Orbis Tertius, vol. XXII, nº 25, e030, junio 2017. ISSN 1851-7811.
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria


Artículo/Article

 

 

La mala lectura: mujeres y novelas en la cultura de entresiglos


por Graciela Batticuore
(Universidad de Buenos Aires)



RESUMEN
Leídas con devoción y criticadas con persistente afán a lo largo del tiempo, las novelas desatan polémicas, propician reflexiones y diálogos entre los escritores y el público en diferentes épocas. El siguiente trabajo reflexiona acerca del género y su evolución, desde finales del siglo XVIII, en Europa y América, hasta la trama de comienzos y mediados del siglo XX. ¿Qué relación particular establecieron las lectoras del pasado con las novelas? ¿Cómo se tramitó el debate acerca del valor estético y el valor moral de una obra? Exploramos estos interrogantes atendiendo al cruce entre literatura, artes plásticas y cine en la Argentina.

Palabras clave: novela-entresiglos-mujeres-lectura-valor literario


ABSTRACT
Devotedly read and persistently criticized trough time, novels give rise to controversies and contribute to reflections and dialogues between the writers and their public in different times. This work discusses the genre and its evolution, from the end of the 18th century, in Europe and America, to the early and mid-20th century. Which particular relationship did the female readers of the past establish with novels? How was the debate about the aesthetic and moral value of a literary work handled? These questions will be explored attending to crossovers between literature, plastic arts and cinema in Argentina.

Keywords: novel- end of the 18th century - mid-20th century- women- readingliterary value


CITA SUGERIDA
Batticuore, G. (2017). La mala lectura: mujeres y novelas en la cultura de entresiglos. Orbis Tertius, 22(25), e030. https://doi.org/10.24215/18517811e030

 



Novelas: entre la prohibición y el placer

Desde fines del siglo XVIII y a lo largo del XIX la novela folletín ganó terreno entre las preferencias del público y alimentó el apetito de lectura. Sarmiento llegó a catalogar el género como “la golosina de los lectores”, mientras que los pedagogos y los moralistas levantaban alertas en su contra, en particular para opinar sobre la porción más sensible y creciente del público moderno: las mujeres. ¿En qué consistió concretamente ese temor por el género novelístico? ¿Cómo se asoció con las lectoras, en particular, y cómo se expandió en el imaginario y en las reflexiones del público y de los autores, de los educadores y hombres públicos, a lo largo del siglo XIX, aun cuando las novelas seguían haciendo las delicias de la mayoría de los lectores? ¿Bajo qué representaciones y qué discursos se fue ampliando la percepción del género como un “veneno”, un monstruo temible, un demonio tentador que podía corromper la sensibilidad y la cabeza de las lectoras y de los lectores del siglo?

Sin dudas los escenarios donde es posible visualizar esta cuestión son numerosos y se remontan muy atrás en el tiempo: por ejemplo a la Inquisición española, que en el siglo XV proscribía ya la circulación de novelas en toda la geografía del imperio y sus colonias. A fines del XVIII los filósofos franceses y algunas mujeres “excepcionales” reflexionaron sobre el tema: lo hizo Mme. Lambert en sus “Nuevas relaciones sobre las mujeres”; lo hicieron también otros dos notables contrincantes de reconocido prestigio y renombre: Juan Jacobo Rousseau y Mary Wollstonecraft, en el marco de la polémica sobre educación que se dirime entre las páginas del Emilio (1762) y la Vindicación de los derechos de la mujer (1792). Sólo coinciden ambos autores en una cosa: la perspectiva descalificadora del género novelístico, que se presentaba para una y otro como perniciosa para las mujeres. Según Wollstonecraft, porque las novelas propician un sentimentalismo que conspira contra el potencial crítico e intelectual del que disponen lo mismo hombres y mujeres, pero que hace falta propiciar en ambos.

