ha muerto su protagonista y sólo resta resucitarla –tal como sugiere la pronunciación de su nombre Ripley: re play.

En ausencia del Padre, desembarcaron en los años noventa los “hermanos mayores” para pilotear “la ingrávida nave de los desencantos”. Descreen del futuro y sus épicas teleológicas, son “héroes de lo vacuo”, “desestabilizadores” que operan desde el terrorismo viral carcomiendo los pilares del sistema que fingen sostener (desde este lugar Hamed analiza la figura de Bill Clinton como un hermano mayor). La vacancia del Gran Padre Blanco que comanda una historia lineal –junto con la emergencia de lo “prepóstero” como desarticulación de la flecha del tiempo tendido hacia el futuro como teleología y hacia el pasado como genealogía– da nacimiento al mestizaje global, poniendo en acción la “máquina caníbal y recicladora”. Al fin de la historia y de la voz del Padre se suma la expansión del mundo virtual como un nuevo territorio que recoloca en el presente de la pantalla el Saber Absoluto, de modo que la lógica de los hipervínculos ofrece el pasado y los saberes acumulados para la ingeniería creativa de cualquier espectador. El espacio virtual es la segunda matriz que interviene en la escritura retro de Hamed, poniendo a disposición de todo escritor el espesor de la cultura “universal”.

A partir de estos dos relatos paradigmáticos, el del (moribundo) Padre Blanco y el del (emergente) Alien, se traman dos modos contrapuestos de escritura que se expanden a través de series de opuestos: linealidad/ deriva; géneros legítimos/ bastardos; ciudadanos/ hordas de bárbaros; escritura/ voz; lengua madre/ extranjera; metáfora/ metonimia; sedentario/ nómade: visión/ ceguera; Espíritu/ carne, entre otras. La narrativa lineal del Padre, de la Ley, del logos, de la Historia, cercada por inicios y finales, ejerce una obturación de lo múltiple. En cambio la escritura de Alien, que se articula a partir de este organismo sin ojos ni mirada, impredecible, no segmentable, de sentidos no determinados, de extrañeza invencible, interrumpe todo fin y se da a la deriva continua, provocando una serie de desvíos en el interior del texto lineal e introduciendo lo prepóstero, todo lo cual da lugar al texto bizarro de la retroescritura (1998: 22).

La perspectiva retro es, en principio, un mecanismo presente en la cultura actual, una moda retro (muchas veces carente de imaginación) que Hamed analiza especialmente a partir de la cultura visual y masiva del cine y la televisión, ocupada en reciclar los productos de épocas pasadas y dar al mercado segundas y terceras partes (así las series de Alien, Back to the Future, Terminator o La Pantera Rosa) en lugar de crear siguiendo los imperativos de lo nuevo. Back to the Future diseña el viaje al pasado para procurar corregirlo y así salvar el futuro, en una mirada retro que hace del pasado la garantía del futuro. Pero a partir de esta impronta del presente, Hamed fragua el concepto de retroescritura también para forjar él mismo un texto devoto de esa matriz: en estos ensayos el sujeto de enunciación va enhebrando diversos productos culturales del pasado (retro) a partir de un significante que oficia como punto de partida de una deriva por diferentes textos. En varios de los ensayos que siguen, indaga diversos procedimientos de la escritura a partir de los dos modelos ya señalados: la escritura lineal, del padre o de la madre, teleológica, de la Ley, y la escritura nómade y mutante, descentrada y semoviente, extranjera y marginal, recursiva y retro. Cada una despliega un imaginario particular.

En “Retroescritura”, el ensayo que da nombre al libro, Hamed revisa las propuestas de las sagas de Alien, de Terminator y de Back to the Future para, entre otras cuestiones, preguntarse: ¿quién escribe en la máquina retro y dónde se halla la identidad de cada uno? La respuesta parece encontrarse en la pantalla de la computadora o del televisor, en la intimidad de un slip, en el calzoncillo Calvin Klein, en la publicidad, en la firma de la corporación Benetton, en la cámara del ojo de Schwarzenegger, para finalmente descubrir que “nadie dirige la mano de la retroescritura” en estas películas que se reprograman continuamente ante la pasividad del mercado (1998: 56). O que en Alien, the Eighth Passenger quien escribe (y miente) es Mother, la computadora que dirige la nave, así como en Alien III quien cierra la película es la tipografía neurótica de la computadora (1998: 58).

En “La madre del género” aborda los procesos de renovación estética dentro de la literatura. Aquí la polaridad se da entre los géneros institucionalizados, que trabajan al amparo de las reglas establecidas, y aquellos bastardos e ilegítimos, no sacralizados por la institución, nacidos en las orillas, en el afuera de las ciudades, desheredados de la tradición, como el tango (“armado en base a residuos de la literatura romántica y a ritmos de negros”) o el criollismo de Javier de Viana quien trabaja con residuos de la épica gauchesca, con detritos de formas poéticas prestigiosas, alimentándose del desecho de todos los géneros posibles (otra forma de procesamiento retro). En cambio, la lengua del huérfano directamente carece de madre, de la madre del género, tal como analiza, con altas dosis de humor y burla, en el poema de Martín Castro.

El espacio de “Metrópolis” también se escinde polarmente, ahora entre el adentro y el afuera de la ciudad sitiada, entre los ciudadanos y las hordas de bárbaros que los asedian, entre los nacionales y los extranjeros, entre la escritura y la voz. Dentro de Metrópolis se encuentra San Agustín, quien compuso una “ciudad para Dios”; Platón, quien escribe La República; Virgilio, quien con Eneas funda Roma. La civitas dei agustiniana pasa a América con Colón, quien nuevamente encuentra a otros “bárbaros”. Las ciudades se fundan en la escritura, cuyas murallas desalojan a los intrusos. Por el contrario, la voz del afuera se forja como una máquina de guerra nómada y bárbara que asalta los muros de la ciudad, tal como acontece en el canto de los sitiadores de Troya en la épica de Homero. También en América, para Hamed, Ercilla escribe desde la ciudad. En cambio México-Tenochtitlan conserva algunos versos de los aztecas. Finalmente hoy las “hordas” bloquean las autopistas de entrada a México, y las metrópolis se duplican en un mundo subterráneo o son asaltadas por los inmigrantes, los nuevos bárbaros. Este capítulo resulta una clara muestra de la retroescritura de Hamed que pone a frotar textos a partir de la deriva primera sobre la ciudad y sus extramuros.

Estas “hordas” son parte de un bestiario de monstruos, inaugurado por Alien y conformado por sujetos de la retroescritura que introducen lo demoníaco, la extranjería en la lengua madre, el crimen en las tablas de la Ley, lo monstruoso en la naturaleza, la Edad Media en la nueva era, lo gótico en la modernidad, los bárbaros en la ciudad: Frankenstein, Drácula, la Pantera Rosa, el Golem, Quasimodo. Es el sujeto latinoamericano: “En la mayoría de los casos, el monstruo es latinoparlante” (1998: 44). Son los devenires-animales, el devenir monstruo de la letra cuya figura emblemática es el vampiro, el “quiróptero americano” (1998: 44). Una de los intereses constantes en Hamed se refiere a la condición de la letra en América Latina. En un ensayo anterior, “Hay que matar a Clouseau”, distingue entre la metáfora y la metonimia. La primera quiere dar cuenta del mundo desde un centro y por ello remite a la conquista de América. En cambio la metonimia opera por contigüidad y por un continuo desplazamiento, lo que apunta al tránsito del extranjero, de la alteridad: “Se podría decir que la metonimia es el principio del extranjero, y que la metáfora responde al centro” (1998: 34-36).

Esta contigüidad metonímica es el procedimiento privilegiado por Hamed en varios de sus textos, al punto que define la sintaxis del relato. Este mismo ensayo se construye a partir de la “frotación” entre diversos textos (la frotación enciende la chispa en la contigüidad de los textos: “un frotarse de la escritura con otros textos, como piedras en pos de una chispa”, 1998: 23), cuyo vínculo es una deriva a partir de un significante (por ejemplo el tránsito de la serie de la Pantera Rosa hacia la Peste Rosa del SIDA), en un relato sin ningún centro que va y viene por campos semánticos diversos y encadenados, abriendo líneas, disparando imágenes, sumando textos de otras épocas, para dar cuenta de algunas de las imago del fin de siglo.

El buey y el camello reiteran en otra clave la oposición sedentario/nómade en “Escritura de buey (La máquina de buscar la sombra)”, para dar cuenta del nacimiento de la novela con Don Quijote de la Mancha. El buey con su arado “hace el ordenado surco que llamamos cultura” y escribe “linealmente la historia” (1998: 86), de izquierda a derecha, de occidente hacia oriente, buscando la sombra. Es, también, una escritura castrada, “porque para escribir debemos castrar” y “hacer de la bestia cultura” (1998: 87). Una de sus variantes, el “bustrofedón”, diseña una huella en zigzag (la vuelta del buey). En cambio el camello se mueve en el desierto –espacio liso, no estriado por los surcos del arado (Deleuze y Guattari 2008: 483-509)–, es incapaz de acarrear un arado y, además, es sexuado, está cargado de deseo. Su carácter nómade –“parece no perseguir nada”– y su escritura ciega lo hacen deambular a zurda y diestra. Esta oposición se resuelve en un mutante, el Quijote, “brote de un camello fantasma que se ha apareado con un buey”, producto de la pluma siniestra de Cide Hamete y de la letra diestra de Cervantes.

“Recalentamientos” opone dos modelos de autómatas inventados sucesivamente por Dédalo y Leonardo da Vinci. El primero creó el bovino donde se ocultó Pasifae para copular con Poseidón; una vez nacido el Minotauro construyó un laberinto para guardarlo y finalmente a Talos para proteger el laberinto. El laberinto es escritura “bovina, bustrofedónica, sombría” ya que, con el hilo de Ariadna, Teseo podrá leerlo. Para facilitar la huida del laberinto (del hilo del discurso) le diseña a su hijo Ícaro alas de cera que le permitirían volar, pero fracasa cuando las alas se derriten en la proximidad del sol. Leonardo crea no desde la matriz lineal del discurso, sino desde las refracciones de la luz y los espejos que lo miran y retrovierten con un punto de fuga. Concibe una máquina de vuelo que deviene en murciélago, en vampiro, símbolo por excelencia del retroescritor.

La deriva de la escritura de Hamed, en “Nadie me quiere”, comienza con el ojo de Schwarzenegger en Terminator para luego deambular por otras textualidades. Se trata del problema de la escritura y sus cegueras En el baño, Schwarzenegger acaba de arrancar su propio ojo malherido para volver a salir en busca de la madre del futuro y exterminarla. Esta metáfora dispara una serie de conexiones que articulan fragmentos: el ojo, la máquina de guerra, el deseo de matar al padre o a la madre son los dispositivos necesarios para la escritura. Los agentes que ramifican las metonimias son los Cíclopes de un solo ojo –“máquinas de guerra” (fraguan y funden metales para construir las armas)–, junto a los Titanes y Gigantes que “se rebelan contra su creador”. En la saga de Odiseo, éste enceguece a Polifemo, le enseña a leer y escribir cauterizando su ojo, volviéndolo ciego. Sólo cuando el ojo es herido puede comenzarse a escribir. El mito platónico de la caverna sólo muestra sombras, y cuando salimos la luz “hiere nuestros ojos y nos vuelve ciegos para percibir las sombras” (1998: 96). “En la colonia penitenciaria” de Kafka se narra la hybris –y la imposibilidad– implícita en el intento de leer la Ley a través de la escritura de la máquina que a última hora se desbarajusta, de modo que el mensaje resulta “indescifrable, sanguinolento y roto” (1998: 97). El que busca desentrañar la Ley deviene culpable. Edipo, a continuación, retoma la escena kafkiana para arrancarse los ojos en reconocimiento de su culpabilidad. El relato se cierra con una película del presente, The Silence of the Lambs, en la cual la salida de la caverna provoca hambre, pero nadie puede saciarlo. Aquí el significante “Nadie”, que aparece en el título del ensayo, va enhebrando las historias y conduce una de las derivas sobre la escritura que tiene su punto inicial en el nombre (ουτις: Nadie) con que Odiseo se presenta ante el Cíclope, y que apunta a la muerte del autor como dueño del texto, a la muerte del padre como fundador de la verdad, y a la ceguera que todo texto incluye. Sólo es posible leer aniquilando un ojo, desde las sombras, desde las cavernas, sin procurar apresar la Ley ni descifrar la Esfinge ya que “Nadie” es quien habla.