Varias décadas después fue un novelista francés, Gustave Flaubert, el que forjó el tipo de la lectora moderna: Emma Bovary, una mujer socialmente peligrosa que cae en el vicio del consumo y la infidelidad leyendo historias que atentan contra la moral burguesa y las convenciones de la época. Desde entonces Bovary fue el espejo en el que se miraron y se proyectaron tantas otras heroínas de novelas americanas, muchas de ellas argentinas. Menciono algunas bastante conocidas para quienes frecuentan la literatura decimonónica: Blanca Montefiori en La gran aldea, de Lucio V. López; Dorotea en ¿Inocentes o culpables?, de Antonio Argerich, Adela en Ley Social, de Martín García Mérou, la protagonista de Irresponsables de José Podestá y la de El lujo, de Lola Larrosa. En todas estas novelas las mujeres aparecen, a su vez, como lectoras: de novelas románticas y populares, francesas y españolas (de autores como Gustave Droz hasta Dumas, pasando por los folletines de Fernández y González o de Enrique Pérez Escrich, entre muchos otros). Se trata, en todos los casos, de lectoras modernas que consumen folletines, magazines y semanarios de moda, frecuentan bibliotecas, algunas gustan del arte y cultivan en él su sensibilidad. Son, además, mujeres sensuales que sueñan con el amor pero aceptan el matrimonio por conveniencia, o sea que saben mantener separados el deseo amoroso y el afán de lujos, placeres, posición social. Estas mujeres viven el amor apasionadamente, por fuera del espacio contendor del hogar y la familia: no desean tanto ser madres como ser amantes, no sueñan con la domesticidad sino con la diversión, el lujo, la vida sensual que ofrece el consumo moderno. Todas han aprendido a desear en las páginas de las novelas: se acercan, a veces, y otras se alejan, del modelo de la mujer romántica, pero en todos los casos van dejando atrás el estereotipo del “ángel del hogar”, que sobrevive tan sólo como una mascarada detrás de la cual se esconde la mujer real, fría, calculadora, práctica (es el caso de Blanca Montefiori en la novela de López, o de la protagonista de La Bolsa, de Julián Martel, que le recomienda al marido presentarse a quiebra, antes de caer en la ruina económica). En definitiva, todas ellas sucumben con facilidad al poder encantador de las novelas que activa su imaginario amoroso, sin comprometer la conveniencia de su posición social.

Puede decirse que este perfil femenino se hizo presente una y otra vez en la literatura occidental a lo largo del siglo XIX. También se manifestó en el arte, que supo representar, a veces dramáticamente, el peligro que detentan las novelas para las lectoras. Probablemente ningún ejemplo sea tan extremo o elocuente como el que ofrece una pintura de mediados de siglo XIX, titulada, precisamente, “La lectora de novelas” (Figura 1). Fue compuesta por un artista belga llamado Antoine Wiertz, autor de algunas escenas memorables, de líneas monumentales, que se destacan sobre lienzos de grandes dimensiones. En su época, Wiertz fue duramente criticado por algunos contemporáneos como el propio Baudelaire, que en Argumentos del libro sobre Bélgica, más conocido como Pobre Bélgica, lo tildó de “farsante”, de “charlatán” y de “infame” (lo consideraba un mal dibujante que sabía hacer buenos negocios) pero muchos años después Benjamin lo reivindicó por la composición de sus panoramas parisinos en El libro de los pasajes donde lo cita muchas veces. La obra que nos interesa es de 1853: la protagonista del cuadro se presenta desnuda, sensual, recostada sobre una cama leyendo, extasiada, los libros que le va entregando en mano el demonio, otro protagonista de la obra que asoma sombríamente sobre el ángulo derecho del cuadro. En uno de los volúmenes que él le ofrece en mano a la mujer puede leerse el título: Antony. Se trata de una célebre obra de teatro de Alejandro Dumas, publicada en París, en 1831: fue el primer éxito de este prolífico autor de dramas y novelas que llegó a escribir y publicar cerca de mil doscientos títulos a lo largo de toda su vida.

Figura 1. Antoine Weirtz, La lectora de novelas, 1853. Real Museo de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas.