“Aires viejos (groserías, delicadezas)” dispone una constelación en torno al hambre, el banquete y el canibalismo. Se trata de la escritura a partir de la carne y no del Espíritu, sospechamos. El ojo malherido de Polifemo levanta en el negro de la gruta su párpado como una “membrana” (1998: 99) que luego deviene “miembro”, “pene”, “the pen”. Es, además, un ojo “famélico” que proyecta su hambre en los diversos banquetes que el texto persigue: la obertura es la película Delicatessen cuya carnicería aparece como el resto de una gran catástrofe (¿la carnicería, la carne como sobreviviente de la muerte del Espíritu?). La imagen elegida muestra las boletas de los créditos de la película prendidas de los jamones, pescetos y cuadriles, en tanto metáfora que señala a la carne como “única garantía fiable” de la escritura. Sigue el banquete de Platón donde sólo se sirve una frugal comida, un “poco de aire” –en Platón no hay antropofagia. The Cook, the Thief, his Wife and her Lover, el film de Greenaway, ofrece como plato el cuerpo de Michael relleno de páginas que Mr. Spica deberá comenzar a comer por “el pene” –todo lo cual se vincula con el pacto entre Abraham y Jehová en torno a la circuncisión como principio de la escritura de la Ley. Entonces: la escritura emerge a partir de la mutilación del pene y su transformación en “the pen” (la cultura a partir de la castración). The Silence of the Lambs pone en escena la antropofagia como un nuevo nacimiento. El canibalismo adviene proceso de escritura: “siempre que cito a alguien es porque me lo estoy cenando”. A continuación, en Fried Green Tomatoes at the Widi´s Stop Cafe la escritura del criminal narra el cuerpo del delito que se devora en el acto de antropofagia. La escritura se erige desde la carne, a falta de otra garantía que la sostenga, y termina por revelar al escritor como un asesino, un caníbal, un antropófago, es decir, una de las imágenes de peso en la tradición latinoamericana, presente en la figura del antropófago de Oswald de Andrade (1928) o en la de Calibán de Roberto Fernández Retamar (1971).

En “EXP.P (PSICOANÁLISIS PARA PASTORES)” Hamed introduce la escritura de la computadora, y apunta a la creación de la Máquina de guerra. Platón ha arrojado a los poetas al ostracismo, a los extramuros de su Ciudad-Estado gobernada por “Las Más Altas Ideas”. Pero los exiliados inventan una “pastoral” a partir de la factura del “Idilio” de Teócrito, un nuevo engranaje bélico para asaltar los andamios de la República. Este idilio, bucólica o pastoral esgrime como armas en contra de la ciudad: la defensa de la vida natural y la utopía. Sus versos dispersan la peste, el virus de la sífilis descubierto en 1495, año sacudido por una serie de cambios: el descubrimiento del Nuevo Mundo, la invención de la imprenta y la creación de la bala de cañón. Los tres nuevos inventos se conectan entre sí para hacer de la escritura una máquina de guerra cuyo virus sifilítico dispersa y deriva los sentidos en una incesante mutación nomádica inaugurada en el espacio americano.

Además de articular un relato, la Retroescritura es, por sobre todo, una máquina de escritura con sus propios mecanismos y lógicas, que Amir Hamed emplea para definir y construir los andamios de su propio ensayo. Vale la pena copiar su definición:

Retro: Re de volver a presentarse. Pero se da un Tro de volverse, de dar vueltas, de dispersarse. Un tro de disipación, de obstinada ausencia de norte –o de pasado. Un tro que hace del ayer un juego, propio de un lugar sin pretérito. Un tro básicamente advenedizo, semoviente o nómade, vagabundo o errante, como se quiera, cuyo sitio único está fuera de todo sitio, incómodo con la mayoría de los géneros. (Letra que se muda o letra mutante). Un tro que imita poco al mundo, que apenas lo deriva (1998: 164).

De este modo, la retroescritura pone en juego dos mecanismos: el “RE” implica volver al pasado, recobrar sus textos, volver a presentarlos, activarlos en el presente; el “TRO” es la práctica mutante frente a ese pasado, el efecto de dispersión y desviación inscripto en el juego que baraja sus significaciones. Esta práctica desvía el sentido del logos del padre, lo pone a vagabundear en sus derivaciones dispersantes y en sus reagrupamientos advenedizos, desarma las distinciones genéricas para confundir sus gramáticas, mezcla los materiales nobles e innobles, cultos y populares, introduce las diversas lenguas, idiolectos, jergas y grafías en la lengua madre, y captura al pasado para instalarlo en el presente, despreterizándolo en el juego citatorio sin origen ni teleología. Emprende, también, una guerra contra el Estado y sus variantes, el Espíritu, la ciudad, las letras sedentarias, las gramáticas lineales, los géneros literarios cristalizados.

Retroescritura es a la vez una poética –reflexión sobre la escritura– y una puesta en práctica de esa poética que aquí redefine el ensayo en el interior de la tradición latinoamericana del género. ¿Cuál es, entonces, la novedad de su escritura en la década de los 90? ¿Cómo interviene esta escritura en el interior del ensayo? ¿Qué reglas rigen el género, qué pacto de lectura instaura? ¿Qué torcedura le imprime a la tradición –compleja y varia– del ensayo latinoamericano? ¿Con qué modelos se filia y cuáles rechaza? En pocas palabras, nos estamos preguntando por el estatuto del ensayo de Amir Hamed en la escena latinoamericana de los años noventa.

La escritura de estos ensayos se inicia con un significante o una imagen como punto de partida desde el cual se va enlazando una serie de figuras, imágenes, metáforas extraídas de otros textos que se entreveran para arribar a una imago mayor, capaz de condensar un haz de significaciones que permitan iluminar zonas del presente, que sirvan para descubrir los nuevos principios que rigen la cultura y los saberes luego de las múltiples debacles acaecidas en el fin de siglo y milenio. Como ya dijimos, el autor emplea para ello la contigüidad entre imágenes, palabras, significantes, conceptos, extraídos de textos de las más diversas épocas, culturas, lenguas, formatos y registros, textos que se ponen a “frotar” para que esa fricción provoque una chispa. La contigüidad, en tanto supone una desjerarquización de los textos y un quiebre de las temporalidades históricas lineales y teleológicas, configura la sintaxis de la argumentación de la retroescritura.

La pregunta por el sujeto de la (retro)escritura es contante en estos ensayos y da cuenta de la puesta en crisis del autor y de la supremacía del texto que viene a sustituirlo (Barthes 1987: 65-71). Ello funda la autoridad y autonomía del sujeto que escribe y se atreve a vincular diversas textualidades, sin atenerse necesariamente a alguna “intencionalidad” del autor que las escribió ni al contexto en que fueron expresadas (aunque puede darse, si le es conveniente, y en muchos casos ilumina épocas pasadas). La cita de un significante no acata ningún significado original, ni respeta algún sentido presumiblemente dado por su autor; por el contrario Hamed se la apropia desde la irreverencia y la pone a funcionar en la constelación diseñada por él, desde la necesidad de su propia escritura, desde las coordenadas de su trabajo creativo, reponiendo paradojalmente su propia autoridad y “verdad”. Así, por ejemplo, el vínculo que establece entre el ojo de Schwarzenegger y el del Cíclope en la saga de Odiseo, o la deriva desde la Pantera Rosa a la Peste Rosa del SIDA, o las diversas líneas de fuga que dispara en torno a la “carne” hasta arribar al banquete de Platón. Este particular trabajo con los significantes y textos de la cultura universal tiene antecedentes en el interior de la tradición del ensayo latinoamericano.

Varios críticos señalan, como una de las marcas del ensayo latinoamericano, en especial al ensayos de interpretación nacional, el predominio de una “estructura expositivo-argumentativa en vez de descriptivo-narrativa” (Mignolo 1984), de una “escritura inteligente” basada en la razonamiento y en el juicio (Giordano 1984), del “discurrir del pensamiento mismo” y la presencia de una prosa “conceptual, ajena al hilo enhebrador de la ficción” (Real de Azúa 1964), de una “antinarratividad” (Weinberg 2006), aun cuando no se ajuste a las leyes más duras del discurso científico, aun cuando tienda puentes con la literatura o con la poesía (Picón Salas 1954), aun cuando se jacte de su libertad formal. A contracorriente de este ensayo razonador y argumentativo, Retroescritura argumenta desde la imagen, arguye desde la metáfora, discurre con tropos e impone a las figuras una relación sintagmática para configurar un relato. Se trata ya no del “ensayo de interpretación nacional”, sino del “ensayo literario”, aunque resulte complicado afincar pie en estas tierras movedizas, inestables, contaminadas del género ensayo.

Me interesa, al menos, puntear uno de los momentos claves de la reemergencia de este ensayo literario con los textos del cubano José Lezama Lima, perseguir las marcas de su institucionalización. Tendríamos que comenzar con la frustración histórica que Lezama percibió ya a fines de los años treinta y que lo condujo, por afuera del terreno político y por el afuera de los discursos de las ciencias sociales, a indagar una salida, una alternativa en el espacio abierto por la literatura. Se propuso, entonces, averiguar lo cubano, la identidad insular desde las herramientas de la poiesis, ya que “un país frustrado en lo esencial político, puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza” (1981: 196). En esta frase se percibe la incorporación del problema de la identidad cubana, de la cultura insular al terreno del arte, lo que significa un cambio brusco en el protocolo del ensayo de interpretación nacional, aquel que se institucionaliza en el siglo XIX en América Latina pero ejerciendo un movimiento diferente al de Lezama Lima.

Los ensayos modernistas de José Martí o el Ariel de Rodó –entre otros ejemplos– se constituyen desde el proceso de autonomización literaria de fines del siglo XIX, que por un lado escinde los saberes disciplinarios según cada especialidad, y por el otro autoriza al valor literario por su capacidad integrativa y educativa frente a los discursos tecnológicos del proceso modernizador que con su “especialización” y “utilitarismo” no eran aptos para comprender los destinos de América Latina. De este modo el ensayo de interpretación nacional se legitima desde el valor literario, desde la autonomía del arte, pero para dar un paso más allá y volver a vincularse con lo político. De allí –como explica Julio Ramos (1989)– la hibridez del género, que cruza las prerrogativas de la literatura con las demandas de la política; de allí que en el ensayo la autoridad política no cese de manifestarse. El hibridismo de su textura, que cruza las lenguas literarias con otros registros discursivos de las más variadas disciplinas, es la marca más importante de esta tensa relación entre las diversas esferas sociales. En cambio en Lezama Lima no hay hibridismo, no hay puente con el exterior, los discursos de las disciplinas no literarias no presionan con su fuerza el inexpugnable espacio que Lezama construye en sus ensayos, donde parece reinar el mundo autónomo de la poiesis con sus leyes. Como si Lezama no contemplara, en la coyuntura política del momento, la posibilidad de negociar desde la literatura con otras instituciones los debates en torno a la identidad cubana y latinoamericana.

Algo similar ocurre en los ensayos de Amir Hamed, en los cuales lo político se captura desde lo literario, se lee oblicuamente desde una matriz poética ya que es la literatura la que puede abrir caminos en el apagón de la gris democracia. Estamos en una coyuntura en la que se ha abandonado la centralidad deslumbrante que supo ocupar lo político en los sesenta, de la mano de la revolución cubana y de sus chispazos por América Latina. El aura de los guerrilleros, el fuego de la revolución ahora se trasvasa a la literatura: la escritura de Hamed da cuenta de un reencantamiento de la literatura, reencantamiento que no implica una apuesta a la capacidad fundacional de la letra, ya que ésta está guiada por la deriva posestructuralista del significante.

En los ensayos de Lezama Lima quien escribe, el sujeto de enunciación, es un sujeto metafórico que apuesta a la imagen como un absoluto y articula una progresión de imágenes, una “red de imágenes que forman la imagen” (Lezama Lima 1952: 153). Tanto la prueba hiperbólica como la vivencia oblicua son las reglas de funcionamiento que rigen los enlaces entre las imágenes sin seguir el orden de la razón sino el de la poesía, que autorizan las libres asociaciones entre elementos separados por abismos de tiempo, espacio y sentido, y que liberan a la escritura ensayística de las corroboraciones de la verdad al desplazarla hacia la mentira poética. La imagen actúa en lo incondicionado, se abre a la diferencia, es “misteriosa en sus asociaciones”, dice Lezama.2 En La expresión americana (1957) Lezama activa estos principios del ensayo literario para hablar de la identidad cultural de América Latina, pero lo hace reconduciendo el ensayo de interpretación nacional a los foros del logos poético. Es a través de la “historia tejida por la imagen” –así la llama Irlemar Chiampi (1993)– como Lezama instituye este ensayo literario. El contrapunteo de imágenes engendrado por el eros relacionable no sólo es la herramienta con la cual Lezama explora la trama cultural latinoamericana; es también la condición que rige el funcionamiento de la cultura americana en tanto espacio gnóstico, en tanto matriz abierta a las contaminaciones de todo tipo, en tanto protoplasma incorporativo de otras culturas o dispositivo que canibaliza y calibaniza la entera biblioteca. De allí las continuas vinculaciones con culturas remotas en espacio y tiempo.

Retroescritura puede colocarse dentro de esta línea del ensayo literario, pero a su vez ejerce una torsión ante el nuevo contexto del fin de siglo, ante otro escenario en el cual Hamed señala la clausura de los relatos teleológicos y de las ansias identitarias. Se trata, como apunta Sandino Núñez en la “Coda retro” que cierra el libro, de la cancelación de la ciencia como disciplina clave de la modernidad que ha procurado ordenar, explicar y sistematizar lo real. El filósofo de la ciencia, a cargo de este orden, ocupaba el lugar de “un buen Dios, un padre, un señor superior, serio y responsable” (en Hamed 1998: 165), y su gran representante, Hegel, instauró el Espíritu como principio organizador de la historia. Es en este quiebre que se arma la máquina retro, una maquinaria desde la cual varios escritores revisarán los mega relatos nacionales del pasado.