Figura 2. (Detalle)

Aunque se trata de una pieza teatral, podría decirse que Antony pone en escena una típica historia novelesca que recuerda tramas y conflictos bien conocidos: en este caso, concretamente, la historia de una mujer casada que se reencuentra con un amante del que estuvo y sigue estando enamorada. El matrimonio representa para ella la estabilidad social que no quiere perder y que no podría obtener con el otro (el joven es hijo ilegítimo y esto lo pone fuera de circulación en el ambiente de ella). Una serie de contingencias la enfrentan a la situación de tener que decidirse entre sus sentimientos y su conveniencia pero el marido se entera de todo y el desenlace es trágico. De esto trata el libro que el demonio le ofrece a la lectora en el cuadro de Wiertz: o sea que el libro habla del amor, del deseo, de las conveniencias sociales y de cómo estos motivos son fuerzas en pugna o en tensión en el siglo XIX, algo que vale lo mismo para Europa o América. Precisamente, los temas recurrentes en la narrativa argentina del último cuarto del siglo, momento en que el género novelístico eclosiona en el país, están en directa sintonía con la temática de la obra de Dumas y con el cuadro de Wiertz (al tiempo que ambos se relacionan y continúan, a su vez, los presupuestos argumentales de muchas novelas naturalistas de fines de siglo).1

Como ya señalamos, las novelas argentinas de la época cuentan historias de adulterios y de amantes, de matrimonios por conveniencia, de mujeres que enfrentan el tedio y el deseo, que sucumben a la pasión amorosa porque la han aprendido en los libros. Esas novelas alertan contra una moral relajada o corrupta que es señal de los tiempos modernos: los tiempos de una ciudad cosmopolita que estaba modificando los parámetros de comportamiento que la habían caracterizado antes, cuando era posible hablar de ella como “la gran aldea”. En ese mundo cambiante del último cuarto del siglo XIX, cuando Buenos Aires se poblaba de inmigrantes y la práctica de la lectura se democratizaba y encontraba sus actores entre capas sociales diversas, la novela folletín ganaba prominencia: ya sea a través del consumo de literatura extranjera o gracias a la producción reciente de escritores y escritoras nacionales. En uno u otro caso, el consumo de novelas apareció asociado al placer, al sensualismo, propició un nuevo perfil de lector/a que encaja bastante bien en una denominación elocuente que acuñó al paso el narrador de La gran aldea, de López: “el lector sibarita”, anota al correr de la pluma el narrador, precisamente, promediando el libro. Con esa formulación circunscribe un tipo de público que sólo lee para deleitarse, no para aprender (como querría un ilustrado), tampoco para formarse moral o espiritualmente (como preferían los románticos). Así que los lectores y las lectoras sibaritas del 80 eran hedonistas, sensuales, buscaban en las novelas el placer.

En semejante escenario la mujer lectora no puede aparecer de otro modo que como un espejo deformante de los vicios de esa sociedad en cambio: una sociedad por demás sensible a los intereses y la especulación. Lo que de todos modos no impidió que las lectoras de la vida real se encontraran, en el mundo real, con los libros que ellas preferían leer. Y que sobrevivieran a las advertencias alarmistas de los escritores y los educadores, pasando por encima de las prohibiciones, persiguiendo de todas formas el placer que le otorgaban las novelas. Abriéndose paso en un mundo que las llevaría a veces de la lectura a la escritura, y también a la profesionalización literaria (que comienza a ser una realidad a fines del XIX, cuando Argentina cuenta ya con un primer set de escritoras nacionales, y ellas trazan su propia genealogía).2 No impidió tampoco que las lectoras pasaran del protagonismo literario en las páginas de las novelas y los folletines, a la pantalla grande: tal como lo muestra la imagen sentimental, romántica, un poco kitsch, de la actriz Herminia Franco representando a la Amalia de José Mármol en la segunda versión cinematográfica de la novela, realizada por el director Moglia Barth en 1936 (en un par de escenas del film aparece la protagonista leyendo en voz alta, a solas y para su enamorado). Para entonces las lectoras de novelas ya formaban parte de un público masivo y entraban en los cálculos del mercado editorial que crecía poco a poco en dimensiones en Argentina y en América.