En lugar de las confluencias lezamianas entre diversas figuras e imágenes de la tradición que el sujeto metafórico dispone y conjuga desde el eros relacionable, Hamed instituye la deriva (menos teleológica y más contingente) que va enhebrando textos a través de las mutaciones de un mismo significante o imagen. En este desplazamiento, el uruguayo prefiere hablar de la escritura como mutación y metamorfosis, en lugar de la experimentación propia de la vanguardia que remite al imaginario técnico siguiendo la lógica de lo nuevo.3 El arte como mutación encuentra –para Hamed– su texto clave, su origen y paradigma, en las Metamorfosis de Ovidio, no sólo porque su obra describe diversas metamorfosis, sino además porque expone el proceso de construcción narrativa como una sucesión de mutaciones. El texto se abre con el Caos que no es “más que masa tosca”, punto de partida de las mutaciones que en su texto abarcan desde el inicio del mundo hasta el presente del siglo I. Remite también al proceso de escritura que comienza como un conjunto de “gérmenes discordantes” para arribar a una “meseta”. Así, “Ovidio es la exigencia de lo que muta: narración”. El proceso se extiende a las lecturas y reescrituras de las que será objeto: “No ignoraba que otra mutación ya se lo estaba llevando: nosotros –la lectura– que por milenios lo seguimos torsionando, no lo dejamos descansar”.

La Metamorfosis de Ovidio –en tanto proyecto sideral–, sin embargo, difiere de la escritura del presente, atravesada por mutaciones que pervierten y desvían cualquier “gran obra” al contagio de un virus, sometida a los vaivenes de un diablo, de un programa antojadizo, de la piratería de la red: “Pareciera que el gremlin que perturbó a Descartes juguetea en las computadoras, saboteando esa gran obra, esa incisiva reseña, la columna candente que no llegamos a escribir”.4 La “mancha” es otra de las imágenes condensadoras del sentido de una escritura que contiene un dispositivo corrosivo de su linealidad y transparencia. En su ensayo “Mancha, hueco, canaleta”, Hamed reescribe en clave deconstructiva la escena en que Cervantes derrama el frasco de tinta y desde ese manchón inicia “En un lugar de la Mancha...”. La mutación es a la vez signo de lo real –“Devenir, volverse algo distinto de aquello que se está siendo parece el orden natural de las cosas”–5 y condición del “verdadero sentido de la literatura”, ya que revela y pone en escena la ley mutante del mundo; la mutación configura el centro de la escritura como práctica nómada que se enfrenta a los códigos cristalizados.

Asimismo, en lugar del sujeto metafórico lezamiano (que se corresponde con la figura aurática del poeta como profeta y maestro, tan cara a Lezama), el sujeto de enunciación en Hamed se corre del lugar del Padre para acercarse a los perfiles del “hermano mayor”, del “duende” o del “cuántico”. Son figuras menores y traviesas, que desobedecen al padre, psicopatean a sus hermanos erosionando sus convicciones y vienen a sustituir, en la práctica de la escritura, al Espíritu. Juegan con los dispositivos –“órganos, chips, tornillos, genes”– que el mundo virtual pone al alcance: “Sé todo lo que hay que saber: no me resta entonces sino inventar y jugar, volver sobre lo hecho, corregirlo, modificarlo, introducirle minúsculas variantes” (Hamed 1998: 166).

Este yo del ensayista, que hace de la oferta transnacional de la pantalla un archivo inconmensurable de imágenes, textos y lenguas con los que dialoga, se asemeja en su voracidad tanto al “viajero inmóvil” de Lezama Lima como al lector de una babélica biblioteca de Borges (no es casual que el mismo Hamed promueva una Henciclopedia en la web). En ambos escritores, quien enuncia en el ensayo es, por sobre todo, el lector de una dilatada biblioteca en tiempo y geografía, que descubre textos ignotos u olvidaos, escritos en lenguas muertas, un lector que teje y entreteje la trama del ensayo con los jugos de sus lecturas.6 Quizás éste sea un punto de contacto del ensayo de Amir Hamed no sólo con Lezama Lima, sino también con Jorge Luis Borges, quien en “El escritor argentino y la tradición”, frente a la tendencia al color local, reclama el derecho a la cultura universal por parte de los escritores argentinos: “podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener y ya tiene, consecuencias afortunadas” (1996: 273). La amplia, variada y por momentos rara erudición, el interés por los textos de filosofía y religión (que Hamed extiende hacia la cultura pop, la videocultura, la música y la política), el fraseo inquisidor, la picardía, la ironía, la irreverencia e incluso la travesura en las argumentaciones y cierto jugueteo con los textos pueden constituir otras coincidencias con el escritor argentino. Su peso es indudable en la escritura del uruguayo quien supo reconocer que Borges “mejoró definitivamente el lenguaje para que todos tuviéramos con qué escribir” (Hamed “It's me, Borges”).

Pero además de sus ensayos sobre crítica literaria, Borges consumó una de las intervenciones más perturbadoras al protocolo del ensayo al introducir la ficción como ácido corrosivo de la presunta “realidad” de la que el ensayo se supone que habla. En su obra podemos puntear otro modelo clave en este tanteo por el ensayo en América Latina ya que sacude y trastorna sus regulaciones vigentes, y rehace el pacto de lectura. Borges ficcionaliza el ensayo. Ya no se trata de una argumentación por la imagen que teje una imago poética en el centro del ensayo como en Lezama Lima. Acá la agencia provocadora es la ficción que desestabiliza ciertas lógicas del género. Es el “efecto de referencia”, es la presuposición de “no ficcionalidad” de todo ensayo lo que en primer lugar minan los textos de Borges. En “Examen de la obra de Herbert Quain” (1941) leemos un ensayo crítico sobre una obra inexistente de un autor también inexistente, en “Tres versiones de Judas” (1944) comenta, glosa y critica las obras inventadas de Nils Runeberg. En ambos casos, sin embargo, se mantiene cierto marco característico del ensayo –la mención de obras “reales” como las de Mrs. Agatha Cristie, Gertrude Stein, las publicaciones del Times y del Spectator; la retórica propia del ensayo crítico; el sujeto de enunciación que se autonombra como Borges, y hasta los títulos de los ensayos– y por ello el efecto es mayor. “Nueva refutación del tiempo” (1946) es uno de los ensayos –de matriz filosófica– que fractura la entidad del “yo” y desestima la posibilidad misma de la argumentación filosófica como vehículo en la búsqueda de la verdad: todo el razonamiento en torno a las teorías sobre el tiempo se vuelve puro juego de la imaginación, fantasía de la que el mismo ensayista descree. En “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1941) la puesta en crisis del saber filosófico no se da sólo en el nivel argumental, sino en el mismo acto de ficcionalizar las teorías filosóficas de Berkeley, de introducir un fantástico dentro del relato, de desplazar el ensayo hacia el cuento. Borges hace del ensayo ficcional el escenario para desmontar las certezas de los saberes, para deslumbrarse ante las fraguas de teorías inauditas e inconsistentes que intentan denodadamente comprender el universo, para examinar sus construcciones en el juego incrédulo con la argumentación, para sorprenderse ante la fáustica pretensión de explicar el cosmos: lo hace desplazando la filosofía y la teología hacia el tembladeral de la literatura, estimando “las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y de maravilloso” (1996: 775) –con lo cual, por otra parte, invierte la consabida descalificación del “insustancial” ensayo ante la “seriedad” de la filosofía.