De la moral en el arte

Hace falta considerar ahora la otra cara de la cuestión: cómo se posicionaron e intervinieron las escritoras en relación con un género que a fines del siglo XIX ayudaba a abrir el camino a la profesionalización literaria. Y cómo se reconocieron a sí mismas en tanto lectoras y autoras de novelas cuando definitivamente empezaron a proliferar en Buenos Aires. En el marco de las polémicas a favor y en contra del naturalismo se reavivaron y actualizaron las prevenciones sobre la moral en el arte y los modos socialmente legítimos de narrar. Las mujeres escritoras, que ya no eran una excepción en el contexto finisecular, tomaron partido desde la prensa o las revistas para mujeres, a través del ensayo, en las propias novelas o, también, en el espacio confidencial que les deparaban los géneros íntimos. Este último es el caso, una vez más, de la ya célebre Gorriti, que en mayo de 1889 le escribe una carta al peruano Ricardo Palma, vaticinando desgracias para una común amiga que acababa de publicar:

Tengo en mi poder la novela de mi querida Mercedes Cabello: Blanca Sol. Es indigna de la pluma de cualquier mujer, mucho más de una persona tan buena como ella. Es la expresión del mal sin que produzca ningún bien social. Al contrario, de este escándalo surgirán otros que dejen a mi amiga muy mal parada, sin que pueda quejarse, porque ella comenzó. […] No me canso de predicarle que el mal no debe pintarse con lodo sino con nieblas. El lodo hiede, y ofende tanto al que lo maneja como a quien lo percibe. Además, se crea enemigos, si incómodos para un hombre, mortales para una mujer. El honor de una escritora es doble, el honor de su conducta y el honor de su pluma (1897).

Blanca Sol cuenta la historia de un adulterio femenino. Y de su llegada a él por el camino de la lectura de novelas. Se decía que la historia estaba inspirada en un caso real, de modo que, atando cabos, el público podría sacar sus propias conclusiones sobre quién era quién. Así, Cabello generaba un escándalo de proporciones que ligaba vida y literatura, y daba nuevos motivos a su amiga argentina para pronunciarse al respecto. En los juicios compartidos con Palma, Gorriti no sólo tomaba distancia de la nueva escuela naturalista que orientaba la narrativa de Mercedes Cabello sino que dejaba al descubierto los fundamentos que la decidían a apartarse de ella. Al parecer, no se trató tan sólo de una preferencia estético literaria en favor del romanticismo que había practicado durante años sino de lo que reconoceríamos hoy como una política de género, una estrategia que llegaba en respuesta a ciertas preguntas que la escritora ya se había hecho antes, más de una vez. ¿Cómo debería escribir una mujer para hacer viable su intervención en el ámbito de la cultura y de lo público? ¿Y cómo podía lidiar con las expectativas morales que inevitablemente se ceñían sobre la mujer autora? Frente a los prejuicios de época, Gorriti prefirió seguir apostando a la escuela romántica que aquí se cristaliza en la metáfora de las veladuras: “pintar el mal con nieblas”, eso aconseja a las más jóvenes, para que su incursión en el terreno de la literatura pueda hacerse viable. Las peruanas, en cambio, adoptaban ya una perspectiva decididamente social.