Más cercano a Lezama, para Hamed esta es una batalla (la del ensayo ante la filosofía) ganada al introducir, en el interior del género, la potencia de la literatura (más que la ficción), el despliegue de la imaginación, la pulsión de la poiesis, para dar lugar a la chispa nacida en la frotación de los textos.

La retroescritura invita, más que al trabajo con la ficción, al juego de enlaces, derivas, desvíos suscitados en el archivo literario y cultural. En “De la necesidad del ensayo. Esta América y su género” (2016) Hamed descubre en el “desvío” (señalado por Theodor Adorno y César Aira) el dispositivo central del ensayo en tanto supone desensimismar a las cosas y vincularlas con aquello que le es ajeno, sacarlas de su ceguera y abrirlas a lo otro (por ejemplo acoplarle a un jarrón la genética o la televisión, o vincular la corrupción con la artritis).7 Lo que es otro modo de referirse a los enlaces y frotaciones entre diversas imágenes que ya había adelantado en sus primeros textos de Retroescritura.

Según las perspectivas de Sandino Núñez en la “Coda retro”, Hamed postula dos hechuras del yo, del duende: el arqueólogo posestructuralista y el cuántico, quienes ejercen dos diferentes intervenciones sobre el pasado. Entre los arqueólogos, Derrida deconstruye y critica los discursos del pasado mientras Foucault arqueologiza sobre las fallas y discontinuidades de la historia. En ambos hay una voluntad de reparar, rescatando una historia secreta silenciada en las fábulas del progreso y la evolución del Espíritu: “Es desatar una historia más infame como clave de interpretación (y de deconstrucción) de la cultura europea” (1998: 167). Frente a ellos, Deleuze y Guattari ofrecen “una revisión incesante en una especia de presente homeostático” (1998: 167). Pero –y aquí reside la propuesta de Retroescritura– si el arqueólogo posestructuralista deconstruye el pasado para desmontar sus fallas y discontinuidades, recuperando la historia secreta de las barbaries (y con ello “prepara el espacio de un arrepentimiento o de una revisión penitente”), el cuántico visita el pasado para actualizarlo desde los juegos que gustan al duende. Este juego activa el saber lúdico, libre y abierto de la literatura para desarmar los saberes formateados de la historia. Si el Espíritu sancionaba la ley progresiva de la historia y ordenaba el cosmos en esa grilla, el duende desarticula los estratos, las regularidades, desune para mezclar y confundir. El “virus” es la estrategia, ataca a la máquina del Estado pero lo hace a través de la peste y los microorganismos (“terrorismo nomádico, organizaciones transnacionales, narcos, fanáticos, gangsters”).

Desde estas reflexiones sobre la escritura, Hamed interviene la factura del ensayo literario, en especial la matriz barroca de Lezama Lima que, como sabemos, a partir del neobarroco de Severo Sarduy ha tenido una prolífica descendencia en América Latina y especialmente en el Cono Sur, en el neobarroso del argentino Néstor Perlongher, en el neobarrocho del chileno Pedro Lemebel y en el neobarroco transplatino del uruguayo Roberto Echavarren, entre otros. La lengua barroca de Hamed es la inscripción de múltiples lenguas extranjeras en la lengua madre del español americano: desde giros sintácticos griegos y latinos, el uso de epítetos, el arcaísmo de un castellano barroco (“en combate –parece– murieron en miles más de doscientos sitiados”, 1998: 82), las citas en inglés, francés, alemán, italiano, griego y latín, hasta la inclusión del lenguaje de la computadora. La escritura combina prosa, verso, letras de tango, rock. El espacio de la hoja está en continuo movimiento intercalando párrafos con estrofas, versos, notas a pie de página que abarcan toda la página, tachaduras de lo escrito, zonas que transcriben el espacio de la pantalla de una PC. Las citas entrecruzan un amplio haz de textualidades que van desde la cultura de los medios masivos y la informática a Homero, Virgilio, la Biblia, San Agustín, Baudelaire o Poe. Hamed interfiere un verso o un sintagma de la alta cultura con una ocurrencia graciosa que genera una gradatio descendiente (“Su noche oscura del alma ocurre en pleno día”, 1998: 117), explota la impertinencia en el modo de vincular palabras que incumben a muy diversos registros culturales (“Sofocada epifanía”, 1998: 133), o emplea el anacronismo léxico (“Dante Empíreo State”, 1998: 119). Este importante renuevo de la lengua provoca asombro y risa, y reconduce la escritura a una de sus tareas fundamentales, a explorar lo que asoma, a auscultar lo contemporáneo en su desfasaje, en su anacronismo, en aquello que se escabulle a la visibilidad enceguecedora del presente, a percibir la intempestivo como sugería Nietzsche (Agamben 2008).

Como vemos, el trabajo sobre la historia que propone Hamed se distancia de aquel que pensaban las generaciones anteriores. El regreso al pasado ha sido una de las marcas más fuertes del campo intelectual y literario de la posdictadura uruguaya, la exploración de la historia ha sido una vía para reelaborar la experiencia y las herencias de la última dictadura, como un camino donde interrogar sus causas o antecedentes. Esto se canalizó a través del auge de las novelas históricas, que releen el convulsionado siglo XIX para armar una nueva cartografía de la historia, hilada por los puntos de emergencia de las políticas de la violencia estatal, como por ejemplo en ¡Bernabé, Bernabé! (1988) y La fragata de las máscaras (1996) de Tomás de Mattos, El príncipe de la muerte (1993) de Fernando Butazzoni, El Archivo de Soto (1993) de Mercedes Rein, Una cinta ancha de bayeta colorada (1993) de Hugo Berbejillo, entre otras (Basile 2017). Leen a contrapelo la narrativa heroico-progresista de la historiografía hegemónica señalando sus huecos y quiebres, rescatando las memorias de la barbarie, e intentan así buscar en la historia un origen que explique la emergencia del terrorismo de Estado en Uruguay. Para decirlo en términos de Amir Hamed, estas novelas históricas son obra del arqueólogo posestructuralista que rastrea las “fallas” de la historia con una voluntad de reparar, rescatando –en este caso– los relatos menores de la violencia, ocultos detrás de la narrativa teleológica de la independencia, de la civilización y del progreso, tales como las voces de los indios charrúas, de los esclavos afrouruguayos o de las víctimas del militarismo de Latorre. Es la empresa que asumen los escritores de la generación de los 60-70, que vivieron el entusiasmo revolucionario y apostaron al relato emancipador, y que al regreso del exilio y del insilio de la dictadura se volcaron a auscultar las fallas de la historia.