“La novela tiene que ser la fotografía que estereotipe los vicios y las virtudes de un pueblo, con la consiguiente moraleja correctiva para aquéllos y el homenaje de admiración para éstas”, sentenciaba Clorinda Matto en el prólogo de Aves sin nido (1889), que la hizo popular en Perú y en el resto de América pero que decidió su camino al exilio.3 La obra encaraba una fuerte denuncia a las hipocresías del clero, abogaba por el celibato de los curas y defendía la causa del indigenismo, cuestiones todas muy sensibles a la realidad sociopolítica del Perú decimonónico. Por su parte, en la polémica Blanca Sol, Mercedes Cabello se pronunciaba declaradamente a favor de la “novela social” (y en contra de “la pasional”). En esta búsqueda, la Ciencia era una aliada de la literatura; el novelista tenía que embeberse del “medio”, “experimentar”, “observar” y “estudiar” para servir a la moral “corrigiendo” los vicios de la sociedad pero, también, “idealizando el bien”. De esta manera Cabello intentaba atajar las críticas al naturalismo, acusado a veces de tocar “la nota pornográfica”. “No es pues esa tendencia la que debe dominar a los novelistas sudamericanos”, declaraba la escritora abiertamente ante el público.

Algunos años más tarde, otra autora europea de resonancia internacional se atrevió a ir un paso más lejos en las reflexiones sobre literatura y moral: “¿Existe en efecto tal recrudecimiento de la pornografía?”, se preguntaba abiertamente Emilia Pardo Bazán en un artículo publicado en el diario La Nación en 1911. Y se respondía que no sólo estaba repleta la plaza de esa clase de novelas sino que “hay mucho de arte en bastante de ellas” (1999). El público parece que se asusta pero consume, dice Pardo, la vida es compleja, variada, diversa: “al lado de la literatura licenciosa, surge la literatura de moral, la literatura azul, rosa, y blanca, y confieso que ni la primera, ni la segunda son predilectas para mí”. Por este camino la novelista se atreve a poner la discusión en el cauce del que probablemente jamás debió haber salido: el valor estético de una obra está por encima de su contenido moral o su función social, eso sugiere. E incluso, que la moral puede ser un escollo para la “buena literatura”. Así aborda un asunto que solía quedar afuera de las especulaciones de otras escritoras contemporáneas (sin dudas de la propia Gorriti): la libertad del artista. Quién fija el límite para decidir el género, el modo, los temas, el estilo con el que un escritor/a puede encarar su obra, se pregunta Pardo. Qué y quiénes deciden lo que es o no legítimo escribir. Lo expresa exactamente así:

Yo oigo las preguntas y las objeciones. Quién es U. para fijar el límite? ¿Por qué hemos de dar cien pasos y no podemos dar el ciento uno? ¿Dónde empieza y dónde concluye la libertad del artista y del escritor? ¿En qué balanza se pesa? ¿Con qué vara se mide? etc. (Pardo Bazán 1999).

La escritora lanza estos interrogantes sobre el final del artículo, y concluye que, definitivamente, el buen gusto no está ligado a la moral sino al dominio del arte literario a través del sentido estético del novelista:

He oído a moralistas del género sencillo, y aun diría del género bobo, lamentar el exceso de lo que ellos llamaban “malas lecturas”. No hay malas lecturas; hay malos lectores […]. Una masa de lectores alimentada exclusivamente de cieno, como las anguilas, presagia la decadencia, no sólo moral, sino estética e intelectual (1999).

Esta opinión que todavía resuena desafiante a comienzos del siglo XX, sobre todo bajo la pluma de una mujer escritora, marca un punto de quiebre o de distancia respecto de las precursoras y aún de las contemporáneas rioplatenses (incluso de Mercedes Cabello, muy influenciada por la perspectiva de Pardo). Como lo ha señalado recientemente María Vicens, estamos ante la postura moderna de una escritora profesionalizada y en franca búsqueda del mercado literario: Emilia Pardo Bazán posee ya una resonante fama internacional cuando esgrime estos juicios en la prensa porteña de comienzos del siglo XX (había sido contratada como colaboradora estable por el diario La Nación, donde publicó una importante cantidad de crónicas). Seguramente fue ese prestigio ganado como novelista el que la habilitó a expresar abiertamente esta clase de ideas, en una época en la que las lectoras, como las escritoras, seguían refugiándose en el perfil de la mujer romántica para defender su derecho a las letras y la opinión pública o simplemente su acceso a la cultura literaria. Innumerables casos lo comprueban dentro y fuera de la ficción, en la literatura y en el cine. Para citar tan sólo un ejemplo que cruza ambos lenguajes podemos traer a la memoria una novela de comienzos del siglo XX que fue tan exitosa en el momento de su publicación como olvidada después. Se trata de Stella, considerada nuestro primer bestseller nacional, escrita y publicada en 1905 por la escritora Emma de la Barra, quien firmó originalmente con el seudónimo masculino de César Duayen.

La novela cuenta la historia de Alex, una joven sueca que llega a Buenos Aires desde Europa junto a su hermanita inválida. Vienen en busca de apoyo familiar, ya que ambas habían quedado huérfanas de padre y madre. A poco de haber llegado, la joven extranjera revela sus aptitudes para ponerse al frente del escritorio comercial del tío, que está a punto de ir a la quiebra por los gastos desmedidos y las deudas que contrajeron los hijos. Alex es buena, virtuosa, discreta e inteligente, en todo distinta a las otras mujeres de la casa, que sólo piensan en casarse y malgastar. Había sido educada en Estocolmo por su padre, un prestigioso científico que gozaba del crédito de los colegas y del círculo de elegidos en cuyo ambiente y conversaciones también se instruyó la hija. En la primera parte de la novela el narrador la presenta así:

Gustavo transmitió a su hija Alejandra –Alex en el idioma familiar- no sólo su naturaleza sana y vigorosa, sino también su conformación moral e intelectual: su gran cerebro y su alma vasta […].

Los libros austeros que leen los hombres –y muy pocos hombres- fueron sus diversiones; las figuras geométricas, los instrumentos de química, el globo terrestre, sus juguetes; sus fábulas, los clásicos que su padre amaba. […] Una vez acostumbrada al estudio, se apasionó de él, y pudo complacerlo complaciéndose.

Pasó todas las clases, obtuvo títulos y títulos en la Escuela Superior de Mujeres de Cristianía; después siguió estudiando con Gustavo (su padre), que fue siempre el mejor de sus maestros.

Sin tiempo ni ocasión, no tuvo nunca amigas, pero tuvo amigos; los amigos de su padre, sabios, artistas, escritores, entre los cuales no había uno sólo que no sobresaliera del nivel común. Grupo de elegidos que formaban un ambiente especial, y peligroso para quienes no habían de respirar siempre en él. Queríalos ella sin admirarlos; no conociendo otros, creía que todos los hombres debían ser así. (Duayen 1985: 47-48)

Cuando la novela es llevada al cine en 1943, protagonizada por la bella y talentosa Zully Moreno en el rol de Alex, bajo la dirección de Benito Perojo, todo ese pasado excepcional de la lectora formada en la ciencia, el arte y la literatura europea se pierde por completo. En cambio, el film exalta el perfil más romántico y convencional de una joven solidaria que conquista a los galanes y enamora al único que vale la pena, el soltero más cotizado de la familia: un solitario, viajero empedernido y millonario. El final feliz de la película se corona con una promesa de matrimonio y la perspectiva de Alex desarrollando una labor social en el campo, como maestra, al frente de una escuela para pobres y huérfanos. Pero en el libro, que termina igual, existe una escena previa, relevante y que recrea un viejo tópico romántico presente también en Amalia: el de la pareja de lectores que hablan de libros o leen juntos, al pie de una biblioteca. Son Alex y Máximo los que se pasean por el interior de un suntuoso casco de estancia (propiedad de él) repleto de objetos de arte y mobiliarios que a ella la deleitan porque sabe apreciarlos. La biblioteca de nogal está repleta de clásicos universales y locales que Máximo le enseña a su enamorada mientras le habla sobre gauchos, sobre el alma nacional y sobre los autores que ella todavía no ha leído: Mitre, López, Groussac, Eduardo Wilde. También sobre Sarmiento, al que ella ya conoce. “Hablaron de libros”, sintetiza en cierto momento el narrador. Y la protagonista expresa lo propio: “Estoy impregnada de arte y de recuerdos […] Es éste el primer goce íntimo, espiritual que he sentido desde que estoy en Buenos Aires”, le dice conmovida a Máximo. Así se reconocen los amantes en la novela de Emma de la Barra. En la película, la escena está ausente porque lo que se privilegia no es el rasgo excepcional de la protagonista, su faceta intelectual, ligada a la extranjería, sino otro talento más normal que profundiza en ella la impronta del “ángel del hogar”, en versión aggiornada y moderna: se trata de la aptitud de Alex para el magisterio, también de la fe religiosa que sabe transmitir a los más pequeños (la joven enseña el catecismo a los pobres del campo y a los niños de la familia, lo hace con honda dulzura). Esta cualidad se suma a su capacidad de buena administración de las finanzas domésticas (un tipo de saber muy apreciado y muy propiciado en la educación de las mujeres desde siglos atrás). Así que, después de haber sufrido la orfandad, la tristeza de ver a su hermanita inválida y hasta los celos de las demás mujeres que la envidian, Alex será premiada con el mejor matrimonio posible y la posibilidad de ejercer su vocación, el magisterio. Acaso el destino más feliz para una muchacha honrada, a comienzos y mediados del XX, como lo harán notar tantas ficciones de época.