En cambio, en la máquina de la retroescritura de Hamed quien escribe es el duende, el cuántico, y lo hace para jugar con la historia, para –como proponía Lezama– “... hacer con ese siglo XIX, calembours, boutades, roulants, descoyuntarlo, tomarlo en serio o reducirlo a irónica estampa, variarlo, ordenarlo, exigirle; esa es una posición que no nos podemos dejar arrancar, un nuevo siglo XIX nuestro, creado por nosotros y por los demás” (Lezama Lima 1977: 82-83). En Artigas Blues Band, la novela histórica retro que Amir Hamed escribe, casi como una contra-versión en el marco del auge de las novelas históricas en los noventa, se ejercita la retroescritura. No viaja al siglo XIX como espejo donde reflexionar sobre las causas y antecedentes de la última dictadura, prefiere resucitar a Artigas para activar su vector subversivo en el presente. Tal es el valor de la retroescritura en tanto máquina de guerra capaz de corroer los Principios, los sentidos clausurantes de los monumentos nacionales –en especial el Mausoleo de Artigas como ícono de la dictadura–, las identidades fijas que sostiene la letra sedentaria del estado, para configurar desde el nomadismo una escritura inapropiable por los poderes (Basile 2017).8 Retroescritura puede leerse, entonces, como un emblema teórico de la revisión del pasado que varios ensayistas de la década de los noventa emprenden, como la construcción de una máquina de escritura que reúne dos principios teóricos: la revisión del pasado (RE) desde el desvío (TRO) de su teleología. Pero este engranaje funciona desde el presente, recobra los textos del pasado pero los pone a funcionar en las constelaciones de los imaginarios del fin de siglo –como el SIDA, la moda retro, el agujero de ozono, la boga de los dinosaurios, los video juegos, el resurgimiento del gótico– o de los acontecimientos de la historia política del presente, desde Bill Clinton a Saddam Hussein. Lo que está en juego es el presente. Un presente en cuyo ADN está inscripto el fin de la épica y las grietas de la dictadura, pero no como una deuda a resolver o evaluar (ya que no hay culpa en ese pasado no protagonizado por los jóvenes), sino como una posición consolidada, una derrota ya acontecida que precisa reconocerse para diseñar un lugar nuevo y propio en tiempos de ocasos.

Amir Hamed explora las condiciones de su escritura –y la de su generación– en este escenario de fin de siglo atravesado por épicas cansinas (1998: 9), con un futuro esquivo a las grandes propuestas. Quisiera volver a una imagen que parece estar pugnando por emerger en los comentarios de Hamed sobre la serie Alien: el filicidio de Alien (“engendro no deseado”, 1998: 11) a manos de su madre, la teniente Ripley (así como también se insinúa la posibilidad de no haber nacido en Back to the Future). La proyección de un filicidio y la imposibilidad del parricidio aparecen como dos condiciones que atenazan a esta generación en gran medida huérfana. Mientras los padres –aquellos que llevaron a cabo la rebelión cultural de los 60– extienden su juventud para confundirse con sus hijos sin permitir la distancia necesaria para el enfrentamiento, los hijos parecen proyectar en esta escena el deseo filicida de los mayores que obtura el cambio de mando, que no les permite asumir el timón de la historia. A ello se suma el desgaste de las épicas, desde la revolución hasta el rock, que sus padres rebeldes y parricidas ya protagonizaron, extendieron, agotaron y cancelaron para el futuro. ¿Quién puede competir con las energías desplegadas por la revolución, el rock and roll, la psicodelia? El “vacío del Padre” admite varios significados que van desde las perspectivas filosóficas del posestructuralismo hasta las coyunturas políticas particulares del Cono Sur. Son los hermanos mayores quienes regentean “el fin del parricidio, una no-epopeya que testimonia el congelamiento de la juventud y el fin de las generaciones” (1998: 12).9 En esta línea, las propuestas de este primer momento de los textos de Amir Hamed parecen dialogar con la irrupción de los jóvenes de la movida de los ochenta, los llamados dionisíacos.

Entre el insilio y el exilio sufrido bajo la dictadura, varios críticos sitúan la emergencia de una generación joven que protagoniza nuevas formas de resistencia subterránea, a la cual Carina Perelli llamó los dionisíacos (Perelli y Rial 1986: 87-116). Artigas Blues Band dialoga y es parte de esta “movida de los ochenta”, caracterizada por el despertar de una serie de manifestaciones culturales, a cargo de jóvenes veinteañeros, que abarcaron un renovado movimiento rockero, la escritura de grafitis en las paredes de Montevideo, performing artists, revistas subterráneas, poetas lúmpenes. Sus propulsores fueron Pepi Goncalvez, autora de grafitis, Lalo Barrubia, seudónimo de la poeta Rosario González, Rubén Tani, impulsor de varios eventos y Rafael Bayce, promotor de la movida anti-razzias. Abril Trigo aborda ciertas propuestas en su texto ¿Cultura uruguaya o culturas linyeras?: para una cartografía de la neomodernidad posuruguaya, sumando otros nombres como generación rock, o generación Ausente y Solitaria.

En “La movida de los 80: la ruptura cultural en Uruguay”, Gustavo Verdesio, Gabriel Peveroni y Eduardo Roland recorren ciertas marcas de esta promoción a la que consideran heredera del fracaso de los ideales sesentistas de sus padres. Contra esa herencia político-ideológica, los miembros de esa generación se levantan para declararse huérfanos y apostar a una renovación cultural desde propuestas más estéticas que ideológicas: “La lucha armada fue un fracaso, el socialismo real un fracaso, el modelo tradicional un fracaso: no había ningún modelo atractivo”. Se enfrentan en los inicios de la democracia a aquellos que aún soñaban con algún revival, para proyectar algo inédito. Dice Rafael Bayce: “Son los que yo llamo los neodionisíacos, en el sentido de que liberaron las pulsiones sin ningún control apolíneo. No eran ni nativistas, ni retrospectivistas ni revivalistas. Estaban queriendo emerger sin antecedentes, sin raíces fuertes y sin hacerle caso a las narrativas heroicas y épicas”. Perciben la restauración democrática como “una ética obsoleta, la cultura volvía a ser la de los sesenta”; sin embargo ellos se reconocen creando una cultura “profundamente nacional”. Se alejan de la militancia política anclada en los partidos –“Habíamos visto militantes fracasar alrededor y teníamos como un raye no militante”–, pero tampoco reconocen estética alguna: “Sobre todo porque no había tampoco ninguna estética atractiva y eso era lo que más pesaba”. Fueron percibidos como “una díscola turbamulta que estaba poniendo en peligro los sólidos cimientos de la cultura uruguaya”.

Abril Trigo aborda la triple producción de la lumpenpoesía (Héctor Bardanca, Eduardo Roland, Diego Techeira, Miguel Ángel Olivera, Daniel Bello, Luis Bravo, entre otros), de los jóvenes rockeros (Los estómagos, Los traidores) y de los grafiteros, que implosiona durante la democracia para asestar un golpe definitivo a los imaginarios del país Modelo acuñado por el batllismo, en el escenario de los ochenta en que las culturas linyeras ocupan la calle mostrando el cambalache de la “otredad interior” tantas veces invisibilizada en la Suiza de América. Estas subculturas emergentes van a proponer diversas prácticas radicales, lumpenizadas, malditas, arrabaleras, soeces, con tendencias anárquicas, que recuperan la cultura lunfarda y callejera, canibalizan la cultura de masas internacional, ocupan la calle con sus performances y grafitis, celebran su propia orfandad con cinismo, desencanto, humor, sátira y burla, despliegan una inusual violencia con prácticas de choque, reniegan de las utopías y se quedan con el instante incierto del presente apostando al carpe diem, exhiben una fuerte pulsión apocalíptica, introducen el hedonismo, emplean revistas, plaquetas, volantes, historietas, botellas en lugar del libro, ensayan poéticas escatológicas, chabacanas, obscenas, ordinarias o vandálicas, mezclan los géneros y confunden los límites entre las diversas culturas. Rabiosamente antipartidarios, reformulan la cultura como arma antipolítica. Son desestabilizadores de la cultura hegemónica y arremeten contra el Uruguay culturoso. No persiguen una identidad ni bandería, sino que habitan espacios inestables, móviles, provisionales, se resisten a toda filiación, vagabundean por el puro deseo inaprensible. Borronean una identidad transeúnte y migrante, anterior y posterior a la ciudadanía uruguaya. Adoptan una estrategia guerrillera con erráticas tácticas subversivas que erosionan la ordenada arquitectura ciudadana con incursiones bárbaras –sostiene Trigo (1997).

Amir Hamed, en Retroescritura, reconoce a un grupo de iguales entre quienes nombra a Gustavo Espinosa, Rubén Tani, Roberto Echavarren, Gustavo Alzugaray y Sandino Núñez (1998: 164) y en Artigas Blues Band arma una banda, la horda de Leyenda Negra, como otro de los perfiles de esta generación de los jóvenes que asolan las calles de Montevideo para desmantelar lo heredado y trazar un camino propio. Esta es la peculiar deconstrucción y barrido que estos jóvenes emprenden, sin volver a reponer un relato emancipador y empleando una violencia desestabilizadora más que performativa (como era la esgrimida por la izquierda revolucionaria al exaltar su capacidad revolucionaria), una furia más cercana a las lenguas violentas, irreverentes, burlonas y desencantadas del centroamericano Castellanos Moya y del colombiano Fernando Vallejo.

 

NOTAS

1 Dejo de lado los textos anteriores como los cuentos de El probable acoso de la mandrágora (1982), La sombra de la paloma (1985) y Qué nos ponemos esta noche (1992), ya que el mismo Amir Hamed reconoce su inicio como escritor a partir de Artigas Blues Band (1994) y los ensayos escritos en esos años.

2 Si bien estas reflexiones en torno a la escritura se encuentran diseminadas por toda la obra de José Lezama Lima, se concentran en “Las imágenes posibles” (1952). Cfr. además los análisis de Abel Prieto (1988) e Irlemar Chiampi (1985; 1989; 1993).

3 Amir Hamed, “Vanguardia y dictadura” y “Forma, resistencia, indigestión”, en página web Henciclopedia.

4 Amir Hamed, “Del caos o prólogo del mundo”, en página web Henciclopedia.

5 Amir Hamed, “Ovidio o de cómo deja de ser el mundo”, en página web Henciclopedia.

6 En “De la necesidad del ensayo. Esta América y su género” (2016), Hamed describe al “yo” que enuncia en el ensayo: “A ese sujeto nada le resulta ajeno, cuanto más recluido, más abarca, precisamente la lección de Michel de Montaigne, el primero de todos, retirándose para escribir sus ensayos para dar cuenta del mundo, es decir, para dar cuenta de las más grandes, pero también de las más tristes, hazañas de bípedo. Cuanto más aislado, más ubicuo ese yo, más capaz de dar cuenta. No necesita ver ni comprobar: le basta con oír, con leer”.

7 Además este “desvío” caracterizaría de un modo particular a América Latina, nacida del choque entre culturas a partir de la Conquista española, de allí la necesidad del ensayo en este continente para “pensarse” y “decirse”.

8 Es posible, en una perspectiva mayor, establecer conexiones con las propuestas que en Chile elaboran quienes se nuclean en torno a la figura de Nelly Richard –entre ellos a Diamela Eltit y Pedro Lemebel– y persiguen desarticular las regulaciones estatales de la cultura a partir de nuevas políticas de la letra que exacerban las asimetrías, los desfasajes, las contradicciones, los puntos de fuga a cualquier intento de clausura.

9 Sin desmerecer las diferencias, varias de las marcas de esta generación uruguaya de los 80-90 se asemejan a ciertas características de la nueva narrativa argentina (NNA) escrita por la “generación de la posdictadura” que analiza Elsa Drucaroff en Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura (2011). Mientras la generación anterior entona el grito, la acusación, la proclama o una reflexión sesuda con el fin serio de criticar y denunciar, los escritores de la NNA se toman todo menos en serio y en sus textos predomina la socarronería, la sonrisa, empleando cierta distancia irónica y autoirónica sobre lo que se está contando y evitando consolidar un mensaje claro, exhaustivo y explicativo. Asimismo la crítica argentina describe a esta promoción mediante la imagen de los “prisioneros de la torre”: se encuentran en la cima de una torre, montados sobre los hombros de la generación anterior, la de los militantes de los sesenta que sufrieron la persecución en dictadura, y reciben la pesada carga de un pasado –en el cual se encuentran tanto el modelo de los jóvenes maravillosos como la pila de sus cadáveres– que no vivieron pero heredaron.

 

 

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