No es difícil imaginar lo que habrían sentido aquellas espectadoras porteñas de los años 40 que acudían al cine a ver la película. Estaban acostumbradas a soñar con el amor, a identificarse con las protagonistas de las historias románticas. Existía ya un nutrido mercado editorial de revistas para mujeres, muchas dedicadas a la industria del cine, que reproducían imágenes de actores y actrices famosas y hacían el deleite de las lectoras que se identificaban con ellas (lo saben bien los personajes de las novelas de Manuel Puig; o aquella protagonista que imaginó Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo, tan involucrada en la historia que observa en la pantalla grande, que un día logra pasar “al otro lado”). En definitiva, el cine puso en pantalla a los clásicos del XIX, los terminó de consolidar como tal, y ofreció una vuelta actualizada al romanticismo (y a la moral romántica), actualizándolos o poniéndolo a la altura de los nuevos tiempos. En una época en la que Buenos Aires contaba ya con las primeras mujeres universitarias (Élida Passo fue la primera en recibirse: en 1885 obtuvo el título de farmacéutica y a ella le siguieron muchas otras), cuando era inminente su acceso al sufragio y el público femenino contribuía enormemente a la expansión del mercado periodístico, el cine tendía nuevos lazos de identificación entre las espectadoras modernas y las heroínas clásicas. Con todo, el “ángel del hogar” seguía teniendo plena vigencia. Y seguía conquistando el imaginario femenino a través de la figura cautivante de las actrices más admiradas, como la propia Zully Moreno en esta versión de Stella. Puede decirse entonces que el ángel del hogar retorna, romantizado y moderno, en el siglo XX. Poco después, el teleteatro y más tarde la telenovela harían lo propio. Junto al cine, son los nuevos lenguajes de un viejo género, la novela popular, los que interpelan al público diversificado, heterogéneo y en expansión. El lugar del ensueño, de la imaginación, del erotismo romántico se desplaza, así, del interior libro a la pantalla y a la radio, para seguir conquistando el corazón de las mujeres. Mientras se terminan de forjar los grandes clásicos del siglo XIX argentino: de la Amalia de José Mármol al film Camila de María Luisa Bemberg (1984), o sea de la literatura al cine, la pose de la lectora con el libro en la mano persiste, se reacomoda bajo nuevas proyecciones y perspectivas que ligan lo moderno al pasado, la cultura alta con la popular, en una clave netamente romántica, sentimental y pregnante.

 

NOTAS

1 Cf. Fabio Espósito (2009). La emergencia de la novela en la Argentina: la prensa, los lectores y la ciudad (1880-1890), La Plata, Ediciones Al Margen.

2 Cf. María Vicens (2016). La escritora hispanoamericana en la cultura argentina de entresiglos, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, mimeo.

3 Clorinda Matto de Turner (1889). Aves sin nido, Lima, Peisa.



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